Charlie Lockjaw[29] murió en la reserva el pasado verano. Llegó a tal edad que presumía de centenario. Aún se recogía los cabellos en trenzas blancas y finas; era el único anciano de la tribu que seguía ese uso. Su faz orgullosa parecía una manzana seca. Encorvado, frágil y trémulo, su voz sonaba como el quejido del viento sobre la hierba de la pradera.
El viejo Charlie murió mientras dormía, en el tipi de tela en el que pasaba la noche cuando venía la estación calurosa. En invierno, vivía apretujado con los más jóvenes de su progenie en una cabaña de troncos con dos habitaciones, pero al llegar el verano acampaban en el tipi. A veces, lo dejaban solo allí; en otras ocasiones sus bisnietos se amontonaban junto a él como si fuesen un montón de muñecos.
Su muerte no fue una sorpresa para nadie. Lo que asombró al agente indio y a varios de los parientes de Charley, y a los rancheros blancos que oyeron hablar del caso, fue el hecho de que algunos de los jóvenes de la tribu sacrificaran un caballo ante su tumba. Charley no se enterró en sagrado. Nunca se acercó a la misión. Fue sepultado en un soto de álamos por donde baja el torrente y que lleva el nombre de un jefe muerto. Su nieto cojo, Joe Lobo Andante, y otros tres indios jóvenes tomaron el caballo, se lo llevaron fuera y le dispararon. Era un bonito alazán castrado, de solo siete años, magníficamente adiestrado y dócil, que no tenía ninguna tacha. Al Joven Joe le habían ofrecido ochenta dólares por él.
El sacerdote de la misión quedó profundamente perturbado por la muerte del animal, en la que veía con justificada suspicacia una oscura significación pagana, y trató de encontrar la razón por la que los tres jóvenes lo mataron. Urgió a la madre de Joe a que lo averiguara, pero ella no lo hizo. O, de hacerlo, no lo contó.
—Era mi caballo —dijo únicamente Joe con un encogimiento de hombros.
Los rancheros blancos se sonreían con indulgencia, algo impresionados por lo del caballo, pero nunca se asombraban demasiado de lo que los indios pudieran hacer. El ranchero que más contó la historia y al que más le interesaba fue el que le hizo la oferta de ochenta dólares a Joe Lobo Andante.
—No es mi caballo —le había dicho Joe.
Pero Joe fue el que le disparó en la tumba del viejo Charley y el caballo ya no perteneció a nadie más.
El agente indio sospechaba lo que en realidad pasó. Sabía más acerca de los indios de lo que el Gobierno Federal le exigía. El caballo no era una propiedad federal ni tampoco un bien común de la tribu. Todo el mundo pensaba que pertenecía a Joe. El agente no investigó más, pensaba que no era competencia suya.
Eso fue el verano pasado, cuando murió el viejo Charley y los jóvenes llevaron el caballo al lugar donde le enterraron.
La historia de la muerte del caballo comienza, pues, en 1941, antes de que aquel animal naciera. En aquellas fechas estaban tallando a los jóvenes, y el agente les explicaba todo, una y otra vez, gracias a un intérprete, para que nadie se excusase diciendo que no había entendido nada. Según la experiencia del agente, incluso un indio ilustrado en el instituto podía perder por completo su dominio de la lengua inglesa si no quería enterarse de algo.
También se lo explicaban a los indios varios de los rancheros blancos. Algunos de ellos pensaban alistarse, o tenían hijos o vaqueros de sus cuadrillas llamados a quintas, y les contaban qué era el tallado a los indios que trabajaban para ellos a dos o tres dólares la jornada cavando acequias, escardando en las huertas o trabajando en los campos de heno. Por lo tanto, los indios sabían perfectamente qué era la talla de reclutas y hablaban mucho sobre ella.
—En la Guerra Mundial no erais ciudadanos —les dijo el agente (que, por supuesto, se refería a la Primera Guerra Mundial. Los Estados Unidos aún no habían entrado en la Segunda, era solo la talla de los quintos)—, por lo que no tuvisteis que luchar en el ejército. De todas formas, muchos de vuestros padres se alistaron y fueron unos buenos combatientes. No tenían por qué hacerlo, pero quisieron luchar. Ahora sois ciudadanos, podéis votar y alguno de los vuestros ya ha estado en el ejército. Cuando os lleguen las cartas de la caja de reclutas, volveremos a hablar del tema.
Bueno, algunos de los jóvenes no querían esperar hasta que llegasen las cartas. Combatir formaba parte de su tradición. Perduraba en las historias de los viejos y los nombres de los guerreros muertos hacía ya mucho tiempo figuraban en los libros, así como en los relatos que los ancianos contaban, cuando la nieve era alta, junto a las estufas de las cabañas repletas de gente donde el aire se enrarecía por las muchas respiraciones y los pocos baños (mucho tiempo atrás, antes de que estos jóvenes hubiesen nacido, sus ancestros se bañaban cada mañana en arroyos y ríos, aunque tuvieran que romper el hielo, pero esa costumbre se había desvanecido junto a su gloria).
Los hombres de mediana edad de la tribu recordaban la guerra del blanco en la que habían luchado, y algunos conservaban parte de sus uniformes. Pero las historias que contaban se referían a países demasiado lejanos como para ser comprendidos, tierras extranjeras que nada significaban para los hombres que estuvieron allí. Las historias de los abuelos eran mejores. Trataban de sigilosos avances a través de las altas hierbas después de que los hombres se pintaban y rezaban; la rápida y contundente acción en las riberas que todavía les eran familiares o en los asentamientos de tipis, donde ahora vivían los blancos en casas de ladrillo.
Las historias de los abuelos trataban de guerreros que no desfilaban ni se tallaban, sino que caminaban con ligereza sobre sus mocasines o montaban a pelo potros de guerra. No vestían uniformes, lucían pinturas con símbolos místicos en el rostro y el cuerpo. En aquellas batallas se mostraba el tocado de guerra sobre el que flotaban las plumas de águila y saltaba a la vista el viril coraje de los guerreros que se atrevían a llevar un escudo sagrado de piel de búfalo, pese a que el hombre que lo portaba no podía zafarse en retirada. Eran batallas sin artillería, pero con el rumor de los mosquetes, de las lanzas con punta de hierro y de las flechas emplumadas que partían silbando desde un arco. Matar no era lo más importante en estas batallas, sino probar el valor de un hombre frente a la muerte. Y los más valerosos eran aquellos que se atrevían a no blandir arma alguna, sino solo un látigo, para azotar con él a un enemigo vivo, ileso. A nadie se le tallaba para esas batallas y, a menudo, la muerte era el precio de la gloria.
Solo dos o tres de los ancianos podían remontarse tan lejos en el tiempo. Uno de ellos era Charley Lockjaw. De repente, se hizo un hombre notable. De no haber nacido dos generaciones más tarde, sería importante simplemente por viejo. Su gente habría dado por supuesto que era sabio porque su medicina le protegió durante tanto tiempo contra la muerte y le escucharían con veneración mientras hablaba. Hubo un tiempo en que era una buena cosa ser indio y viejo. Pero Charlie se vio burlado (casi) de sus prerrogativas porque vivía en la época equivocada.
Pero, de pronto, le necesitaban. Estaba sentado frente a su tipi de verano, con la cabeza al sol, con el benéfico calor absorbiéndose en sus ligamentos, cuando cuatro jóvenes llegaron hasta él. Eran indios modernos, con el corte de pelo de los blancos. Llevaban tejanos con desgarrones y camisas gastadas y botas de blancos, porque todos eran vaqueros, incluso el cojo, su bisnieto Joe.
Charley les miró, dispuesto a enfadarse, esperando algún saludo grosero o torpe, del tipo: ¡Qué pasa, viejo!
Ellos se sentaron sin decir nada durante un tiempo. Azorados, arrastraron las botas por el polvo. Joe Lobo Andante se quitó su sombrero de alas anchas, cosa que también hicieron los otros tres, que dejaron sus sombreros en el suelo.
Joe carraspeó y dijo en cheyenne:
—Saludos a mi abuelo.
Esa era la forma en la que un joven se dirigía a un sabio anciano en los días del búfalo, idos hacía largo tiempo.
El viejo Charley parpadeó y vio lo que Joe traía con gran cuidado, una antigua pipa ceremonial de piedra roja.
—¿Fumarás con nosotros, abuelo mío? —le preguntó solemne Joe.
Charlie se indignó al principio, porque sabía que eran ateos, que no creían en la vieja religión ni en ninguna de las nuevas. Les gritó y les dijo en inglés: «¡Maldición!». Pero no se fueron. Permanecieron allí, con las cabezas respetuosamente inclinadas, aceptando lo que decía y no interrumpiéndole, según la vieja y gentil costumbre.
Miró sus caras resueltas y sus ojos fijos y se sintió avergonzado por su falta de cortesía. Al comprender que eran sinceros, hubiera hecho por ellos cualquier cosa que le pidiesen. No era mucho lo que podía hacer y durante mucho tiempo nadie le había requerido para nada.
Si hubiese tomado la pipa y fumado de ella, aquello quería decir: Haré cualquier cosa que me pidáis. Él no sabía lo que le iban a pedir, pero les habría dejado que lo cortasen en pedazos si eso era lo que deseaban, porque su corazón estaba rebosante por revivir la añorada ceremonia tradicional, se sentía tan torpe por la emoción como los jóvenes indios.
—Fumaré con vosotros —respondió con voz quebrada.
Se equivocaron en todo. Uno de los jóvenes sacó una bolsa de tabaco, y eso habría sido lo correcto si se hubiese extraído tras orar las plegarias apropiadas. Pero Joe sacó un encendedor de bolsillo que le había dado un blanco y otro joven trajo unas cerillas de cocina y el viejo Charley no pudo aguantar semejantes innovaciones.
Hizo levantar una fogata en el centro de su tipi de verano, bajo la abertura para el fuego del tope de la tienda. Se sentó, con un quejido por la rigidez de la espalda, en el lugar de honor, el sitio del dueño. Los jóvenes fueron pacientes. Se sentaron donde él les dijo, sobre la vieja alfombra raída que su nieta había colocado sobre el suelo de tierra.
Rellenó la pipa con trozos de tabaco, pero sin tocar la cazoleta y la encendió con un tizón del fuego. Con lenta y recordada ceremonia ofreció el tubo de la pipa a Heammawihic, El Sabio de Arriba, a Ahktunowihic, el Poder de la Tierra Inferior, y a los espíritus de las cuatro direcciones: donde el sol surge, adonde va el viento frío, donde el sol se pone y de donde viene el viento frío.
Se dirigió reverentemente a cada uno de ellos. Luego, dio cuatro caladas y pasó la pipa lentamente, con cuidado, tomando el tubo con torpeza para el joven Pájaro Amarillo que estaba a su izquierda.
Pájaro Amarillo fumó desmañadamente y le pasó la pipa a Joe Lobo Andante. Cuando Joe acabó, se levantó para pasar la pipa a los jóvenes que estaban al otro lado de Charley, pero este le corrigió con paciencia. La pipa no debía cruzar frente a la entrada de la tienda. Debía pasar mano a mano, primero para Robert Permanece en el Agua y, luego, a Tom Mano Pequeña.
Los jóvenes aceptaron con humildad sus avisos. Le agradecieron que les dijera cómo se hacían las cosas correctamente.
Cuando les indicó que era el momento de que ellos hablaran, el joven Joe, el cojo, le dijo con toda formalidad en cheyenne:
—Mi abuelo me ha hablado de los tiempos pasados hace ya mucho y le hemos escuchado. Nos contó cómo los guerreros solían ir a lo alto de una colina con un sabio anciano y permanecían allí soñando hasta que llegaba el momento de seguir el camino de la guerra.
—Os conté esas cosas y eran verdad. Yo soñé en lo alto de una colina cuando era joven —contestó el viejo Charley.
—Queremos soñar de esa manera, abuelo mío, porque nos vamos a la guerra —dijo Joe Lobo Andante.
El anciano no les había prometido ayudarles. Lo hizo cuando tomó la pipa. Se sentó por unos momentos con los ojos cerrados, con la cabeza inclinada, tratando de recordar lo que sus instructores le dijeron las tres veces que fue al wu wun, la prueba del hambre. ¿Cómo podría nadie saber el modo correcto de ejecutarla si el anciano lo olvidaba? Pero fue capaz de hacerlo, porque recordaba mejor su juventud que lo que había pasado el día anterior.
Revivió el canto de las letanías y el hambre y la sed y la larga espera hasta que el misterio se revelaba. Rememoró las severas advertencias y la comprensiva enseñanza de los sabios ancianos de hacía setenta años.
—Es algo muy duro —les dijo a los jóvenes—. Algunos hombres no lo pueden hacer. Solo, en un altozano, durante cuatro días y cuatro noches, sin comida y nada que beber. Algunos sueñan con la buena medicina y otros con la mala y hay quien no sueña. Es una buena cosa acabar este rito, pero no es una desgracia no completarlo.
»El hombre yace en un lecho de salvia —le dijo a los jóvenes— y se queda solo después de que su maestro, su abuelo, le haya enseñado lo que hacer. Después de cuatro días, su abuelo sube a la colina y lo recoge… si es que no ha vuelto él antes de que pase ese tiempo.
Charley Lockjaw recordó algo más de importancia y añadió con resolución:
—Los jóvenes le entregan un regalo al abuelo.
Y, entonces, ellos se fueron a hacer el wu wun; cada uno de ellos subió a solas a una alta colina y pasaron hambre y sed durante cuatro días y cuatro noches. Antes le llevaron sus regalos a Charley: cuatro dólares de plata de uno, unos mocasines nuevos de otro y dos botellas de whisky (después de que pasaran las pruebas, se gastó los cuatro dólares también en whisky, que obtuvo con dificultades de un hombre que se marchaba de la reserva y que no parecía un indio, pero se lo pudo comprar aunque iba en contra de la ley. Un indio puede votar y ser llamado a quintas, pero no puede comprar whisky).
Todo el asunto se mantuvo en secreto, de forma que nadie podía quejarse a alguien que quisiera entrometerse. A Charley Lockjaw le incordiaron tanto que sospechaba de todo. A lo largo de su vida, los blancos se habían entrometido en sus asuntos y supuso que su propia nieta iría al sacerdote si supiese lo que estaba pasando, o que las familias de los otros jóvenes podrían ocasionar problemas. Nada bueno se sacaría de contar lo que estaba pasando.
Por culpa del secreto, el anciano tuvo que ir a lomos de caballo en diversas ocasiones. Lo habitual es que le tuvieran que ayudar a subir a la silla por la rigidez de sus ligamentos y los achaques en las piernas, pero ahora no iba a parar y así recuperaba su orgullo, aunque gruñera de dolor.
Llevó a cada joven a la cumbre de un otero elegido por su altura, su soledad y su situación. Debía de estar al sur o al oeste de un río, como había sido siempre la costumbre. No sabía la razón de ello, como tampoco la supo nadie. Era una de las cosas correctas, eso era todo, y ahora tenía el anhelo de hacerlo de la forma adecuada.
Al pie de la colina él y el mozo dejaban los caballos trabados. El muchacho ayudaba a Charley a subir colina arriba, con todo el respeto y la paciencia debidos. Hacía un lecho de salvia blanca y Charley elevaba sus plegarias al Espíritu de Lo Alto.
Charley añadía una humilde súplica que no formaba parte del ritual en su juventud:
—Si cometo algún error —le gritaba al cielo azul—, es porque soy un viejo. No culpes al joven. Él quiere hacer lo correcto. Si se equivoca, es por mi culpa. Dale buena medicina.
Luego, se alejaba trastabillándose colina abajo, se subía al caballo por sí mismo y cabalgaba hacia su hogar. Si el joven abandonaba antes de que su tiempo hubiera llegado, podía tomar el caballo que quedaba.
Ninguno de ellos abandonó ni se lo tomó a la ligera. Cada uno yació a solas en el lecho de salvia sobre la colina, cantando las canciones que Charley Lockjaw les había enseñado, contemplando algunas veces el cielo (y se veían más a menudo aeroplanos que el vuelo de las águilas) y fumando la pipa sagrada tres veces al día.
El primero en acabar fue Joe Lobo Andante. Charley se sentía orgulloso de él cuando subió por la colina con una cantimplora con agua y un mendrugo de pan seco. Lo estaba cuando el chico en primer lugar se salpicó la cara con agua y luego bebió con calma de la cantimplora.
Cuando la lengua de Joe estaba lo suficientemente humedecida como para que pudiese hablar, dijo con pocas palabras:
—Soñé que un caballo me coceaba.
—No sé lo que significa —le contestó Charley—. Quizá lo sepas después de pensar sobre ello.
Tenía miedo, pues, de que el sueño fuera malo. La causa de que Joe cojeara fue que un caballo le golpeó cuando tenía tres años.
El segundo fue Pájaro Amarillo. Era impaciente. Estaba de pie, observando, cuando apareció ante su vista Charley Lockjaw sobre el jamelgo lleno de mataduras que le habían prestado. Bajó colina abajo para atracarse del agua que le trajo el anciano. Pero había aguantado los cuatro días enteros.
—He soñado que estaba muerto e iba al infierno —le dijo en inglés. Luego lo repitió en cheyenne excepto la palabra infierno, palabra cuyo significado conocía Charley. Según la vieja religión, el infierno no existe después de la muerte para los cheyennes.
—Puede que sea buena medicina. No lo sé —le contestó Charley.
El tercero fue Robert Permanece en el Agua. Estaba indispuesto y vomitó el primer trago de agua, pero mejoró al poco tiempo y volvió a casa. No dijo de qué trataba su sueño.
El cuarto y último fue Tom Mano Pequeña, un muchacho risueño, excepto cuando había blancos alrededor. Era un jinete orgulloso y un dandi. Cuando salía fuera, llevaba gafas de sol tintadas en verde y camisas ajustadas como los vaqueros blancos. Cuando Charley le llevó el agua ya no quedaba nada del dandi. Con el pecho desnudo, yacía exhausto sobre el lecho de salvia y el anciano tuvo que ayudarlo a permanecer sentado hasta que pudiese comer y beber.
—Había una luz brillante —contó al sentir que podía hablar—. Flotaba en el aire y yo intenté atraparla.
Charley no sabía qué clase de medicina era aquella, pero le dijo a Tom Mano Pequeña que posiblemente sería capaz de interpretarlo después de un rato.
De todas formas, lo hicieron lo mejor que supieron, de manera correcta, y estaban preparados para ser guerreros. Habían soportado la prueba al viejo estilo.
Cuando volvieron al asentamiento de cabañas que está junto al torrente que lleva el nombre de un antiguo jefe, el viejo Charley sacó su whisky y se fue a su tienda y bebió y durmió y volvió a beber un poco más. Un maestro es digno de su sueldo, y Charley Lockjaw estaba agotado de tanto cabalgar y subir por las altas colinas. Durante todo aquel tiempo, cuatro días para cada uno de los cuatro hombres, dieciséis días en total, no había dormido mucho. Salmodiaba en su tienda o frente a ella, con su voz quebrada, que parecía el aullido del viento en la pradera. Los niños no le molestaron dando tumbos a su lado como si fueran cachorrillos. Le tenían miedo.
Mientras Charley bebía, los cuatro jóvenes bajaron a la ciudad para alistarse en el ejército. Él no lo sabía. Cuando volvió a estar sobrio, dos de ellos estaban de vuelta: Joe, su nieto, y Tom, el dandi.
—No me quieren, no les parezco lo bastante bueno —dijo Tom.
Joe Lobo Andante no dijo nada. Se fue por ahí con su pierna coja y tomó un empleo por unos pocos días en el rancho de un blanco, podando las ramas de algunos árboles del jardín. El cocinero le daba de comer aparte de los jornaleros blancos, pero él les oía hablar de la talla de reclutas y bromear entre sí acerca de ser no apto. Algunos resultaban no aptos porque muchos vaqueros quedaban lisiados por malas monturas. Joe se sintió mejor al saber que no era el único.
En invierno, las nubes de guerra rompieron en una tormenta con rayos y relámpagos y el ejército decidió que Tom Mano Pequeña podía ver lo suficientemente bien como para ir a la guerra. El ejército empezó a llevarse a algunos hombres casados, también, y a casi todos los solteros con la excepción de Joe Lobo Andante y de una pareja que tenía una enfermedad de los ojos, de seis que tenían tuberculosis y de uno que era sordo como una tapia.
Entonces, durante un par de años, el viejo Charley Lockjaw dejó de ser importante. Le suplantaron aquellos que podían leer las cartas que llegaban al asentamiento de cabañas y quienes podían escribir las respuestas.
Algunos de los jóvenes regresaron de permiso, haciendo autoestop desde la estación, a ochenta millas. En tiempo de guerra, la gente recogería a un soldado, aunque fuera un indio. Ellos se paseaban por el asentamiento y cabalgaban hacia la agencia con sus uniformes y hasta iban a los almacenes de los blancos y algunos de los rancheros se desviaban de su camino para estrecharles la mano y preguntarles: Bueno, muchacho, ¿cómo va eso? Los guerreros bisoños eran importantes.
El viejo Charley, sentado durante el verano frente a su tienda picuda, los veía pavonearse, contemplaba a las risueñas muchachas envueltas en chales pulular alrededor de ellos y se sentía incomodado con algunas. Cuando él era joven, los cheyennes cimentaban su orgullo en la virtud de sus mujeres. Su primera esposa había llevado la soga de castidad hasta que él mismo se la quitó, la cuarta noche después de que su padre aceptara el regalo de caballos capturados.
Estaba avergonzado de las muchachas cheyennes, pero no de los jóvenes guerreros. Sentía un poco de pena por ellos cuando recordaba el orgulloso movimiento de los altos tocados de guerra llenos de plumas y de los hombres cabales y próceres que los portaban. Recordó su propio cortejo, que le llevó cinco años. Había otros muchos pretendientes que se plantaron delante de la tienda de la joven, envueltos en una manta y a la espera de que ella saliese.
Una de las cartas que llegó a la reserva contenía malas noticias. Iba en un sobre amarillo y el agente la llevó él mismo y le explicó lo que decía a la madre de Tom Mano Pequeña.
Decía que habían herido a Tom y que ahora estaba en un hospital.
A la mañana siguiente, Joe Lobo Andante le hizo una visita ceremonial al viejo Charley. Llevaba la vieja pipa de piedra. Esta vez no estaba cohibido porque sabía cómo fumar según el uso sagrado.
Charley dio una fuerte calada y se sorprendió al ver temblar a Joe.
—El regalo por esto, para el abuelo —le advirtió—, debe ser un gran regalo, porque es una ceremonia muy dura.
—El regalo está fuera, en el poste —dijo Joe con humildad.
Y fuera estaba estacado el buen potro alazán de Joe.
Hubo un tiempo en que los cheyennes, el pueblo de los Brazos Cortados, podían ser señoriales con sus regalos de caballos capturados, algunas veces al precio de su sangre. Podían ser espléndidos en sus obras de caridad, dando carne de búfalo a los menesterosos y buenas ropas a los pobres. Pero eso era en la época en la que Charley Lockjaw era joven. No había tenido un caballo propio durante treinta años. Y ese era el único caballo que poseía su bisnieto, porque la vieja yegua a la que pertenecía el potro había muerto.
Charley miró el caballo, un potro magnífico y sin tacha. Avanzó para acariciarle el cuello y el animal echó la cabeza hacia atrás y trató de escapar. Charley le habló con fuerza y de manera aprobatoria. El potro no era un animal de establo, estaba acostumbrado a correr por la pradera con su crin agitándose con el viento y la nieve. Charley pensó que tiraría al jinete antes de ser domado.
—El regalo es suficiente —asintió Charley.
Cuando era joven, le pagó con muchos caballos excelentes al anciano que le enseñó la ceremonia de colgar del poste, cuyas nobles manos lo sujetaron cuando desfallecía. Pero él tenía muchos caballos para obsequiar y dio una gran cantidad. Este era el mejor regalo que le habían hecho, porque era todo lo que Joe poseía.
—Tendremos que esperar —dijo Charley—. No podemos hacerlo hoy. Aguardaremos cuatro días.
Escogió el cuatro porque era el número sagrado y porque necesitaba tiempo para recordar. Había sido alumno en este sacrificio, pero no maestro.
—Vuelve dentro de cuatro días —le ordenó.
Durante aquellas jornadas, estuvo haciendo un esfuerzo de memoria y rezando para que volvieran, aunque solo fuera en parte, su antiguo vigor y su firmeza, para lo que ayunó durante un día entero. Su nieta murmuró y se inquietó, por lo que salió de la tienda para buscar sopa, ya que decía que estaba enfermo y que no podía comer.
—Enviaré a uno de los chicos para que se lo diga a la enfermera de la agencia —decidió ella, pero él rechazó su iniciativa.
—Estaré bien mañana —le prometió.
Tenía miedo, no solo de olvidarse de algo importante o de que su mano flojease, sino de que alguien averiguase a qué se dedicaban y tratara de impedirlo. Siempre se colaba algún metomentodo. Durante años, la vieja religión había sido puesta fuera de la ley por el gobierno de Washington. Durante años, nadie se atrevió a montar una tienda de medicina cuando la hierba estaba alta en verano, por lo que aquellos tiempos pasaron sin la antigua y cuidadosa ceremonia de oración y pintura y reverencia que traía nueva vida a la tribu y honor al que levantaba el tipi.
Esto ya no era cierto, pues, durante la Segunda Guerra Mundial. Cada año la tienda de la medicina se levantaba por alguien que se lo podía permitir y que quería dar gracias por algo. Quizá su niño se había puesto malo y ya estaba bien. El hombre que la alzaba, había aprendido el ritual y se lo podía enseñar a otra persona. Por lo tanto, no todo estaba perdido, aunque algunas cosas hubiesen cambiado o estuvieran olvidadas. Por ejemplo, era muy difícil encontrar una calavera de búfalo para usarla en la ceremonia.
Los rancheros blancos y sus huéspedes iban en julio a la reserva para contemplar cómo se erigía la tienda y ver los trajes de oración que se agitaban desde el nido del Pájaro del Trueno[30] y Charley tomaba parte en esas ceremonias. Los blancos aprobaban vagamente el que los indios mantuvieran sus propias y pintorescas tradiciones.
Pero la tienda de medicina y la danza del sol eran ceremonias públicas. Colgar del poste, como Joe Lobo Andante quería hacer, era un sufrimiento privado.
Había pasado mucho tiempo desde que un joven deseara pender del poste. No quedaba nadie en la tribu, con la excepción de Charley Lockjaw, que pudiera iniciar a un discípulo en la ceremonia. Nadie la podía enseñar, salvo un hombre que la hubiera soportado. Y solo Charley tenía en su pecho marchito las marcas nudosas de aquella prueba.
Ahora que Joe iba a hacerlo, Charley no podía guardar algo tan grande solo para él. Un hombre que sufría en el poste ganaba honor… ¿Pero cómo podía acreditarse si nadie sabía lo que había hecho?
Al amanecer del cuarto día, Joe y Charley cabalgaron muy lejos, a un lugar seguro entre los acantilados de arenisca.
Entonces, Charley se estremeció de terror y negó a sus dioses.
—No estés demasiado seguro acerca de este asunto —le dijo a Joe—. Quizá los espíritus no escuchen tu voz o la mía. Quizás estén todos muertos y ya no escuchen nada. Quizá se hayan muerto de hambre.
—Lo haré de todas formas —contestó Joe Lobo Andante—. Tom Mano Pequeña está malherido y es mi amigo. Haré este sacrificio porque quizá le ayude a ponerse bien. De todas maneras, conoceré lo que es estar herido. No he ido a la guerra.
Charley cavó un hoyo para plantar el poste. Le explicó a Joe cómo colocarlo y atarle una reata. Y durante todo ese tiempo estuvo pensando en los días de antaño. No podía recordar nada del dolor, pero sí su voz fuerte gritando las plegarias mientras se daba tirones contra la correa de piel. Él no se había encogido cuando el cuchillo hizo sus cortes o cuando la tira se sujetó con broquetas en su carne, lo que provocaba que fluyera la sangre.
—Hice esto para cumplir un voto —dijo él—. Mi esposa, Mujer Que Ríe, mi primera esposa, estaba muy enferma y yo le prometí este sacrificio. El niño murió, porque era invierno y los soldados blancos perseguían a nuestra gente entre la nieve, en medio de un frío atroz. Mucha gente murió. Pero Mujer Que Ríe vivió, y en primavera cumplí con mi voto.
Había hecho que Joe preparase un lecho de salvia blanca. Cuando todo estuvo dispuesto, Joe dijo:
—Sujétalos en mi espalda, no quiero ver nada.
—Arrodíllate en la salvia —le ordenó Charley.
Volvió sus nudosas manos todo lo firmes que pudo y atravesó la piel del hombro derecho de Joe. Profundizó a través de la parte abierta con un cuchillo afilado, y el brillo de la sangre se extendió por la piel oscura. Por la zona que había ahondado introdujo una broqueta de madera de tres pulgadas de largo. Joe no se movió ni se quejó. De rodillas sobre el lecho de salvia, con la cabeza gacha, estaba tan callado como una piedra.
Charley puso otra broqueta bajo la piel del hombro izquierdo, y sobre cada broqueta ató un nudo de cuero, con el que lo sujetó a la reata que colgaba del poste. Las broquetas no podían quitarse de la misma forma en que se habían puesto.
Puso a Joe en pie y le hizo inclinarse hacia delante para comprobar que la cuerda estaba firme y que, incluso, tiraba. Joe caminó un cuarto de círculo en cuatro ocasiones hacia la derecha y vuelta, agitando hacia adelante con fuerza, empujando contra la reata, para tratar de arrancar las broquetas. Luego, caminó cuatro veces hacia la izquierda, con la sangre corriendo espalda abajo.
Charley dejó la pipa de piedra roja y le dijo:
—Tres veces antes de que se ponga el sol, tienes que detenerte y fumar durante un rato.
Su corazón rebosaba con el dolor de Joe. Le dolía con cariño y orgullo.
—Rómpelas si puedes —le urgió—, pero si no, no has cometido nada malo. Si no puedes romperlas, yo las cortaré cuando el sol se ponga. Nadie podrá quitarte el honor.
—No lo hago para tener honor. Lo estoy haciendo para que Tom Mano Pequeña se ponga bueno de nuevo —dijo Joe.
De vuelta en el asentamiento, les contó a unas personas de fiar, a unos hombres religiosos, lo que estaba pasando en los acantilados de arenisca. Ellos le dijeron que sus corazones estaban con Joe, y Charley supo que Joe disfrutaría de honor entre su gente.
Cuando regresó al poste durante el crepúsculo, Joe estaba aún caminando y tirando de la reata.
—¿Has tenido un sueño? —le preguntó Charley.
—Vi a Tom Mano Pequeña cabalgando sobre un caballo —contestó Joe.
—Lo que un hombre sueña mientras cuelga del poste —le dijo Charley—, sin duda se convertirá en realidad. Yo me vi con trenzas blancas y finas, y he vivido para ser un anciano en lugar de haber muerto en combate.
Sacó su cuchillo y le ordenó:
—Arrodíllate.
Cortó un pequeño trozo de piel del hombro derecho y del izquierdo, liberó las broquetas y dejó los trozos de piel sanguinolenta en el suelo como ofrenda.
Tocó el brazo de Joe con suavidad.
—Se acabó —le dijo.
Joe permaneció en pie, no sin exhalar un profundo suspiro que demostraba su alivio por el final de su padecimiento.
Charley, entonces, hizo una innovación. Vendó las heridas de la mejor manera que pudo, con gasas limpias y esparadrapo de la tienda de los blancos. Eran cambios, no formaban parte de la ceremonia, pero vio que algunas novedades resultarían beneficiosas mientras los jóvenes no fueran lo suficientemente fuertes para mantener las antiguas formas.
—Esta noche —dijo Charley— dormirás en mi tienda y nadie te molestará.
En la cama tambaleante de la cabaña de Joe dormían, además, dos o tres niños que podían hacerle daño en sus heridas.
—Ahora —le anunció Charley— voy a darte algo.
De un escondite que estaba detrás de una roca, le trajo una botella de una pinta de whisky todavía medio llena.
—Lamento que no haya más en ella —se disculpó el anciano—. Ahora puedes enseñar el ritual de pender del poste. Solo dos hombres pueden enseñarlo, tú y yo, si alguien quiere aprenderlo.
Ya no será olvidado cuando mi sombra vague por la Ruta Colgante a través de las estrellas.
Pensó que los espíritus podrían haber muerto, pero que los corazones fuertes del pueblo cheyenne seguían latiendo con coraje, con la misma fuerza que el ritmo sostenido de los tambores.
Charley nunca cabalgó en su caballo alazán, pero cuando cumplió tres años Joe lo domó. El caballo lo tiró dos o tres veces, y el anciano graznó de admiración por su espíritu, mientras Joe se levantaba del suelo lanzando juramentos. Joe utilizaba el caballo, pero nunca lo ensilló sin pedirle antes a Charley su permiso.
Algunos de los jóvenes con el pelo cortado no volvieron jamás del ejército, pero los amigos de Joe lo hicieron, con sus uniformes y sus medallas. Tom Mano Pequeña andaba sobre muletas la primera vez que vino a casa. En la segunda, apareció con un bastón. Pero cuando regresó para quedarse, solo necesitaba una férula para la pierna y un zapato especial para el pie herido.
Los tres soldados fueron a la agencia, para exhibirse un poco, y al almacén de los blancos, fuera de la reserva, para comprar tabaco y dar una vuelta. Los rancheros, que iban a por el correo, les estrechaban las manos y los llamaban a cada uno por su nombre.
—¡Me alegra volver a verte, chaval! —les decían—. ¡Es una alegría teneros de vuelta!
—¡Sí! —contestaban los indios con una leve sonrisa.
A los rancheros nunca se les habría ocurrido estrechar sus manos con Joe Lobo Andante. Estuvo allí durante toda la guerra y sus marcas de honor no aparecían en ninguna medalla, sino en las feas cicatrices que se ocultaban bajo su raída camisa.
Después de todo, las chicas tenían una oportunidad de admirar los uniformes; los muchachos sacaban a relucir sus medallas y olvidaban los destartalados tocados de guerra y los arcos que ya nadie tensaba. Como los veteranos blancos, llevaban parte de sus uniformes al trabajo y regresaban para criar ganado o realizar cualquier labor.
Tom Mano Pequeña, el orgulloso jinete, nunca más pudo calzarse sus viejas botas de vaquero, porque se lo impedía la férula de su pierna. Ni siquiera llevaba mocasines, ya que necesitaba un zapato especial. Pero andaba y montaba a caballo, y muy pronto se casó con la hermana de Joe, Jonnie, cuyo nombre cheyenne era Mujer Que Ríe, el mismo que tuvo su bisabuela.
Esto era todo lo que quedaba por contar, excepto que Charley Lockjaw murió el verano pasado. Creía que era centenario, pero su nieta le dijo al agente indio que él siempre había dicho que nació el año en que se firmó cierto tratado con los jefes blancos. El agente sabía cuándo se firmó ese tratado y calculó que Charley debía de tener unos noventa cuando murió.
El funcionario estaba interesado en la historia de los cheyennes, así que preguntó:
—¿Participó Charley en la batalla de Little Big Horn contra Cabello Amarillo[31]?
La nieta de Charley contestó que no lo sabía.
Su descendiente, Joe Lobo Andante, lo sabía, pero no dijo nada. Charley Lockjaw estuvo allí, era un joven guerrero de diecisiete años. Había contado golpes cinco veces entre los guerreras azules del Séptimo de Caballería aquel día de junio en que el general Custer y sus hombres perecieron en la gran victoria de los cheyennes y los sioux. Pero Joe nunca contó todo lo que Charley le había dicho a él.
Cuando Charley murió, le legó su caballo a Joe. Así que este no mentía cuando, después de disparar al hermoso alazán de ochenta dólares sobre la tumba de Charley, se limitaba a responder:
—Era mi caballo.
Los otros tres jóvenes estaban presentes cuando Joe lo mató. Era lo correcto, afirmaban lacónicamente, porque en otro tiempo, cuando un guerrero moría, su mejor caballo se sacrificaba en su honor. Luego, él podría cabalgarlo por la Ruta Colgante hacia el lugar donde habitan las sombras del pueblo cheyenne. El lugar no es el cielo ni el infierno, sino justo igual que la tierra, repleta de búfalos, de caballos y de combates, y de tiendas altas y picudas en las que vivir. Y allí residen todos los que existieron antes. Justo igual que la tierra, tal y como Charley Lockjaw la recordaba en sus años mozos.
Cuando Joe disparó al caballo, los tres jóvenes sacaron sus cuchillos y despellejaron al animal. Lo descuartizaron y se llevaron grandes trozos de carne para sus familias.
Se hizo así debido a que el búfalo ya no trota por la tierra y en las cabañas de mugrientos techos de los cheyennes, el pueblo conquistado, a menudo no hay la comida suficiente para preparar un banquete.