Bije Wilcox se apoyaba en un tocón de madera de álamo y observaba, entre divertido y exasperado, el nervioso alboroto que montaba Francis Mason. Bije era un hombre lúgubre, delgado y duro como una tira de tasajo de búfalo. Su pelo y su barba tenían el color de la nieve que se derrite con el Chinook[23]. No estaría completamente tranquilo mientras él permaneciera allí, fumando su pipa… Ningún hombre vivía en tierra india mucho tiempo si paraba en ella para buscar problemas, y Bije ya llevaba cuarenta años.
Con un movimiento espontáneo, volvió la vista atrás, al camino que habían seguido durante dos días de cabalgada hacia el norte, hacia el fuerte del ejército. El peligro podría acudir a su cita desde esa dirección si el mayor suponía que Mason andaba en busca de los cheyennes, pero nada perturbaba la calma de la pradera.
También el peligro podría provenir del sur, del campamento cheyenne que se hallaba en esa dirección, o que por allí andaba una semana antes. Lo bueno de esperar bajo los álamos era que, en caso de peligro, uno podía divisar desde lejos la polvareda.
Bije despreciaba al hombre que le había contratado, el tal Francis Mason de Filadelfia, pero reconocía que el novato tenía valor y resolución. Además de dinero. Durante dos años, aquel ciudadano del Este estuvo buscando a su hermano perdido por todos los puestos mercantiles y destacamentos militares de la frontera.
Francis Mason se sentó para fumar, pero no acabó su pipa. Se levantó y empezó a enredar de nuevo en la disposición de los obsequios que había envuelto en una manta. Movía las carabinas, los vestidos rojos, los abalorios y los cuchillos, de manera que todo se presentase de la forma más atractiva.
—¿Cuándo dijeron que vendrían? —preguntó Mason.
—No dijeron exactamente que vendrían —gruñó Bije Wilcox—. Dijo que quizás, en algún momento, alguien viniera. Si viene —añadió—, traerá un intérprete. Él no habla inglés, solo cheyenne y la lengua de signos.
—Usted habla cheyenne, ¿por qué necesita un intérprete? —arguyó Mason.
Bije se encogió de hombros.
—¿Por qué debería confiar en mí? Soy un hombre blanco.
—¿Cómo podría tratarse de mi hermano Charles? —preguntó Mason escéptico—. Charles era un hombre bien educado. Escribía poesía. El libro verde que está en la manta contiene los poemas que dejó. Los hemos publicado.
—Nunca prometí traer a su hermano a esta cita —le recordó Bije—. El hombre con el que hablé es un jefe guerrero cheyenne.
Después de un instante pensó: Ya te contaré qué es lo que era cuando lo conocí hace treinta años.
El jefe indio estaba haciendo medicina, reflexionó Bije satisfecho, en el otro lado de la colina amarilla desde el mediodía. Por el vuelo de un pájaro supo que allí había algo. Por la delgada línea de humo adivinó que era un fuego de medicina. Era una buena señal el hecho de que las hubiese detectado. Cuando los indios quieren ocultarse, no hay nada que se deje ver.
—La señal que usted dijo que había en su mejilla. La marca grande y roja, como si un hombre hubiese apretado allí con su mano, ¿cuántos hombres así puede haber en el mundo? —preguntó Francis Mason en voz baja.
Solo uno, pensó Bije Wilcox. Y el hombre blanco que la ostentaba la llamaba la marca de Caín.
—Los indios se pintan, ¿sabe? —respondió Bije—. Es su medicina, como la mano roja. Un hombre sube a una colina y se deja morir de hambre allá para obtener una visión, o se deja torturar en un poste para que el sueño le cuente cuál es su medicina… Todo lo que le dije es que le entregué un mensaje a un cheyenne con una mano roja sobre su cara y le prometí regalos si venía aquí a hablar con usted. Y lo hice y me gustaría no tener un solo pelo en la cabeza cuando sus jóvenes guerreros se encuentren con nosotros.
»Él asume un riesgo viniendo hacia aquí sin una escolta de guerreros —le recordó Bije a Mason—, pero nunca me dejaría llevarle a usted cerca del campamento. Protege a su gente.
Bije reflexionó: ¡Y lo que no cabalgaría el mayor para atraparlo aquí! Durante años, el ejército había intentado conseguir que Señal de Medicina se presentara ante ellos y pusiera su firma en un tratado, pero él siempre contestaba con la misma respuesta: una flecha manchada con sangre seca. El ejército todavía buscaba a Señal de Medicina, pero ya no quería ni oír hablar de tratados.
Bije se estiró contra el tocón de álamo, dejando que el tiempo pasara, y alerta porque el delgado hilo de humo se había extinguido y porque notaba que el sol fatigaba sus fatigados ligamentos.
—No vendrá si no se le prometen armas y munición —sentenció Bije—. Los caballos les sobran y lo demás son fruslerías.
Excepto las cosas que ha puesto en la manta, esas le pueden seducir, pensó Bije. Quizá funcionen, quizá sirvan.
¡El hombre astuto de Filadelfia! ¡El vého tejiendo su red! ¿Es una casualidad que en cheyenne vého signifique araña y hombre blanco?
Como si hubiera leído la mente de Bije, el vého dijo:
—Como le prometí, pagaré mil dólares al hombre que me traiga a mi hermano.
Bije gruñó. El vého estaba forrado de oro, lo suficiente como para mantener a un hombre libre de preocupaciones durante largo tiempo. La comodidad era algo en lo que no solía pensar un hombre de las montañas, excepto cuando se daba la ocasión de que la disfrutase. Pero cuando su negocio se extingue con el comercio de pieles y su juventud se esfuma con los años, cuando se resiente de las antiguas heridas y sus flexibles articulaciones se quedan rígidas, ¿qué le pasa entonces a un hombre de las montañas? Al ejército no le interesa albergar en su nómina a un guía demasiado achacoso que no puede cabalgar todo el día ni a un cazador que trae pocas piezas. Pero un hombre capaz de jugarse mil dólares, un hombre que conoce el trato con los indios… Bije empezó a imaginar qué existencias debería almacenar un tratante.
Francis Mason se estremeció y miró hacia la dirección por la que habían venido.
—He estado vigilando —le informó Bije—. Nada hay por ese lado. Pero alguien aparecerá por esa colina amarilla de allá en pocos minutos. Haga el favor de sentarse y de actuar con indiferencia.
Después de unos instantes le indicó:
—Ahí vienen dos indios.
Disparó su rifle al aire y avanzó hacia ellos alejándose de la fogata y gritando en cheyenne:
—¡Bienvenidos, amigos! ¡Bienvenidos!
Aquel disparo al aire, el viejo saludo de paz, carecía de sentido en aquellos tiempos más modernos. Cuando Bije era joven y por todo rifle se tenía un mosquete Hawken, el disparo descargaba el arma y eso significaba buena voluntad. Ahora, disponía de un Henry con cinco cartuchos todavía en el cargador. El saludo no era sino una mentira. Bije se había encontrado con un montón de ellas a lo largo de su vida.
El encuentro en sí era arriesgado, y él no recibía el peligro con el mismo brío que un joven. Pero la aventura merecía la pena. Mason le había pagado por acordar la cita y le pagaría otros mil dólares si podía decirle: «¡Este es el hombre que buscaba!». Además, Bije iba a encontrar la respuesta a un enigma que le había inquietado desde hacía treinta años: en primer lugar, por qué un hombre como Caín había venido al Oeste. En segundo, por qué se había vuelto indio…
Los dos jinetes le saludaron a lo lejos… Un ágil jovencito cheyenne, de unos diecisiete años, y casi desnudo porque aún no tenía las suficientes hazañas para exhibirlas en su atavío de guerrero, y un imponente anciano que exhibía todos los méritos de guerra posibles de alcanzar y que había vivido lo suficiente para adquirirlos.
—Aquí está Señal de Medicina —anunció Bije—. El joven es su tercer hijo, Rige Sus Caballos. Él será el intérprete.
A Mason no se le ocurrió preguntar cómo un joven indio podía saber inglés si nunca había vivido con blancos.
Al contemplar al joven altivo y al apuesto guerrero, Bije sintió un arrebato de envidia: Si hubiera conservado a una mujer, recapacitó, en vez de enviarlas de vuelta a las tiendas de sus padres… La chica soshone, las dos hunkpapas, la crow a la que llamé Sally, incluso aquella Ree que se me acercaba hablándome de la muerte… Si hubiese conservado a alguna de ellas durante más de un invierno, tendría ahora mis propios hijos, que me alimentarían. No tendría necesidad de las monedas de Judas vého.
»Pero las devolví a sus casas y mis hijos, en caso de tener alguno, se marcharon con ellas. Me pregunto cuántos mestizos de buena planta que viven en esas tiendas picudas son hijos míos. Pero nunca iré junto a ellos. No podría volverme indio. Por Dios, todavía soy un hombre blanco, un vého… Emitió una breve sonrisa y miró de reojo al jefe Señal de Medicina, al tiempo que le odió por lo que poseía.
El cabello del guerrero cheyenne se aderezaba con dos trenzas envueltas en piel de nutria. La señal de la medicina era visible, una gran mano roja marcada en un lado del rostro moreno y rugoso. De los agujeros de sus orejas colgaban medallas de plata.
Lucía las señales del coraje probado en múltiples combates, galas que solo podían comprarse con audacia y sangre. Tan acreditado estaba su valor que se permitía no alardear de él y no portaba el tocado de plumas de águila. Con ver su camisa de guerra bastaba, un jubón de piel de venado del que pendían cabelleras humanas.
Francis Mason avanzó en su dirección y emitió un ruido que no era propiamente una palabra. Bije le advirtió:
—Yo hablaré. Lleva puesta la camisa de guerra.
Por fin, Bije habló, pronunciando las rudas y cortantes sílabas del idioma cheyenne con los acostumbrados gestos de la lengua de signos. El hombre de la mano roja en la mejilla respondió brevemente.
—Dice que no puede permanecer aquí, que solo está con nosotros por casualidad —le explicó Bije a Mason.
Siguió hablando, gesticulando y señalando los obsequios dispuestos sobre la manta roja.
El viejo guerrero se acercó allí a lomos de su caballo y miró los obsequios. Inclinó la cabeza y desmontó.
¿Renqueamos un poquito, eh?, pensó Bije, mezquinamente alegre al ver su cojera. Pero tendrás hijos que te traigan la carne a casa y mujeres que te la aderecen.
El joven indio amarró los caballos y volvió con la cabeza alta y los ojos alerta, sin soltar nunca su rifle, algunos de cuyos elementos metálicos se habían perdido, por lo que los había reemplazado con trozos de cuero.
—Este hombre es Mason —dijo Bije—. ¿Fumará con nosotros?
El joven guerrero tradujo:
—Él dice que sí.
Bije tomó una pipa de piedra de su propia mochila y la llenó y encendió con la debida ceremonia. Se sintió aliviado al sentarse todos a fumar, y cuando Mason acabó su torpe exhibición con la pipa.
—Ahora usted puede hablar —le dijo al hombre del Este.
Mason había estado observando al viejo cheyenne. Entonces le dijo al joven con una confianza absoluta:
—Dígale que soy su hermano Francis.
Bije se quedó perplejo, pero el joven lo tradujo todo y respondió con firmeza:
—Él dice que no le conoce y no sabe qué es lo que pretendes. Sus hermanos son los Brazos Cortados, los cheyennes.
—¡Pero la señal! —gritó el de Filadelfia—. Lo reconozco por la señal en su cara.
Cuando el joven le tradujo aquello, el viejo inició un largo discurso.
—La Gran Medicina le dio esa señal, por la cual ningún hombre podrá matarle —contestó el joven—. Él no sabe por qué quieres conocerlo. Él quiere que te vayas y lo dejes solo.
—Dile que padre ha muerto y que queremos que regrese a casa —gritó desesperado Francis.
—Él no puede llorar contigo, porque no conoce a tu padre. No necesita ir a casa porque este es su hogar, este sitio en el que estamos y todo lo que tu vista puede alcanzar. Allá donde los cheyennes van, ahí está su hogar, en las tiendas de los Brazos Cortados.
El viejo guerrero se movió, parecía que intentaba incorporarse. Bije pensó: ¡No! Hay dos cosas que tengo que averiguar: por qué viniste aquí, viejo cuentista… Nunca me lo dijiste en el invierno en que trampeamos juntos… Y por qué te volviste indio… Algo que yo mismo no puedo hacer.
Francis Mason contemplaba al viejo guerrero mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas y se puso a llorar sin el menor pudor. Al final, dijo las palabras adecuadas.
—¿Me dejará mi hermano cheyenne que le cuente mi propia historia? —suplicó humildemente.
—Él te escuchará. Le da pena que hayas perdido a tu hermano.
—Hubo un duelo hace muchos años y un hombre resultó muerto —comenzó Mason.
—Hágaselo más fácil. La palabra duelo es difícil de comprender para ellos. Cuente la historia —terció Bije.
Ahora, pensó con alborozo Bije, voy a saber por qué un tipo joven se llamó Caín a causa de la marca que el Señor puso sobre él.
—Hace muchos años, dos jóvenes se pelearon —empezó de nuevo Mason—. Yo era uno de ellos. El otro se llamaba Cawshorne. Dijimos que nos batiríamos. Nos disparamos al amanecer. El hombre que estaba a mi lado era mi hermano Charles. Alcancé al hombre llamado Cawshorne y lo maté.
El viejo guerrero emitió una pregunta:
—¿Tenía el que murió a alguien a su lado o estaba solo?
—También tenía un amigo. Y también estaba un doctor. Un hombre medicina. En un asunto como ese deben seguirse unas reglas antiguas.
El joven tradujo la réplica hecha con voz quejumbrosa por Señal de Medicina:
—Él no entiende lo que hacen los blancos. ¿El hombre muerto era de otra tribu?
—Había sido mi amigo hasta que nos peleamos —contestó Mason con la voz tomada.
Rige Sus Caballos lo interpretó con un tinte de superioridad:
—Entre los cheyennes, a un hombre que mata a otro de la misma tribu se le excluye de la gente, porque ha hecho una cosa mala. Mi padre no entiende.
En la voz de Mason había un tono de súplica:
—Sí, era algo malo. Obedecimos a una costumbre que está en contra de la ley. Mi padre dijo que alguien tenía que ser… expulsado de la tribu… —después de unos instantes fue capaz de continuar—. Expulsó a Charles. Le dio dinero para que se fuera y que nunca volviese.
—Pero el hombre que fue expulsado, tu hermano… ¿había matado a alguien?
—No había hecho nada malo, excepto estar junto a mí en la pelea. Yo le pedí que lo hiciera.
—¿Y por qué se marchó?
—Él pensaba que nadie le quería —dijo Mason lentamente—. Eso destrozó su corazón. ¡Nos debe de odiar por lo que le hicimos!
El viejo guerrero se puso a pensar y luego habló. Su hijo preguntó:
—Mi padre quiere saber si trataste de impedir que tu hermano se fuera.
—No supe que iba a marcharse —dijo Francis Mason—. Mi padre me ordenó que me quedase en mi habitación… mi tienda… y no supe nada hasta que Charles se hubo ido —entonces Mason desató sus emociones—. Tenía que haber salido tras él. Podría haberle encontrado, pero… tenía miedo de mi padre.
—Es mala cosa tener miedo —tradujo el joven—, pero decirlo limpia tu corazón. Mi padre no lo entiende. Entre los cheyennes, un hijo no tiene miedo de su padre. Le asombra por qué tu padre quería más a uno que a otro de sus hijos.
—Por culpa —dijo Francis Mason con voz muy baja—… por culpa de la marca en la cara de mi hermano, que le hacía diferente de los otros hombres. Una marca que era como una mano roja. Como la marca que hay en la cara de mi amigo, el jefe de guerra cheyenne.
Señal de Medicina y Francis Mason se miraron a los ojos oscuros de ambos…
Bije Wilcox, al ver la cara de Caín, supo lo que los años habían hecho de él. Altivez y conciencia de la propia valía estaban en la punta de la barbilla. La resistencia se percibía en la disposición de la boca. Los duelos y los triunfos habían arado sus mejillas. Las manos pardas y laboriosas de la mujer india tejieron las pieles con las teñidas agujas de puercoespín, cosieron las cuentas y oscurecieron la suave piel de venado de la camisa de cabelleras. Un chamán había entonado unos cánticos cuando las cabelleras fueron fijadas a la camisa, y el cabello venía de un enemigo al que Señal de Medicina mató con sus propias manos.
En mis tiempos yo también corté cabelleras, recordó Bije, pero nunca llegué hasta el extremo de ahumarlas o de cantar canciones sobre ellas.
Al final, el cheyenne murmuró algo y Rige Sus Caballos tradujo:
—Él no entiende cómo un padre puede deshacerse así de su hijo. Él no haría eso con ninguno de los suyos. Te contará su historia.
»Hace tres años, los cheyennes combatieron con los soldados blancos. Mataron a cinco soldados y el campamento cheyenne fue rodeado. El jefe blanco dijo que dispararía a las tiendas, a las mujeres y a los niños si no le entregaban cinco guerreros cheyennes para fusilarlos.
»Los cheyennes que mataron a los soldados blancos habían huido, pero, de todas formas, cinco guerreros cheyennes fueron al fuerte. Allí los mataron los soldados blancos.
»Mi hermano mayor cantó su canción de muerte aquel día. Pero no fue porque mi padre no lo quisiera, fue porque mi hermano era un valiente y no tenía miedo de morir por su gente.
—Mi padre era cruel, y yo tenía vergüenza y miedo. Eso es todo lo que puedo decir —musitó Francis Mason.
Bije Wilcox rompió por fin el silencio:
—Mason me pidió que encontrara a un hombre con la marca roja. Eso fue lo que me llevó a las tiendas de la gente de Señal de Medicina. Conozco al guerrero Señal de Medicina.
—Mi padre te conoce. Pero no conoce a ningún blanco con una señal de medicina en la cara. Quizás esté muerto.
Bije escrutó la colina amarilla y no detectó ninguna señal de peligro. Observó que Señal de Medicina, igual que el guerrero más joven, estaba mirando en la dirección opuesta, en busca de signos que delataran que los canallas de los soldados se acercaban. Habían fumado juntos, pero eso, en aquellos días, significaba tregua, no amistad.
—Os contaré una historia que pasó hace mucho tiempo —dijo Bije—. El jefe guerrero cheyenne recordará la época en la que no había muchos blancos. Yo era joven entonces, un trampero. Había luchado con los piegans[24] y lo había perdido todo… caballos, pieles y armas.
—Mi padre dice que aquel día tú realizaste alguna hazaña —terció el indio joven.
Bije sonrió con sarcasmo.
—Realicé varias hazañas antes de escapar. Pero sentí hambre, porque un hombre no puede comer rabia ni cabelleras. Después de muchos días llegué hasta la factoría, pero no tenía nada con lo que comerciar. Necesitaba caballos, cepos, mantas, un arma y bienes para el canje. Encontré a un joven blanco en el fuerte que me los proporcionó. Tenía una señal en su rostro que parecía una mano. Él decía que su nombre era Caín.
Francis Mason le lanzó una mirada de asombro a Bije, pero no pudo emitir una palabra.
—Caín nunca hablaba mucho. Había subido río arriba con los tramperos y buscaba algo, pero nunca dijo qué era. Aprendió a matar búfalos con arco y flechas. Tenía un buen rifle, un Manton. Nadie podía adivinar por qué prefería disparar con arco. Hablaba con los indios de la factoría y aprendía algunas de sus palabras.
A medida que el indio joven traducía, Bije vio que el viejo guerrero no hacía ningún movimiento para ocultar el rifle cruzado sobre sus rodillas. La culata y el guardamano estaban muy deteriorados y atados con hilo de cobre, pero el rifle era un Manton.
—Pasamos la estación trampeando —prosiguió Bije—. Él quería aprender cómo vivir en los bosques.
Cuando se tradujo esto, el viejo soltó una breve carcajada.
—Dice que es una broma —afirmó el hijo—. Nadie aprende esas cosas, todo el mundo sabe cómo vivir en los bosques.
—No era ninguna broma para el joven al que trataba todos los días. Trampeamos juntos y, a veces, también pasábamos hambre y frío juntos. A menudo comíamos costillas de búfalo. Una vez luchamos contra los crows y otra contra los shoshones[25], y en dos ocasiones los pies negros[26] nos derrotaron… Caín solía escribir en un librito.
Escribía versos en un libro, recordó Bije, pero no hay ninguna prisa en contar eso. ¡Vamos, viejo, dile que eres su hermano!
Pese a todo, su mente no albergaba la traición. Iban a obtener un triunfo para dos hombres que ya no eran jóvenes: para Bije Wilcox, que necesitaba mil dólares, y para el hombre que fue Charles Mason, desterrado por su padre.
Vuelve a casa ahora, con tu cabello recogido en trenzas y los adornos colgando de tus orejas, le apremió mentalmente Bije. ¡Deja que vean en qué te has convertido! Es una oportunidad de la que pocos hombres disfrutan. Regresa y vuelve a ser Charles Mason después de treinta años. Tu mujer es vieja y tus hijos cuidarán de ella. Regresa y sé un hombre blanco antes de morir.
—Marchamos hacia el sur, para la feria de primavera —continuó con su historia Bije—. Tenía una flecha pies negros en mi rodilla y Caín la cortó con su cuchillo Green River, pero la carne se pudrió. No podía cabalgar más y teníamos a los indios tras nosotros.
»Caín era un valiente. No sabía de qué indios se trataba, pero se dio la vuelta y fue a su encuentro y trajo un hombre medicina para curar mi herida. En cuatro días ya estaba recuperado y podía cabalgar de nuevo.
—Por el amor de Dios, ¿qué le pasó al blanco? —interrumpió Mason.
—No me interrumpa —gruñó Bije—. Entre los indios, eso es de mala educación —miró al rostro del viejo guerrero y prosiguió con su relato—. Yo no sé qué fue lo que pasó con el hombre llamado Caín, no sé quiénes eran aquellos indios. Estaba demasiado enfermo como para enterarme y, cuando la fiebre se disipó, estaba solo con mis caballos y los fardos de pieles.
Ya habría tiempo, un poco después, para averiguar qué partes del relato no eran ciertas. Lo que Caín dijo fue: «No iré contigo, Bije. Ya he encontrado lo que andaba buscando: a mi propio pueblo». Bije comprendió al fin qué era lo que aquello significaba.
Luego le vino a la memoria que, antes de que partieran, Caín había quemado el librito en el que solía escribir y la Biblia que llevaba en su zurrón.
Bije dijo:
—Si ha muerto, mi corazón está triste. Era un valiente.
Señal de Medicina habló brevemente y su hijo tradujo:
—Mi padre os dice que él nació cheyenne.
Francis Mason pareció atribulado, pero no dijo nada.
—Su padre fue Hombre Toro; su madre, Ella Canta —prosiguió el joven.
Hombre Toro había llorado la muerte de su hijo. ¡Por eso adoptó a Caín!, pensó Bije.
—Señal de Medicina dice que él nació en una tienda de los cheyennes. Hombre Toro y Ella Canta estaban complacidos con él porque era su hijo y tenía una señal en su rostro. Era buena medicina. Significaba que ningún hombre podría matarlo.
Bije recordó algo que el joven blanco dijo en aquel invierno en que trampearon juntos: El Señor puso la marca sobre Caín para que cualquiera que lo encontrara pudiese castigarlo.
Señal de Medicina se puso en pie.
—Él os va a contar una historia —anunció su hijo.
El hombre cuyas trenzas grises se envolvían en piel de nutria empezó a cantar con los solemnes ademanes de la oratoria india. Rige Sus Caballos sirvió de intérprete.
—De joven, era egoísta. Siempre iba a por lo que yo quería y no me preocupaba por el bien de otra gente.
»Fui a la guerra y traje ocho caballos para la tienda de los cheyennes. Quería una mujer. Me gustaba una muchacha que se llamaba Mujer Hierba. Todos los caballos los mandé como regalo a su padre: Está Alto. Pero él no quiso aceptarlos.
Bije pensó: Temía que no te quedases en la tribu. No podía confiar en un blanco. Los cheyennes son muy celosos de sus mujeres.
—Me decidí a colgar del poste en la tienda de medicina. Quizás entonces consiguiera a la muchacha. Hombre Toro fue mi maestro en la tienda sagrada. Quería que obtuviese lo que deseaba. Durante cuatro días no comí ni bebí, sino que recé y canté. Entonces, Hombre Toro perforó mi cuerpo y yo dancé, pero no podía romper la piel.
Francis Mason se estremeció.
—Oré a los Sabios de Arriba para que se desprendiera mi carne, pero no podía. Colgué del poste hasta el anochecer. Entonces tuve una visión. Era una mano roja. Supe que se trataba de una buena medicina.
»Mientras estaba ahí colgado, mi gente trajo obsequios para colgarlos de la tira de piel que me sujetaba al poste y hacerla más pesada, para que de esa manera me ayudase a romper la carne.
»Mi madre, Ella Canta, depositó sobre la tira una ropa pintada para un regalo a los pobres. Sus hermanas depositaron otras cosas pesadas. Mi corazón se hizo fuerte entonces, al saber lo mucho que estaban entregando para que me liberara. Empujé con más fuerza, pero la piel era demasiado dura para romperse.
»Entonces llegó Mujer Hierba, la muchacha que quería como esposa. En la tira ató un bien de mucho valor para los pobres: un pesado caldero.
»Así supe que me quería y que su padre aceptaba los caballos. Sentí el gran corazón de mi pueblo, los Brazos Cortados. Rompí mis ligaduras y el espíritu abandonó mi cuerpo, pero las manos de Hombre Toro me recogieron y no dejaron que cayese.
»Había nacido de nuevo. Desde aquel día no he sido egoísta. He tratado de ayudar a mi gente. Ahora soy un anciano. Llevo la camisa de guerra y es una carga pesada, pero la llevaré mientras viva.
Se sentó junto al fuego y cubrió el rostro con su manta…
Francis Mason se sentó con los puños apretados y miraba al guerrero cheyenne con una expresión que oscilaba entre el terror y la admiración. El propio Bije estaba más cerca de sentir el horror de lo que nunca lo había estado.
Los indios soportan la tortura, pero nunca supe de un blanco que pudiera hacerlo, meditó Bije.
—Agradezco a mi hermano, el guerrero cheyenne, que me haya contado su historia —dijo Francis Mason abatido, pero con más cortesía de la que Bije hubiera esperado—… Me gustaría que mi hermano pudiera volver a casa conmigo.
No había esperanzas ni fe en su voz, solo testarudez.
Rige Sus Caballos tradujo:
—Señal de Medicina se lo agradece a su hermano blanco, pero no puede ir. Está demasiado lejos y él debe cuidar de su gente. Tiene enemigos y, a veces, padecen de hambre porque las manadas de búfalos son difíciles de encontrar.
»Mi padre cree que el joven llamado Caín murió hace mucho tiempo.
Francis Mason asintió con la cabeza lentamente y sin hablar. Miró a Bije Wilcox en busca de instrucciones sobre cómo acabar la conversación, pero este esperó. Era Señal de Medicina quien tenía que decidir el final, porque era el que tenía más hazañas y más prestigio, y era bien consciente de ello.
Habló y su hijo tradujo:
—Señal de Medicina dice que ahora mirará los obsequios de los blancos, porque ha hablado más de la cuenta.
El cheyenne de trenzas grises se desplazó con dignidad hacia los regalos que se disponían sobre la manta.
Señal de Medicina tomó las tres carabinas Sharp, una tras otra, movía la cabeza y murmuraba y se las pasaba a su hijo. Examinó la pólvora, el plomo, los percutores, los cartuchos y unos buenos y resistentes cuchillos. Blandió con cautela la navaja de afeitar y con un grito de asombro pasó su pulgar por el filo de la cuchilla y se cortó. Se chupó el dedo como un niño sorprendido.
—Este es mi regalo a mi hermano cheyenne —dijo Bije Wilcox en la lengua de Señal de Medicina.
Esta hermandad vale un millar de dólares, reflexionó Bije.
—La cara de un viejo es tierna, y cuando el pelo crece en el rostro de un hombre, debe quitárselo —respondió Señal de Medicina en cheyenne.
—Los indios no tienen mucho pelo en sus caras —le recordó Bije.
—Yo nací como un cheyenne cuando colgué del poste —contestó pacientemente el viejo guerrero.
Francis Mason los miraba con suspicacia y Bije decidió volver a la conversación en inglés.
—Estos tres excelentes potros son también un regalo de Mason.
Señal de Medicina se tomó su tiempo para examinarlos. Asintió con movimientos de cabeza. Le pasó a su hijo muchas de las cosas que estaban encima de la manta: el paquete de ropa roja, las bolsas de cuentas de colores, los espejos y raspadores y las fuertes agujas para coser pieles.
—Estos son para la mujer de Señal de Medicina —dijo Bije—, Mujer Hierba, si él quiere llevárselos.
Nada quedaba sobre la manta salvo los objetos que constituían la trampa, la red tejida por la araña.
Ahora, pensó Bije, es el momento en el que puedes ajustar cuentas. Mi padre me azotó y me escapé de casa, pero nunca se deshizo de mí de la manera que hicieron contigo. Dile ahora la verdad a Francis Mason. Lo hagas o no, yo me quedaré con mis mil dólares y tú obtendrás tu venganza.
Miró al hombre de la camisa de guerra cheyenne y notó la tensión en Francis Mason. Señal de Medicina se inclinó al fin para coger el medallón dorado. Lo tendría que haber cogido antes. Cualquier novato sabe que un indio no se demoraría demasiado ante una pequeña y brillante fruslería (Es una miniatura de la madre de Charles, dijo Francis cuando la depositó allí).
El jefe guerrero cheyenne dio la vuelta al medallón y a su cadena dorada y echó un vistazo al retrato de una sonriente mujer blanca, muerta hacía mucho tiempo. Pero no hubo la menor señal de reconocimiento.
¿Cuánto tiempo va a seguir jugando con el de Filadelfia?, se preguntó Bije a sí mismo. ¡Ah! La larga paciencia, la astuta crueldad de un indio repleto de odio.
Señal de Medicina le pasó el objeto a su hijo. Su destino iba a ser colgar del cuello de un guerrero entre abalorios, garras de oso y pequeñas plumas de pájaro.
Tomó el reloj de plata que colgaba de su cadena y lo contempló con inocente admiración. Al escuchar su tictac, se lo acercó al oído. Con una exclamación de susto y de ira lo arrojó tan lejos de sí como pudo.
Francis Mason ahogó un grito.
Señal de Medicina habló y Bije tradujo:
—Dice que debe de tratarse de mala medicina, porque si no, no hablaría. Solo los seres vivientes y los fantasmas hablan. No quiere tener nada que ver con los espíritus de los blancos.
El guerrero cheyenne permaneció mirando de mala manera a Francis Mason. Luego, le dio la espalda.
Por dos veces se había escapado de las redes de la araña. Pero sobre la manta permanecía otro objeto: el librito verde. Lo tomó con cuidado, con la torpeza propia de las manos acostumbradas a manejar el arco y el cuchillo, manos que se habían mojado en sangre para cubrir su rostro de rojo.
Bije respiró profundamente mientras Señal de Medicina examinaba con cortesía el librito. Lo alejaba y lo acercaba, le daba la vuelta y pasaba con rapidez sus páginas, pero con reverencia, igual que cuando se maneja un objeto sagrado, un fetiche de plumas y pieles.
¿Has visto el nombre de Charles Mason en la portada, con letras de oro?, se preguntó Bije.
La telaraña se estremeció, pero no atrapó nada. Bije vio que los ojos del cheyenne estaban ciegos para las letras de oro del nombre de un hombre blanco. El orgullo del cheyenne era muy fuerte. Padeció en la tienda de la medicina. Se colgó del poste y los corazones de los Brazos Cortados latieron con él y le ayudaron a cortar las ataduras y nacer de nuevo.
Había pasado hambre con su gente y derramado su sangre con heridas en el campo de batalla… Y también sangró cuando se hacía cortes para reclamar el favor de los espíritus. Sufrió lo suyo entre los cheyennes y lo padecido no valía el precio del libro de un hombre blanco.
Señal de Medicina le entregó el libro de poemas de Charles Mason a su hermano Francis Mason.
—Quizás haya medicina en esto para los blancos, pero no lo sé. Esto no es para mi gente —dijo con amabilidad el jefe cheyenne.
Bije Wilcox quería gritar, pero sofocó sus impulsos.
Después de que Rige Sus Caballos hubo empaquetado los regalos en la manta y los hubo amarrado a uno de los caballos, el viejo guerrero volvió a hablar:
—No puedo entender a los blancos y no quiero verlos nunca más. Matan a los búfalos y mi pueblo pasa hambre. Disparan a nuestros jóvenes y las muchachas lloran en las tiendas. Nuestros niños no tienen padres que les traigan carne. No quiero ver a los hombres blancos. Los combatiré hasta que muera.
»Mason debería volver a su propia casa y llorar a su hermano. Creo que los pawnees[27] mataron a ese hombre cuando era joven. Yo nací cheyenne. Mi padre fue Hombre Toro y mi madre, Ella Canta.
»He ido a la guerra muchas veces. Solía ir al combate con solo una lanza, para demostrar que no tenía miedo a morir. Pero ahora voy con rifles, porque temo que mi pueblo muera.
El guerrero empezó a cantar y a balancearse. Los cabellos se balanceaban sobre las mangas de la camisa de guerra y el sol brillaba sobre la mano roja de su rostro y sobre las cicatrices de los cortes que se hacía en los brazos durante los rituales de sacrificio.
—Llevo la camisa de guerra. Es una carga pesada. El hombre que la viste debe estar siempre en el primer lugar en el combate y debe ser el último en retirarse. Debe cuidar de su gente y darles lo que necesitan. Nunca debe enojarse si alguien de su pueblo le hace mal. Un hombre me tomó dos caballos, pero yo lo perdoné y le di otro más. Mantengo a mi gente en paz. Me gustaría quitarme la camisa de guerra, pero mi pueblo me necesita. La vestiré mientras pueda.
Cuando Rige Sus Caballos terminó de traducir, Señal de Medicina dijo:
—Ahora regresaremos a casa.
Torpemente, tratando de imitar los rituales del hombre blanco, el guerrero estrechó las manos de Mason y Bije Wilcox.
—Hermano mío, adiós —le dijo a cada uno en cheyenne.
Y se marchó.
Bije le vio irse y pensaba: Le dimos una oportunidad y no quiso aprovecharla. Todavía podríamos pedirle que volviese. Mason no puede hacerle daño. Todo lo que necesito es decir: «Este es el hombre», y conseguiré mil dólares.
Miró a los indios, que estaban con sus potros y argüyó para sí: él salvó mi vida aquel día, pero ya ha sido retribuido con las carabinas.
Las palabras afluyeron a su boca, pero ninguna se hizo sonido. Luego, suspiró.
—El hombre que yo tanto conocí debió de morir hace mucho tiempo. Un hombre que corría los riesgos que él afrontaba no podía durar mucho —dijo Bije.
—Esas cabelleras en sus mangas… —preguntó Francis Mason.
—Eso… son cabelleras indias, que consiguió por él mismo.
—Había, pues, había dos hombres en el mundo con esa señal de nacimiento —afirmó rotundamente Mason—. Mi hermano Charles jamás habría podido convertirse en un salvaje. Estaba tan esperanzado, tan seguro…
Los indios, que guiaban a los potros nuevos, ya casi habían alcanzado la colina amarilla.
—Es extraño que, con todas esas repulsivas costumbres, un pagano salvaje pueda seguir las reglas que el viejo mencionaba, como perdonar a uno de los suyos que le causa daño, porque él lleva la camisa de guerra. Una especie de versión india de la regla dorada —rumió Mason.
—Aquel hombre nació en el campamento cheyenne. Nunca oyó hablar de la regla dorada —dijo Bije con brusquedad.
Los dos indios desaparecieron por fin en los alrededores de la colina amarilla.
Bije avanzó un poco renqueante para alcanzar su caballo y el del novato y comprendió, al fin, por qué no debía tomar las monedas de Judas.
El viejo guerrero y yo nos guiamos por reglas diferentes, pensó Bije. Él escogió seguir la vía de los indios… pero yo, ¡por Dios! ¡Todavía soy civilizado!