Bert Barricune murió en 1910. A su funeral no fueron más de una docena de personas. Entre ellos estaba un destacado y joven periodista que esperaba encontrarse con una historia de interés humano. Corría la leyenda de que el viejo había sido una especie de pistolero en sus años mozos. Unos pocos carcamales andaban torpemente, ya a solas, ya en parejas, nerviosos y ceñudos, aferrándose a sus deteriorados sombreros. Hombres que fueron los compañeros de Bert en la bebida o en las partidas de póquer en las que se jugaban cantidades nimias mientras el mundo rodaba delante de ellos. También vino una mujer que lucía un denso velo que le ocultaba el rostro. Rayas blancas y amarillas se adivinaban en su pelo teñido de negro. El reportero tomó nota mentalmente: un viejo colega del viejo barrio. No hay ninguna historia que merezca la pena.
Uno a uno pasaron delante del ataúd y miraron a la cara impasible del viejo Bert Barricune, que había sido un don nadie. Su pelo era blanco, muy corto, y su rostro arrugado resultaba tan vacío en la muerte como lo fue durante su vida. Pero la muerte le añadió dignidad. Una gran cantidad de flores se extendían detrás del ataúd. En un tarjetón se leía: «Senador Random Foster y señora». Excepto unos pocos brotes amarillos y rosas, sin hojas, repartidos por los escalones alfombrados, las flores que adornaban la sala eran, como pudo observar el reportero al forzar la vista, flores de nopal. Flores de cactus. Parecían apropiadas para el anciano… Flores que crecen en los baldíos de las praderas. Bien, eran libres de recogerlas como gustasen. Los amigos de Barricune no parecían muy prósperos. Pero ¿cómo se le ocurrió al senador mandar un ramillete?
Hubo un retraso y el director de la funeraria se puso un poco nervioso con la espera. El reportero se sentó muy derecho cuando vio entrar a los dos últimos asistentes.
Es el senador Foster… seguro, tiene el brazo impedido… y aquella debe de ser su esposa. El Congreso todavía está en período de sesiones y él ha hecho todo el viaje desde Washington. ¿Para qué se ha tomado la molestia? ¿Por un viejo desecho como Barricune?
Después de que el funeral se efectuara con decoro, el reportero fue a preguntarle. El senador estuvo a punto de decir la verdad, pero pudo contenerse a tiempo.
—Bert Barricune fue mi amigo durante más de treinta años —afirmó.
No podía dar la respuesta verdadera: Él fue mi enemigo; él fue mi conciencia. Él hizo de mí lo que soy.
Ransome Foster llevaba siete meses en el Territorio[18] cuando chocó con Liberty Valance. Había vagabundeado dos días a pie por la pradera cuando se topó con Bert Barricune. Hasta aquel instante, Ranse Foster no era nadie especial… Un nota del Este, bastante fisgón, que se mudaba de una ciudad destartalada a otra. Un advenedizo más, con sus propias razones para quedarse allí y sin ningún objetivo concreto en la vida.
Cuando Barricune se lo encontró en la pradera, Foster era, pues, un novato. Sus botas estaban tibias y húmedas y sus pies se habían llenado de ampollas, que sangraban tras reventar. Estaba sucio, magullado y con quemaduras debidas al sol. Estaba arrastrándose, pero cuando vio a Barricune cabalgando hacia él se sentó. En aquel tiempo no tenía caballo, ni silla, ni orgullo.
Barricune lo miró de arriba abajo sin decir nada.
De repente, Ranse Foster pidió algo:
—¿Agua?
Barricune movió la cabeza.
—Aquí no tengo, pero podemos ir a donde la hay.
Se bajó de la silla de montar como un samaritano improvisado y subió en ella de un empujón a Foster.
—Ya te he colocado en la silla, ¿podrás sostenerte en ella? —le preguntó.
—Si no puedo, pégame un tiro —respondió con sus labios hinchados.
—De acuerdo —dijo Bert con buen humor, y tiró del caballo.
Pellizcando sus orejas, mantenía al animal lo suficientemente tranquilo para ayudar al angustiado forastero que montaba en la silla. Luego, a pie (pese a que Bert Barricune, como cualquier vaquero, odiaba caminar), condujo al caballo durante cinco millas hasta el río. Dejó que Foster se tumbase sobre un soto de álamos y le obsequió con un sombrero lleno de agua.
Después de eso, Foster hizo tres intentos de levantarse. Al tercer fracaso, Barricune le preguntó con una sonrisa:
—¿Quiere que le dispare, después de todo?
—No. Antes hay algo que debo hacer —respondió Foster.
—Bueno, yo pensaría lo mismo —contestó Barricune mientras observaba sus magulladuras. Montó en su caballo y se marchó.
Al cabo de una hora estaba de vuelta con comida y ropa de cama.
—¿Aún no se ha muerto? —le preguntó a Foster.
—No, aún no me he muerto del todo, todavía falta un poco —contestó el baqueteado y claudicante individuo, que entreabrió su único ojo sano.
A Bert, aquello le hacía gracia. Trajo un cubo de agua y montó una pequeña acampada: un saco de dormir sobre un hule y un cargamento de madera para un fuego. Se puso en cuclillas cuando el recién llegado, con movimientos muy parsimoniosos que delataban su dolor, se desvistió y derramó algo de agua por su cuerpo. No le vio heridas de bala, pero sí señales de golpes, de los que un par de ellos parecían obra de una fusta.
—¿Te busca alguien? —le preguntó Bert después de un rato, no en tono inquisitivo, sino como alguien que tiene derecho a saber cómo van las cosas.
Foster se restregaba el polvo de las ropas, sacudírselo le hacía demasiado daño.
—No. Pero estoy buscando a alguien —contestó Foster.
—No puedo ayudarte en tu búsqueda —le advirtió Bert—. A dos millas, siguiendo ese camino, está la ciudad. Llegarás a ella cuando estés en condiciones. Al irte, haz un alijo con todas las cosas, ya pasaré a recogerlas.
Tres días después se encontraron en la oficina del marshal[19]. Se miraron mutuamente pero no se dirigieron la palabra. Esta vez el magullado era Bert Barricune, pero no mucho. El marshal lo estaba soltando de la única celda de la cárcel cuando irrumpió Foster en la oficina. Nadie habló hasta que Barricune, tambaleándose y caminando con no demasiada estabilidad, se marchó. Foster le siguió con la mirada. Le vio detenerse frente al siguiente edificio para hablar con una muchacha. Se alejaron juntos y parecía que el joven estuviese recibiendo una riña.
—¿Quería algo, señor? —dijo el marshal mientras se aclaraba la garganta.
—Tres hombres me abandonaron en la pradera sin caballo —respondió Foster—. ¿Es eso una infracción de las leyes de este Territorio?
El marshal se acomodó a sí mismo y a su vientre. Luego se concentró.
—Desde luego, va contra las costumbres —admitió—. ¿De quiénes se trata?
—El jefe era un hombre corpulento, de ojos oscuros y con dos dientes de oro. Los otros dos…
—Lo conozco. Liberty Valance y un par de muchachos suyos. ¿Cuál es su denuncia, entonces?
Foster empezó a comprender que no le iba a llegar ninguna ayuda del marshal.
—¿Le robaron? —preguntó el marshal.
—No me registraron.
—¿Le quitaron su pistola?
—No la llevaba.
—¿Le robaron el caballo?
—Le dieron un fustazo y se marchó.
—¿Lo cabalgaron?
—No. Lo dejé irse solo.
El marshal movió la cabeza.
—No puede usted elevar una denuncia por una infracción de la ley —dijo el marshal con alivio—. ¿Dónde sucedió todo?
—En un camino del bosque, junto a un arroyo. A dos días de aquí a pie.
El marshal se puso en pie.
—Usted ni siquiera sabe en qué jurisdicción pasó. Le dieron una paliza. Bueno, son cosas que pasan. Uno se mete en una pelea… podría pasarle a cualquiera.
—Muchas gracias —le contestó secamente Foster.
Cuando estaba a punto de cruzar la puerta, el marshal le retuvo.
—Hay una recompensa por Liberty Valance.
—Todavía no tengo una pistola. ¿Viene a menudo por aquí? —preguntó Foster.
—No. A él no se le ha perdido nada en Twotrees. Es un hombre difícil de encontrar.
El marshal miró a Foster de arriba abajo.
—No vendrá aquí a por usted.
Era como si hubiese añadido: ¡Hijito! Una vez que te ha sacudido, no se molestará en venir otra vez para lo mismo.
Y yo, se dio cuenta Foster, no soy lo bastante hombre como para ir a buscarlo.
—Así son las cosas. No puedo imaginarme ningún reclamo que lo traiga hasta aquí —añadió el marshal—. Este es un lugar muy tranquilo. Sí, señor.
Puso los pulgares en los tirantes de su pantalón y miró a través de la ventana, como si quisiera comprobar esa tranquilidad.
Foster pensó en un reclamo. Se marchó de la oficina con la mente ocupada en ello. Por primera vez en un par de años albergaba una ambición… no muy recomendable, pero era algo en lo que empeñarse. Él iba a ser el reclamo para Liberty Valance y, en la medida en que le fuera posible, también su trampa.
Permaneció muy modoso ante la puerta del café Elite, con el sombrero en la mano, como si fuera una persona que espera y merece que se le niegue cualquiera de las cosas que anda buscando.
—¿Puedo trabajar por una comida? —preguntó tras aclararse la garganta.
La muchacha que estaba rellenando los frascos de azúcar le miró y tuvo piedad de él.
—Creo que sí. Voy a preguntar al señor Anderson.
Era la joven que había caminado junto a Barricune mientras le reñía.
El propietario salió de la cocina y Ranse Foster le repitió la pregunta encogido pero con una sonrisita que sugería doblez.
—Ve allí detrás y corta algo de leña —respondió Anderson, que regresó a la cocina.
—Él podría comer primero —sugirió la camarera—. Para empezar le prepararé un estofado.
Ranse comió con ansiedad, parecía que alguien le iba a arrebatar el plato. Sabía que la muchacha lo observaba de vez en cuando y la odiaba por ello. No esperaba que nadie se apiadara de él en su nueva comedia de humildad fingida, pero sabía que tendría que habituarse.
—Si estás buscando un empleo… —dijo ella al traerle el pastel.
—¿Sí? —contestó él, tratando de mirarla con cierta suspicacia.
—Podrías intentarlo en el Prairie Belle, allí necesitan un mozo.
Bert Barricune, cuando salió hacia el campamento del río para recuperar su saco de dormir, apenas conocía al hombre que se encontró allí. Ranse Foster era arrogante, condescendiente y servil a la vez. Hablaba con una suave socarronería y, a juzgar por su actitud, parecía que se preparaba para recibir un golpe de alguien.
—Supuse que regresarías a por tus pertenencias —dijo Foster—, cuando caí en la cuenta de que podías haber cambiado de idea.
Barricune ató su saco y parecía muy pálido.
—Nunca cambio mis planes —le rebatió—. Siempre hago lo que digo. Y nunca te regalé mi saco de dormir.
—Claro que no, claro que no —admitió el nuevo Ranse Foster con fingida humildad—. Es tuyo. Tienes todo el derecho del mundo a reclamarlo.
Barricune le miró fijamente. Alzó el saco de dormir para atarlo tras su silla.
—Tenía que haberte entregado a los buitres —afirmó.
Foster asintió con una sonrisa que le tenía que haber ocasionado un puñetazo en la boca.
—Gracias, amigo —dijo sin agradecimiento—. Gracias por toda tu amabilidad, que no he hecho nada por merecer y que no podré compensar.
Barricune se alejó a caballo, maldiciendo. El recuerdo de su buena obra le irritaba como si fuera un piojo. Tras él, a lo lejos, el nuevo Foster le seguía a pie.
A veces, pasados los años, Ranse Foster pensaba en los diversos hombres que había encarnado. No admiraba mucho a ninguno de ellos. No se avergonzaba para nada de la persona en que finalmente se convirtió, salvo en que esta le debía demasiadas cosas a otros. Una de las identidades que impostó en su juventud fue la de un estudiante serio, diligente y crédulo. También fingió ser un tipo inquieto y sin metas. Se marchó al oeste con dos mil dólares de su peculio tras haber disputado con el albacea de su padre. Aquella encarnación no duró mucho. Liberty Valance le azotó con una fusta y le golpeó hasta dejarlo inconsciente, sin más razón que Liberty, al encontrarle y reconocerle como novato, pudo hacerlo así. Aquel hombre murió en la pradera. Después de él, se transformó en el individuo que puso el cebo que iba a atraer a Liberty Valance a Twotrees.
Ranse Foster nunca había odiado a nadie hasta que conoció a Liberty Valance, pero Liberty no fue el último hombre al que aprendió a odiar. También detestaba a la persona en que se convirtió mientras esperaba volver a encontrarse con Liberty.
El trabajo de mozo en el Prairie Belle no era tan desagradable hasta que Ranse lo ejerció. Cuando barría el suelo, era tan obvio su desagrado por esa tarea y por sí mismo que se volvía despreciable ante los ojos de los demás. Observaba a los parroquianos con una mueca en el labio, como si se hallaran por debajo de él. Pero cuando un cliente tiró una ficha blanca al suelo, el mozo lo miró con un odio apenas velado y la recogió. La gente hablaba de él en el Prairie Belle, porque no se podía ignorar.
Al acabar el primer mes, le compró un Colt 45 a un vaquero borracho que necesitaba más el dinero que sus dos pistolas. Después, Ranse le escamoteó horas al sueño para ir a practicar tiro siete mañanas a la semana, para lo cual caminaba hasta el lugar donde acampó por vez primera y allí disparaba a los blancos. En la segunda ocasión en que se quedó dormido por cansancio, Joe Mosten, el patrón del Prairie Belle, lo despidió.
—Aquí está tu paga —gruñó Joe mientras tiraba las monedas al suelo.
Pasó una semana hasta que encontró otro trabajo. Comió con frugalidad en el café Elite y se permitió robar los trozos de comida abandonados en los otros platos. Lillian, la más veterana de las camareras, gritaba con enojo. Pero Hallie, que era joven, sentía lástima de él.
—Ven a la puerta de atrás cuando sea tarde —le decía en voz baja— y te daré un trozo. Hay un montón de comida que sobra.
La segunda noche que fue a la puerta trasera, Bert Barricune estaba frente a él.
—Hallie es mi chica —dijo con amabilidad.
—No te lo tomes a mal —respondió Foster—. La señorita me ofreció comida y he venido a recogerla.
—Como los perros —afirmó Bert mientras pronunciaba lentamente.
Los músculos de Ranse se tensaron y la rabia subió por su garganta, pero se contuvo con un estremecimiento. Bert dijo algo que le produjo escalofríos.
—Si quieres que hablen de ti, lo estás haciendo muy bien. Lo hacen, y sin pelos en la lengua, en Dunbar.
—¿Y qué hacen o dicen en Dunbar? No tiene nada que ver conmigo —respondió Foster.
—Es donde Liberty Valance se suele dejar caer. En ese caso, ten cuidado —insinuó el otro.
Ranse casi confiaba en él.
—No entiendo del todo el extraño interés que te tomas por mis asuntos —le amonestó Foster algo estirado.
Barricune echó atrás su sombrero y se rascó la frente.
—Yo tampoco me entiendo del todo. Pero deja en paz a mi chica.
—Por muy encantadora que sea la señorita Hallie —le dijo Ranse—, solo me interesa tener el estómago lleno.
—Entonces, ¿por qué no buscas un trabajo para vivir? El dependiente de Dowitt se ha marchado esta tarde.
Jake Dowitt le contrató como dependiente porque nadie más quería ese empleo.
—¿Sabes leer y escribir? ¿Y operar con cifras? —le preguntó Dowitt.
Foster se alzó.
—Señor, sea lo que sea que digan contra mí, creo que puedo proclamar que soy un hombre educado. No me puedo enorgullecer de muchas cosas, pero he estudiado leyes.
—Entonces, quizás el trabajo no sea lo suficientemente bueno para usted —sugirió Dowitt.
Foster volvió a ser humilde.
—Cualquier trabajo es bueno para mí. Hasta puedo barrer el suelo.
—También cuidará el fuego en la estufa —le dijo Dowitt—, desde las siete de la mañana hasta las nueve de la noche. ¿Tiene dónde vivir?
—Duermo en el establo de la casa de postas a cambio de limpiar las cuadras con la pala.
Al principio, Dowitt pensó instalar a su dependiente en un cuartito encima del almacén, pero luego cambió de idea.
—Tengo un cobertizo allá atrás donde puedes refugiarte. Límpialo. Antes lo tenía para las gallinas.
—Solo una cosa —dijo Foster—: Quiero libres dos medias jornadas a la semana.
Dowitt lo miró por encima de sus anteojos.
—¿Y qué harás con ese tiempo perdido? Ni hablar. Pero puedes tenerlo… por menos dinero. Te haré también un descuento por lo que compres en el almacén.
La única compra hecha por Foster fueron cuatro cajas de cartuchos a la semana.
En el almacén, pesaba el embutido de cerdo como si fuera de calidad ínfima, pero él se sentía aún más bajo. Con humildad medía el largo de las piezas de tela de las clientas. Añadía la vanidad a sus otros defectos y permitía que los clientes le sorprendieran peinando sus cabellos delante de un pequeño espejo. También se dejaba ver leyendo un libro de cubiertas negras que suscitaba la curiosidad.
Fue mientras trabajaba en el almacén cuando empezó sus tareas en la escuela en Twotrees. Hallie fue la responsable de ello. Cuando le llevaba un plato que sostenía por encima de los de los otros clientes del café, ella le dijo:
—Dicen que es usted un hombre instruido, señor Foster.
Con Hallie no podía burlarse ni aparentar humildad, porque era humilde, así como gentil y amable. Se protegía de ella tratando de no hablar a no ser que fuera inevitable.
—Digamos que disfruté de algunos privilegios, señorita Hallie, antes de que el destino me trajera hasta aquí.
—¿De qué trata el libro que lee? —preguntó ella con anhelo.
—Fue escrito por un hombre que se llamaba Platón —respondió Ranse muy estirado—, y está en griego.
Le trajo una taza de café y se quedó dubitativa durante unos instantes.
—¿Puede usted leer y escribir también en americano o no? —le preguntó ella.
—En inglés, señorita Hallie —le corrigió—. El inglés es nuestra lengua materna. Estoy muy familiarizado con el inglés.
Ella puso sus manos encarnadas sobre el mostrador del café.
—Señor Foster —le susurró—, ¿me enseñaría usted a leer?
Él se quedó demasiado sorprendido como para esbozar una respuesta que ella no pudiera rebatir.
—A Bert no le gustaría —dijo él—. Además, es usted una mujer adulta. No parece apropiado que se ponga a aprender a escribir y leer ahora.
Ella movió la cabeza.
—Nada pude aprender cuando era más joven —suspiró—. Siempre quise saber cómo se lee y se escribe.
Ella se marchó hacia la cocina y Ranse Foster se sintió golpeado por una emoción que no podía permitirse. Se sintió arrebatado por la piedad. Le pidió que volviera.
—Señorita Hallie, usted sola, no… La gente hablaría… Pero si se trae a Bert.
—Bert ya puede leer algo. A él no le interesa nada. Pero hay algunos niños en la ciudad.
Su rostro estaba tan encendido que Ranse tuvo que mirar hacia otro lado.
—¿No sentiría vergüenza de aprender junto a los niños? —preguntó Ranse en un último intento de librarse de ella.
—¿Por qué? Estaré orgullosa de aprender de cualquier manera —dijo ella.
Durante las primeras sesiones de la escuela de Twotrees, dio clases a tres niñitas, a dos niños inquietos y a Hallie una hora por la tarde, en el almacén de Dowitt. Este no le retuvo su paga por el tiempo perdido, pero se quedó muy asombrado. Igual que los padres de los niños. Las mismas criaturas se asombraban de algunas de las cosas que él les leía en voz alta, pero tenían paciencia. Después de todo, las lecciones solo duraban una hora.
—Cuando seáis mayores, entenderéis esto —les prometía.
Y, sin mirar a Hallie, les recitaba el soneto de Shakespeare que comienza:
No llores por mí cuando esté muerto[20]
pues oirás doblar la hosca y sombría campana.
y que termina:
No malgastes tus horas repitiendo mi nombre,
mas deja que tu amor se desvanezca junto con mi vida,
impide que el prudente mundo contemple tu duelo
y se mofe de ti por causa mía.
Supo que Hallie había entendido el mensaje. Leyó también otro soneto[21]:
Cuando en desgracia frente a la Fortuna y a los ojos de los hombres
lloro en soledad mi estado miserable.
y tuvo cuidado de no levantar la mirada hacia ella hasta que lo terminó:
porque el recuerdo de tu dulce amor me trae tal riqueza
que entonces desprecio cambiar mi suerte por la de los reyes.
Le disgustaba su interés por aprender… la ansiedad con la que esgrimía el lápiz y trazaba las letras, el pequeño jadeo que soltaba antes de leer en voz alta. La hizo llorar dos veces, pero ella jamás se perdió una clase.
Le habría gustado tener un profesor para su aprendizaje particular, pero Ranse no podía confiar en nadie, por lo que aprendía sus lecciones a solas. Bert Barricune lo encontró aplicándose a ello cuando Foster, en una de sus tardes libres, había cabalgado varias millas lejos de la ciudad, en un caballo de la casa de postas, hasta un paraje solitario.
—Los he visto mejores —señaló Barricune mientras aparecía tras una columna de arenisca. Ranse Foster le daba la espalda y tenía una pistola vacía en la mano.
Foster se revolvió.
—Podría haber sido otra persona… y tu pistola está descargada —añadió Barricune.
—Cuando vea a otra persona, no lo estará —prometió Foster.
—Si me hubieras preguntado —sugirió Barricune—, podría haberte enseñado. Pero no querías ninguna ayuda. Un hombre no debe sentir vergüenza por consultar a alguien que sabe más que él.
Su pistola apareció de pronto en su mano y disparó cinco tiros cuyos ecos retumbaron entre los pilares de arenisca blancos como calaveras. Media pulgada por encima de unos naipes que Ranse había fijado a un árbol muerto, un agujero astillado aparecía entre la madera.
—No quería destrozar tus blancos —le explicó Barricune.
—No me da vergüenza consultarte —le dijo enojado Foster—, porque sabes mucho. Yo tiro directo al blanco, pero soy lento. Ahora te estoy consultando.
Barricune recargó su pistola y meneó la cabeza.
—Es ya un poco tarde para eso. He venido para decirte que Liberty Valance está en la ciudad. Está interesado en el nota al que todo el mundo puede darle una patada… Ese recién llegado que dice que puede leer en griego.
—Bueno —dijo Foster suavemente—, ya ha llegado la hora.
—No te imagines que vas a cabalgar a la ciudad conmigo —le advirtió Bert—. Irás tú solo.
Ranse cabalgó hacia la ciudad con el cinturón de la pistola atado. Antes, siempre lo había llevado envuelto en un impermeable[22]. Una vez en la ciudad, se permitió el lujo de una última vanidad. Fue al barbero sin fingir ni inclinarse.
—Córteme el pelo, rápido —ordenó tajante.
El barbero estaba nervioso, pero trabajó con una rapidez comprensible.
—Pensé que estaba usted muy orgulloso de su mata de cabellos ondulados.
—No sé por qué lo pensaba —respondió Foster con frialdad.
Una vez que estuvo de nuevo en la calle, cayó en la cuenta de que no sabía cómo llevar a cabo la tarea. Tampoco dónde estaba Liberty Valance, y no estaba dispuesto a dejarse atrapar como una rata. Trató de buscar a Liberty.
El hombre de confianza de Joe Mosten estaba acomodado en la puerta del Prairie Belle. Se hizo a un lado para dejarle el camino expedito.
—No está aquí, Foster —dijo solícito. Era la primera vez en varios meses que un hombre se dirigía a él con respeto. Su presencia era reconocida como una amenaza para las instalaciones del Prairie Belle.
Cuando muera, quizás hoy, pensó Foster, nunca dirán que fui un cobarde. Puede que digan que fui un maldito chiflado, pero ya no me importará en ese momento.
—¿Dónde está? —preguntó Ranse.
—No te lo puedo decir —le contestó en tono de disculpa—. Soy joven y sano, y el sitio donde esté no es asunto mío. Joe te estará muy agradecido si permaneces fuera del local. Eso es todo.
Ranse miró a través de los cristales del almacén de Dowitt. Había puesto el candado. Dirigió su mirada al norte, hacia la oficina del marshal.
—También está cerrada —le dijo cortésmente el empleado del salón—. Hace una hora que reclamaron al marshal fuera de la ciudad.
Ranse echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. El sonido encontró su eco entre las fachadas con falsos frontones. No había nadie paseando por las calles, ni siquiera estaban los caballos atados a sus estacas.
—Mándale un mensaje a Liberty —ordenó con el tono de uno que tiene la potestad de dar órdenes—. Dile que el novato quiere verle de nuevo.
El empleado del salón se aclaró la garganta.
—No creo que sea necesario. Por ahí viene, está bajando desde el final de la calle. ¿Qué dice?
Ranse echó un vistazo, sabía que el empleado del salón lo miraba con curiosidad.
—Yo diría que es él. Sí, yo diría que es Liberty Valance.
—Ahora iré adentro —señaló el otro hombre en tono de disculpa—. Bueno, cuídese.
Y se marchó sin hacer el menor ruido.
Ranse percibió que esa era una situación clásica. Dos enemigos que caminan para encontrarse a lo largo de la polvorienta y vacía calle de un poblado del Oeste. Qué razones tienen los otros, nunca lo sabré. ¡Hay tantas cosas que nunca he aprendido! Pero ya no queda tiempo, pensó.
Era un actor que sabía cómo acababa la obra, pero que había olvidado los diálogos y las claves para recordarlos. Uno de nosotros tendría que decir algo, meditó. Debería haber planificado esto desde el principio, pero todo lo que veía era el final.
Liberty Valance, fornido y ancho de hombros, caminaba con las piernas rígidas y los codos doblados.
Cuando esté lo bastante cerca como para que pueda ver si sonríe o no, alguien tendrá que decir algo, supuso Ranse Foster.
Al observar lo que pasaba dentro de su mente, lo vio claro: Este hombre tiene miedo. Este Ransom Foster. Pero nadie más lo sabe. Avanza y tiene miedo, pero no es un cobarde. Recuérdalo. Recuérdalo, Hallie.
Liberty Valance le dio la clave.
—¿Me andabas buscando? —le dijo entre dientes. Sonreía.
Ranse casi le estaba agradecido. Era como si Liberty hubiese dicho: ¡Ya es la hora!
—Te debo algo y quiero pagar mi deuda —le respondió Ranse.
La mano de Liberty relampagueó con su arma. El revólver en la mano de Foster explotó, y con él todo el universo.
Dos disparos suyos por uno mío, fue su último pensamiento durante unas horas.
Miró hacia el extraño e inestable techo y descubrió un rostro que se ondulaba como un reflejo en el agua. La cama bajo él parecía hundirse incluso antes de cerrar los ojos. A lo lejos, alguien decía:
—Pon más vendas en la herida, esto para la hemorragia.
Él sabía, por el terrible dolor que le ocasionaba, dónde estaba la herida: en el hombro derecho. Cuando se lo tocaban, podía oír sus propios gritos.
La cara que se desdibujaba ahora sobre él era otra: Bert Barricune.
—Está muerto —dijo Barricune.
—Yo, no —respondió Foster desde el más allá.
—No me refería a ti —contestó Barricune.
Ranse volvió la cabeza hacia la fuente del dolor, y el rostro que se estremecía ante él era el de Hallie, pálido y con grandes ojos. Ella puso una mano dubitativa sobre él y Ranse se asombró de que estuviera temblando.
—¿Tiemblas —le dijo— porque hay sangre en mis manos?
—No —respondió ella—. Es porque podrían estar enfriándose.
Se dio cuenta de que había otras personas en la habitación. Se movieron y se apartaron al entrar el doctor.
—Quizás conserve ese brazo —le indicó por fin el doctor—, pero nunca le resultará de gran utilidad.
El juicio tuvo lugar a las tres semanas después del tiroteo, en la habitación del hotel donde yacía Ranse. El delito que se le imputó fue perturbar la paz pública. Se le encontró culpable de los cargos y le multaron con diez dólares.
Cuando los otros se marcharon, le dijo a Bert Barricune:
—He oído que hay una recompensa. Con ella se pagarían el doctor y el hotel.
—No la vas a recoger —le informó Bert—. Esos calzones te vienen demasiado grandes.
Bert Barricune se sentó frente a él y le observó durante un momento.
—Tú no mataste a Liberty —le indicó.
Foster frunció el ceño.
—Le enterraron.
—Liberty disparó una vez. Tú disparaste otra y fallaste. Yo disparé una vez, y nunca fallo. De todas formas, yo tampoco iré a recoger la recompensa, Hallie no aprueba la violencia.
—Eso es todo lo que tenía para estar orgulloso —dijo Foster pensativo.
—Le hiciste frente —afirmó Barricune—, fuiste a su encuentro. Si quieres estar orgulloso de algo, puedes recordar eso. Es cierto que no hiciste mucho más.
Ranse le miró fijamente.
—Bert, ¿eres mi amigo?
Barricune sonrió sin humor.
—Sabes que no lo soy. Te recogí en la pradera, pero lo hubiera hecho por la última escoria que se debatiera en esa situación. Si hubiera querido, no lo habría hecho.
—Entonces, ¿por qué…?
Bert miró hacia la punta de sus botas.
—Hallie te quiere. Soy amigo de Hallie. Es lo que siempre seré mientras tú andes por aquí.
—Luego, yo soy el hombre que mató a Liberty Valance —dijo Ranse.
Eso fue lo más cerca que estuvo de atreverse a decir «gracias». Y desde entonces Bert Barricune comenzó a ser su conciencia, su némesis, su enemigo vitalicio y el hombre que le hizo grande.
—¿Sería ella feliz si regresáramos al Este? —preguntó Foster—. Me espera una fortuna si vuelvo allí.
—¿En qué estás pensando? —respondió Bert, que se estiró y se levantó—. ¿Tienes un buen problema, no es así? Podrías resolverlo fácilmente si te vuelves solo. No hay mucho que pueda hacer aquí un hombre con un brazo inútil.
Bert salió y cerró la puerta tras él.
Siempre hay una salida, pensó Ranse, si un hombre quiere utilizarla. Él encontró la suya cuando se enfrentó a Liberty en las calles de Twotrees. Volver a casa es la salida para esto.
Aprendí a vivir sin orgullo, se dijo a sí mismo. Aprenderé a olvidar a Hallie.
Cuando ella vino, entre los platos del almuerzo y preparar las mesas para la cena, se lo dijo.
No lloró. Se sentó en una silla al lado de su cama. Retorció las manos con fuerza cuando él dijo:
—Tan pronto como pueda viajar, regresaré al lugar del que procedo.
Ella no protestó.
—Te deseo buena suerte, Ransom. Bert y yo te cuidaremos mientras estés aquí. Y después de que te vayas, te recordaremos —fue lo único que dijo.
—¿Cómo me recordaréis? —le preguntó con rudeza.
—No me preguntes eso —contestó al tiempo que se levantaba de la silla.
Como estudiante había sido humilde, pero como mujer tenía su orgullo.
—¡Hallie! ¡Hallie! —le imploró él—. ¿Cómo puedo arraigar aquí? ¿Cómo me ganaré la vida?
—¡Ranse Foster! —dijo ella indignada, como si alguien le hubiese insultado—. Creo que tú podrías hacer todo lo que quisieras.
—¡Hallie! —dijo Ranse con dulzura—. ¡Siéntate!
Realmente, él nunca quiso destacar. Tenía dos objetivos en la vida: hacer feliz a Hallie y mantener a Bert Barricune al margen de complicaciones. Defendió a Bert de cargos que iban desde la embriaguez hasta el robo de ganado, y Bert tuvo que cumplir condena dos veces.
Ranse Foster no quería presentarse a juez, pero Bert le indicó: «Creo que a Hallie le gustaría que a alguien como tú se le llamara Su Señoría». Hallie se sintió contenta pero no sorprendida cuando fue elegido. Ranse estaba asombrado, pero no contento.
Tampoco quería presentarse al Congreso, aquello fue cuando el Territorio se convirtió en un Estado… Pero allí estaba Bert Barricune tras los bastidores. Nunca apremiaba, nunca aconsejaba, pero le miraba con los ojos semicerrados e inyectados en sangre. Bert Barricune, que nunca llegó a nada, pero que nunca se entrometió, fue un recordatorio viviente y silencioso de tres deudas: un sombrero lleno de agua entre los álamos, un pistoletazo en una calle polvorienta y Hallie, que cosía tranquilamente en una silla junto al velador. Y los Foster tuvieron cuatro hijos.
Todas las cosas que la oposición dijo sobre Ranse Foster cuando aspiraba a la legislatura estatal eran ciertas, excepto una: había sido un mozo de un salón en la frontera; había sido un pordiosero que aceptaba limosnas a la entrada de un café; había sido despreciable y despreciado. Pero la acusación que le costó las elecciones era falsa: él no mató a Liberty Valance. Nunca sirvió en la legislatura del Estado.
Cuando se empezó a hablar de que se presentara para gobernador, él lo rechazó. Handy Strong, que sabía de política, trató de persuadirle.
—Lo de ese tiroteo, ya sabremos cómo tratarlo: «El Honorable Ransom Foster iba por la calle a plena luz del sol para hacer frente a un enemigo de la sociedad. Le disparó en una pelea limpia, en defensa propia, como cuando se le dispara a un perro rabioso… Pero Liberty Valance podía responder y lo hizo. Ranse Foster lleva la marca de ese encuentro aún hoy en su brazo impedido. Todavía paga el precio por proteger a los ciudadanos cumplidores de la ley. Y él fue el primer profesor al oeste de Rosy Buttes y ejerció sin paga». Has recorrido un largo trecho, Ranse, y aún llegarás más lejos.
—Un largo camino para alguien que nunca pretendió ir a ninguna parte. Yo no quiero ser gobernador —asintió Foster.
Cuando Handy se marchó, entró Bert Barricune, sin lavar y sin afeitar. Se sentó con rigidez. A la edad de cincuenta ya era un viejo, una reliquia olvidada de la frontera que había desaparecido, un legado para los tiempos más civilizados en los que no quedaba sitio para él. Llenó su pipa con parsimonia.
—Los del otro bando dicen que no te vas a presentar a gobernador porque tu mujer no tiene ese capricho —dijo tras un rato de silencio—. Van a contar que Hallie no aprendió a leer hasta que fue mayorcita.
Ranse se puso en pie, blanco de furia.
—¡Entonces ganaré esas elecciones aunque sea lo último que haga!
—No creo que eso te mate. Liberty Valance no pudo —dijo Bert con voz cansina.
—Podría haberme desembarazado del peso de ese asunto hace tiempo contando la verdad —le recordó Ranse.
—Aún podrías hacerlo —respondió Barricune—. ¿Por qué no te animas?
—Porque te debo mucho —dijo con amargura—… Y no creo que Hallie quiera ser la esposa del gobernador. Es tímida.
—Hallie nunca quiere nada para ella. Lo quiere para ti. Tal y como yo lo siento, no lloraría en tu funeral. Pero lo que Hallie quiere, trataré de que lo obtenga.
—Yo también —prometió Ranse, lúgubre.
—Por lo tanto —admitió Bert—, no me importa decirte que fui yo quien recordó a la oposición que desenterrara ese asunto de que ella no sabía leer.
Mientras el senador y su esposa regresaban a casa después del sombrío funeral de Bert Barricune, Hallie suspiró.
—Bert nunca tuvo mucho. Supongo que tampoco ambicionaba demasiado —dijo.
Quería que fueras feliz, pensó Ranse Foster, y lo hizo lo mejor que supo.
—Me pregunto de donde habrán venido esos brotes de nopal —musitó él.
Hallie le miró sonriente.
—Los traje yo.