En momentos de angustia piensas en tonterías. Mientras su caballo galopaba, a veces por delante y a veces por detrás de su socio Edwards, a medida que avanzaban en su camino de vuelta al rancho, Priam no pensaba en nada más excepto en llegar allí y en que su caballo no metiera la pata en los agujeros que hacen los perros de la pradera.
Pero cuando llegó cerca de la humeante y medio quemada casa para ver que, al menos, las dos mujeres estaban a salvo en el patio, por su mente pasó un pensamiento inútil: Demasiado tarde. Ahora es demasiado tarde para arreglarlo.
—Todos están a salvo —dijo su socio—, pero Blossom…
Lo correcto era que Edwards pensara primero en Blossom. Era su mujer. Estaba de pie en el patio, delante de la casa de madera todavía humeante, con sus grandes faldas infladas por el viento y sus manos sobre la boca en un gesto dramático que significaba que la mujer del ranchero aguarda a su marido después de una incursión de los indios.
Blossom siempre saldrá bien parada, pensó Priam. Ella tiene ese instinto.
Edwards saltó de la silla y corrió hacia ella. Su silencio helado decía: ya te lo había advertido. Esto es lo que sucede en el Territorio de Montana. Edwards la estrechó entre sus brazos y Blossom se puso a llorar.
Priam miró a los dos chiquitos de los Freese, rubios y silenciosos, que aguardaban como si formasen parte de un cuadro. Permanecían cerca de Laura, vigilantes y alerta, como si pudiesen desaparecer en un instante al igual que los perros de la pradera.
Laura se sentaba sobre un tronco que se hallaba donde estuvo la pila de madera. Observó cómo se acercaba Priam con sus ojos oscuros, inmóvil y silenciosa. Y Dogie[28] Kid esperaba apoyado en un hacha con el mango quemado. Algo había cambiado en él, pero Priam aún no sabía qué. Pensó que no era en su físico, sino algo diferente… una especie de dignidad, de aplomo, que no mostraba antes.
—¿Está todo bien? —preguntó Priam al tiempo que se daba cuenta de que difícilmente podría hacer una pregunta más tonta.
—Todo está bien —informó Dogie Kid sin denotar emoción en su ronca y cambiante voz.
Blossom alzó el rostro hacia el pecho de su marido y sollozó.
—¡Todo es maravilloso! ¡Sí! ¡Todo es perfecto! —y comenzó a reír como una histérica.
—Los indios llegaron la noche anterior a esta —explicó Dogie Kid—. Oí el ruido de sus caballos y tomé a las mujeres y a los niños y los llevé abajo, a la cueva en la orilla del río. Tenía mi cuarenta y cinco, pero no un rifle. Permanecimos allí y salimos esta mañana. Nadie fue herido. Laura se hizo daño en el brazo. Eso es todo. Se cayó cuando venía hacia aquí.
Priam miró a Laura. Ella todavía se sentaba tranquilamente sobre el tronco, mientras dejaba que el brazo reposara sobre su rodilla. Sus ojos estaban cerrados.
Demasiado tarde, se dio cuenta de nuevo. Ella ya nunca volverá aquí. Nunca sabré lo que hubiera deseado, tampoco se lo pregunté. Ahora, no puedo.
—Iba a examinarle el brazo —dijo Dogie Kid a la defensiva—, pero he ido a dar una vuelta alrededor para ver cuánto daño han causado. Han descuartizado a la vaca lechera y los caballos se han escapado. Saquearon la casa… No han dejado nada más que la vieja sartén y el hacha. Cocinaré algunos yuyos del jardín para alimentar a los niños.
Priam asintió con la cabeza.
—Yo examinaré el brazo.
Miró a Dogie Kid. Aún estaba asombrado por su cambio. Ya no es para nada un chico. Ha hecho el trabajo de un hombre, recapacitó.
—Has hecho lo correcto —le felicitó.
Supo a la primera que el chico no necesitaba la felicitación ni la apreciaba. Únicamente hizo lo que un hombre habría intentado en caso de que apareciesen los indios y hubiera mujeres y niños que proteger. Los veló durante dos noches y un día, allá abajo, en la cueva de la ribera, revólver en mano. De ser hallados por los indios, dispararía cuatro tiros hacia el interior de la cueva. El quinto hubiera sido para él, de haber tenido tiempo para ello. Los indios no encontraron la cueva y todos quedaron a salvo. Kid no iba a volver a ser un chico nunca más. Y eso era todo.
Edwards acarició con cariño el brazo de Blossom y avanzó hacia Priam con un aspecto sombrío.
—Esto es el fin —anunció—. Me da igual lo que hagamos con el ganado o con el rancho. Me voy a llevar a mi mujer y a Laura de vuelta a Pennsylvania.
—Supongo que no intentarás mudarte en un minuto —dijo Priam intentando contener su enfado—. Aquí estamos siete personas con dos caballos reventados y un carromato hecho cenizas.
Su propia montura permanecía con la cabeza gacha y ni siquiera pastaba. La zamarra de piel de venado de Edwards se arrugaba para desprender el sudor.
—Quita las sillas y descincha a los caballos. Es todo lo que nos queda —le dijo a Dogie Kid.
Priam se sentó en el tronco, junto a Laura, como si tuvieran todo el tiempo del mundo. Tenía el brazo roto, probablemente, y seguir esperando no sería de ninguna ayuda, aunque armar un jaleo tampoco la curaría.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Ella abrió sus ojos y casi sonrió.
—Estamos sanos y salvos, gracias —respondió—. Estábamos preocupadas por vosotros.
—Vimos pasar a un montón de indios a toda prisa cuando estábamos en una loma. Vinimos a casa con un mal presentimiento.
Le tocó el brazo con el pulgar y el índice, y ella dio un respingo. Tenía una hinchazón de mal aspecto y un bulto indicaba que el hueso estaba roto.
—Nos llevará tres días llegar hasta Miles —dijo Priam—, aunque dispongamos de un carromato y una yunta. Podemos verlo después de que descansen los caballos. Lo mejor será tratar ese brazo ahora. Así viajarás mejor.
Lanzó un fuerte y lento suspiro.
—Haré lo que tú digas —concedió ella—, pero mantén a los niños lejos de aquí. No quiero que me vean.
Dogie Kid depositó con cuidado una silla en el suelo y señaló:
—Me llevo a los chicos a la cabaña. Puede que encuentren algo que los indios se hayan dejado.
Se los llevó de la mano y desapareció.
Dogie Kid no habría hecho eso unos días antes. Priam se dio cuenta de ello. Lo hizo porque ya no era para nada un niño.
—Lo que voy a intentar —le dijo Priam con dulzura a Laura— es estirar el brazo y sujetarlo con unas varas que hagan de cabestrillo. Iré a ver si encuentro algo que me sirva para esta tarea.
—Te esperaré —respondió Laura.
Él pensó que le iba a dar un ataque de histeria… sus labios se habían curvado en una inquietante sonrisa, pero cerró los ojos y se mantuvo sentada.
De las paredes de la cabaña, extrajo algunas finas varas de madera que habían servido para rellenar los huecos entre los troncos. Estaban quemadas, pero aún se podían trabajar y darles forma. Fue a la casa en busca de algo que pudiera servir como vendaje. Blossom estaba allí, en medio de las volutas de humo apestoso, contemplando las ruinas. Nada quedaba que fuera de utilidad. Los indios se entregaron a una orgía de destrucción.
—Mi mantel de lino —susurraba Blossom—. Hasta eso. Incluso mi traje de novia.
Priam recogió los restos de tejidos chamuscados.
—Estos me servirán de vendajes, gracias —dijo él.
Blossom lo contempló como si fuera un chiflado. Pero eso no era nada nuevo.
Edwards le ayudó con el brazo, manteniéndolo sujeto mientras Priam aplicaba los vendajes a las varas. Cuando acabó, el sudor les corría por la cara. Había lágrimas en las mejillas de Laura, pero solo lloró en un par de ocasiones.
—¡Vienen jinetes! —gruñó Edwards de repente. Y fue a por su silla a recoger el rifle.
Priam oteó la pradera y respondió:
—Son blancos. Ahora nos prestarán alguna ayuda.
Dogie Kid salió corriendo de la cabaña, llevaba en brazos al benjamín de los Freese y arrastraba al otro de la mano. Aguzó la vista, pero no vio nada. Priam se dio cuenta de que Kid no podía ver muy bien. Después de dos días de alerta y vigilia en la cueva, no podía con su alma.
—Ve y encuentra un lugar en el que puedas echar un sueño —le aconsejó Priam, pero Dogie Kid se negó con un movimiento de cabeza.
Buck Rangoon, un ranchero viudo que vivía torrente abajo, vino junto con sus dos hijos adultos. Al bajarse de la silla dijo:
—El cocinero escuchó pasar a un grupo de indios ayer noche. Estábamos acampados abajo, en la pradera del heno. No llegamos a casa hasta esta mañana. Pensamos que era mejor ver lo que pasaba aquí.
—Edwards y yo llevábamos una semana fuera, a la busca de caballos —le explicó Priam—. Los vimos esta mañana… Todo se ha acabado. Laura se rompió un brazo, pero nadie más ha resultado herido. ¿Le sobra a usted un carromato y una yunta para llevarles a Miles?
Buck se dirigió hacia su hijo mayor.
—Haz un paquete con algo de comida y mantas —le ordenó.
El joven giró su potro y se encaminó hacia la ruta por la que habían venido.
Las pobladas cejas de Buck se alzaron.
—Estos son los niños de Freese, ¿qué hacen aquí?
—Su padre y su madre se fueron a Miles hace tres días. A tener otro niño. Los dejaron aquí para que los cuidásemos. Deberíamos marcharnos de aquí pronto. Las noticias corren y ellos se preocuparán.
Buck miró lo que le rodeaba: la casa en ruinas, el destrozo de las cuadras y del carromato.
—¿Vais a empezar de nuevo? —les preguntó. Priam se encogió de hombros.
—Pregunte a mi socio. Él puso el dinero. Yo solo aporté mis conocimientos de ganadería.
Se acercó a Laura, que lo estaba observando.
—Iremos a Miles City tan pronto como tengamos aquí la yunta y el carromato —le dijo Buck.
—Gracias —contestó Laura con educación y empezó a sonreír a algo que estaba por detrás de él—. Mira —dijo ella—, Dogie Kid ha estado buscando alimentos y ha encontrado un pollo para cenar. Verdaderamente ha cuidado muy bien de nosotras. Es un hombre de fiar.
Priam se volvió para ver a Kid, que iba bamboleándose hacia él. Llevaba una gallina moteada sujeta por las patas.
—Eso es algo que nadie había dicho antes de él —comentó Priam.
—Nos protegió de forma excelente —terció con amargura Blossom—. No tuvimos agua potable durante veinticuatro horas, con el río a menos de diez pies de nosotros. Cuando le propuse que me arrastraría hasta allí, amenazó con dispararme.
—Si hubiesen visto a uno —explicó Priam con paciencia— os habrían atrapado a todos. Kid corrió un riesgo infernal al ir por agua cuando lo hizo.
Se imaginó las historietas que contaría Blossom cuando volviera a Pennsylvania, haciendo de valiente mujercita de ojos brillantes que ha atravesado incontables peligros con una sonrisa en los labios. Diría: «Apenas cinco años después de que la tropa de Custer fuera masacrada, nosotros fuimos al Territorio de Montana. Mi marido se implicó en el negocio del ganado. Junto a un hombre llamado Priam King. Por supuesto, yo, ante todo, quería estar junto a mi marido».
Priam pensaba que una mujer puede ser el infierno para un hombre, o quizás el paraíso, pero no había forma de adivinarlo. Cuando él y Edwards andaban juntos, tratando de construir la cabaña de troncos y comenzando con el negocio del ganado, habían imaginado cómo serían las cosas en el momento en que Blossom apareciese. Edwards se había temido algo, pero no lo bastante, ni por aproximación.
—Será una vida dura para una mujer —reconocía Edwards—, pero ella arde en deseos de venir. Blossom es una chica muy valiente.
—Otras mujeres considerarían que hace lo correcto —dijo Priam para animarlo.
La palabra valiente nunca le resultó atractiva. Le dejaba un mal sabor de boca. Por poner un ejemplo: un valiente era un indio, y uno nunca sabía a qué atenerse con ellos. De repente se enfadan y su reacción es inimaginable, salvo que será algo malo. Entre los blancos, valiente no es un término adecuado. Se hace lo que se tiene que hacer y no hay más que hablar.
Al principio Blossom lo pasó bien: canturreaba y estaba alegre. Le gustaba cabalgar, pero no a solas. No sabía cocinar, pero encontró muy divertido que fueran los hombres los que la enseñasen. Antes se enfadaba más por un macizo de flores salvajes sobre la mesa que por barrer el barro seco del suelo. Le importaba más contar una bonita historia sobre un mapache que tener la comida a su hora. Sus labios temblaban cuando decía que no le gustaba estar sola.
—¡Pero nunca te dejaremos a solas! —le recordaba Priam indignado—. Haremos una norma de esto. Siempre estará uno de nosotros cerca de aquí, a menos de media milla como muy lejos.
Al principio tuvieron con ellos a un peón llamado Isaacs. Cuando se fue, Priam recogió al chico en Miles City, le dio los honorarios de un adulto y le llamó Dogie Kid, porque no tenía hogar ni familia. Kid vino desde Texas con los conductores de un rebaño que seguía la cañada y entre los que ejerció de inútil redomado. Edwards compró algunas reses de ese rebaño que se dirigía hacia el norte. Cuando Priam vio a Dogie Kid por segunda vez, el chico había sido arrojado de un salón en Miles City y disputaba por volver a entrar y para que se garantizase su derecho a permanecer allí.
Priam agarró al muchacho, al que mantuvo a la distancia de un brazo sujetándolo con una mano mientras le miraba con los ojos semicerrados:
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó.
El chico luchaba por liberarse.
—Catorce, trece… No lo sé. ¿Y a ti que te importa? Yo hago el trabajo de un hombre y vengo de Texas.
—Un hombre se puede librar de mí si quiere —le advirtió Priam—. ¿Por qué tú no puedes?
El muchacho lo miró con semblante siniestro.
—Pues solo porque no soy lo suficientemente grande —farfulló entre dientes. Si una cosa se puede decir en favor de Dogie Kid es que era sincero.
—Vendrás a trabajar para mi socio y para mí —le sugirió Priam—, hasta que hayas crecido. Jornal de hombre. Y trabajo de hombres.
—¡Trato hecho! —respondió el muchacho con un entusiasmo repentino.
Blossom le detestó desde el principio. Era el único varón en cien millas a la redonda que nunca la halagaba. Incluso Priam la piropeaba de vez en cuando, en los primeros tiempos. Dogie Kid actuaba como si ella no existiese.
En primavera, cuando hizo un año que Blossom había salido de casa, se trajo a su prima Laura de visita, para que le hiciera compañía. Laura era morena, lista y tranquila. De ella nunca eran de esperar grandes expansiones sentimentales. La primera vez que cortó la cabeza de un pollo, se sentó de golpe sobre un tronco y ocultó el rostro para no ver al ave tambalearse mientras se moría. Luego, desplumó al pollo y se metió rápidamente dentro de la casa con él. Priam esperó para escuchar lo que tenía que decir sobre eso, pero ella nunca contó nada.
Laura llegó con la primavera y se suponía que debía marcharse antes de que llegaran las nieves. Dos veces la llevó Priam a dar largas cabalgadas por la pradera y, aunque ella no hablaba mucho, sus ojos brillaban y sonreía la mayor parte del tiempo. Era muy duro separarla de su prima, pues Blossom hizo ver con toda claridad que necesitaba la compañía de Laura, incluso cuando decía: «Sí, ve a cabalgar, querida. Me parece perfectamente bien. He estado tanto tiempo sola que ya no me importa, Y cuando vuelvas a casa, estaré sola de nuevo».
Priam se preguntaba cómo se sentía Edwards cuando su mujer afirmaba que él no era nadie o que estaba ausente, pero su socio nunca habló de ello. Se volvió más delgado y más adusto, eso fue todo.
—Debería haberme quedado allá, en el Este —le dijo una vez a Priam.
—Cuando cabalgaba a sueldo de alguien, no me sentía cómodo —le respondió este.
Y ahora estaban a punto de abandonar el negocio ganadero de golpe, a punto de caer en la mendicidad. Edwards vendería el ganado, sobre eso no cabían dudas. Blossom había vencido y volverían a casa. Los labios de Priam se retorcieron en una cínica sonrisa al pensar que los indios ganaron la batalla de Blossom.
Escuchó la pregunta de Blossom:
—¿Cuándo vendrán la yunta y el carromato? ¿Cuánto tiempo tendremos que esperar?
—Antes de la puesta del sol —respondió Edwards con resignación—. Podremos avanzar un par de millas hacia la ciudad antes de que oscurezca por completo si estamos listos para salir.
—Estamos listos —dijo Blossom con amargura—. No tenemos que hacer equipaje. No nos ha quedado nada que empaquetar.
Dogie Kid asaba su pollo sobre una fogata que había levantado en el patio. El horno que transportaron para Blossom a un gran coste yacía desportillado y cojo dentro de la casa en ruinas. Los dos chicos de los Freese se sentaron en el suelo y contemplaron a Kid. Aquella visión ofendió de pronto a Priam.
—Alguien debería lavar a esos niños —indicó—. Estar tan sucio debe de ser muy malo.
Blossom miró a Laura y, luego, con aire de mártir, se ofreció.
—Yo lo haré. Con agua fría. Sin jabón y sin toalla. Encima de que se comportan como cachorros de coyote.
Tomó a cada uno por una mano y se los llevó hasta el río.
Cuando Blossom ya no podía escuchar, Laura dijo de pronto:
—Es cierto, son unos salvajes. ¿Pero qué otra cosa podrían ser? ¿Y qué importa eso de todos modos?
—Nada importa mucho —rezongó Priam—. ¿Cómo está tu brazo?
Ella le miró e inclinó la cabeza a un lado.
—¿Cómo crees? —le respondió.
¿Por qué coqueteas?, estuvo a punto de decirle. Creo que no te había interesado nada que te cortejara mientras hubo una oportunidad para ello. ¿Desde cuándo tuvo Priam King una baza ganadora que no se atrevió a apostar? Pero ahora todo llega demasiado tarde.
—¿Cuánto tiempo nos llevará ir a Miles City? —preguntó por si acaso Laura.
—Tres días, dada la velocidad a la que viajamos… y si estamos de suerte. Será un viaje duro para ti.
Priam parpadeó. Tres días. Era demasiado tarde para todo… Pero aún quedaban tres días.
Comprendió que ella nunca había conocido las ventajas que tenía vivir allí. Solo tuvo la oportunidad de conocer lo malo. Se preguntaba qué contaría de la vida en el Territorio una vez que estuviera de regreso en Pennsylvania.
Veremos si tiene algo que decir, concluyó Priam. Dentro de treinta años, ella le contará a sus nietos: «Cuando era joven, un hombre llamado Priam King me cortejó».
Cubrieron siete u ocho millas antes de que la oscuridad fuese completa. Los caballos de Priam y de Edwards estaban demasiado agitados como para llevarlos más lejos. Dogie Kid, con una silla prestada sobre un caballo también prestado que el hijo de Buck Rangoon había traído con la yunta, cabalgaba con la barbilla sobre el pecho y dormido durante la mayor parte del trayecto.
En una ocasión, Edwards le preguntó a Blossom si estaba cómoda sentada en el lecho del carromato. Estuvo brillante y osada en su respuesta:
—Estoy bien, querido. Es una pena que Laura tenga que dirigir el carromato desde el asiento.
Dogie Kid espabiló lo necesario como para desensillar su caballo, ir dando tumbos por el camino y envolverse en una manta. Podría haber conducido el carromato, pero una rabia fría le invadió cuando Edwards se lo sugirió.
—Yo, que he hecho la cañada de Texas, no subiré en ningún carromato —soltó Kid.
Priam elaboró para Laura el mejor lecho que pudo con césped y hierba escardada.
—No creo que puedas dormir muy bien —le comentó—. Te duele el brazo, ¿no es así?
Laura asintió.
—Nunca he dormido en el campo —dijo ella—. Si no puedo dormir, contemplaré las estrellas fugaces y escucharé a los coyotes.
—Puedes escucharme a mí también, si lo deseas —le sugirió con atrevimiento Priam—. Estaré de guardia en la primera parte de la noche.
Pero incluso cuando los demás guardaban silencio y el fuego se extinguía y ya nada podía interferir con su cortejo, no sabía cómo actuar. Se sentó a su lado con la manta, tratando de decir algo.
Finalmente, Laura bostezó.
—Tengo sueño —dijo—. De verdad que nos pusimos muy contentas al veros llegar hoy —añadió.
Después, lo único que supo Priam es que ella se fue a dormir.
El segundo día fue como el primero, salvo que a Dogie Kid se lo llevaban los demonios. Durante el desayuno le entregó su taza de latón a Laura.
—¡Prueba esto! —le ordenó.
Ella lo hizo.
—No está mal, es lo que te puedo decir.
Él bebió de la taza y la observó con ojos juguetones.
—Solo quería que me lo endulzaran un poco —le dijo a ella sonriendo.
—¡Eh! —exclamó Priam.
—¿A qué viene esto, Robert? —preguntó Laura, no muy severa.
Priam miró a Kid con cara de pocos amigos. ¿Y cómo demonios sabe cuál es su nombre de verdad? Yo nunca lo supe y tampoco me preocupé por ello.
—Esta noche haré la primera guardia —se ofreció Dogie Kid con ademán serio.
—No lo harás. Te ocuparás del segundo turno —le informó Priam.
Kid no respondió. Se limitó a sonreír, como si quisiera decir: aquí tienes un rival.
Aquella noche, Kid se fue dócilmente a la cama, sin ninguna discusión sobre las rondas. Priam, que se había pasado todo el día pensando en cosas de las que hablar con Laura, se quedó con la mente en blanco. Pero Laura sí tenía de qué charlar.
—Cuéntame algo sobre ti —le dijo evocadora.
Él no podía pensar en nada que fuese a la vez apropiado e interesante.
—Bueno, he trabajado para muchas cuadrillas. Subí desde Texas con el ganado por la cañada hace tres años. Me encontré con Edwards y decidimos ser rancheros.
Ella resopló.
—No me hables de eso. Cuéntame… Oh, cuéntame cómo eras de pequeño.
—Me escapé de mi casa en Kansas a los quince años. Yo era como —confesó tratando de ser sincero—… algo parecido a Dogie Kid, supongo.
—Eso pensaba yo —dijo ella con satisfacción—. ¡Eso es lo que yo he pensado siempre!
Ahora que todo está echado a perder, ¿a quién le interesa conocer a un hombre que fue de chico un niño como ese?, pensó Priam.
—Pareces entenderlo —añadió Laura con un bostezo—. Tengo sueño… Creo que Dogie Kid será muy simpático cuando sea algo mayor —prosiguió con voz sofocada.
—¡Válgame Dios! —dijo Priam, y se la quedó mirando fijamente, pero sus ojos estaban cerrados.
Se sintió desconcertado y se puso a echar más leña al fuego.
A la mañana siguiente, mientras tomaban el desayuno, Blossom recalcó con gentileza:
—Creo, Laura, que no duermes lo suficiente. Hablas hasta muy tarde. Eso no me molesta, pero pienso que necesitas más reposo.
—Trata de dormir alguna vez con un brazo en cabestrillo —le respondió con sorprendente insolencia Laura. Blossom se sintió herida.
La última noche la pasaron en un rancho del camino, excepto Buck Rangoon, que cabalgó hasta Miles City para notificar el ataque indio e informar a los Freese de que sus niños estaban bien. La señora Hoke, en el rancho, una mujer cordial y saludable, tan ancha como alta, les acogió con entusiasmo.
—No tenemos sino las dos habitaciones —se disculpó—. El señor y la señora Edwards tendrán sus lechos en la habitación de enfrente, y el señor y la señora King pueden ocupar mi habitación, pues veo que la señora tiene un brazo roto. Yo dormiré en un jergón.
Priam parpadeó y esperó a que Laura hablase. Ella le sonrió como si fuera una esposa dócil. No dijo una palabra. Él sintió que la garganta le ardía al confesar apresuradamente:
—No estamos casados, esta es la señorita Laura Bellman, la prima de la señora Edwards.
La señora Hoke se rio con jovialidad.
—¡Esta sí que es buena! Era usted tan solícito con ella al sacarla del carromato, y al tiempo tan mandón, que pensé que eran unos recién casados.
—Usted decidirá cómo duermen las mujeres. Yo me iré al granero, a dormir con los hombres.
Llegaron a Miles City alrededor del mediodía de la jornada siguiente y devolvieron a los niños a su angustiado padre. Este tomó a cada uno de una mano y les dijo:
—Desde hace dos horas tenéis un nuevo hermano. Vuestra madre no hace más que preguntar si ya habéis llegado.
Laura no quiso que Priam la acompañara a la consulta del doctor, así que se dio un paseo para buscar a Dogie Kid, que había desaparecido en el mismo instante en que alcanzaron la ciudad.
Si alguien quiere lanzarle fuera del salón, se dijo Priam, dejaré que rebote en el suelo.
Pero encontró a Kid en el barbero, con el rostro enjabonado y listo para afeitar.
—No creo que tenga mucha necesidad de ello, ¿no cree? —le comentó Priam al barbero.
El barbero suspiró.
—Es lo que yo le dije, pero es su cara y su dinero.
—Eso es lo que yo le contesté al barbero —afirmó Dogie Kid.
Priam se acomodó en la segunda silla. Necesitaba un buen rapado, la melena casi le llegaba hasta los hombros.
Después, sin sorpresa para nadie, marcharon codo con codo hasta el salón que una vez fue el Waterloo de Kid. Media docena de hombres los saludaron y les preguntaron por la incursión.
Si Kid se pasa de listo, pensó Priam, yo mismo lo pondré en su lugar.
Pero Kid no lo hizo.
—Llevé a los niños a una cueva que estaba abajo, en la ribera. No podía hacer nada más —contestó de manera despreocupada a una pregunta.
Las noticias del ataque de los indios habían llegado a la ciudad el día anterior, rodando como una bola de nieve, y los soldados del fuerte habían salido a por los indios.
—El sheriff partió antes con un pelotón —dijo un veterano de grandes patillas—. Así, los soldados se sentirán completamente a salvo.
—¿Pegaste algún tiro, Kid? —le preguntó algún curioso.
—No. Me pasé la mayor parte del tiempo apuntando con el revólver a las mujeres y a los niños para tenerlos quietos. Una de las mujeres se puso insoportable.
—¿Y qué quieres hacer ahora? —le interrogó un hombre barbado y de ropajes polvorientos.
—Buscar otro empleo —contestó Kid.
—Ya has encontrado uno —repuso el hombre—: Está al norte, a dos días a caballo. Marchamos mañana por la mañana. Tengo caballos de sobra en el establo municipal y te conseguiré una silla.
—Iré con usted —decidió el chico.
Priam pensó: Probablemente no volveré a verle, ni sabré que ha sido de él. Tengo que ir hacia el sur. Para su sorpresa, se dio cuenta de que estaba triste por no volver a ver a Dogie Kid.
—Yo invito —dijo el hombre de la barba.
Priam le detuvo.
—No, yo invito —le corrigió.
—No puedo decir que te haya visto nunca tomando un trago, Priam. ¿No es esta una buena ocasión? —le indicó el camarero, que se hallaba muy ocupado.
—Por supuesto —respondió con brevedad Priam, que contemplaba a Dogie Kid—. Supongo que uno no impedirá que crezcas —admitió. Kid sonrió.
Priam le esbozó una media sonrisa a través del vaso. Pensó que aquello era lo más parecido a un examen de graduación escolar que iba a conocer el muchacho. No se iba a preocupar más por Dogie Kid.
—Aquí has tenido suerte —dijo Priam con pocas palabras.
—Necesitas que la tenga peor —le contestó Kid aviesamente.
Cuando se separaron en la calle, el muchacho se aclaró la garganta y le dijo:
—Laura le ha hecho un pastel de manzana hace un rato. Lo puso en el cobertizo de las sillas para que lo encontraras —carraspeó otra vez—, pero yo lo encontré primero.
Y riéndose, se marchó agachándose por una esquina.
En el hotel, Blossom le informó de que Laura estaba acostada y que no debía molestarla.
—Esperaré aquí, en el pasillo —dijo Priam mirando a los ojos de Blossom—. Calculo que tendrá que salir tarde o temprano. Blossom aceptó el desafío.
—Priam, tú no deberías malgastar tu tiempo —le advirtió Blossom con simpatía.
—No lo malgasto —respondió—. Si algo me sobra entre todas las cosas, es tiempo.
Se sentó a fumar un cigarro y a leer los periódicos. Pasaron dos y tres horas.
Dogie Kid irrumpió en el hotel con el sombrero echado para atrás.
—La cuadrilla sale esta noche y no mañana —informó el muchacho—. Quiero decirle adiós a Laura, ¿dónde está?
—Arriba, con ella está Blossom con la escopeta cargada —contestó Priam alzando la cabeza.
—¡Demonios! ¡A mí no me asusta Blossom! —Kid le miró y empezó a sonreír.
Antes de que Priam le pudiese parar, empezó a dar gritos:
—¡Laura! ¡Sal fuera antes de que te saque a empujones!
El recepcionista comenzó a agitar las manos y Priam se puso en pie de un bote.
—¿Estás borracho? —le abroncó Priam.
—No —contestó el muchacho—. Solo decidido… ¡Laura! ¿Vienes?
Las quejumbrosas advertencias de Blossom se oían escaleras abajo, junto con las risas de Laura. Esta, con el brazo sujeto por un limpio cabestrillo que le había hecho el doctor, descendió por las escaleras.
—He venido para decirte adiós —anunció Dogie Kid.
Laura frunció las cejas, pero no consiguió parecer severa.
—¿Y siempre lo haces dando gritos a pleno pulmón?
—Yo lo hago así —explicó el chico.
Puso un brazo en la cintura de Laura, le echó la cabeza atrás y la besó en los labios. Luego se fue riendo.
—¡Dios mío! —exclamó Laura.
—¿Quieres que le sacuda? —preguntó Priam—. Puedo atraparlo.
—No, querido mío —respondió Laura—. ¿No ves por qué lo ha hecho? Es un hombre que se va y solo ha besado a una chica para despedirse, eso es todo.
—Si no te ha ofendido, no hay necesidad de que le reclame —dijo Priam muy rígido. La miró y se sintió muy mal de pronto, pues ella iba a marcharse—. Si no te encuentras demasiado mal, me sentiría halagado si vinieses a cenar conmigo o a dar un paseo… o a lo que sea —le sugirió a Laura.
Pasearon por un soto de álamos con Priam dándole vueltas a si debería tomarla del brazo o no. Reflexionó sobre la verdad que había en el dicho de que los vaqueros solo temen dos cosas: el ir a pie y las mujeres decentes.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó todo serio.
Ella no respondió a eso.
—El doctor me dijo que redujiste muy bien la fractura.
—Tengo práctica —contestó Priam—. Y más en aquello que quiero.
Cuando puso su pañuelo del cuello sobre un tronco para proteger su vestido, ella se rio.
—No me he quitado este vestido desde que fuimos a la cueva —le recordó a Priam—, posiblemente ya nada puede dañarlo. Blossom anda en tratos con una señora de la ciudad para que nos hagan un vestido a cada una para el viaje.
—Supongo que este lo colgarás de una percha y se lo enseñarás a tus nietos para contarles qué clase de cosas te pasaron en Montana —le sugirió Priam.
Ella se alisó la falda sucia de tierra y arrugada.
—No necesito que ningún traje me lo recuerde.
—¿Qué es lo que vas a recordar, Laura? —le preguntó él.
—Todo —respondió ella—. A ti también, por supuesto.
Alzó la mirada para contemplar con gran interés el fragor de las hojas de los árboles.
—¿Cómo me recordarás? Supongo que como un vaquero que abarcó más de lo que podía apretar y se volvió a Texas a trabajar para un patrón.
—Recordaré el aspecto que tenías al bajarte de la silla allí, en el patio, contándonos a todos para ver si estábamos a salvo —entonces ella se rio—. Parecías como si pudieras comer indios para desayunar.
Priam no podía adivinar si ella tenía alguna consideración por un hombre con esas pintas, de modo que decidió no preguntar.
—Los vaqueros no se casan, ¿verdad? —le preguntó de pronto Laura.
¿Cómo podrían hacerlo? Pasan de una cuadrilla a otra, así no se puede formar un hogar para una mujer. El hombre que dispone de su propia cuadrilla, ese sí que se lo puede pensar. En caso de que encuentre una mujer. Este era el momento de decirle a ella que él podía hacer eso y mucho más.
—Si yo hubiese tenido mi ganado, Laura —dijo con una voz que le resultaba desconocida—, podría… Bueno, todo podría haber sido diferente, pero el dinero era de Edwards.
—La mayor parte era de Blossom —le corrigió ella con calma—. Yo heredé la misma cantidad de mi abuelo que ella, y me preguntaba qué podría hacer con él.
Priam la miró con la boca abierta. Ella volvió la vista con inocencia hacia atrás.
—¿A pesar de todo? —preguntó escéptico—. ¿A pesar de que… la casa está medio quemada?
—La casa está en pie a medias —le corrigió ella.
—Esa es una forma de verlo —reconoció él. La tomó de la mano, carraspeó y comenzó—: Laura…
Ella le tocó con la punta de los dedos un lado de la cabeza.
—Por favor, sonríe un poco, Priam. No es de un funeral de lo que vamos a hablar ahora —le insinuó.
Su sonrisa fue como un disparo que asustó a un mapache que estaba entre los álamos.