La canosa Alice se ajustó el chal y preguntó:
—¿Estás cómoda ahora, abuela? ¿Estás segura de que quieres quedarte aquí, en el porche?
La abuela asintió ligeramente con la cabeza, sin gastar su resuello en hablar.
—Digo —proclamó inquieta Alice— que quiero que me dejes cubrirte con tu bonito pañuelo afgano, no con ese viejo chal. Sobre todo, en días como hoy, cuando nos visita alguien.
La abuela no respondió. Ahora ya no podía recordar por qué quería siempre ese chal con remiendos y deshilachado. Era parte de su vida, como sus años. Nada más.
—Es la señora Dickerson, que viene de la universidad —le recordó Alice— para preguntarte sobre algunas cosas de los viejos tiempos. Está escribiendo un libro.
—Ya he salido en bastantes libros —susurró la abuela.
Durante veinte años había sabido que era algo más que la viuda de Will Foster. Era historia viva. Si pudiera recordar…
—Salí en el ochenta y dos, con mi tío —comenzó a recitar con el frágil quejido que era el único resto de una voz que en otro tiempo gritaba y reía y lloraba de alegría—. Las cosas con los indios iban mal, justo al poco de la masacre de Custer.
—Sí, abuela, ya me sé todo eso —la tranquilizó Alice.
No del todo, pensó la abuela rebelde. No, tú no lo sabes todo sobre aquello.
Escuchó cómo se aproximaba un coche. Luego oyó a Alice conversar dentro de la casa:
—No puede recordar con claridad. No se sorprenda por alguna cosa que pueda decirle. En ese caso, pregúnteme. Nosotros conocemos todos los hechos.
»Sí, mamá crio a siete niños —continuó Alice con sus explicaciones—. ¡Oh! Ella le podría contar un montón de cosas sobre los viejos tiempos, pero la memoria le falla.
Alice llevó a la mujer hasta el porche y la presentó como la señora Dickerson.
—No tengo intención de cansarla —le dijo la mujer con amabilidad mientras contemplaba la majestad de los años y de la historia envueltos en aquel chal.
De pronto, la abuela recordó algo acerca del chal. Estuvo en la cuna de siete niños. Envolví con él a los dos más pequeños durante la noche en que tuvimos que escapar y escondernos de los indios.
—Aquí tengo la foto de alguien que a usted quizá le resulte familiar —la engatusó la señora Dickerson—. ¿Recuerda a este hombre?
—Está a punto de perder la vista —le advirtió Alice.
—Will Foster —susurró la abuela sin mirar.
La foto de Will estaba en los libros sobre los viejos tiempos.
—No, no lo es —dijo Alice asombrada—. Reconozco la foto del abuelo solo con verla. Este es un hombre con cabello claro y bigote, tomada en algún estudio de Miles City.
La abuela cerró los ojos, trémula. ¿Cómo me habrán descubierto?, se maravilló la abuela. Todos los que le conocieron están muertos desde hace mucho tiempo.
—Es una foto de Látigo Randy —dijo con suavidad la señora Dickerson.
—¿Quién? —preguntó Alice—. ¡Oh, ese! La abuela no pudo haberle tratado. Látigo Randy era una especie de forajido, ¿no? Cuatrero, salteador de caminos… Y no sé qué más cosas.
La abuela extendió la mano y sintió el retrato que sostenía. Sin mirar, conocía su pose: con sus botas altas, su ropa de calidad, junto a una silla de retorcidas molduras y ante un fondo pintado. El cabello rubio le caía en guedejas y su bigote se alzaba con las guías recortadas.
Perdí su retrato cuando los indios quemaron mi casa, recordó la abuela. ¿Fue este el que se hizo para la rubia de la posada? Su mano perdió fuerza y escuchó el ruido de la foto al caer en el suelo.
—La recogeré —dijo la señora Dickerson—. Látigo Randy afirmaba que había matado a ocho hombres. Murió con veintiséis años.
Nunca supe su edad, pensó la abuela Foster, ni supe cuántos hombres había matado. Nunca se preocupó por eso. ¡Oh, Látigo, Látigo Randy!
Tenía dieciocho años cuando se fue al Oeste con el tío Lee. Transportaron sus bienes desde Ohio hasta Miles City, y desde allí hasta el nuevo rancho, adonde llegaron cargando las cosas en un carromato. El socio del tío Lee, el señor Thomas, no pudo reunirse con ellos. El tío estaba temeroso, ya que comenzaba de la nada en un nuevo país, pero Emma Prince no había aprendido a tener miedo.
—Duerme en el carromato —le aconsejó el tío Lee cuando acamparon por primera vez en una alameda junto a un arroyo—. En este territorio hay serpientes de cascabel.
Ella se rio de sus aprensiones.
—Dormiré en el suelo, bajo el carromato.
En lo más oscuro de la noche, cuando los coyotes lanzan sus lamentos en lo alto de las ondulantes colinas, se apoyó en un codo y los escuchó, quería responderles con un aullido, pero no les contestó. Se limitó a sonreír con entusiasmo en medio de la oscuridad.
Por la mañana, mientras peinaba sus cabellos para aderezarlos con dos pesadas trenzas, decidió no ahorquillarlas. Apartó los alfileres y dejó que el pelo cayera en rizos por su espalda y que el viento los agitara. Echó la cabeza hacia atrás y se rio entre los matorrales de salvia.
—¿Qué te pasa, niña? —le preguntó el tío Lee.
—No lo sé —respondió ella—. No sé qué es lo que me pasa. Quizá sea el viento entre la hierba alta —y empezó a gritar—: ¡Juiii! ¡Guauuuu!
—Será esta tierra la que te dome —le advirtió con acritud el tío Lee—. Dicen que es cruel con los caballos y las mujeres.
—¡Buuh! —respondió Emma Prince—. ¿Cómo puede hacer daño la tierra a una persona? Simplemente, está ahí abajo.
Ella condujo el carromato durante la mayor parte del día, pero el tío Lee tomó las riendas cuando calculó que estaban acercándose a la posada.
—¡Arréglate el pelo, niña! —le gruñó el tío—. Pareces una salvaje que llega a un sitio donde hay gente.
Ella le obedeció porque quiso.
La posadera se llamaba Carrie, tenía el pelo rubio y unos ojos verdes llenos de malicia.
—Aquí tenemos ocupadas las dos habitaciones —dijo Carrie—, mi marido y yo usamos el dormitorio, los huéspedes duermen en la sala común. Pero si se trata de una mujer, puede dormir conmigo en la alcoba.
—No se tome la molestia —contestó muy educada Emma Prince. Las dos se habían calibrado mutuamente con solo una mirada.
La posada era un lugar de reposo para viajeros, con pienso y cuadras para los caballos y pitanza y alojamiento para los humanos. El otro huésped a la hora de cenar era un tipo de aspecto triste llamado Perks.
Pero, después de la cena, llegó un jinete al patio que lanzó un grito de salutación. La mujer del pelo amarillo se agitó en el fregadero con una aparente falta de control sobre sus movimientos y dijo:
—Supongo que será un vaquero.
Pero Emma supo por el brillo de sus ojos y la leve sonrisa en sus labios que conocía aquella voz gritona y que estaba contenta de escucharla.
—Tú lo conoces —le soltó retadora Emma.
Sus ojos expertos se volvieron hacia Emma y con la sonrisa en la boca le contestó:
—Claro que lo conozco. Lo estaba esperando. Es un tipo peligroso.
—Eso dicen, al parecer —respondió Emma con un encogimiento de hombros.
—Es un asesino —contestó Carrie, que parecía orgullosa de ello—. Aquel que lo conoce, se aparta de su camino.
Después de desensillar y cebar a su caballo, entró tranquilo, mirando de reojo, pero con arrogancia, como si todo lo que allí hubiese fuera de su propiedad. Avanzó directamente, cerró la puerta y echó un vistazo a la habitación, y luego a las dos mujeres.
—¿Qué tal? —saludó. Luego miró a Emma con un interrogante dibujado en sus ojos grises.
—Este que ves aquí es Látigo Randy —dijo Carrie mientras fijaba su mirada en él.
Luego, sin apartar los ojos de él, añadió:
—Esta es la señá… La señá Lee, ¿no?
—Me llamo Emma Prince y soy señorita —contestó Emma levantando orgullosa la barbilla.
El hombre inclinó la cabeza.
—Es un placer conocerla, señorita Emma —luego, lanzó su sombrero a un gancho que colgaba de la pared—. ¿Esperan a alguien? —preguntó—. Acabo de ver a unos hombres en el granero.
—No espero a nadie —contestó cansinamente Carrie, que aún sonreía—. Pero puede llegar cualquiera.
—Pues que vengan —concluyó Látigo Randy. Se desató el cinturón con las cartucheras y lo colgó de la pared.
—Te pondré algo de cenar —le propuso Carrie, que empezó a trajinar.
Emma se puso a fregar los platos.
—¿Os vais a asentar aquí, amigos? —preguntó Látigo Randy.
—Tenemos un rancho y un socio al sur —contestó Emma—. Yo llevaré la casa para los dos hombres y un par de jornaleros.
Látigo asintió con la cabeza.
—Ya había oído algo de que tu gente iba a venir.
Luego cenó con la mirada puesta en la entrada y con las cartucheras al alcance de su brazo.
A la mañana siguiente, Emma se levantó con el aroma del tocino frito. Cuando salió del dormitorio, el cinturón con las pistolas ya no colgaba de la pared. Carrie la miró y dijo en soberbio tono de triunfo:
—Látigo se fue temprano.
—Ojalá supiera el camino que ha tomado —rezongó el hombre llamado Perks—. Tomaría el otro. Uno se siente incómodo al no saber dónde está.
—A él no se le busca en esta parte del Territorio —dijo el marido de Carrie en su defensa—. Además, nosotros acogemos a los viajeros vengan de donde vengan… Siempre que paguen, desde luego. La ley no busca a Látigo por estos alrededores.
—Será como tú dices, pero no lo parece —profetizó oscuramente Perks—. Allá donde va, hay problemas.
A mediodía alcanzaron un río. El tío Lee dijo:
—Comeremos ahora y daremos descanso a los caballos. Luego vadearemos la corriente.
—Hay un hombre en la ribera, puedo ver su sombrero —le indicó Emma con toda tranquilidad.
El tío Lee empezó a despotricar de los indios y, cuando Látigo apareció ante su vista, no fue agasajado precisamente.
—Pensé que quizá necesitarían un poco de ayuda para cruzar el río —sugirió Látigo—. Como no llevaba prisa, decidí esperarles.
El tío Lee expresó una gratitud de conveniencia, pero Emma Prince mantenía la mirada baja y guardaba silencio. Después de pasar el vado, Látigo siguió su propio camino.
Al cuarto día llegaron a la casa de madera de dos habitaciones que el socio del tío Lee había construido. Dos días después, un tipo joven, alto, adusto y moreno cabalgó hasta allí río arriba. Se llamaba Will Foster y conducía a su propio ganado de largos cuernos desde Texas. Se quedó a cenar y colgó sus pistoleras en la puerta, pero no las miró hasta que estuvo listo para partir. Lanzaba frecuentes miradas a Emma, pero cuando ella se las devolvía, apartaba los ojos. No le dirigió la palabra hasta el momento de despedirse.
—Iré a Buttes el sábado, dentro una semana, para bailar y todo eso —le recitó de un solo golpe, como si tuviera memorizado el discurso para el tío Lee—. Sería un gran honor que la señorita Emma me acompañase.
—Así, sin avisar… No me puedo decidir tan rápido. Trate de acercarse por aquí en el momento, y así podré decidir —contestó Emma Prince boquiabierta.
El tío Lee rezongó. Decía que esa no era forma de tratar a Will Foster, al que se le haría venir de muy lejos y se le apartaba mucho de su camino, sin estar seguro del resultado. Emma se rio y dijo:
—No se preocupe, seguro que viene.
Lo hizo, y ella fue al baile en su compañía. En aquel momento, ya habían llegado cinco hombres desde muy lejos para pedir el placer de disfrutar de su compañía, pero ella se fue con Will Foster porque ninguno de los otros era Látigo Randy.
Una semana después del baile estaba sola en el rancho, con el tío Lee a dos millas, segando el heno, cuando escuchó el saludo que oyó por primera vez en la posada. Antes de que Látigo se fuera de nuevo en su caballo, la besó y se rieron el uno del otro sin motivo alguno. Ella le acompañó por la alta hierba cuando él fue a coger su caballo.
—¿No te dan miedo las cascabeles? —le preguntó él mientras la observaba de reojo.
—¿Lo parece? —respondió ella.
—Lo parezca o no, te pueden matar —le advirtió—. Pero creo que no tienes mucho miedo de nada.
—Así es —respondió ella con una sonrisa—. ¿Y qué es lo que te da miedo a ti?
—Ni pensarlo —rio él de manera extraña—. ¿Qué es lo que te hace pensar que tengo miedo de algo?
—¿Qué? No había pensado para nada en eso —le desmintió ella—. Ni tampoco en ti.
—Piensa en mí cuando puedas —dijo él—. Volveré.
Los hombres del rancho nunca supieron cuántas veces fue, o si fue alguna. Hablaron de él en varias ocasiones. Uno de los vaqueros contó que Látigo había matado a seis hombres y los otros le contradecían y afirmaban que fueron siete. Hablaban de él con respeto, pero sin admiración. Pero, en aquellos días, la muerte de alguien no significaba nada real para la sensibilidad de Emma Prince.
Látigo nunca hablaba de tiroteos ni de muertos. No había necesidad de aquello cuando iba al rancho. Solo les hacía falta mirarse a los ojos y reír de las cosas que se veían allí.
—Hacemos muy buena pareja —dijo una vez Látigo—. Somos tal para cual. De ser mujer, sería como tú. Y de ser tú un hombre, serías como yo.
¿Cuántos encuentros tuvieron, estando los hombres lejos del rancho y sin que nadie lo supiera? Citas incontables, porque los hombres se hallaban fuera de casa normalmente, eran los tiempos en los que no se usaba el alambre de espino, cuando el ganado se iba a pastar muy lejos. A Emma Prince no la asustaba quedarse sola, como le sucedía a la mayor parte de las mujeres.
Látigo contaba que vivía con los indios, pero a ella le daba igual su paradero, siempre que fuera cercano. No pensaba en el futuro ni en el pasado, vivía al día y cuando este le traía a Látigo la hacía feliz. Con aquel regalo ya tenía bastante. Fue más tarde cuando aprendió a temer el porvenir por culpa de lo que sucedió en el pasado.
Hubo una ocasión en que llegó serio, ya sin reír, enviándole un mensaje a través de un indio llamado Hombre Manta para que se encontrase con él en el río. Adivinó en el rostro de Látigo que tenía problemas, pero se abandonó en sus brazos y perdió todo su miedo.
—Quizá tenga que irme —dijo con los labios sobre su cabello, mientras la estrechaba con su brazo izquierdo, pero con la mano derecha libre para poder alcanzar la pistola sin estorbos—. Quizás lo haga, quizás no. ¿Emma?
—Látigo… —contestó ella con la cabeza reclinada sobre su pecho y escuchando los latidos de su corazón.
—¿No te gustaría venir conmigo? Iríamos a Nuevo México. Tengo amigos. Allí podríamos empezar de nuevo en un rancho. Emma, ¿qué diferencia hay entre vivir en un rancho aquí o en Nuevo México?
—No mucha —respondió ella.
—Allá donde voy, conmigo van los problemas —confesó—. Pero nunca los he tenido en Nuevo México. He vivido en un verdadero infierno hasta ahora, pero podemos empezar a criar ganado. ¿Me acompañarías? ¿Lo harías, Emma?
—Iré a donde tú vayas —prometió ella mientras levantaba la cabeza.
—No será fácil —le advirtió él—. Un hombre perseguido cabalga duro. Cabalgaremos de noche, cuando nos hallemos cerca de las ciudades, y de día cuando vayamos ocultos por el campo.
Se vio a sí misma cabalgando a su lado y escuchaba en su mente el rítmico tamborileo de los cascos de los caballos. Cabalgar día y noche y burlarse del peligro.
—De acuerdo —dijo Emma Prince como en un sueño.
—Te enviaré un mensaje —le prometió, y la besó en los labios una y otra vez. Entonces, sacó algo del bolsillo de la camisa—. Emma, niña, esto es para ti. Me he hecho un retrato.
Los miró a los dos, a él y al retrato, y les sonrió a ambos. En la foto, sus cabellos caían en bucles y su bigote se estiraba tieso y recortado. Estaba sentado sobre un sillón repleto de molduras, con su mejor traje y sus botas altas.
—Será bonito tenerlo —señaló ella—, si no lo pierdo.
—Si lo cuidas con la mitad del cariño con el que te cuidaré a ti —le prometió él—, lo conservarás hasta el día de tu muerte.
Un pájaro gorjeó en la ribera y él se apartó de ella, tenso y listo para cualquier azar.
—Hombre Manta ha visto a alguien. Quizá sea tu tío. Estate preparada por si tienes que irte conmigo —la besó y se rieron con una risa sofocada—. Eres una muchacha a la que me puedo atar. Lo supe en cuanto te vi. La única mujer en la que he confiado, cosa que no hago con mucha gente.
—Yo no confío en nadie —dijo ella para herirle.
Se marchó caminando como un rey y se subió en la silla de montar igual que se sienta un soberano en su trono.
Cabalgar día y noche y reírse frente al peligro… A la chita callando, hizo un paquete con todas las cosas que se llevaría para el viaje. Usaba el hatillo como almohada en el jergón en el que dormía. Mientras lo tenía bajo sus mejillas, sonreía en medio de la oscuridad y pensaba en Látigo Randy. Cerca de los ranchos y de los asentamientos, se ocultarían de día y cabalgarían de noche y sus risas les acompañarían, porque ¿quién podía hacerle daño a Látigo Randy?
Al regresar de un viaje a Miles City, fue Will Foster el que se lo comentó a Carrie, la posadera.
—El marshal de los Estados Unidos está buscando a Látigo —dijo el tío Lee—. No me extrañaría que Carrie sepa dónde está. Tiene un retrato suyo… Fue al fotógrafo hace poco. Apuesto a que a él no le gustará saber que ella se ha ido de la lengua.
Emma no podía reflejar ninguna emoción, solo recordaba que su mano se oprimió sobre el cuchillo, blancos los nudillos, mientras cortaba una rebanada de pan, oyendo la conversación de los hombres.
—Sería una cosa excelente para todos —gruñó su tío— que el marido de Carrie los friese a tiros a los dos.
—Cuando hay un tiroteo —comentó secamente Will Foster—, Látigo suele ser quien siempre dispara primero.
Entonces Will dejó de hablar de cosas desagradables y señaló con gran atrevimiento:
—Aquí, en esta tierra, la señorita Emma ha florecido, ¿no es verdad? Cada día que pasa está más bonita.
Cuando salió para inspeccionar el gallinero, Hombre Manta gorjeó desde detrás del cobertizo. Se desplazó hacia la ribera.
—¡No! —le dijo ella con brusquedad—. Dile que no, ¿lo has entendido?
De nuevo en la casa, ella se puso zalamera con Will Foster.
—Will Foster, no tiene por qué seguir su camino. Pase aquí la noche, tenemos un jergón de sobra —a esto siguió una coqueta apertura de ojos—. ¡Por favor!
Will Foster se hallaba en ese momento recogiendo su sombrero y su cinturón, pero se quedó como detenido.
—¿Lo dice en serio? —le preguntó a Emma con sorpresa y asombro—. ¿No le importa que me quede un poco más?
Emma inclinó la cabeza.
—Me gusta tenerle cerca —dijo ella, y el tío Lee refunfuñó por su atrevimiento, pero Will Foster estaba asombrado porque se había hecho realidad un sueño imposible.
—Cuando cabalgaba hacia aquí vi unas flores preciosas allá abajo, en la ribera —recordó Will—. Tuve la idea de traerle algunas, pero pensé que no les iba a hacer caso.
—¿Por qué, Will? —Emma hizo pucheros—. ¿Qué es lo que le hizo pensar que yo iba a hacer eso? Enséñeme dónde están.
Se marcharon y descendieron juntos por el camino que lleva a la ribera. Él la tomó del brazo y le decía una y otra vez:
—No lo puedo creer. Pensé que le importaba un comino. Oh, Emma, Emma.
—Es justo lo que quería: mantenerle en la incógnita —le confesó Emma Prince con una sonrisa.
Él se rio, sentía admiración por la habilidad con la que ella le había mantenido engañado. También estaba orgulloso de su triunfo final.
—A algunas mujeres les espanta esta tierra —le dijo él—, pero a usted no, ¿verdad?
—¿De qué hay que asustarse? —dijo ella con tono retador. Él emitió una profunda carcajada.
—Subamos a la casa para decírselo a su tío y a los demás. Tengo que contárselo a alguien enseguida.
Antes de que llegaran a la casa, él se volvió de pronto y la agarró por los hombros, mientras miraba su rostro alzado hacia él.
—Hay que temer a algunas cosas o a alguna persona —le advirtió—. A veces, uno debe tener miedo para salvar el propio pellejo. Hay cosas que pueden dañarnos, aunque no les demos importancia.
—¿Quiere que me asuste? —le retó de nuevo con una risotada. Will Foster la agarró con las manos.
—Asústate alguna vez —le suplicó—. Asústate alguna vez, porque ahora, oh Emma, vas a pertenecerme.
Aquella noche estaban sentados alrededor de la mesa la mayor parte de los hombres y Emma. Brindaban por la novia con whisky en copas de estaño. Todo muy simple, pero muy alegre. De pronto, la puerta se abrió bruscamente. No se había escuchado ningún ruido en el exterior, ningún grito de saludo. Todos se quedaron mirando a Látigo Randy.
Él los miró aviesamente desde la puerta, llevaba los dedos pegados a la pistolera.
—Emma —dijo precipitadamente—. ¡Emma Prince!
Están lejos de sus pistolas, pensó Emma. Son buenos chicos que podrían atreverse a hacer una locura. Nadie va a cazar a esta buena gente. Y Látigo Randy ha venido aquí para llevarme a Nuevo México.
—¿Qué asunto te trae por aquí? —preguntó con rudeza Will al tiempo que comenzaba a levantarse. Pero Látigo se movió y Will se quedó medio en pie, medio sentado.
Emma había obtenido su momento de triunfo.
—¡Hola, Látigo! —le saludó ella—. Supongo que conoces a Will Foster. Nos vamos a casar. Iremos a Miles City uno de estos días.
Él parpadeó dos veces, sin moverse de su sitio.
—Buena suerte, Emma —dijo. Luego cerró de golpe la puerta y se marchó.
—¡Emma! —gritó su tío, furioso a la vez que desolado—. Ese forajido, has estado…
—No pasa nada con Látigo —le interrumpió Will—. Emma me lo contó todo sobre él. Le estuvo tomando el pelo.
Emma contempló a Will Foster y no sabía si mostrarle su desprecio o agradecerle el que la hubiese defendido.
Nadie volvió a hablar nunca de ese asunto. Era algo enojoso para todos los hombres que estaban en aquella casa, indefensos frente a un solo hombre.
Vio a Látigo una vez más antes de que muriera. Salió al patio a tender la colada y él se deslizó a través de la esquina del granero, mientras la acusaba con amargura.
—Pensé que estabas en Nuevo México —le respondió ella con desgana.
—No mientras estés libre —le dijo con rudeza—. Permaneceré aquí, en el Territorio, mientras no estés casada.
—Es mejor que no lo hagas —le advirtió ella con dulzura—. He oído que estás en busca y captura.
—Vendrás conmigo y me asentaré como ganadero.
—Will Foster cría ganado. Will Foster ya está establecido. Nadie quiere la cabeza de Will Foster.
Él estaba enfadado, tanto como lo estaba ella cuando pensaba en la posadera. Pero Látigo se veía impotente en su ira, y Emma no.
—Ninguna mujer me ha gustado tanto como tú. —Látigo se puso casi suplicante—. Estoy loco por ti, esa es la verdad.
—Sin embargo, me han contado que otra mujer tiene tu retrato —ironizó ella.
Sus labios se separaron como si quisiera explicar lo de la otra foto. Luego sonrió con ojos picaros y comprendió que ella era vulnerable a esas heridas. Decidió no rebajarse con explicaciones.
—Puede ser —admitió él—. Bien puede ser así.
Se dio la vuelta y se marchó. Ella nunca lo volvió a ver.
El señor y la señora de Will Foster pasaron cuatro días en Miles City en su viaje de bodas, y luego regresaron con una pareja de broncos[32] a medio domar. Ni en la ida ni en la vuelta pararon en la posada. Durante el primer día del viaje de retorno se encontraron con un jinete, que les paró y les contó las noticias:
—Hubo jaleo esta noche en la posada. Han muerto dos hombres… el marshal y Látigo Randy.
Emma apenas escuchó a su esposo decir, como debe hacerlo todo hombre justo, con alivio pero sin regodeo:
—Que Dios se apiade de sus almas.
Will Foster azuzó a los caballos cuando pasaron frente a la posada. Emma, toda rígida a su lado, lanzó una mirada hacia la casa. No se veía a nadie. Parecía que estaban muertos, fuera quien fuese el que allí habitara.
Cuando la rebasaron, pudo respirar de nuevo, pero temblaba. Mucho tiempo después, pensó que fue en ese momento Miles City, pero en ese momento no tenía ni las fuerzas ni el aliento para hacerlo. Ella solo podía susurrar «una vida por otra», y Will Foster no comprendía nada.
—Todo va a salir bien.
Después de todo, Emma tuvo razón sobre el precio a pagar por la vida de Látigo Randy, pero se equivocó acerca de la existencia que iba a ser sacrificada. Ella estaba viva, pero el bebé murió. Fue el hijo de Will Foster el que pereció por Látigo Randy.
Cada día, mientras recuperaba sus fuerzas, se decía a sí misma: Hoy se lo contaré todo a Will, así él sabrá por qué no puedo ir a Miles City. Pero nunca se lo dijo porque, finalmente, el tío Lee llegó con noticias:
—La casa de la posada ha ardido por completo —informó—. Lo mismo pasó con el granero. No se puede adivinar que allí se construyera alguna vez nada si se ve desde la carretera. Nunca sabrías que estás pasando por la posada.
Emma le dio a Foster cuatro hijos más y tres hijas. Henry, que era ganadero. Le Duc, que se hizo médico. Warren, que regentaba un almacén de ultramarinos en Miles City. Hilton, que se ahogó a los quince años al vadear un río. Matilda y Francés, que se casaron con rancheros. Y Elizabeth, que murió a los veinte, durante el parto.
La abuela Foster, que antaño fue Emma Prince, se desmoronaba en su silla y Alice le preguntaba con temor:
—¿Estás bien?
La abuela recuperó el aliento y susurró:
—Le he contado todo. Nunca se lo había contado a nadie y esta vez lo he hecho.
Su boca se abrió, pero no salieron más palabras. Se quedó mirando con los ojos nublados y contempló cómo relucía un sueño muerto. Entonces supo cómo debería haber sido. Recordaba que solo podía ser de esa manera: cabalgar por la noche y ocultarse de día y reírse en la cara del peligro.
—Fuimos a Nuevo México —dijo con la voz ronca—, él y yo juntos. Cabalgando de noche, ocultándonos de día.
¡Oh, así tuvo que ser! Y no fue por su culpa la muerte de Látigo Randy.
—No fue precisamente así —se rio Alice, como pidiendo disculpas—. A veces mezcla las cosas.
¡Ahora, por vez primera, estaba claro! La abuela Foster quería decírselo. Las cosas sucedieron de esa manera… Pero Látigo está muerto desde hace muchos años, recordó. Todos los de los viejos tiempos han muerto, menos yo. Ahora bien, ¿qué pasó con Látigo Randy?
—Tuvimos tres hijos —dijo con un hilillo de voz—. Luego, los indios le mataron.
—¡Para nada! —dijo Alice—. Realmente fue así: ella recuerda que tenía tres niños pequeños cuando los indios quemaron su casa. El mayor, mi padre, tenía entonces… unos cinco años.
Alice la perseguía tan incansable como en su tiempo lo hicieron los indios, y ella estaba sola e indefensa. La abuela lo intentó de nuevo, desesperada.
—Fuimos a Canadá.
Sí, así está mejor. Alguien le disparó y murió en mis brazos. Oh, esa es la forma en la que debería haber sucedido si tenía que morir, y todos los hombres tienen que morir. Escuché cómo su corazón dejaba de latir. Y luego, ¿qué? ¿Qué es lo que se hace con un muerto?
—Lo enterré —dijo en voz alta.
¿Dónde fue aquello?, se preguntó. Nunca supe dónde estaba su tumba. ¡Ojalá lo pudiese recordar!
—Ella nunca fue a Canadá —la corrigió Alice—. En cuanto a la tumba, debe de estar recordando a su primer hijo. Murió debido a que el tiempo era tan malo que no pudieron ir hasta Miles City, que es donde estaba el doctor.
—La señora Foster ha vivido experiencias muy duras, lo sé. Posiblemente ni se acuerde de Látigo Randy —dijo con amabilidad la visitante.
Torpe y tenaz, la abuela Foster insistía:
—Lo recuerdo.
Buscando entre las brumas de la memoria, ella les dijo la única cosa que era cierta, el único hecho incontestable:
—Sus ojos eran grises —afirmó con un susurro de triunfo.
La señora Dickerson la acarició con delicadeza en la rodilla.
—No quiero molestarla más, señora Foster. Ya la he cansado mucho. Ha sido muy amable por su parte el haberme recibido.
Ella se levantó e hizo el siguiente comentario:
—He oído a menudo que Látigo Randy tenía los ojos grises. Es algo curioso que muchos de los asesinos de los viejos tiempos tuviesen los ojos de ese color.
—Supongo que eso no prueba nada acerca de ellos —terció Alice—. Antes de que sufriera de cataratas, la abuela también tenía los ojos grises.