Don Juan no me hizo marcharme después de que cumplí sus encargos, como había dado en hacer últimamente. Dijo que podía quedarme, y al día siguiente, 28 de junio de 1969, me anunció que iba a fumar de nuevo.
—¿Voy a tratar de ver otra vez al guardián?
—No, eso ya no. Es otra cosa.
Don Juan llenó sosegadamente su pipa, la encendió y me la entregó. No experimenté aprensión alguna. Una agradable soñolencia me envolvió de inmediato. Cuando hube terminado de fumar todo el cuenco de mezcla, don Juan guardó su pipa y me ayudó a ponerme de pie. Habíamos estado sentados, el uno frente al otro, en dos petates que él colocó en el centro de su cuarto. Dijo que íbamos a dar un paseo y me animó a caminar, empujándome suavemente. Di un paso y mis piernas se doblaron. No sentí dolor cuando mis rodillas dieron contra el piso. Don Juan sostuvo mi brazo y me empujó nuevamente a mis pies.
—Tienes que caminar —dijo— igual que como te levantaste la otra vez. Debes usar tu voluntad.
Yo parecía hallarme pegado al suelo. Intenté dar un paso con el pie derecho y casi perdí el equilibrio. Don Juan asió mi brazo derecho a la altura del sobaco y me aventó con suavidad hacia adelante, pero las piernas no me sostuvieron, y habría caído sobre la cara si don Juan no hubiese tomado mi brazo y amortiguado mi caída. Me sostuvo por el sobaco derecho y me hizo reclinarme en él. Yo no sentía nada, pero estaba seguro de que mi cabeza reposaba en su hombro; mi perspectiva de la habitación era sesgada. Me arrastró en esa postura alrededor de la ramada. Dimos dos vueltas en forma por demás penosa; finalmente, supongo, mi peso se hizo tan grande que don Juan tuvo que dejarme caer en el suelo. Supe que no le sería posible moverme. En cierto modo, era como si una parte de mí quisiera deliberadamente hacerse pesada como el plomo. Don Juan no hizo ningún esfuerzo por levantarme. Me miró un instante; yo yacía sobre la espalda, encarándolo. Traté de sonreírle y él empezó a reír; luego se agachó y me golpeó el vientre con la palma de la mano. Tuve una sensación de lo más peculiar. No era dolorosa ni agradable ni nada que se me ocurriera. Fue más bien una sacudida. Inmediatamente, don Juan empezó a rodarme. Yo no sentía nada: supuse que me hacía rodar porque mi visión del pórtico cambiaba de acuerdo con un movimiento circular. Cuando don Juan me tuvo en la posición que deseaba, retrocedió unas pasos.
—¡Párate! —ordenó imperiosamente—. Párate como el otro día. No te andes con tonterías. Sabes cómo pararte. ¡Párate ya!
Apliqué mi atención a recordar las acciones que había ejecutado en aquella ocasión, pero no podía pensar con claridad; era como si mis pensamientos tuviesen voluntad propia por más que yo trataba de controlarlos. Finalmente, se me ocurrió la idea de que si decía «arriba», como había hecho antes, me levantaría sin duda alguna. Dije:
—Arriba —claro y fuerte, pero nada sucedió.
Don Juan me miró con disgusto evidente y luego caminó hacia la puerta. Yo estaba acostado sobre el lado izquierdo y tenía a la vista el área frente a la casa; la puerta quedaba a mi espalda, de modo que cuando don Juan se perdió de vista detrás de mí supuse inmediatamente que había entrado.
—¡Don Juan! —exclamé, pero no respondió.
Tuve un avasallador sentimiento de impotencia y desesperación. Quería levantarme. Dije: —Arriba— una y otra vez, como si ésa fuera la palabra mágica que me haría moverme. No pasó nada. Sufrí un ataque de frustración y tuve una especie de berrinche. Quería golpearme la cabeza contra el piso y llorar. Pasé momentos de tortura deseando moverme o hablar y sin poder hacer ninguna de las dos cosas. Me hallaba en verdad inmóvil, paralizado.
—¡Don Juan, ayúdeme! —logré berrear por fin.
Don Juan regresó y tomó asiento frente a mí, riendo. Dijo que me estaba poniendo histérico y que cuanto me hallara experimentando carecía de importancia. Me alzó la cabeza y, mirándome de lleno, dijo que yo sufría un ataque de falso miedo. Me dijo que no me agitara.
—Tu vida se está complicando —dijo—. Líbrate de lo que te está haciendo perder la compostura. Quédate aquí calmado y recomponte.
Puso mi cabeza en el suelo. Pasó por encima de mí y todo lo que pude percibir fue el arrastrar de sus huaraches mientras se alejaba.
Mi primer impulso fue agitarme de nuevo, pero no pude reunir la energía necesaria para llevarme a ese punto. En vez de ello, me sentí deslizar a un raro estado de serenidad; un gran sentimiento de calma me envolvió. Supe cuál era la complejidad de mi vida. Era mi niño. Más que ninguna otra cosa en el mundo, yo quería ser su padre. Me gustaba la idea de moldear su carácter y llevarlo a excursiones y enseñarle «cómo vivir», y sin embargo aborrecía la idea de coaccionarlo para que adoptara mi forma de vida, pero eso era precisamente lo que yo tendría que hacer: coaccionarlo por medio de la fuerza o por medio de ese mañoso conjunto de razones y recompensas que llamamos comprensión.
—Debo soltarlo —pensé—. No debo adherirme a él. Debo ponerlo en libertad.
Mis pensamientos evocaron un aterrador sentimiento de melancolía. Empecé a llorar. Mis ojos se llenaron de lágrimas y se nubló mi visión del pórtico. De pronto tuve una gran urgencia de levantarme a buscar a don Juan para explicarle lo de mi niño, y cuando me di cuenta ya estaba mirando el pórtico desde una posición erecta. Me volví hacia la casa y hallé a don Juan parado frente a mí. Al parecer había estado allí detrás todo el tiempo.
Aunque no pude sentir mis pasos, debo haber caminado hacia él, pues me moví. Don Juan se acercó sonriendo y me sostuvo de los sobacos. Su cara estaba muy cerca de la mía.
—Bien, muy bien —dijo alentador.
En ese instante cobré conciencia de que algo extraordinario tenía lugar allí mismo. Tuve al principio la sensación de hallarme tan sólo recordando un evento ocurrido años antes. Una vez había visto yo muy de cerca la cara de don Juan; también entonces bajo los efectos de su mezcla para fumar, tuve la sensación de que el rostro se hallaba sumergido en un tanque de agua. Era enorme y luminoso y se movía. La imagen fue tan breve que no hubo tiempo para evaluarla realmente. Pero esta vez don Juan me sostenía y su rostro no estaba a más de treinta centímetros del mío y tuve tiempo de examinarlo. Al levantarme y darme la vuelta, vi definitivamente a don Juan; «el don Juan que conozco» caminó definitivamente hacia mí y me sostuvo. Pero cuando enfoqué su rostro no vi a don Juan tal como suelo verlo; vi un objeto grande frente a mis ojos. Sabía que era el rostro de don Juan, pero ése no era un conocimiento guiado por mi percepción; era más bien una conclusión lógica por parte mía; después de todo, mi memoria confirmaba que un momento antes «el don Juan que conozco» me sostenía de los sobacos. Por lo tanto, el extraño objeto luminoso frente a mí tenía que ser el rostro de don Juan; había en él cierta familiaridad, pero ningún parecido con lo que yo llamaría el «verdadero» rostro de don Juan. Lo que me encontraba mirando era un objeto redondo con luminosidad propia. Cada una de sus partes se movía. Percibí un fluir contenido, ondulatorio, rítmico; era como si el fluir estuviese encerrado en sí mismo, sin pasar nunca de sus límites, y sin embargo el objeto frente a mis ojos exudaba movimiento en cualquier sitio de su superficie. Pensé que exudaba vida. De hecho, estaba tan vivo que me ensimismé mirando su movimiento. Era un oscilar hipnótico. Se hizo cada vez más absorbente, hasta no serme posible discernir qué era el fenómeno frente a mis ojos.
Experimenté una sacudida súbita; el objeto luminoso se emborronó, como si algo lo sacudiera, y luego perdió su brillo para hacerse sólido y carnal. Me hallé entonces mirando el conocido rostro moreno de don Juan. Sonreía con placidez. La visión de su rostro «verdadero» duró un instante y luego la cara adquirió nuevamente un brillo, un resplandor, una iridiscencia. No era luz como estoy acostumbrado a percibirla, ni siquiera un resplandor; más bien era movimiento, el parpadeo increíblemente rápido de algo. El objeto brillante empezó otra vez a sacudirse de arriba a abajo, y eso rompía su continuidad ondulatoria. Su brillo disminuía con las sacudidas, hasta que de nuevo se volvió la cara «sólida» de don Juan, como lo veo en la vida cotidiana. En ese momento me di cuenta, vagamente, de que don Juan me sacudía. También me hablaba. Yo no comprendía lo que estaba diciendo, pero como siguió sacudiéndome terminé por oírlo.
—No te me quedes viendo. No te me quedes viendo —repetía—. Rompe tu mirada. Rompe tu mirada. Aparta los ojos.
El sacudir de mi cuerpo pareció forzarme a desplantar mi mirada fija; aparentemente no veía el objeto luminoso más que cuando escudriñaba el rostro de don Juan. Al apartar mis ojos de su cara y mirarlo, por así decir, con el rabo del ojo, percibía yo su solidez; esto es, percibía una persona tridimensional; sin mirarlo realmente podía yo, de hecho, percibir todo su cuerpo, pero al enfocar mis ojos el rostro se hacía de inmediato el objeto luminoso.
—No me mires para nada —dijo don Juan con gravedad.
Aparté los ojos y miré el suelo.
—No claves la vista en ninguna cosa —dijo don Juan imperiosamente, y se hizo a un lado para ayudarme a caminar.
Yo no sentía mis pasos ni podía explicarme cómo ejecutaba el acto de caminar, pero, con don Juan sosteniéndome del sobaco, llegamos hasta la parte trasera de su casa. Nos detuvimos junto a la zanja de irrigación.
—Ahora quédate viendo el agua —me ordenó don Juan.
Miré el agua, pero no podía fijar la vista. De algún modo, el movimiento de la corriente me distraía. Don Juan siguió instándome, en son de broma, a ejercitar mis «poderes de contemplación», pero no pude concentrarme. Observé de nuevo el rostro de don Juan, pero el resplandor ya no se hizo evidente.
Empecé a experimentar un extraño cosquilleo en mi cuerpo, la sensación de un miembro dormido; los músculos de mis piernas comenzaron a crisparse. Don Juan me empujó al agua y caí hasta el fondo. Al parecer tenía asida mi mano derecha al empujarme, y cuando toqué el escaso fondo volvió a jalarme hacia arriba.
Me tomó largo tiempo recobrar el dominio de mis acciones. Cuando volvimos a su casa, horas más tarde, le pedí explicar mi experiencia. Mientras me ponía ropa seca describí excitado lo que había percibido, pero él descartó por entero mi relato, diciendo que no contenía nada de importancia.
—¡Gran cosa! —dijo, burlándose—. Viste un resplandor, gran cosa.
Insistí en una explicación y él se puso de pie y dijo que tenía que irse. Eran casi las cinco de la tarde.
Al día siguiente, volví a sacar a colación mi peculiar experiencia.
—¿Eso es ver, don Juan? —pregunté.
Permaneció en silencio, con una sonrisa misteriosa, mientras yo seguía presionando en busca de respuesta.
—Digamos que ver es un poco como eso —dijo por fin—. Mirabas mi cara y la veías brillar, pero seguía siendo mi cara. Sucede que el humito lo hace mirar así a uno. No es nada.
—¿Pero en qué forma sería distinto ver?
—Cuando uno ve, ya no hay detalles familiares en el mundo. Todo es nuevo. Nada ha sucedido antes. ¡El mundo es increíble!
—¿Por qué dice usted increíble, don Juan? ¿Qué cosa lo hace increíble?
—Nada es ya familiar. ¡Todo lo que miras se vuelve nada! Ayer no viste. Miraste mi cara y, como te caigo bien, notaste mi resplandor. No era yo monstruoso, como el guardián, sino bello e interesante. Pero no me viste. No me volví nada frente a tus ojos. De todos modos estuviste bien. Diste el primer paso verdadero hacia ver. El único inconveniente fue que te concentraste en mí, y en ese caso yo no soy para ti mejor que el guardián. Sucumbiste en ambos casos, y no ver.
—¿Desaparecen las cosas? ¿Cómo se vuelven nada?
—Las cosas no desaparecen. No se pierden, si eso es lo que quieres decir; simplemente se vuelven nada y sin embargo siguen estando allí.
—¿Cómo puede ser eso posible, don Juan?
—¡Me lleva la chingada con tu insistencia en hablar! —exclamó don Juan con rostro serio—. Creo que no dimos bien con tu promesa. A lo mejor lo que de verdad prometiste fue que nunca te ibas a callar la boca.
El tono de don Juan era severo. Su rostro lucía preocupado. Quise reír, pero no me atreví. Pensé que don Juan hablaba en serio, pero no era así. Empezó a reír. Le dije que si yo no hablaba me ponía muy nervioso.
—Vamos a caminar, pues —dijo.
Me llevó a la boca de una cañada en el fondo de los cerros. Caminamos como por una hora. Descansamos un poco y luego me guió, a través de los densos matorrales del desierto, hasta un ojo de agua; es decir, a un sitio que según él era un ojo de agua. Estaba tan seco como cualquier otro sitio en el área circundante.
—Siéntate en medio del ojo de agua —me ordenó.
Obedecí y tomé asiento.
—¿Va usted también a sentarse aquí? —pregunté.
Lo vi disponer un sitio donde sentarse a unos veinte metros del centro del ojo de agua, contra las rocas en la ladera de la montaña.
Dijo que iba a vigilarme desde allí. Yo estaba sentado con las rodillas contra el pecho. Corrigió mi postura y me dijo que me sentara sobre la pierna izquierda, con la derecha doblada y la rodilla hacia arriba. El brazo derecho debía estar a un lado, con el puño descansando sobre el suelo, mientras mi brazo izquierdo se hallaba cruzado sobre el pecho. Me dijo que lo encarara y que permaneciera allí, relajado pero no «abandonado». Luego sacó de su morral una especie de cordón blancuzco. Parecía un gran lazo. Lo enlazó en torno de su cuello y lo estiró con la mano izquierda hasta que estuvo tenso. Rasgueó la apretada cuerda con la mano derecha. Hizo un sonido opaco, vibratorio.
Aflojó el brazo y me miró y dijo que yo debía gritar una palabra específica si empezaba a sentir que algo se venía a mí cuando él tocara la cuerda.
Pregunté qué era lo que se suponía que viniera hacia mí y él me ordenó callarme. Me hizo con la mano seña de que iba a comenzar, pero no lo hizo; antes me dio una indicación más. Dijo que si algo se venía hacia mí de modo muy amenazante, yo debía adoptar la posición de pelea que él me había enseñado años antes: consistía en danzar, golpeando el suelo con la punta del pie izquierdo, mientras se daban palmadas vigorosas en el muslo derecho. La posición de pelea era parte de una técnica defensiva usada en casos de extremo apuro y peligro.
Tuve un momento de aprensión genuina. Quise inquirir el motivo de nuestra presencia allí, pero él no me dio tiempo y empezó a pulsar la cuerda. Lo hizo varias veces, a intervalos regulares de unos veinte segundos. Advertí que, conforme tocaba la cuerda, iba aumentando la tensión. Podía yo ver claramente el temblor que el esfuerzo producía en sus brazos y cuello. El sonido se hizo más claro y entonces me di cuenta de que don Juan añadía un grito peculiar en cada pulsación. El sonido compuesto de la cuerda tensa y de la voz humana producía una reverberación extraña, ultraterrena.
No sentí nada que viniera a mí, pero la visión de los afanes de don Juan y el escalofriante sonido que producía me tenían casi en estado de trance.
Don Juan aflojó los músculos y me miró. Al tocar me daba la espalda y encaraba el sureste, igual que yo; al relajarse me dio la cara.
—No me mires cuando toco —dijo—. Pero no vayas a cerrar los ojos. Por nada del mundo. Mira el suelo enfrente de ti y escucha.
Tensó de nuevo la cuerda y se puso a tocar. Miré al suelo y me concentré en el sonido. Nunca lo había oído en toda vida.
Me asusté mucho. La extraña reverberación llenó la cañada estrecha y empezó a resonar. De hecho, el sonido que don Juan producía me llegaba como un eco desde el contorno de los muros de la cañada. Don Juan también debe haber notado eso, y aumentó la tensión de su cuerda. Aunque don Juan había cambiado totalmente el tono, el eco pareció amainar, y luego concentrarse en un punto, hacia el sureste.
Don Juan redujo por grados la tensión de la cuerda, hasta que oí un apagado vibrar final. Metió la cuerda en su morral y vino hacia mí. Me ayudó a incorporarme. Noté entonces que los músculos de mis brazos y piernas estaban tiesos, como piedras; me hallaba literalmente empapado de sudor. No tenía idea de haber transpirado a tal grado. Gotas de sudor caían en mis ojos y los hacían arder.
Don Juan casi me sacó a rastras del lugar. Traté de decir algo, pero me puso la mano en la boca.
En vez de salir de la cañada por donde habíamos entrado, don Juan dio un rodeo. Trepamos la ladera del monte y fuimos a dar a unos cerros muy lejos de la boca de la cañada.
Caminamos hacia la casa en silencio de tumba. Ya había oscurecido cuando llegamos. Traté nuevamente de hablar, pero don Juan volvió a taparme la boca.
No comimos ni encendimos la lámpara de petróleo. Don Juan puso mi petate en su cuarto y lo señaló con la barbilla. Interpreté el gesto como indicación de que me acostara a dormir.
—Ya sé lo que te conviene hacer —me dijo don Juan apenas desperté la mañana siguiente—. Vas a empezarlo hoy. No hay mucho tiempo, ya sabes.
Tras una pausa muy larga e incómoda me sentí compelido a preguntarle:
—¿Qué me tenía usted haciendo ayer en la cañada?
Don Juan rió como un niño.
—Nada más toqué al espíritu de ese ojo de agua —dijo—. A esa clase de espíritus hay que tocarlos cuando el ojo de agua está seco, cuando el espíritu se ha retirado a la montaña. Ayer, dijéramos, lo desperté de su sueño. Pero no lo tomó a mal y señaló tu dirección afortunada. Su voz vino de esa dirección.
Don Juan señaló el sureste.
—¿Qué era la cuerda que usted tocó, don Juan?
—Un cazador de espíritus.
—¿Puedo verlo?
—No. Pero te haré uno. O mejor aun, tú mismo te harás el tuyo algún día, cuando aprendas a ver.
—¿De qué está hecho, don Juan?
—El mío es un jabalí. Cuando tengas uno te darás cuenta de que está vivo y puede enseñarte los diversos sonidos de su gusto. Con práctica, llegarás a conocer tan bien a tu cazador de espíritus, que juntos harán sonidos llenos de poder.
—¿Por qué me llevó usted a buscar el espíritu del ojo de agua, don Juan?
—Eso lo sabrás muy pronto.
A eso de las 11:30 a.m. nos sentamos bajo su ramada, donde él preparó su pipa para que yo fumase.
Me dijo que me levantara cuando mi cuerpo estuviese totalmente adormecido; lo logré con gran facilidad. Me ayudó a caminar un poco. Quedé sorprendido de mi control; pude dar dos vueltas a la ramada por mí mismo. Don Juan permanecía junto a mí, pero sin guiarme ni apuntalarme. Luego, tomándome por el brazo me llevó a la zanja de irrigación. Me hizo sentar en el borde y me ordenó imperiosamente mirar el agua y no pensar en nada más.
Traté de enfocar mi mirada en el agua, pero su movimiento me distraía. Mi mente y mis ojos empezaron a vagar a otros elementos del entorno inmediato. Don Juan me sacudió la cabeza de arriba a abajo y me ordenó de nuevo mirar sólo el agua y no pensar en absoluto. Dijo que quedarse viendo el agua móvil era difícil, y que había que seguir tratando. Intenté tres veces, y en cada ocasión otra cosa me distrajo. Don Juan, con gran paciencia, me sacudía la cabeza. Finalmente noté que mi mente y mis ojos se enfocaban en el agua; pese a su movimiento yo me sumergía en la visión de su liquidez. El agua se alteró levemente. Parecía más pesada, verde grisácea pareja. Me era posible distinguir las ondas que hacía al moverse. Eran ondulaciones extremadamente marcadas. Y entonces tuve de pronto la sensación de no estar mirando una masa de agua móvil sino una imagen del agua; lo que tenía ante mis ojos era un segmento congelado del agua fluyente. Las ondas estaban inmóviles. Podía mirar cada una. Luego empezaron a adquirir una fosforescencia verde, y una especie de niebla verde manó de ellas. La niebla se expandía en ondas, y al moverse abrillantaba su verdor, hasta ser un brillo deslumbrante que todo lo cubría.
No sé cuánto tiempo permanecí junto a la zanja. Don Juan no me interrumpió. Me hallaba inmerso en el verde resplandor de la niebla. Podía sentirlo en todo mi derredor. Me confortaba. No tenía yo pensamientos ni sensaciones. Sólo tenía una tranquila percepción, la percepción de un verdor brillante y apaciguador.
Una gran frialdad y humedad fue lo siguiente de lo que tuve conciencia. Gradualmente me di cuenta de que estaba sumergido en la zanja. En cierto momento el agua se metió en mi nariz, y la tragué y me hizo toser. Tenía una molesta comezón en la nariz, y estornudé repetidamente. Me puse en pie y solté un estornudo tan fuerte que una ventosidad lo acompañó. Don Juan aplaudió riendo.
—Si un cuerpo se pedorrea, es que está vivo —dijo.
Me hizo seña de seguirlo y caminamos a su casa.
Pensé quedarme callado. En cierto sentido, esperaba hallarme en un estado de ánimo solitario y hosco, pero realmente no me sentía cansado ni melancólico. Me sentía más bien alegre, y me cambié de ropa muy rápido. Empecé a silbar. Don Juan me miró con curiosidad y fingió sorprenderse; abrió la boca y los ojos. Su gesto era muy gracioso, y me reí bastante más de lo que venía al caso.
—Estás medio loco —dijo, y rió mucho por su parte.
Le expliqué que no deseaba caer en el hábito de sentirme malhumorado después de usar su mezcla para fumar. Le dije que después de que él me sacó de la zanja de irrigación, durante mis intentos por encontrarme con el guardián, yo había quedado convencido de que podría «ver» si me quedaba mirando el tiempo suficiente las cosas a mi alrededor.
—Ver no es cosa de mirar y estarse quieto —dijo él—. Ver es una técnica que hay que aprender. O a lo mejor es una técnica que algunos de nosotros ya conocemos.
Me escudriñó como insinuando que yo era uno de quienes ya conocían la técnica.
—¿Tienes fuerzas para caminar? —preguntó.
Dije que me sentía bien, lo cual era cierto. No tenía hambre, aunque no había comido en todo el día. Don Juan puso en una mochila algo de pan y carne seca, me la dio y con la cabeza me hizo gesto de seguirlo.
—¿Dónde vamos? —pregunté.
Señaló los cerros con un leve movimiento de cabeza. Nos encaminamos hacia la misma cañada donde estaba el ojo de agua, pero no entramos en ella. Don Juan trepó por las peñas a nuestra derecha, en la boca misma de la cañada. Ascendimos la ladera. El sol estaba casi en el horizonte. Era un día templado, pero yo sentía calor y sofoco. Apenas podía respirar.
Don Juan me llevaba mucha ventaja y tuvo que detenerse para que yo lo alcanzara. Dijo que me hallaba en pésimas condiciones físicas y que acaso no era prudente ir más allá. Me dejó descansar como una hora. Seleccionó un peñasco liso, casi redondo, y me dijo que me acostara allí. Acomodó mi cuerpo sobre la roca. Me dijo que estirara brazos y piernas y los dejara colgar. Mi espalda se hallaba ligeramente arqueada y mi cuello relajado, así que mi cabeza colgaba también. Me hizo permanecer en esa postura unos quince minutos. Luego me indicó descubrir mi región abdominal. Eligió cuidadosamente algunas ramas y hojas y las amontonó sobre mi vientre desnudo. Sentí una tibieza instantánea en todo el cuerpo. Don Juan me tomó entonces por los pies y me dio vuelta hasta que mi cabeza apuntó hacia el sureste.
—Vamos a llamar al espíritu ése del ojo de agua —dijo.
Traté de volver la cabeza para mirarlo. Me detuvo vigorosamente por el cabello y dijo que me encontraba en una posición muy vulnerable y en una condición terriblemente débil y que debía permanecer callado e inmóvil. Me había puesto en la barriga todas esas ramas especiales para protegerme, e iba a permanecer junto a mí por si acaso yo no podía cuidarme solo.
Estaba de pie junto a la coronilla de mi cabeza, y girando los ojos yo podía verlo. Tomó su cuerda y la tensó y entonces se dio cuenta de que yo lo miraba con las pupilas casi hundidas en la frente. Me dio un coscorrón seco y me ordenó mirar el cielo, no cerrar los ojos y concentrarme en el sonido. Añadió, como recapacitando, que yo no debía titubear en gritar la palabra que él me había enseñado si sentía que algo venía hacia mí.
Don Juan y su «cazador de espíritus» empezaron con un rasgueo de baja tensión. Fue aumentándola lentamente, y empecé a oír, primero, una especie de reverberación, y luego un eco definido que llegaba constantemente de una dirección hacia el sureste. La tensión aumentó. Don Juan y su «cazador de espíritus» se hermanaban a la perfección. La cuerda producía una nota de tono bajo y don Juan la amplificaba, acrecentando su intensidad hasta que era un grito penetrante, un aullido de llamada. El remate fue un chillido ajeno, inconcebible desde el punto de vista de mi propia experiencia.
El sonido reverberó en las montañas y volvió en eco hacia nosotros. Imaginé que venía directamente hacia mí. Sentí que algo tenía que ver con la temperatura de mi cuerpo. Antes de que don Juan iniciara sus llamados yo había sentido tibieza y comodidad, pero durante el punto más alto del clamor me entró un escalofrío; mis dientes castañeteaban fuera de control y tuve en verdad la sensación de que algo venía a mí. En cierto punto noté que el cielo estaba muy oscuro. No me había dado cuenta del cielo aunque lo estaba mirando. Tuve un momento de pánico intenso y grité la palabra que don Juan me había enseñado.
Don Juan empezó inmediatamente a disminuir la tensión de sus extraños gritos, pero eso no me trajo ningún alivio.
—Tápate los oídos —murmuró don Juan, imperioso.
Los cubrí con mis manos. Tras algunos minutos don Juan cesó por entero y vino a mi lado. Después de quitar de mi vientre las ramas y las hojas, me ayudó a levantarme y cuidadosamente las puso en la roca donde yo había yacido. Hizo con ellas una hoguera, y mientras ardía frotó mi estómago con otras hojas de su morral.
Me puso la mano en la boca cuando yo estaba a punto de decirle que tenía una jaqueca terrible.
Nos quedamos allí hasta que todas las hojas ardieron. Ya había oscurecido bastante. Bajamos el cerro y volví el estómago.
Mientras caminábamos a lo largo de la zanja, don Juan dijo que yo había hecho bastante y que no debía quedarme. Le pedí explicar qué era el espíritu del ojo de agua, pero me hizo gesto de callar. Dijo que hablaríamos de eso algún otro día, luego cambió deliberadamente el tema y me dio una larga explicación acerca de «ver». Dije que era lamentable no poder escribir en la oscuridad. Pareció muy complacido y dijo que la mayor parte del tiempo yo no prestaba atención a lo que él decía a causa de mi decisión de escribirlo todo.
Habló de «ver» como un proceso independiente de los aliados y las técnicas de la brujería. Un brujo era una persona que podía dominar a un aliado y, en esa forma, manipular para su propia ventaja el poder de un aliado, pero el hecho de que dominara un aliado no significaba que pudiera «ver». Le recordé que antes me había dicho que era imposible «ver» si no se tenía un aliado. Don Juan repuso con mucha calma que había llegado a la conclusión de que era posible «ver» sin dominar un aliado. Sentía que no había razón para lo contrario, pues «ver» no tenía nada en común con las técnicas manipulatorias de la brujería, que sólo servían para actuar sobre nuestros semejantes. Las técnicas de «ver», por otra parte, no tenían efecto sobre los hombres.
Mis ideas eran muy claras. No experimentaba fatiga ni soñolencia ni tenía ya malestar de estómago, caminando con don Juan. Tenía mucha hambre, y cuando llegamos a su casa me atraganté de comida.
Después le pedí hablarme más sobre las técnicas de «ver». Sonrió ampliamente y dijo que yo era de nuevo yo mismo.
—¿Cómo es —dije— que las técnicas de ver no tienen ningún efecto sobre nuestros semejantes?
—Ya te dije —respondió—. Ver no es brujería. Pero es fácil confundirnos, porque un hombre que ve puede aprender, en menos que te lo cuente, a manipular un aliado y puede hacerse brujo. O también, un hombre puede aprender ciertas técnicas para dominar un aliado y así hacerse brujo, aunque tal vez nunca aprenda a ver.
—Además, ver es contrario a la brujería. Ver le hace a uno darse cuenta de la insignificancia de todo eso.
—¿La insignificancia dé qué, don Juan?
—La insignificancia de todo.
No dijimos nada más. Me sentía muy calmado y ya no quería hablar. Yacía de espaldas sobre un petate. Había hecho una almohada con mi chaqueta. Me sentía cómodo y feliz y pasé horas escribiendo mis notas a la luz de la lámpara de petróleo.
De pronto don Juan habló de nuevo.
—Hoy estuviste muy bien —dijo—. Estuviste muy bien en el agua. El espíritu del ojo de agua simpatiza contigo y te ayudó en todo momento.
Me di cuenta entonces de que había olvidado relatarle mi experiencia. Empecé a describir la forma en que había percibido el agua. No me dejó continuar. Dijo saber que yo había percibido una niebla verde.
Me sentí compelido a preguntar:
—¿Cómo sabía usted eso, don Juan?
—Te vi.
—¿Qué hice?
—Nada, estuviste allí sentado mirando el agua, y por fin percibiste la neblina verde.
—¿Fue eso ver?
—No. Pero anduviste muy cerca. Te estás acercando.
Me excité mucho. Quise saber más al respecto. Don Juan rió e hizo burla de mis ansias. Dijo que cualquiera podía percibir la niebla verde porque era como el guardián, algo que inevitablemente estaba allí, de modo que percibirla no era gran hazaña.
—Cuando dije que estuviste bien, me refería a que no te inquietaste —dijo—, como cuando te encontraste con el guardián. Si te hubieras puesto inquieto yo habría tenido que sacudirte la cabeza y regresarte. Siempre que un hombre entra en la niebla verde, su maestro tiene que quedarse con él por si la niebla lo empieza a atrapar. Tú sólo puedes dar el salto y escapar del guardián, pero no puedes escapar por ti mismo de las garras de la niebla verde. Al menos al principio. A lo mejor más tarde aprendes un modo de hacerlo. Ahora estamos tratando de averiguar otra cosa.
—¿Qué estamos tratando de averiguar?
—Si puedes ver el agua.
—¿Cómo sabré que la he visto, o que la estoy viendo?
—Sabrás. Te confundes sólo cuando hablas.