UN HOMBRE LLAMADO CABALLO

Era un joven de buena familia, como reza la frase proverbial en la Nueva Inglaterra de hace unos cien años, y las razones de su amargo descontento no estaban claras ni siquiera para él. Creció en una hermosa mansión de Boston bajo el cuidado de su abuela, ya que su madre había muerto al darle a luz. Y durante toda su vida conoció todos los privilegios y comodidades que se podían obtener con la fortuna paterna.

Pero, pese a todo, pervivía el descontento, cosa que le pasmaba porque ni siquiera sabía definirlo. Siempre quiso vivir entre iguales, gente que no fuera ni mejor ni tampoco peor. Esto es lo más cerca que estamos de describir la causa de su infelicidad en Boston y su acuciante deseo de marchar a otro sitio.

En el año 1845, abandonó su casa y se fue al Oeste, mucho más allá de la frontera en expansión de nuestro país, una región en la que esperaba encontrarse con sus iguales. Tenía la creencia de que en la tierra india, donde acechaba el peligro, todos los blancos eran como reyes. Él quería ser uno de ellos. Pero en el Oeste, al igual que en Boston, comprobó que los hombres que respetaba eran sus superiores, aunque no supieran leer, y que aquellos a los que no respetaba no merecían ni un mínimo intercambio de palabras.

Sin embargo, tenía dinero y podía contratar a los hombres que apreciaba. Escogió a cuatro de ellos para que cocinaran, cazasen y le guiaran. Y para que fuesen sus compañeros, pero no hizo buenas migas.

Habían acampado aparte de él, y ahora estaba solo. Aún andaba dándole vueltas a eso de su posición en el mundo, ansiaba encontrar a sus iguales.

Un día de junio aprendió lo que significaba carecer de toda categoría. Fue capturado por una pequeña partida de merodeadores crows.

Escuchó el ruido de los disparos de sus compañeros alrededor de la curva del torrente, justo antes de que los matasen, pero no llegó a ver sus cadáveres. No tenía la menor opción de defenderse, porque estaba desarmado y desnudo, bañándose en el arroyo, cuando un guerrero crow lo atrapó y lo aherrojó.

Su captor le soltó por fin, y le dejó correr. Entonces el resto de la partida se entretuvo en derribarlo con los golpes de sus bastones mientras cabalgaban junto a él. Llevaban las goteantes caballeras de sus compañeros, y uno de ellos también portaba la despellejada barba negra de Baptiste a modo de trofeo.

Lo condujeron de forma simple y práctica, igual que a los potros robados. Estaba descalzo y desnudo, como los caballos, y, como ellos, tenía un dogal de cuero alrededor de su pescuezo. Mientras no se cayese, los crows no le harían ningún caso.

Al segundo día le dieron sus calzones. Sus pies estaban demasiado hinchados para calzar botas, pero uno de los indios le arrojó un par de mocasines que habían pertenecido al mestizo Henri, muerto en el arroyo. El cautivo los llevó con mucho agrado. Al tercer día le dejaron cabalgar en uno de los caballos del botín para que la partida pudiera moverse con mayor rapidez. En aquella jornada llegaron a la vista del campamento.

Pensó en escapar de alguna manera, prefería morir en combate antes que por los efectos de una lenta tortura en el campamento, pero nunca tuvo la menor oportunidad de intentarlo. Estaban más acostumbrados a las fugas que él, sabían lo que era esperar y se anticipaban siempre. Solo una vez había tenido éxito a la hora de escaparse de alguien: fue cuando se marchó de Boston. Su padre rugía y su abuela lloraba, pero nadie pudo apartarle de su resolución.

Los hombres de la partida de guerra crow no le importunaron con palabrerías.

Antes de llegar al campamento, pararon y se adornaron con todos los atributos, entre ellos parte de la ropa de sus víctimas. Luego pintaron sus caras de negro. Después, llevando al hombre blanco del dogal de cuero como si se tratara de un caballo, cabalgaron hasta el círculo de tipis mientras gritaban, cantaban y blandían sus armas. Estaba inconsciente al llegar allí. Se cayó y le arrastraron.

Yacía aturdido y maltrecho junto a un tipi cuando la ruidosa y atareada vida del campamento empezó a bullir a su alrededor y la gente se acercó a contemplarlo. Se consumía de sed. Cuando comenzó a llover, lamió el agua de un charco en la tierra, como si fuera un perro. Una anciana flaca, gritona y siempre atareada, con el pelo gris y revuelto, lanzó un trozo de carne a la hierba. Tuvo que combatir por él con los perros.

Cuando recuperó el dominio de su mente, sintió rabia, pero sabía que ese era un sentimiento que no se podía permitir.

Todo era mejor cuando me trataban como un caballo, pensó, cuando me llevaban atado de un dogal al cuello. No quiero ser un perro. ¡Ni hablar de eso!

La vieja tarasca le dio una grasa apestosa y rancia y le hizo ver por señales para qué la podía utilizar. La aplicó con cuidado sobre su cuerpo lleno de rasguños y abrasado por el sol.

Ahora, discurrió, huelo como todos ellos.

Mientras se recuperaba, consideraba seriamente las ventajas de ser un caballo. A un hombre se le podía humillar, pero más pronto o más tarde podría vengarse, y eso suponía la muerte. Pero un caballo solo tenía que ser dócil. Muy bien, él aprendería a actuar sin orgullo.

Comprendió que era propiedad de la vieja gritona, un bonito regalo de su hijo, del que gustaba presumir. Ella le abroncaba a él más que a nadie, posiblemente para impresionar a los vecinos y que así no pudieran dejar de recordar qué hombre tan importante y generoso era su hijo. Para colmo de males, además de mandona y altiva, aquel horrible amasijo de pellejos y huesos se desempeñaba con una laboriosidad de mil demonios.

El hombre blanco, que se consideraba a sí mismo un caballo, se olvidaba a veces de los peligros a que estaba expuesto. Tomaba nota mentalmente de todo para poder contar en Boston el relato de su repulsiva aventura. Regresaría como un héroe y diría: «Abuela, deja que te busque el chal, me he acostumbrado a hacer recados para señoras de tu edad».

Dos niñas vivían en el tipi con la vieja bruja y su hijo, el guerrero. Una de ellas, supuso el hombre blanco, era la mujer de su captor, y la otra su hermana pequeña. La nuera era engreída y mimada. Al ser muy querida, no tenía por qué resultar útil. La muchacha más joven tenía ojos brillantes y soñadores. Muchas veces, esos ojos se fijaban en el hombre blanco que quería ser un caballo.

Las dos muchachas trabajaban cuando la vieja les obligaba a hacerlo, pero casi siempre se escapaban para ocuparse en otra cosa que les agradase más. En el campamento se celebraban juegos y competiciones ruidosas, y se escuchaban muchas carcajadas. Pero aquello no era para el blanco. Él estaba experimentando en qué consistía la soledad.

Aquel fue un verano próspero en las llanuras, con gran abundancia de búfalos para comer, vestirse y fabricar tipis. Los crows eran ricos en caballos, estaban satisfechos y disfrutaban de la abundancia. El hombre blanco pensaba que si sus varones hubieran tenido menos sed de gloria, su número sería ahora más abundante. Pero ellos seguían por la senda de la muerte. Cuando uno de ellos se la encontraba, todo el campamento lo lloraba de una manera dramática y rezaba a su dios para obtener una pronta venganza.

El cautivo fue un caballo durante todo el verano, una dócil bestia de carga, cuidadosa y paciente. Recordaba a todas horas que tenía que comportarse mejor que los otros caballos, pues no contaba con cascos y dientes. Ayudaba a la anciana a cargar los potros para los desplazamientos. Ataba un paquete y decía:

—Jo, hermano, todo va mejor cuando no te resistes.

El caballo le respondía con una mirada fija de sus ojos grandes y le daba la impresión de que entendía su mensaje. Una idea que le reconfortaba, ya que nadie más lo hacía. Pero hasta entre los caballos no se encontraba entre iguales. Podían cuidar de sí mismos si se escapaban. De fugarse él solo, se moriría de hambre. Así que también envidiaba a los caballos.

Humildemente empaquetaba y transportaba. Algunas veces se ofrecía para ayudar, pero no tenía la habilidad suficiente para acometer las interminables tareas de las mujeres y tampoco se confiaba en él entre los cazadores, los proveedores de alimento.

Cuando el poblado se desplazó, llevó un paquete caminando con los pies a rastras junto a las mujeres. Incluso los perros trabajaban entonces, pues arrastraban pequeñas cargas en travois.

El indio que lo había capturado vivía como un lord, tal y como era su derecho. Cazaba con sus pares, asistía a largas reuniones ceremoniales con mucho cántico y mucha danza y se refugiaba en la sombra con su altiva mujer. Solo tenía dos responsabilidades: matar búfalos y obtener la gloria. El hombre blanco estaba tan por debajo de su estatus que ni siquiera se le ocurría que le pudiese envidiar.

Un día, sucedieron ciertos acontecimientos que le hicieron pensar que, quizás, alguna vez volvería a ser un hombre. Fue cuando empezó a entender su lenguaje. Durante cuatro meses lo había escuchado día y noche, en el alborozo y el pesar, en los cantos rituales y en las plegarias, en las riñas y los debates. Nada de todo aquello tenía significado para él.

Pero en aquel trascendente día de primeros de otoño, las dos mujeres se fueron al río y una de ellas le dijo con altivez a la vieja que se iba a bañar. El hombre blanco se quedó confuso. Su comprensión fue tan súbita que pensó que sus oídos habían sido destapados. Al escuchar los rumores del campamento empezó a descifrar unidades de significado en lugar de una ininteligible algarabía.

En esa misma fecha tan señalada, la vieja entró en el tipi con un par de mocasines y los arrojó al suelo, ante él. No pensaba que ella pudiera favorecerle por pura amabilidad, darle los mocasines era una forma de cuidar su posesión.

Él se esforzó mucho por demostrarle su agradecimiento. Recogió unas cuantas flores algo marchitas y se las entregó cuando estaba sentada enfrente de su tienda, raspando una piel de búfalo con una herramienta de hierro atada a una empuñadura de hueso. Sus manos eran repulsivas, buena parte de los dedos habían perdido la primera falange. Él se inclinó ceremoniosamente y le ofreció las flores.

La tarasca alzó la vista hacia él a través del corto y ralo alboroto de sus pelos. Observó las flores, las soltó de las manos y salió corriendo hacia el tipi vecino, para contar su chisme. Escuchó cómo ella y otras mujeres se reían de manera escandalosa.

El hombre blanco se encogió de hombros y caminó con audacia hacia donde estaban tres niños que lanzaban flechas a un objetivo.

—¿Me podéis enseñar cómo se hace? —les preguntó.

Fruncieron el ceño, pero él extendió la mano como si no fuera posible otra opción. Uno de ellos le dio un arco y una flecha y empezaron a burlarse cuando fallaba el blanco.

Por lo general, en un campamento indio, la gente se divertía siempre, salvo cuando estaba enfadada. Él los entretenía cuando jugaba con los niños pequeños. Unos días más tarde, le pidió a la tarasca con gestos un arco para adultos en forma de cuerno que su hijo había desechado. Hurgó entre las basuras en busca de viejas flechas. La vieja se mofaba de su sagitario y llamó a sus vecinos para que disfrutaran del espectáculo.

Cuando pudo entender sus palabras, empezó a identificar a la gente por sus nombres. La vieja se llamaba Mano de Grasa y su hija, Hermosa Ternera. El nombre de la otra joven no lo tenía del todo claro, porque las palabras aún no figuraban en su vocabulario. El hombre que lo había capturado se llamaba Túnica Amarilla.

Una vez que pudo comprender, empezó a hablar un poco y, entonces, dejó de estar tan solo. Hasta entonces nadie tenía el menor motivo para dirigirle la palabra, ya que no entendía nada.

—¿Cuál es mi nombre? —le preguntó a la vieja. Hasta que no lo supiera existiría como un ser incompleto. Ella se encogió de hombros, como para indicarle que no tenía ninguno.

—Mi nombre es Caballo —le dijo a la arpía en la lengua crow.

Lo repitió y ella hizo un gesto de asentimiento. Entonces empezaron a llamarle Caballo cuando se dirigían a él. Nadie se preocupó mucho de ese tema, excepto el propio blanco.

Confiaban en él lo suficiente como para dejarle vagar fuera del campamento. De escaparse, solo con una inconcebible buena suerte habría logrado llegar a un fuerte o a un puesto comercial, ya que el invierno estaba a punto de caer. Él no se atrevería a fugarse sin un caballo. Necesitaba buenas ropas y un arma de caza mejor que la que tenía, así como también le hacía falta ser más hábil en su uso. No se atrevía a hurtar una montura, porque eso habría ocasionado que le persiguieran y, con toda certeza, le capturaran. Tuvo que permanecer entre ellos todo el invierno mientras recordaba el tibio ambiente de su casa de Boston.

Durante una fría noche tiritaba dentro del tipi después de que los demás se hubiesen ido a acostar. Incluso un caballo habría tratado de encontrar un refugio frente al viento. La vieja gruñó, pero sin énfasis. No lo echó de su lado.

Lo toleraban allí, en la penumbra, siempre que no saliera a la luz.

Empezó a comprender que la familia que lo poseía era diferente de las demás. El destino había sido cruel con ellos. Durante una corta y áspera trifulca entre viejas, una de ellas denostó a Mano de Grasa burlándose: «¡Tú no tienes parientes!», y la vieja se entusiasmó hablando de las hazañas de su padre, de sus tíos y de sus hermanos. Y había parido cuatro hijos, le recordó a su detractora. «¿Y dónde están?», le respondió esta.

Un poco más tarde, el hombre blanco se la encontró llorando y lamentándose, balanceándose sobre las piernas cruzadas y contemplando sus dedos cortados. En aquel instante comprendió todo: una mujer de duelo a menudo se cortaba la primera falange. La vieja Mano de Grasa había tenido que guardar luto en demasiadas ocasiones. Por primera vez sintió un poco de compasión, pero pronto la arrinconó en su mente, como la ira, era otra emoción que no se podía permitir.

¡Qué historias voy a contar cuando vuelva a casa!, pensó.

Arrugó la nariz desdeñosamente. El campamento apestaba a carne, a grasa rancia y a animal. Se miró las piernas desnudas y temblorosas, y se quedó atónito al pensar que todavía seguía siendo un caballo.

No podía confiar en la vieja, ella lo cebaba solo porque si un esclavo se moría de hambre, aquello sería una vergüenza de la que, desde luego, no se podría presumir. Una muestra de lo variable que podía ser su temperamento la vio el día en que se hartó de tropezarse con uno de los cientos de canes que infestaban el campamento. El animal en cuestión era uno de sus propios perros, uno grande y fuerte que tiraba del travois del equipaje cuando se mudaban.

Incontables veces la había visto patear a la bestia cuando yacía dormida a la entrada del tipi, cortándole el paso. El perro siempre se apartaba con un aullido, pero siempre volvía de nuevo a su sitio. Un día, ella le dio al perro su habitual puntapié y luego se puso a insultarlo mientras el animal abría sus adormilados párpados. De pronto, la vieja blandió su hacha y cortó la cabeza del perro de un solo tajo. Muy satisfecha de sí misma, por lo que parecía, le ordenó a su esclavo que apartara el cuerpo del animal.

Podría haber sido yo, de ser un perro. Pero soy un caballo, pensó.

Sus esperanzas en esta vida residían en la chica, en Hermosa Ternera. Se puso a cortejarla, aunque se daba cuenta de lo desesperadamente desprovisto que se hallaba de riqueza y honor. No poseía un caballo ni tenía más armas que el viejo arco y algunas flechas deterioradas. No podía desprenderse de nada, y necesitaba regalos, porque de no presentarlos no podría atreverse a seducir a la muchacha.

Uno de los usos del cortejo consistía en enviar caballos de regalo al hermano mayor de la muchacha y en ofrecer carne de búfalo a su madre. El hombre blanco no podía esperar a un porvenir lejano en el que dispusiera tanto de caballos como de carne para obsequiar. Y este cortejo tendría que ser secreto. No podía pasearse delante de las muchachas curiosas tocando una flauta de hueso de ala de águila, tal y como hacían los jóvenes cachorros flirteadores.

No podía cabalgar delante de la tienda de Hermosa Ternera pintado y engalanado. No tenía caballo ni galas.

Cuando vuelva a casa, recordó, podré casarme con la chica que quiera. Pero dedicó poco tiempo a esos pensamientos. Había un futuro que labrar.

A lo más a lo que se atrevió fue a guiñarle el ojo a Hermosa Ternera en diversas ocasiones y a declararle su admiración mientras ella se reía y escondía el rostro. A lo más que se podía atrever era a fugarse con ella, pero para eso tendría que entregarle un caballo que le permitiera obtener el sello de aprobación de la tribu. Y no conseguiría ningún caballo hasta que matara a un hombre…

Su oportunidad llegó con el inicio de la primavera. Fue aceptado espontáneamente. Él no pertenecía a los crows pero les divertía como una mascota exótica; de lo contrario no lo habrían alimentado durante el invierno.

La ocasión se dio cuando estaba cazando piezas de caza menor con tres chicos que eran a la vez sus guardianes y sus sarcásticos compañeros. Conejos y pájaros no resultaban de interés en un campamento que rebosaba de carne de búfalo, pero habían realizado buenos blancos.

Su partida anduvo hasta muy lejos aquel día. Vieron dos caballos alojados en un barranco protegido por un cobertizo. Los chicos y el hombre se arrastraron sobre sus vientres y entonces observaron a un indio que yacía sobre el suelo y se lamentaba, un viajero solitario. Los muchachos avanzaron hacia él ansiosos. Caballo sabía que el hombre era una presa legítima, miembro de alguna tribu enemiga.

Esta es la manera en la que el hombre blanco adquirió la riqueza y el honor necesarios para obtener una novia y salvar su vida. Lanzó una flecha al hombre enfermo. Luego, saltó el segundo después de uno de sus pequeños acompañantes e irrumpió con su arco cerca del hombre, que aún se quejaba, para contar el primer golpe. Luego se apoderó de los caballos trabados.

En el momento en que se apoderó de los caballos y con ellos de sus esperanzas de libertad, los chicos que le seguían proclamaban su hazaña con gritos y gestos que practicaban desde que eran unas criaturas. Uno de ellos arrancó la cabellera al enemigo. El hombre blanco estaba amargamente entretenido viendo al chaval, lo que se volvió náusea súbita cuando tuvo aquella cosa en la mano…

Hubo un gran jaleo en el campamento el día en que cabalgaron los dos, cada uno en su caballo. El cautivo era una celebridad. Los indios que le ignoraron como esclavo, le admiraron como un bravo que realizaba su primera hazaña y que conseguía arrebatar unos caballos.

El alboroto duró toda la noche, pues los padres celebraban los hechos de sus hijos. El hombre blanco fue llamado a concluir una disputa entre dos arrogantes muchachos acerca de cuál de ellos había dado el segundo golpe y quién habría de contentarse con el tercero. Después de aturdirle con mucho parloteo, señaló al chico que estaba más próximo. Él no sabía quién dio el segundo golpe y no le importaba nada, pero al muchacho sí.

El hombre blanco había contemplado a los guerreros en su triunfo. Sabía qué hacer. No había sitio para la modestia entre los crows. Cuando un hombre realizaba algo importante, lo contaba.

El hombre blanco se untó la cara con carbón y grasa. Entró dentro del círculo de los tipis cantando y bailando. Hablaba en su inglés materno.

—¡Vosotros, salvajes, paganos! —gritaba—. ¡Algún día me marcharé de aquí!

El pueblo crow le escuchaba con respeto.

—¡Caballo! ¡Soy Caballo! —les proclamaba en la lengua crow. Y ellos asentían con la cabeza.

Tenía el derecho de alardear y era el propietario de dos caballos. Antes del alba, el hombre blanco y su novia se habían refugiado más allá de una lejana colina y él le decía a ella:

—Te quiero, damita, te quiero.

Ella le miraba con sus grandes ojos oscuros y él pensaba que su amada entendía las palabras inglesas, al menos en la medida en que necesitaba entenderlas.

—Eres mi tesoro —le decía—, más precioso que las joyas, mejor que el oro fino. Te llamaré Libertad.

Dos días más tarde, cuando regresaron al campamento, estaba confiado pero con algo de aprensión. Sospechaba que su baza no era suficiente para ganar una partida que estaba jugando sin estar seguro de que conocía las reglas. Pero le servía para sus fines.

La vieja Mano de Grasa rabiaba, pero no contra él. Se quejaba de que su hija se dejó comprar demasiado barata. Pero que el enlace era tan bueno como cualquier otro matrimonio crow. Había pagado con un caballo.

Aprendió la lengua crow aún más rápido que antes, gracias a Hermosa Ternera, a la que a veces llamaba Libertad. Se enteró de que su atenta y devota esposa tenía catorce años.

Una cosa que no había imaginado era el cambio que ser el marido de Hermosa Ternera ocasionaría en relación con su madre y su hermano. Esperaba que eso hiciera su situación un poco más segura, pero no que se le tratara con dignidad. Mano de Grasa ya no le hablaba más. Cuando el hombre blanco se dirigía a ella, su mujer le explicaba extensamente y con desaliento que no debía hacer eso. Un hombre no debía tener ninguna conversación con su suegra. Y tampoco debía decir una sola palabra que fuese parte de su nombre.

Habiendo mejorado su posición social tan magníficamente, empezó a no sentir tanta prisa por escapar. Ahora tenía una mujer y tantas oportunidades de hacerse rico como cualquier otro hombre. Hermosa Ternera siempre le aguardaba. Apenas participaba en los juegos de las otras muchachas, pero estaba orgullosa de aprender de su madre las muchas habilidades de las mujeres para curtir pieles, tejer ropas y preparar el alimento.

Ya no era un caballo, sino una suerte de hombre, un medio indio, todavía pobre e inexperto, pero cargado de honores, que trepaba por los estamentos forrados de piel de antílope de la sociedad crow.

La fuga podía esperar hasta que pudiera organizarla con comodidad, con buena ropa y caballo y con armas de caza. Aguardaría hasta que el poblado se instalase cerca de algún puesto comercial. No había planeado la vuelta a casa. Soñaba con llegar allí de golpe y con contar historias que nadie iba a creer. No tenía prisa.

Hermosa Ternera disfrutaba educándolo. Comenzó a entender las convenciones de la tribu, las costumbres y por qué las cosas se hacían de una determinada forma. Sus usos eran lo que eran porque siempre habían sido así. Su joven esposa se reía cuando le decía a su ignorante marido las cosas que sabía de toda la vida. Pero no se rio cuando la mujer de su hermano fue tomada por otro guerrero. Ella se lo explicó solemnemente mediante signos.

Túnica Amarilla pertenecía a una sociedad llamada del Gran Perro. Cuello Cortado, el que robó a su mujer, pertenecía a Los Zorros. Eran de la misma tribu, cazaban juntos y luchaban codo con codo, pero los hombres de una sociedad podían arrebatar las mujeres de la otra si lo deseaban, aunque sujetos a ciertas limitaciones.

Cuando Cuello Cortado cabalgó hasta el tipi con sonrisas y canciones y llamó a la mujer de Túnica Amarilla: «¡Sal fuera! ¡Sal fuera!», ella cumplió su orden. Parecía tan presumida como siempre, sumisa y totalmente deseosa de irse. Más tarde, cabalgó junto a él en las ceremonias procesionales llevando su bastón de combate mientras que la otra mujer de Cuello Cortado simulaba no sentirse ofendida.

—Pero ¿por qué? —le preguntó a su esposa, a su Libertad—. ¿Por qué nuestro hermano dejó irse a su mujer? Él se sienta, fuma y calla.

Hermosa Ternera sintió asombro por la pregunta. Le explicó que su hermano, con toda probabilidad, jamás reclamaría a su esposa. Él no le permitiría regresar incluso si lo quisiera, y ella probablemente lo desee cuando Cuello Cortado se canse de ella. Túnica Amarilla ni siquiera reconocería que su corazón está afligido. Así son las cosas. Apartarse de ellas supone la deshonra.

La mujer habría podido esconderse de Cuello Cortado, dijo. Hasta habría podido negarse a ir con él si hubiera sido ba-worokee… una mujer virtuosa. Pero anteriormente, durante un breve tiempo, ella había sido su esposa, en una expedición de recogida de bayas, y él tenía derecho a reclamarla.

El hombre blanco insistió en que aquello no tenía sentido. Miró a su joven esposa.

—Si tú te marchases, ¡te traería de vuelta!

Ella se rio y hundió el rostro en su hombro.

—No tengo que irme —dijo ella—. Caballo es mi primer hombre. No tengo un agujero en mi mocasín.

Ba-wurokee —dijo él mientras sacudía su cabeza.

Hayha —murmuró ella con gran osadía. Y cuando él no respondió, porque no sabía lo que significaba, ella se apartó de él, herida.

—Una mujer le dice eso a su esposo si piensa que él no le va a dejar, ¿me equivoco?

El hombre blanco la apretó contra sí y mintió:

—Hermosa Ternera no se equivoca, Caballo no la abandonará. Caballo tampoco tomará otra mujer.

No, ciertamente no lo haría, pues despedirse de esta sería para él más difícil que el haberla conseguido.

Hayha —susurró él—, Libertad.

Su conciencia le irritó, pero no demasiado. Hermosa Ternera podría encontrar otro hombre con bastante facilidad cuando él se marchase, que sería además un mejor proveedor de carne. Estaba mejorando su destreza como cazador, pero aún era bastante torpe.

No tenía ninguna prisa por marcharse. Estaba acostumbrado a la mayor parte de los usos de los crows y podía soportar los restantes. Prosperaba. Poseía cinco caballos y su lugar en la vida de la tribu era estable. Tres o cuatro mujeres, incluyendo la que había pertenecido a Túnica Amarilla, se le insinuaron. A Hermosa Ternera le enorgullecía saber que su marido era atractivo.

En aquel tiempo ya disponía de lo que necesitaba para un viaje clandestino, la hierba crecía amarilla en las praderas y el frío se había acabado. Era esclavo de una muchacha llamada Libertad y, antes de que acabase el invierno, supo que ella albergaba en su seno un hijo suyo…

La sociedad del Gran Perro celebró una ceremonia durante la primavera. El hombre blanco se paseaba junto a su mujer por las orillas del río y pensaba: Cuando regrese a casa les contaré como suenan los cantos y los tambores. Algún día, algún día…

Hermosa Ternera no quiso ir a dormir cuando llegaron al tipi.

—Espera y averigüemos qué pasa con mi hermano —insistió ella—. Algo va a suceder.

En la medida en que él era capaz de enterarse de las cosas, los Grandes Perros estaban participando en una especie de elección. Él mimó a su esposa permaneciendo junto a ella en el fuego. Incluso la vieja, que era una gran dormilona cuando holgaba, merodeaba inquieta alrededor de la tienda.

El hombre blanco bostezaba en el momento en que empezó a extinguirse el ruido de la ceremonia. Cuando Túnica Amarilla penetró en la tienda, con pinturas paganas y chillonas, y con plumas y pieles, las mujeres se pusieron a llorar. Comenzaron una discusión, pero lo hacían demasiado rápido como para que Caballo les pudiera seguir. La vieja se puso a dar alaridos, pero el hijo la mandó callar con una voz.

Cuando el hombre blanco se fue a dormir, creyó escuchar a su lado los lloros de su mujer.

Ella se lo explicó todo a la mañana siguiente.

—Túnica Amarilla lleva el cinturón de piel de oso. Ahora no se podrá retirar nunca en combate. Siempre estará en peligro. Morirá.

—Quizá no muera —trató de calmarla el hombre blanco.

Hermosa Ternera recordó que algunos de los pocos hombres que fueron honrados con el cinturón de piel de oso juraban exponerse a los mayores riesgos y no habían muerto. Si sobrevivían al verano, quedaban libres de su voto.

—Mi hermano quiere morir —se lamentó ella—. Su corazón es amargo.

Túnica Amarilla sobrevivió a una docena de encuentros con pequeñas partidas de merodeadores de otras tribus. Alcanzó muchas distinciones: arrebató los caballos del campamento enemigo, dirigió dos incursiones triunfantes, realizó una hazaña y le tomó un fusil a un guerrero de una tribu enemiga. Lucía colas de lobo en sus mocasines y pieles de armiño en su camisa y cernía sus pantalones con cabelleras, como muestra de su gloria.

—Mi hijo debe tomar una nueva mujer. Necesito la ayuda de otra persona —se atrevía, a veces, a sugerir la vieja.

Pero su hijo la ignoraba. Pasaba mucho tiempo rezando, bien a solas en las colinas, bien junto al hechicero. Ayunó, hizo los votos y los mantuvo. Y, antes de que pudiera liberarse de su cinturón, participó en su última incursión.

Los guerreros regresaron del norte justo cuando el hombre blanco y otros dos cazadores se acercaban al campamento desde el sur con un cargamento de carne de búfalo y de alce. Las gotas de sangre de las piezas rezumaban entre las pieles atadas sobre los tranquilos ponis. Uno de los cazadores gruñó y se detuvieron para contemplar a un jinete que cabalgaba sobre una colina, justo al norte del círculo de los tipis.

El jinete desmontó, agitó una manta y la tiró al suelo. Repitió el gesto otra vez.

—¡Dos! ¡Dos hombres muertos! —murmuraron los cazadores con desaliento.

Galoparon a toda prisa hacia el campamento, donde ya se oía el clamor de las plañideras.

Un mensajero de la partida bajó desde la colina. El resto de los guerreros se demoró un poco para pintarse las caras para el luto y la victoria. Uno de los dos muertos era Túnica Amarilla. Habían depositado su cuerpo en una cueva y la tapiaron con piedras. El otro hombre murió poco después y lo depositaron sobre un árbol.

Había sangre sobre el suelo del tipi al que Túnica Amarilla nunca regresaría. Su madre, con el cabello cortado, se sentó en la entrada, balanceándose sobre sus muslos y lamentando su dolor. Una de sus manos acunaba a la otra, mutilada. Se había cortado otra falange de sus dedos.

Hermosa Ternera se cortó mechones de cabello y se rajaba los brazos con un cuchillo. El hombre blanco trató de arrebatarle el arma, pero ella protestó con acentos tan conmovedores que él le dejó hacer lo que quería. Le daba náuseas todo aquello.

¡Salvajes!, pensó. ¡Ahora sí que me vuelvo a casa! Iré a cazar a solas y me escabulliré.

Pero todavía no era el momento de hacerlo, porque era el único cazador en el hogar de las dos mujeres llorosas, una de ellas vieja y la otra embarazada.

Con el duelo, hicieron de él de nuevo un hombre pobre. Todos los objetos que suponían comodidad, riqueza y seguridad fueron sacrificados a los espíritus por culpa de la muerte de Túnica Amarilla. El tipi, confeccionado con diecisiete excelentes pieles de búfalo, así como las mantas que les habían mantenido con calor, los trajes blancos de piel de antílope y adornados con dientes de alce que tanto le gustaban a Hermosa Ternera, incluso sus herramientas y las armas de Túnica Amarilla, todo, en definitiva, menos los objetos de la medicina sagrada, se abandonó en la pradera y el conjunto del campamento se desplazó a otro sitio. Dos de sus mejores caballos se sacrificaron y el resto se repartieron.

No tenían dónde cobijarse. Durante los dos meses de duelo, por lo menos, no tendrían un tipi propio. Después, las mujeres dispondrían de pieles curtidas para fabricarlo. Mientras, podrían vivir en cobertizos provisionales hechos de ramas de sauce y techados con las pieles que les proporcionaba la conmiseración de sus amigos. Podrían haber vivido con sus parientes, pero las mujeres de Túnica Amarilla no tenían familiares.

El hombre blanco no se había dado cuenta hasta entonces de lo terrible que era para un crow no tener parentela. No le extrañaba que Mano de Grasa tuviera muñones en lugar de dedos. Año tras año, había guardado luto por cada una de las personas que amaba. No le quedaba nadie más que su hija, Hermosa Ternera.

Se sentía demasiado furioso por su locura. Ya fue bastante malo para él, un cautivo, vivir desnudo como un caballo y pobre como un esclavo, pero todo ello se debía a que sus captores le habían despojado de todo. Estas mujeres se desprendieron voluntariamente de todo lo que necesitaban.

La rabia no le permitía dormir en la choza de ramas de sauce, prefería yacer bajo la sombra de un árbol. A la tercera noche de duelo decidió idear un plan. Tenía un arco y un cuchillo. Se iría después de comer, tras apoderarse de dos caballos. Y no regresaría. Pensó que habría muchas cosas que contar una vez en casa.

En la choza, Hermosa Ternera lloraba y se oían susurros y la voz ronca de la vieja.

Unas veinte horas después su hijo nació sietemesino, en el tipi de una experimentada partera. El niño no respiraba y la madre murió antes de que el sol se ocultase.

El hombre blanco estaba demasiado aturdido como para pensar en el duelo o en cómo se debería observar el luto. La vieja se lamentó hasta quedarse sin voz. En un estado lastimoso, se le acercó temblorosa y encorvada, ciega por la pena. Le mostró un cuchillo y él lo tomó.

La vieja extendió las manos y movió la cabeza. Si cortaba alguna más de sus falanges, no serviría para nada. No se podía permitir ningún signo más de dolor.

—De acuerdo, de acuerdo —musitó el hombre blanco entre dientes.

Se infligió cortes en los brazos con el cuchillo y se quedó contemplando cómo descendía la sangre por ellos. Pero aquello era un sacrificio insignificante por Hermosa Ternera, por la pequeña Libertad.

Ahora ya no tengo nada que conservar aquí. Cuando regrese a casa tendré que ocultar las cicatrices.

Contempló a Mano de Grasa, que ofrecía un aspecto horrible, cargada con el peso de los años y las penas. Ahora soy libre de verdad, pensó. Cuando una esposa muere, el esposo deja de tener sus deberes frente a la familia de ella. Hermosa Ternera se lo había dicho hacía tiempo, cuando él se preguntaba por qué cierto hombre salía de un tipi y entraba en otro.

La vieja, por supuesto, se convertiría en una pordiosera. Ya había otra en la tribu, una vieja chiflada sin parientes de la que nadie se sentía responsable. Vivía de la comida que le arrojaban los más afortunados. Dormía en refugios que ella misma levantaba con sus manos nudosas y se arrastraba lamentablemente al final de la procesión siempre que se mudaban de emplazamiento. Cuando se caía, a nadie le importaba. Cuando murió, nadie la echó de menos.

Mañana por la mañana me marcharé, decidió el hombre blanco.

La boca hundida de su suegra tembló. Dijo una palabra con aire de interrogación.

—¿Eero-oshay?

Esto significaba: «¿Hijo?».

Cerró los ojos y recordó. Cuando la esposa moría, su marido quedaba libre. Pero su madre, que le había ignorado con altivez, le preguntaba si deseaba quedarse con ella. Se lo propuso llamándole hijo y él aceptó la oferta llamándola madre.

Mano de Grasa estaba ante él, doblada por los años, marchita por el trabajo incesante, sin amor y sin hijos, marcada por el dolor. Pero con todas sus cargas, aún amaba la vida lo suficiente como para mendigársela a él, la única persona ante la que tenía algún derecho. Se estaba despojando de todo lo que le quedaba: su orgullo.

Miró hacia el este, a través de la pradera. A dos mil millas de allí estaba su hogar. La vieja no iba a vivir para siempre. Podía permitirse esperar porque era joven. Podía permitirse ser magnánimo porque sabía que era un hombre.

Eegya —le dijo por toda respuesta.

Significa «Madre».

Volvió a casa tres años más tarde.

—Viví con los crows por una temporada. Pasó bastante tiempo antes de que pudiera marcharme. Me llamaban Caballo —dijo por toda explicación.

No creyó que fuera necesario excusarse o alardear de ello, porque era igual a cualquier otro hombre sobre la tierra.