Trabajando en mis notas había tropezado con varias preguntas.
—¿Es la neblina verde, como el guardián, algo que debe vencerse para ver? —dije a don Juan apenas nos sentamos ambos bajo su ramada el 8 de agosto de 1969.
—Sí. Hay que vencer a todo eso —respondió.
—¿Cómo puedo vencer a la neblina verde?
—Del mismo modo que debiste vencer al guardián: dejándolo que se vuelva nada.
—¿Qué debo hacer?
—Nada. Para ti, la neblina verde es mucho más fácil que el guardián. Le caes bien al espíritu del ojo de agua, mientras que tus asuntos con el guardián estaban muy lejos de tu temperamento. Nunca viste realmente al guardián.
—Quizá porque no me caía bien. ¿Y si encontrara yo un guardián que me gustase? Ha de haber personas a quienes el guardián que yo vi les parecería hermoso. ¿Lo vencerían porque les caería bien?
—¡No! Sigues sin entender. No importa cómo te caiga el guardián. Mientras tengas cualquier sentimiento hacia él, el guardián permanecerá igual, monstruoso, hermoso o lo que fuese. En cambio, si no tienes sentimiento alguno hacia él, el guardián se volverá nada y todavía estará allí frente a ti.
La idea de que algo tan colosal como el guardián pudiera hacerse nada y sin embargo seguir allí carecía en absoluto de sentido. Imaginé que era una de las premisas alógicas del conocimiento de don Juan. Sin embargo, también me parecía que, de querer, él podría explicármela. Insistí en preguntarle qué quería decir con eso.
—Pensaste que el guardián era algo que conocías, eso es lo que quiero decir.
—Pero yo no pensé que fuera algo que yo conocía.
—Pensaste que era feo. Tenía un tamaño imponente. Era un monstruo. Tú conoces todas esas cosas. Así que el guardián fue siempre algo que conocías, y como era algo que conocías, no lo viste. Ya te dije: el guardián tenía que volverse nada y sin embargo tenía que seguir parado frente a ti. Tenía que estar allí y tenía, al mismo tiempo, que ser nada.
—¿Cómo puede ser, don Juan? Lo que usted dice es absurdo.
—Sí. Pero eso es ver. No hay en realidad ningún modo de hablar sobre eso. Ver, como te dije antes, se aprende viendo.
—Al parecer no tienes problema con el agua. El otro día casi la viste. El agua es tu coyuntura. Ahora sólo necesitas perfeccionar tu técnica de ver. Tienes un ayudante poderoso en el espíritu del ojo de agua.
—Ahí tengo otra preguntota, don Juan.
—Puedes tener todas las preguntotas que quieras, pero no podemos hablar del espíritu del ojo de agua en estos rumbos. De hecho, es mejor no pensar en eso para nada. Para nada. De lo contrario el espíritu te atrapará, y si eso ocurre no hay manera de que ningún hombre vivo te ayude. De modo que cierra la boca y piensa en otra cosa.
A eso de las 10 de la mañana siguiente, don Juan desenfundó su pipa, la llenó de mezcla para fumar y me la entregó con la indicación de que la llevara a la ribera de la corriente. Sosteniendo la pipa en ambas manos, me las ingenié para desabotonar mi camisa y poner dentro la pipa y apretarla. Don Juan llevaba dos petates y una bandejita con brasas. Era un día soleado. Nos sentamos en los petates, a la sombra de una pequeña arboleda de breas en la orilla misma del agua. Don Juan metió un carbón en el cuenco de la pipa y me dijo que fumara. Yo no tenía ninguna aprensión, ningún sentimiento exaltado. Recordé que al iniciar mi segundo intento por «ver» al guardián, habiendo don Juan explicado su naturaleza, me había embargado una peculiar sensación de maravilla y respeto.
Esta vez, sin embargo, aunque don Juan me había dado a conocer la posibilidad de «ver» realmente el agua, no me hallaba involucrado emocionalmente; sólo curiosidad.
Don Juan me hizo fumar dos tantos de lo que había fumado en ocasiones anteriores. En algún momento se inclinó a susurrar en mi oído derecho que iba a enseñarme a usar el agua para moverme. Sentí su rostro muy cercano, como si hubiera puesto la boca junto a mi oreja. Me dijo que no observara el agua, sino enfocara los ojos en la superficie y los tuviera fijos hasta que el agua se tornase una niebla verde. Repitió una y otra vez que yo debía poner toda mi atención en la niebla hasta no discernir ninguna otra cosa.
—Mira el agua frente a ti —oí que decía—, pero no dejes que su sonido te arrastre a ningún lado. Si dejas que el sonido del agua te arrastre, quizá nunca pueda yo encontrarte y regresarte. Ahora métete en la niebla verde y escucha mi voz.
Lo oía y comprendía con claridad extraordinaria. Empecé a mirar fijamente el agua, y tuve una sensación muy peculiar de placer físico; una comezón; una felicidad indefinida. Miré largo tiempo, pero sin detectar la niebla verde. Sentía que mis ojos se desenfocaban y tenía que esforzarme por seguir mirando el agua; finalmente no pude ya controlar mis ojos y debo haberlos cerrado, o acaso fue un parpadeo, o bien simplemente perdí la capacidad de enfocar; en todo caso, en ese mismo instante el agua quedó fija; cesó de moverse. Parecía una pintura. Las ondas estaban inmóviles. Entonces el agua empezó a burbujear: era como si tuviese partículas carbonadas que explotaban de una vez. Por un instante vi la efervescencia como una lenta expansión de materia verde. Era una explosión silenciosa; el agua estalló en una brillante neblina verde que se expandió hasta rodearme.
Permanecí suspendido en ella hasta que un ruido muy agudo, sostenido y penetrante lo sacudió todo; la niebla pareció congelarse en las formas habituales de la superficie del agua. El ruido era un grito de don Juan: «¡Oooye!», cerca de mi oído. Me dijo que prestara atención a su voz y regresara a la niebla y esperara su llamada Dije: «O.K.» en inglés y oí el ruido crepitante de su risa.
—Por favor, no hables —dijo—. Guárdate tus oquéis.
Podía oírlo bien. El sonido de su voz era melodioso y sobre todo amigable. Supe eso sin pensar; fue una convicción que me llegó y luego pasó.
La voz de don Juan me ordenó enfocar toda mi atención en la niebla, pero sin abandonarme a ella. Dijo repetidas veces que un guerrero no se abandona a nada, ni siquiera a su muerte. Volví a sumergirme en la neblina y advertí que no era niebla en absoluto, o al menos no era lo que yo concibo como niebla. El fenómeno neblinoso se componía de burbujas diminutas, objetos redondos que entraban en mi campo de «visión», y salían de él, desplazándose como si estuviesen a flote. Observé un rato sus movimientos; luego un ruido fuerte y distante sacudió mi atención y perdí la capacidad de enfoque y ya no pude percibir las burbujitas. Sólo tenía conciencia de un resplandor verde, amorfo, como niebla. Oí de nuevo el ruido y la sacudida que me dio hizo desaparecer la niebla inmediatamente, y me hallé mirando el agua de la zanja de irrigación.
Entonces volví a oírlo, ahora mucho más cerca; era la voz de don Juan. Me estaba diciendo que le prestara atención, porque su voz era mi única guía. Me ordenó mirar la ribera de la corriente y la vegetación directamente ante mis ojos. Vi algunos juncos y un espacio libre de ellos. Era un recoveco en la ribera, un sitio donde don Juan cruza para sumergir su balde y llenarlo de agua. Tras unos momentos don Juan me ordenó regresar a la niebla y me pidió nuevamente prestar atención a su voz, porque iba a guiarme para que yo aprendiera a moverme; dijo que al ver las burbujas debía abordar una de ellas y dejar que me llevara.
Lo obedecí y de inmediato me rodeó la neblina verde, y luego vi las burbujas diminutas. Oí nuevamente la voz de don Juan como un retumbar extraño y atemorizante. En el momento de oírla, empecé a perder la capacidad de percibir las burbujas.
—Monta una de esas burbujas —lo oí decir.
Pugné por conservar mi percepción de las burbujas verdes y a la vez seguir oyendo la voz. No sé cuánto tiempo me esforcé, pero de pronto me di cuenta de que podía escuchar a don Juan y seguir viendo las burbujas, que aún pasaban despacio, flotantes, por mi campo de percepción. La voz de don Juan seguía instándome a seguir una de ellas y montarla.
Me pregunté cómo se suponía que yo hiciera eso, y automáticamente pronuncié en inglés la palabra «cómo». Sentí que la palabra se hallaba muy dentro de mí y que al ir saliendo me llevaba a la superficie. La palabra era como una boya que surgiera de mi hondura. Me oí decir how y me sonó a aullido de perro. Don Juan aulló a su vez, también como perro, y luego hizo como coyote y rió. Me pareció muy gracioso y mi risa en verdad brotó.
Con mucha calma, don Juan me dijo que me adhiriera a una burbuja siguiéndola.
—Regresa otra vez —dijo—. ¡Entra en la niebla! ¡En la niebla!
Al regresar advertí que las burbujas se movían más despacio y que tenían ahora el tamaño de un balón. De hecho, eran tan grandes y lentas que yo podía examinar cualquiera detalladamente. No eran en realidad burbujas: no eran como una burbuja de jabón, ni como un globo, ni como ningún recipiente esférico. No contenían nada, pero se contenían. Tampoco eran redondas, aunque al percibirlas por vez primera yo habría podido jurar que lo eran y la imagen que acudió a mi mente fue «burbujas». Las observaba como si me hallase mirando por una ventana: es decir, el marco de la ventana no me permitía seguirlas, sólo verlas entrar y salir de mi campo de percepción.
Pero cuando dejé de verlas como burbujas fui capaz de seguirlas; en el acto de seguirlas me adherí a una y floté con ella. Sentía realmente estar en movimiento. De hecho, yo era la burbuja, o esa cosa que parecía burbuja.
Entonces oí el sonido agudo de la voz de don Juan. Me sacudió, y perdí el sentimiento de ser «aquello». El sonido era en extremo temible: una voz remota, muy metálica, como si don Juan hablara por un altoparlante. Discerní algunas palabras.
—Mira las orillas —dijo.
Vi un gran cuerpo de aguas. El agua se precipitaba. Se oía su fragor.
—Mira las orillas —me ordenó de nuevo don Juan.
Vi un muro de concreto.
El sonido del agua se hizo terriblemente fuerte; el sonido me envolvió. Entonces cesó instantáneamente, como si lo cortaran. Tuve la sensación de negrura, de sueño.
Me di cuenta de estar echado en la zanja de riego. Don Juan tarareaba salpicando agua en mi rostro. Luego me sumergió en la zanja. Jaló mi cabeza hasta sacarla por encima de la superficie y me dejó descansarla en la ribera mientras él me sostenía por el cuello de la camisa. Tuve una sensación de lo más agradable en los brazos y las piernas. Los estiré. Los ojos, cansados, me ardían; alcé la mano derecha para frotarlos. Fue un movimiento difícil. Mi brazo pesaba. Apenas pude sacarlo del agua, pero cuando salió estaba cubierto por una asombrosa masa de neblina verde. Puse el brazo frente a mis ojos. Podía ver su contorno: una masa verde más oscura, rodeada por un intenso resplandor verdoso. Rápidamente me incorporé y, parado a media corriente, miré mi cuerpo: pecho, brazos y piernas eran verdes, verde profundo. El matiz era tan intenso que me dio la sensación de una sustancia viscosa. Parecía yo una figurita que don Juan me había hecho años antes con una raíz de datura.
Don Juan me dijo que saliera. Detecté alarma en su voz.
—Estoy verde —dije.
—Deja ya —repuso, imperioso—. No tienes tiempo. Sal de ahí. El agua está a punto de atraparte. ¡Salta! ¡Fuera! ¡Fuera!
Me llené de pánico y salí de un salto.
—Esta vez debes decirme todo lo que ocurrió —dijo, secamente, cuando estuvimos sentados frente a frente en su cuarto.
No le interesó la manera como mi experiencia había transcurrido; sólo quería saber qué había encontrado cuando él me dijo que mirara la orilla. Le interesaban los detalles. Describí el muro que había visto.
—¿Estaba a tu izquierda o a tu derecha? —preguntó.
Le dije que en realidad el muro había estado frente a mí. Pero él insistió en que tenía que ser a la derecha o a la izquierda.
—Cuando lo viste por primera vez; ¿dónde estaba? Cierra los ojos y no los abras hasta que te acuerdes.
Se puso en pie y, habiendo yo cerrado los ojos, hizo girar mi cuerpo hasta ponerme cara al este, la misma dirección que yo había enfrentado al sentarme frente a la corriente. Me preguntó en qué dirección me había movido.
Dije que había ido hacia adelante, derecho, para enfrente. Insistió en que yo debía recordar y concentrarme en el momento en que aún veía el agua como burbujas.
—¿Para qué lado corrían? —preguntó.
Don Juan me instó a hacer memoria, y finalmente tuve que admitir que las burbujas había parecido moverse hacia mi derecha. Pero no me hallaba tan absolutamente seguro como él deseaba. Bajo su interrogatorio, empecé a darme cuenta de mi incapacidad para clasificar la percepción. Las burbujas se habían desplazado a la derecha cuando las vi primero, pero al hacerse más grandes fluyeron para todas partes. Algunas parecían venir directamente hacia mí, otras parecían seguir cada dirección posible. Había burbujas que se movían encima de mi y abajo de mí. De hecho, estaban en todo mi derredor. Recordaba haber oído su efervescencia; por lo tanto, debo haberlas percibido auditiva además de visualmente.
Cuando las burbujas crecieron tanto que pude «montar» en una de ellas, las «vi» frotarse una contra otra como globos.
Mi excitación crecía con el recuerdo de los detalles de mi percepción. Pero don Juan no se interesaba en lo más mínimo. Le dije que había visto hervir las burbujas. No era un efecto puramente auditivo ni puramente visual, sino algo indiscriminado y sin embargo claro como el cristal; las burbujas raspaban una contra otra. Yo no veía ni oía su movimiento, lo sentía; yo era parte del sonido y del transcurso.
Al relatar mi experiencia me conmoví en lo más hondo. Tomé el brazo de don Juan y lo sacudí en un ataque de agitación intensa. Me había dado cuenta de que las burbujas no tenían límite externo; sin embargo, estaban contenidas y sus bordes cambiaban de forma y eran disparejos, dentellados. Las burbujas se fundían y separaban con gran velocidad, pero su movimiento no era vertiginoso. Era un movimiento rápido y a la vez lento.
Otra cosa que recordé en el momento del relato fue la calidad cromática que las burbujas parecían tener. Eran transparentes y muy brillantes y se veían casi verdes, aunque no era un color como yo acostumbro a percibir los colores.
—Te estás atascando —dijo don Juan—. Esas cosas no son importantes. Te estás fijando en lo que no vale la pena. La dirección es lo único importante.
Sólo pude recordar que me había movido sin ningún punto de referencia, pero don Juan concluyó que, si las burbujas habían fluido constantemente hacia mi derecha —el sur— al principio, el sur era la dirección que debía interesarme. De nuevo me instó, imperioso, a acordarme de si el muro estaba a mi derecha o a mi izquierda. Luché por hacer memoria.
Cuando don Juan «me llamó» y salí a la superficie, por así decirlo, creo que el muro estaba a mi izquierda. Me hallaba muy cerca de él y pude discernir los surcos y protuberancias del molde o armadura de madera en donde se vertió el concreto. Se habían usado tiras de madera muy delgadas, creando un diseño compacto. El muro era sumamente alto. Uno de sus extremos podía verse, y noté que no tenía esquina, sino que se curvaba para dar vuelta.
Don Juan guardó silencio un instante, como si pensara la forma de descifrar mi experiencia; luego dijo que yo no había logrado gran cosa, que no había colmado sus esperanzas.
—¿Qué debí haber hecho?
En vez de responder hizo un gesto frunciendo los labios.
—Te fue muy bien —dijo—. Hoy aprendiste que un brujo usa el agua para moverse.
—¿Pero vi?
Me miró con una expresión curiosa. Alzó los ojos al techo y dijo que yo tendría que entrar en la niebla verde muchas veces hasta poder contestar mi propia pregunta. Cambió sutilmente el curso de nuestra conversación, diciendo que yo no había aprendido en realidad a moverme por medio del agua, pero había aprendido que un brujo puede hacerlo, y él me había hecho mirar la orilla de la corriente con el propósito de que yo ratificara mi movimiento.
—Ibas muy rápido —dijo—, tan rápido como alguien que sabe ejecutar esta técnica. Tuve que apurarme para que no me dejaras atrás.
Le supliqué explicar lo que me había ocurrido desde el principio. Rió, meneando la cabeza lentamente, como incrédulo.
—Tú siempre insistes en saber las cosas desde el principio —dijo—. Pero no hay ningún principio; el principio está sólo en tu pensamiento.
—Yo pienso que el principio fue cuando fumé junto al agua —dije.
—Pero antes de que fumaras yo tuve que averiguar qué cosa hacer contigo —dijo—. Tendría que decirte lo que hice y no puedo, porque me llevaría a otro asunto más. A lo mejor las cosas se te aclaran si no piensas en principios.
—Dígame entonces qué sucedió después de que me senté y fumé.
—Creo que ya me lo dijiste tú —dijo, riendo.
—¿Tuvo importancia algo de lo que hice, don Juan?
Alzó los hombros.
—Seguiste muy bien mis indicaciones y no tuviste problema para entrar y salir de la niebla. Luego escuchaste mi voz y regresaste a la superficie cada vez que te llamé. Ese era el ejercicio. El resto fue muy fácil. Todo lo que pasó fue que te dejaste llevar por la niebla. Te portaste como si supieras qué hacer. Cuando estabas muy lejos te llamé otra vez y te hice mirar la orilla, para que te dieras cuenta hasta dónde habías llegado. Luego te jalé de vuelta.
—¿Quiere usted decir, don Juan, que realmente viajé en el agua?
—Por cierto. Y bien lejos, además.
—¿Qué distancia?
—No lo vas a creer.
Le rogué que me dijera, pero abandonó el tema y dijo que debía irse un rato. Insistí en que al menos me diera una pista.
—No me gusta que me tengan a oscuras —dije.
—Tú solo te tienes a oscuras —repuso—. Piensa en el muro que viste. Siéntate aquí en tu petate y recuérdalo con todo detalle. A lo mejor así descubres qué distancia recorriste. Lo único que yo sé de momento es que viajaste muy lejos. Lo sé porque me costó muchísimo trabajo regresarte. Si yo no hubiera estado allí, podrías haberte ido para no volver, y todo lo que ahora quedaría de ti sería tu cadáver en la orilla de la corriente. O quizá podrías haber regresado tú solo. Contigo no estoy seguro. Así que, a juzgar por el esfuerzo que me costó traerte, yo diría que seguramente estabas en…
Hizo una larga pausa: me miró con ojos amistosos.
—Yo iría hasta las sierras de Oaxaca —dijo—. No sé hasta dónde irías tú, a lo mejor hasta Los Ángeles, o quizás incluso hasta Brasil.
Don Juan regresó al día siguiente, al atardecer. Mientras tanto, yo había escrito cuanto podía recordar sobre mi percepción. Al escribir, se me ocurrió seguir la ribera corriente abajo y corriente arriba, y corroborar si había visto realmente, en alguno de los lados, un detalle que pudiera haberme provocado la imagen de un muro. Conjeturé que don Juan podía haberme hecho caminar en un estado de estupor, para luego hacerme enfocar mi atención en alguna pared a lo largo del camino. En las horas transcurridas entre el momento en que descubrí la niebla por vez primera y el momento en que salí de la zanja y volvimos a su casa, calculé que no podríamos haber caminado más de cuatro kilómetros. De modo que seguí la corriente durante unos cinco kilómetros en cada dirección, observando cuidadosamente todo lo que hubiese podido relacionarse con mi visión del muro. La corriente era, hasta donde pude juzgar, un simple canal de riego. Tenía de metro a metro y medio de ancho a todo lo largo, y no pude hallar en él ningún aspecto visible que pudiera haberme recordado o impuesto la imagen de una pared de concreto.
Cuando don Juan llegó a su casa al atardecer, lo acosé e insistí en leerle mi relato. Rehusó escuchar y me hizo tomar asiento. Se sentó frente a mí. No sonreía. Parecía estar pensando, a juzgar por la mirada penetrante de sus ojos, que se hallaban fijos por encima del horizonte.
—Creo que ya te habrás dado cuenta —dijo en un tono que de pronto era muy severo— de que todo es mortalmente peligroso. El agua es tan mortal como el guardián. Si no te cuidas, el agua te atrapará. Casi lo hizo ayer. Pero para que lo atrapen, un hombre debe estar dispuesto. Esa es cuestión tuya. Estás dispuesto a entregarte.
Yo no sabía de qué estaba hablando. Su ataque contra mí había sido tan repentino que me hallaba desorientado. Débilmente le pedí explicarse. Mencionó, con desgano, que había ido al monte y había «visto» al espíritu del ojo de agua y tenía la profunda convicción de que yo había malogrado mi oportunidad de «ver» el agua.
—¿Cómo? —pregunté, en verdad desconcertado.
—El espíritu es una fuerza —dijo él—, y como tal, responde a la fuerza. No te puedes entregar en su presencia.
—¿Cuándo me entregué?
—Ayer, cuando te pusiste verde en el agua.
—No me entregué. Pensé que era un momento muy importante y le dije a usted lo que me estaba pasando.
—¿Quién eres tú para pensar o decir qué cosa es importante? No sabes nada de las fuerzas que estás tocando. El espíritu del ojo de agua existe allí y podría haberte ayudado; de hecho, te estuvo ayudando hasta que tú lo echaste a perder. Ahora no sé cuál será el resultado de tus acciones. Has sucumbido a la fuerza del espíritu del ojo de agua y ahora puede llevarte en cualquier momento.
—¿Fue un error mirar cómo me volvía verde?
—Te abandonaste. Quisiste abandonarte. Eso estuvo mal. Te lo he dicho y te lo repito. Sólo como un guerrero puedes sobrevivir en el mundo de un brujo. Un guerrero trata todo con respeto y no pisotea nada a menos que tenga que hacerlo. Tú, ayer, no trataste el agua con respeto. Por lo común te portas muy bien. Pero ayer te abandonaste a tu muerte, como un pinche idiota. Un guerrero no se abandona a nada, ni siquiera a su muerte. Un guerrero no es un socio voluntario; un guerrero no está disponible, y si se mete con algo, puedes tener la certeza de que sabe lo que está haciendo.
No supe qué decir. Don Juan estaba casi enojado. Eso me producía inquietud. Rara vez se había portado así conmigo. Le dije que en verdad no tuve ni la menor idea de que estaba cometiendo un error. Tras algunos minutos de silencio tenso, se quitó el sombrero y sonrió y me dijo que debía irme y no regresar a su casa hasta sentir que había ganado control sobre mi deseo de abandonarme. Recalcó que yo debía apartarme del agua y evitar que tocara la superficie de mi cuerpo durante tres o cuatro meses.
—No creo que podría aguantar sin darme una ducha —dije.
Don Juan rió y las lágrimas corrieron por sus mejillas.
—¡No aguantas sin una ducha! A veces eres tan flojo que pienso que estás bromeando. Pero no es un chiste. A veces realmente no tienes ningún control, y las fuerzas de tu vida te agarran con entera libertad.
Aducí que era humanamente imposible estar controlado en todo momento. Él sostuvo que para un guerrero no había nada fuera de control. Yo traje a colación la idea de los accidentes y dije que lo ocurrido en la zanja de riego podía sin duda considerarse como tal, pues yo actué sin intención y sin conciencia de mi conducta impropia. Hablé de diversas personas que habían sufrido infortunios explicables como accidentes; me referí en especial a Lucas, un excelente viejo yaqui que resultó herido al volcarse el camión que conducía.
—Me parece que es imposible evitar los accidentes —dije—. Ningún hombre puede controlar todo cuanto lo rodea.
—Cierto —dijo don Juan, cortante—. Pero no todo es un accidente inevitable. Lucas no vive como guerrero. De lo contrario, sabría que está esperando y porque espera, y no habría manejado ese camión estando borracho. Se estrelló contra las peñas porque estaba borracho, y destrozó su cuerpo por nada.
—La vida, para un guerrero, es un ejercicio de estrategia —prosiguió don Juan—, pero tú quieres hallar el significado de la vida. A un guerrero no le importan los significados. Si Lucas viviera como guerrero —y tuvo su oportunidad, como todos tenemos la nuestra— armaría su vida estratégicamente. De ese modo, si no podía evitar un accidente que le destrozara las costillas, habría hallado medios para compensar ese contratiempo, o evitar sus consecuencias, o batallar contra ellas. Si Lucas fuera guerrero no estaría muriéndose de hambre en su casa mugrosa. Estaría batallando hasta el final.
Planteé a don Juan una posibilidad, usándolo a él mismo como ejemplo, y le pregunté que haría si él tuviese un accidente en el que perdiera las piernas.
—Si no puedo evitarlo, y pierdo las piernas —dijo—, ya no podré ser un hombre, así que me uniré a lo que me está esperando allá.
Hizo un arco con la mano para señalar a todo al derredor.
Argumenté que me malinterpretaba. Yo había querido hacer referencia a la imposibilidad de que cualquier individuo previera todas las variables implicadas en sus acciones de cada día.
—Todo lo que puedo decirte —dijo don Juan— es que un guerrero nunca está disponible; nunca está parado en el camino esperando las pedradas. Así corta al mínimo el chance de lo imprevisto. Lo que tú llamas accidentes son casi siempre muy fáciles de evitar, excepto para los tontos que viven por las puras.
—No es posible vivir estratégicamente todo el tiempo —dije—. Imagínese que alguien lo está esperando con un rifle de alta potencia con mira telescópica; puede darle con exactitud a quinientos metros de distancia. ¿Qué haría usted?
Don Juan me miró con aire de incredulidad y luego se echó a reír.
—¿Qué haría usted? —insistí.
—¿Si alguien me está esperando con un rifle de mira telescópica? —dijo, obviamente en son de burla.
—Si alguien está escondido fuera de vista, esperándolo. No tiene usted el menor chance. No puede parar una bala.
—No, no puedo. Pero sigo sin entender lo que quieres decir.
—Quiero decir que toda su estrategia no puede servirle de nada en una situación así.
—Ah, pero sí sirve. Si alguien me está esperando en un sitio con un rifle de alta potencia con mira telescópica, sencillamente no llego a ese sitio.