Permaneció donde unas manos toscas la habían arrojado. Los indios le cubrieron la cabeza con una manta apestosa de tal manera que no podía ver a los soldados que estaban justo en lo alto de la colina. Alrededor de ella se sentía la fuerza y el peligro de los sioux. Escuchaba el movimiento y los gruñidos sordos, con la respiración contenida, mientras trataba de captar el diálogo del jefe con los soldados.
Escuchó el sonido de unas ruedas de carro y la voz de un hombre ladrando:
—¡So!
¡Los carros del rescate!, pensó. ¡Han traído los carros de rescate! De nuevo pudo respirar.
La voz del jefe, cascada y quejumbrosa, le llegó desde la distancia.
—Los regalos son adecuados. La mujer blanca ya puede ir con su gente.
Le daba la libertad porque le había curado la herida. Escuchó un rumor de irritación entre los indios que la rodeaban, pero alguien le quitó la manta de la cabeza y otro la empujó con tanta fuerza que se trastabilló.
Subió por la colina con los pies calzados con mocasines, pies que encallecieron por culpa de los ásperos senderos. Pero ahora caminaba por el suelo firme. Pensaba que apenas estaba ya un poco por encima del nivel del llano y que se sentía algo más segura, entre el cielo y la tierra, donde ya era difícil que le hicieran daño. Durante los últimos siete meses había aprendido varias formas de evitar que la hirieran.
Ahora, el peligro real se agarraba a su corazón. ¿Quién le podía asegurar que la dejarían alcanzar a aquel pequeño grupo de soldados?
A medida que avanzaba, buscaba seguridad en algún sitio que nadie más conociera. Lo halló meses antes, cuando los sioux dijeron que la iban a matar. Los soldados blancos les habían estado persiguiendo durante tanto tiempo que se habían vuelto muy irritables por culpa de la agotadora retirada. Suplicar era inútil. Los indios se burlaban de las súplicas. Le golpearon en la cabeza cuando se arrodilló para pedirles clemencia.
Por eso, había aprendido a no arrodillarse ni a suplicar e, incluso, a no llorar. Su espíritu simplemente se disimulaba detrás de su cuerpo en busca de defensa. Su ser, su alma, era una nube negra del tamaño de un puño situado justo detrás de su pecho protector. Era hueca, sin dorso. Su espíritu, su ser, se refugiaba tras sus pulmones, seguro y protegido.
Había aguantado sola ante todas las amenazas, esperando el momento de los golpes, susurrando las palabras que los sioux pensaban que eran mágicas porque las pronunció para calmar al viejo jefe, que deliraba por culpa de una herida. Ella contemplaba los rostros llenos de odio y susurraba:
—El Señor es mi pastor, nada me falta… Cuando estás conmigo, Tu vara y Tu cayado me consuelan… ante la presencia de mis enemigos…
Dos de las squaws la golpearon con palos, y cuando su cuerpo ya no parecía un espacio en el que hallar refugio, prorrumpió en lamentos. Pero su ser estaba a salvo, solo su cuerpo padecía las heridas.
Había buscado aquel escondrijo a menudo y encontró la paz allí, cuando el peligro era más espantoso. Debes seguir ahí, se advirtió a sí misma, hasta que alcancemos el fuerte.
Los blancos esperaban en la colina. Los adláteres del anciano jefe andaban abajo, saqueando los carros y examinando los caballos que les habían entregado. Los indios que la habían retenido buscaban ahora su parte del botín. Ella tropezó.
Uno de los soldados era alto. Se le cortó la respiración al verlo. ¿Será mi marido el que lleva el uniforme azul? No. Debe de estar muerto.
El soldado alto se inclinó ante ella.
—Soy el teniente Widdicombe, señora Foster —se presentó el soldado—, nos alegra ver que está usted bien.
Debía encontrar algo educado para contestarle. Pero no podía recordarlo. No había dormido… ¿Por cuánto tiempo?… Se quedó mirando al oficial y movió los labios.
—El señor Foster… ¿Lo mataron?
—Me complace anunciarle que está a salvo en Saint Louis. Él ha organizado su rescate.
—A salvo —repitió ella mientras humedecía sus labios.
Frank Foster, su protector bien plantado, estaba vivo en lugar de muerto. No me lo merezco, pensó. Entonces, pronunció un nombre:
—¿Mary?
El oficial movió la cabeza.
—Lo siento, señora, no hemos sabido ni una palabra de su pequeña. Esperamos que haya sido recogida por algunos emigrantes. ¿Puede usted montar? Deberíamos alcanzar el fuerte antes de que oscurezca.
—Puedo montar —afirmó con energía.
Se había acostumbrado a caminar con cargas pesadas a la espalda. No se le permitió montar desde el primer día de cautiverio, cuando la expedición guerrera marchaba con paso rápido.
—No debe parecer que tenemos prisa —advirtió el oficial.
El teniente se dio la vuelta para marcharse con dignidad. Alzó el brazo en señal de despedida hacia el anciano jefe. Abajo, en los carros, los indios aullaban y desgarraban los regalos del rescate mientras comenzaban las peleas.
Un disparo de rifle rasgó el aire como si la mano alzada hubiese dado una señal. El caballo del soldado más joven empezó a recular y a rehusar. Cuando hubo calmado al animal, el soldado observó cómo la sangre le mojaba el pantalón por debajo de la rodilla.
—Me han dado —dijo con voz ronca.
La señora Foster se aferró a su silla.
—No pasa nada —le amonestó el teniente al soldado herido—. No es momento para pelear.
Cuando se pusieron a cabalgar, la señora Foster contó los soldados: eran seis, el número exacto especificado en la última carta que había escrito al fuerte. El anciano jefe dictaba las condiciones y ella las escribía.
Pensó que eran unos valientes y prefirió no darle vueltas a las cosas para concentrarse en llegar al fuerte, valladar contra el peligro.
Pero en lugar del fuerte, mientras cabalgaba veía a una criatura rubia que andaba sola por la pradera abierta, sin fin, una niñita que tropezaba y gritaba: «¡Mamá! ¡Mamá!».
La señora Foster se volvió hacia el oficial.
—Tengo que decirle algo sobre Mary, mi niñita.
Pero cuando el oficial le respondió con simpatía, ella no pareció capaz de decir nada más.
Después de que pasara un largo rato, pararon para descansar.
La señora Foster supo que debía ir junto al soldado herido, el poder de curar que tenían su voz y sus manos la había mantenido viva durante su cautiverio entre los sioux. Pero el oficial se hizo cargo de él y ella no se atrevió a dar un paso adelante y ofrecerse para curarlo.
—Nos quedan todavía cuarenta millas de camino —oyó que avisaba el oficial.
—Puedo hacerlo, señor —fue la ruda respuesta del soldado que escuchó.
Cabalgaron rápido hasta que se escuchó el grito de un soldado.
—¡Polvo!
Durante la tempestad de arena, la señora Foster yacía en una barranca y el soldado herido también se refugiaba allí junto a otros dos que permanecían agachados mientras oteaban algo en la lejanía.
—Si vienen los indios, quiero que me pegues un tiro —le ordenó a uno de los soldados cuando se volvió y fijó su mirada en ella.
—¿Por qué, señora? —le contestó con una voz que reflejaba su asombro. Y notó que se ruborizaba, pese al polvo y a lo atezado de su rostro. La señora Foster se sintió aliviada al comprobar que sus órdenes iban a ser obedecidas.
Luego se inclinó hacia el bisoño herido.
—Deja que te ayude —le dijo en un tono cantarín—. Yo curé al jefe. Me llamaban la mujer medicina.
—Estoy perfectamente, señora —respondió con rudeza el muchacho.
Aquello era una prueba. La señora Foster pensaba que la estaban engañando y que, si no curaba al chico, le harían pagar por ello. Se agachó a su lado y le puso la mano en la frente. Frunció el ceño y empezó a susurrar su hechizo:
—El Señor es mi pastor, nada me falta…
Entonces se escuchó el grito lejano de otro soldado y la señora Foster oyó que alguien le decía que ya se podía levantar, pero ella continuaba con su hechizo. Si le curo, pensó, quizás él escuche lo que le cuente sobre Mary. Si se lo cuento a alguien ahora, quizá luego pueda soportar decírselo al señor Foster.
Un soldado subió por la colina y dijo:
—Son cinco carros de emigrantes, señora. Vamos a ir con ellos hasta el fuerte.
La señora Foster comenzó a temblar.
—Pero, entonces, no llegaremos esta noche.
—Quizás —mintió despreocupadamente el soldado—, pero formaremos un grupo más fuerte.
La señora Foster recordó los términos exactos del pacto con los indios. Los transcribió traduciendo las palabras que el jefe dirigió a los soldados del fuerte para que las leyeran si la carta alguna vez llegaba hasta allí. Siempre y cuando no fuera otra mentira más de los indios.
—Solo seis hombres —murmuró airada—. Solo seis hombres para llevarme al fuerte.
Y ahora se iba a romper el pacto. Los emigrantes podrían convertirse en un grave peligro para la expedición de rescate, porque habían prometido que solo seis hombres marcharían desde el lugar del intercambio hasta el fuerte. Los indios, que andarían al acecho, podrían pensar que aquello era una violación a propósito del pacto. Prefería no pensar en ello. Permitió que sus temores se escondieran solitarios en las oscuras cavernas de su mente. Dejó que sus manos se movieran con la pronunciación de la fórmula mágica que la había salvado. Las nubes eran blancas en el cielo azul y el viento silbaba a través de la crujiente hierba alta del otoño en las praderas. Estaban totalmente expuestos.
—Vamos a incorporarnos a la caravana, señora —le dijo un soldado, que le hablaba como si tratara de engatusar a un niño—. Hay mujeres blancas en los carros, ¿no le gustaría ver a algunas mujeres blancas después de tanta india?
—¡Oh, sí! —contestó poniéndose en pie—. Solo vi a una blanca en todo ese tiempo. También era una cautiva. Se suicidó ahogándose.
Pensó que debía de ser horrible encontrarse con las mujeres blancas y se llevó las manos a la cabeza. Las trenzas estaban torcidas y sucias, las indias no le habían dejado un cepillo en las últimas semanas, mientras esperaban lo que traerían los carros del rescate. Trató de repasar su traje, pero es una tarea inútil cuando las vestimentas son grasientas y zarrapastrosas pieles de venado.
A medida que cabalgaban hasta la caravana con el soldado herido junto a ella, la señora Foster empezó a sentir las primeras señales de confort: Mujeres blancas. ¡Señoras con las que hablar, y hacer amistades! Ellas comprenderán cuando se lo explique, se dijo a sí misma. Las lágrimas surgieron de sus ojos. Lloraremos juntas por mi pobre hija, pensó.
A medida que se acercaban a los carros, pudo ver a una mujer con una toca de algodón que la protegía del sol, que caminaba junto al último vehículo de la caravana y que llevaba a un niño de la mano. No pudo aguantarse: espoleó su caballo y galopó por delante de los soldados.
—¡Hola! ¡Hola! —saludó con la voz entrecortada.
La mujer se volvió y se encontró con un rostro afilado, moreno y polvoriento que la contemplaba con los ojos entreabiertos. Y la señora Foster no detectó amistad sino un sentimiento hostil, el mismo que había contemplado en los rostros atezados de los sioux. La mujer le dio la espalda sin dirigirle la palabra.
—Lo siento, señora Foster —dijo el teniente—. Los emigrantes temen que vayamos junto a ellos por miedo a los sioux. Pero ese mismo temor les impide separarse de nosotros. Usted irá en el segundo furgón, con una gente llamada Rice. Un hombre y su hija. Puede cabalgar junto a ellos, la chica le está preparando un lecho para que pueda dormir.
—Prefiero cabalgar con los soldados, ellos no tienen miedo de ir a mi lado —respondió ella con rudeza.
—Señora Foster, ¿cuánto tiempo hace que no duerme? —le preguntó él con suavidad.
—No lo sé. Desde luego, no esta noche ni la pasada. Tenía miedo de quedarme dormida —contestó ella.
—Entonces, usted dormirá bien esta noche —afirmó el teniente, y ella detectó un aviso en aquellas palabras. Quizás esa noche los sioux atacasen porque se había roto el pacto.
—¿Dice usted que mi marido está bien? —preguntó ella de pronto.
—Sí, señora. Se recuperó por completo de su herida y ha movido cielo y tierra para organizar el rescate. Se unirá a él en Saint Louis cuando sea seguro viajar.
Ella emitió un profundo suspiro.
—No sé cómo podré mirarle a la cara. No sé qué puedo decirle sobre Mary. Fue por mi culpa, ¿sabe?
—Usted no tuvo la culpa de nada —le amonestó el teniente.
Ella escuchó que él decía que era una mujer valiente, pero eso no era verdad. Solo era una desesperada, sufrida… y astuta cuando tenía que serlo. Cabalgaba cabizbaja, sin dormir pero sin velar.
—Esta es Bessy Rice —oyó que le decía el teniente.
Abrió los ojos y vio a una joven de cara redonda y de unos dieciséis años que la contemplaba desde la parte de atrás del carro. Una muchacha de pelo rubio y ojos azules.
—No es como Mary —dijo la señora Foster meneando la cabeza—. Ella solo tenía siete años.
Cerró los ojos para no tener que ver a la chica, que podía ser una cruel ilusión… ¿O pudo Mary hacerse mayor en cuestión de meses, o habían pasado años enteros en la pradera?
—Vamos a dejar que nuestro herido vaya en el carro de los Rice —le anunció el oficial—. Me haría un favor si montase en el carro con él y se tomara usted misma un descanso.
Descansar, pensó la señora Foster. ¿Acaso no sabe este hombre que descansar es morir si te persiguen los sioux? Descansar, yacer en reposo… Eso es lo que ellos hacen con los muertos al regresar, los entierran muy profundo, así sus huesos no aparecen entre la hierba agitada por el viento.
Pero si otros le hablaban con doble sentido, ella también podía ser astuta. Fingiría el reposo.
—Sí, teniente, como usted lo considere mejor —respondió sumisa, y le permitió que la subiese en el carro donde reposaba el soldado herido.
El soldado permanecía en silencio, pero ella sentía que él la observaba en la oscuridad y que deseaba que ella estuviera en cualquier otro lugar. La señora Foster se tumbó sobre edredones mientras el carro se movía. Yacía sobre ellos con los ojos bien abiertos y alerta, agitándose en los baches y escuchando una voz masculina que gruñía:
—¡Un reclamo para indios, eso es lo que hemos recogido, un reclamo para indios!
Hacía ya mucho tiempo que no podía enfadarse con nadie por nada. Cerró los ojos para dominar la rabia. Frank, tengo que contarte lo que hice después de que los indios nos capturasen…
Cuando se despertó, todo estaba mal. El carro se había parado y el sonido del trajín de la acampada se escuchaba a través del lienzo del carro, pero era un sonido que el miedo amortiguaba.
Ella se preguntó: ¿Creen que por no hacer ruido pueden esconderse de los sioux? El sueño, el bendito sueño, le había alcanzado… pero no había por qué bendecirlo, ya que despejó su mente y le hizo ver con claridad el horror que se aproximaba.
Una voz de muchacha fuera del carro, joven y ligera, la estremeció.
—¿Señora Foster? ¿Señora Foster?
Había un tono deferente en aquella interpelación.
¿Podía tratarse de Mary, ya crecida, casi una mujer por el tono de su voz, ya mayor e implacable, herida y decepcionada más allá del perdón, que la llamaba señora Foster para castigarla, en vez de usar el cariñoso mamá?
—Soy Bessie, señora Foster. Bessie Rice. La cena está lista, pero cruda. No tenemos fuego para cocinar. ¿Quiere salir ahora y comer?
—No —respondió la señora Foster con fría determinación. Podía soportar el hambre, ya la había sufrido antes. Pero no quería hacer frente a las miradas acusadoras que la esperaban fuera, en los ojos de los emigrantes que pensaban reclamo para indios aunque no pronunciaran esas palabras. El carro era un oscuro y vacío lugar para refugiarse. Quería permanecer allí.
—Vaya a comer, señora, yo ya lo hice —le aconsejó tan de súbito el soldado herido que ella se sobresaltó de pavor.
Había sido tan golpeada y tan dominada por los indios durante tanto tiempo que le era más fácil obedecer que resistirse. Descendió del carro.
Al cabo, allí no encontró miradas acusadoras. Nadie hizo caso de su presencia salvo Bessie, que mostraba curiosidad y preocupación, pero no odio.
—He tomado un poco de jabón, por si quiere lavarse —dijo la muchacha.
La señora Foster lo miró con anhelo, pero recordó que ningún lujoso medio de limpieza personal podría nunca borrar la culpa de su espíritu.
—Llevo tanto tiempo sucia que no me hace falta —dijo.
Devoró la comida como una loba: tocino frío y pan de maíz. Al acabar, se sentó con el plato en las rodillas mientras derramaba lágrimas negras. «Tú preparaste una mesa para mí delante de mis enemigos». Comprendió entonces que Bessie, la niña, era la sirvienta del Señor. Aún podía Bessie realizar otro servicio aparte de ese.
—Quiero hablarte de mi hijita, Bessie —le susurró la señora Foster.
—Shhh… ¿Ha oído eso? —le interrumpió la chica—. ¿Es un coyote lo que aúlla ahí afuera?
La señora Foster había aprendido a tener paciencia.
—Sí, querida. Es solo un coyote, hay multitud de coyotes ahí fuera. Debes de haberlos escuchado antes.
—Sí —respondió Bessie—, los he escuchado antes. También he escuchado a los indios. ¿Podría decirme en qué se diferencian?
La señora Foster no contestó. Estaba reviviendo una noche, siete meses antes, la última vez que acarició a su pequeña Mary. Aquella noche aullaron los coyotes… ¿O eran lobos?
—¿Señora Foster? —dijo el teniente.
—Estoy aquí, con Bessie.
—Pensaba que estaba aún en el carromato —dijo.
Se puso de pie al momento, pues recordó su deber junto al soldado herido. Pero ya pasó su oportunidad. El teniente estuvo en el carro con cuatro soldados e hicieron descender al herido. No había luna, pero ella podía percibir formas y movimientos.
—Ponedlo bajo el carro —ordenó el teniente—. Apoyadlo contra la rueda. Duncan, ya estás lo bastante bien como para hacer tu guardia.
—Sí, señor, si soy capaz de permanecer sentado —dijo el soldado.
Se escucharon unas risitas.
La señora Foster comprendió que cada hombre debía montar guardia. Y no durante una parte de la noche, sino durante toda ella y, especialmente, al final de la misma, cuando la luz es gris y aún no ha amanecido del todo. Y con el amanecer llegan los sioux, que tienen miedo de perecer en la oscuridad.
—Señora Foster —dijo el teniente—, quiero que usted y Bessie permanezcan en el carro. Todas las mujeres y los niños permanecerán dentro y nadie deambulará por los alrededores. ¿Está claro?
La señora Foster no contestó, porque pensaba que cada carromato era una trampa.
—¡Seguro! —respondió Bessie—. Ella y yo estaremos en el carro, como usted dice.
La mente de la señora Foster vagaba por los otros vehículos. Buscó y encontró a la gente que estaba allí atrapada… mujeres trémulas, niños que duermen o lloran. Además, notó el miedo en Bessie, se escuchaba en su respiración. También lo sintió bajo el carromato, donde el soldado llamado Duncan se sentaba apoyado contra la rueda, oteando en la oscuridad. Y escuchaba a los hombres que en todas partes, alrededor de los carros, vigilaban y esperaban.
—Vuestra gente está loca —le dijo a Bessie—… Venir con cinco carros al territorio sioux. ¿Por qué lo hicisteis?
—No lo sé —respondió la niña—. Hubo alguna discusión entre los hombres y nosotros tomamos otro camino diferente del de los demás. No sé qué problema fue.
La señora Foster sintió compasión, pese a que sabía que no podía permitírsela después de siete meses de cautividad. No, cuando la seguridad era tan frágil y el pacto se había roto por la estupidez de los emigrantes. Ahogó la misericordia en su garganta. Se la tragó.
Decidió que Bessie tenía que escuchar su historia. Alguien debía oírla y tratar de comprenderla. Pero la señora Foster era astuta, elaboraría la historia de tal manera que Bessie no sabría qué era lo que iba a suceder.
—Apuesto a que tienes unos bonitos vestidos —le dijo a Bessie—. En un baúl dentro del carro. Apuesto a que los tienes.
Bessie guardó silencio durante unos instantes, sorprendida por aquella frivolidad.
—Tengo un vestido rojo —reconoció.
—Enséñamelo, hace tiempo que no veo un vestido bonito.
Bessie se apartó.
—Está muy oscuro aquí.
—De todas formas, lo puedo tocar. Saca el vestido, querida. Te ayudaré a ponértelo.
Ella piensa que soy una demente, pensó la señora Foster. ¿Lo soy? Apretada al máximo contra una de las esquinas, Bessie susurró:
—¿De qué manera os capturaron? ¿Estabais esperando, como nosotros?
—No tuvimos ninguna alerta —respondió con amabilidad la señora Foster—. Todo sucedió de pronto. Mataron a cuatro hombres y capturaron a tres mujeres y dos niños. Yo pensé que habían matado a mi marido, pero el teniente me ha dicho que está vivo.
A ella le gustaría contárselo a Frank Foster alguna vez, pero debía ensayar primero la narración.
—Tengo que contarte algo sobre Mary —dijo—. ¿Me escucharás?
—Cuénteme —respondió Bessie después de dar un profundo suspiro.
La señora Foster volvió a cabalgar con los sioux, atravesaban un cañón. Delante de ella, a lomos de un caballo, estaba Mary, llorando.
—Tenía que dejarla escapar —susurró—. Creo que quizá se hubiera podido salvar de aquella manera. ¿Sabes? Le quemaron el brazo.
—¿Dejarla escapar? —repitió Bessie.
—Los indios la arrojaron al fuego en la primera noche. Uno de ellos me dio un puñetazo cuando yo la saqué de la hoguera. Su brazo quemado le dolía de tal manera que se pasó toda la noche llorando. Tuve que asustarla para que dejara de lamentarse.
Se dio cuenta de que no quería contarlo, después de todo. Pero Bessie la animó:
—Continúe.
Había cosas buenas en el mundo, a pesar de todo. Había un Frank Foster, sano y salvo, que hizo posible su rescate. También los soldados y una chica llamada Bessie que estaba dispuesta a escucharla.
—Tenía solo siete años. Pensé que algún convoy de emigrantes podría recogerla si ella conseguía llegar hasta nuestro carro quemado. Bajé a mi Mary del caballo en medio de la oscuridad y la puse a correr, completamente sola. «Ve corriendo hasta donde los indios nos raptaron», le dije. «Trata de recordar por dónde venimos. He dejado trozos de papel con letras por el suelo a medida que avanzábamos. Al ser de día las podrás seguir y regresarás gracias a ellas. Encuentra el sitio del carro, está en la ruta de los emigrantes y alguien seguirá ese camino».
—¡Seguro que pasaría algún carromato! —añadió Bessie sin demasiada convicción.
—Siete años, Mary tenía solo siete. La última cosa que me dijo, antes de que la besara y la bajase del caballo, fue: «Mamá, tengo hambre».
Ahora que ya lo había contado, la confesión llegaba a su fin. El horror ahora pesaba sobre Bessie y aligeraba un poco la carga de la madre de Mary Foster. Le debía algo a Bessie.
—Déjame verte con ese bonito vestido —dijo—, enséñame cómo van los pliegues.
—Ahora lo saco —anunció Bessie mientras abría un cofre en el fondo del carro—. El vestido es rojo.
—Es verdaderamente bonito. Póntelo.
—Ayúdeme a pasarlo por la cabeza. ¿Cómo van los cierres?
—Así no parece que estén bien. Es así, así es como debe ser.
—Señora Foster, tengo un cuchillo. Aquí. Supongo que si los ganchos no van bien. Así…
—Coses muy bien querida. Ahora, dime, ¿dónde va el cuello?
—Así está bien. Sí. El cuchillo… Podemos usarlo las dos si…
—Sí, querida, hace mucho tiempo que no me pongo un vestido bonito.
—Se lo puede poner.
—No, luce tu precioso traje.
Se quedaron en silencio. Pensaban en el amanecer y en la muerte sobre un vestido rojo. Al final, no quisieron darle más vueltas.
Fueron al cofre y miraron todos y cada uno de sus artículos. Tocaban, preguntaban y describían sin ver. Cuando se callaban, escuchaban el inmenso silencio o el aullido que bien podía ser obra de los coyotes o señales de los que les vigilaban desde las colinas.
—Quiero enseñárselo al señor Duncan —dijo Bessie.
Al principio la señora Foster no asoció el apellido con nadie, pero luego recordó que pertenecía al soldado que hacía guardia bajo el carro con el rifle entre las rodillas. Le maravillaba que Bessie sintiera alguna inclinación por él, que era casi un desconocido. Porque yo también era joven cuando me casé con el señor Foster. Ahora ya tengo veintisiete, recordó entonces.
Descendieron silenciosamente del carro y la voz de Bessie sonó como terciopelo en la oscuridad.
—Señor Duncan, ¿quiere ver algo bonito?
—Por supuesto —respondió él—. Me encantaría ver un escuadrón de caballería viniendo al galope. Eso sería precioso.
—Yo solo tengo un vestido rojo… —dijo Bessie haciendo pucheros.
La voz de Duncan cambió, se volvió luminosa.
—Bueno, señorita Bessie, debo admitir que prefiero verla a usted con su vestido rojo antes que a cualquier pelotón de soldados zarrapastrosos. No se pongan frente a mí, pero las dos pueden tomar asiento.
—¿Cuánto falta hasta la aurora? —se preguntaba la señora Foster.
—No puede tardar mucho… Me parece que llevo de guardia diez años.
La señora Foster sintió ganas de llorar. La niña enamorada y el chaval que era un soldado le parecían tan jóvenes… Tenían mucho miedo, pero Bessie se despojó de sus temores entre los pliegues de un vestido invisible y Duncan pretendía no sentir ningún miedo, solo el tedio del soldado.
—Señorita Bessie —le pidió él—, le agradecería que me trajese un vaso de agua.
La muchacha subió al carro, encantada, ansiosa de poder servirle. Cuando ella se marchó, él se dirigió con un susurro a la señora Foster.
—Aquí tiene un revólver, señora. Está cargado y montado. ¿Sabe usted cómo amartillarlo y dar al gatillo? Tómelo, señora, y no le diga nada. Pero esté cerca de ella si vienen. ¿Lo hará por mí, señora?
Con el frío peso del revólver en sus manos encallecidas, ella se apiadó de él, porque ese sería el primer y puede que el último regalo que él nunca pudiera obsequiar a Bessie Rice.
—Sí, lo haré, señor Duncan —respondió ella—. ¿Sabe usted lo de mi niñita?
—He oído que perdió usted una, señora. No sabe cuánto lo siento.
—Perdida, solo perdida. Puede que no esté muerta, señor Duncan.
Era tan importante convencerle a él como convencerse a sí misma.
—Perdida, no muerta, señor Duncan. No está «perdida» en el sentido que utilizamos cuando enterramos a alguien. La abandoné en la oscuridad y le dije que siguiera el rastro de las letras que había esparcido a lo largo de la ruta. ¿Puede estar a salvo? ¿Quizá regresó al camino de los emigrantes?
—Seguro que pudo —la respaldó en su creencia con convicción.
La señora Foster se sintió más aliviada. La ansiedad ocupaba el lugar de la culpa, ahora que estaba aprendiendo de nuevo a tener esperanza. Ya había ensayado dos veces lo que le tenía que contar a su marido si sobrevivía a aquella noche que estaba a punto de acabar.
—¡Cuánto has tardado! Ni que hubieras ido a sacarla del río Missouri —rezongó él al regresar la señorita Bessie.
Bessie se rio como una boba mientras Duncan bebía. Él hizo una atrevida demostración de buen ánimo suspirando de satisfacción al acabar de beber y depositar la copa en el suelo.
—Habrá gente que me envidie al verme aquí, sentado, de cháchara con dos mujeres bonitas. Parece que va a amanecer —indicó.
Las dos mujeres contemplaron la palidez del cielo.
—Les agradecería que subieran al carro, puede que necesite de este espacio —dijo Duncan.
Cuando regresaron a su oscura trampa, Bessie comenzó a llorar. La señora Foster reposaba junto a un barril con el revólver bajo las rodillas. Fuera, escucharon al teniente hablar unos breves instantes con Duncan. Oyó el viento sobre la hierba y el llanto de un niño. Escuchó un sonido lejano que cortaba el aire como un fino y afilado cuchillo. Y su boca se secó cuando supo de qué se trataba.
Los vítores de los hombres en el prieto círculo de carros le explicaron su significado, al igual que las exclamaciones de alegría de las mujeres. El sonido se volvió aún más claro en la madrugada. Era el clarín de la caballería.
Bessie se abrazó a ella mientras lloraba y reía. Pero la señora Foster la apartó.
—¡Calla! Quiero escuchar a los caballos.
Pero no llegaba mucho ruido. Bajo el carro, Duncan rugía de felicidad.
La señora Foster lanzó el revólver contra el fondo del carromato, lo más lejos que pudo. Luego empezó a llorar con Bessie a medida que los sones del clarín llegaban más cercanos y escuchaban el creciente retumbar de los cascos de los caballos.
El capitán y media docena de soldados cabalgaron con ella hasta el fuerte. El teniente les seguía con la caravana a un paso más lento.
—Tenemos a algunos refugiados en el fuerte —le contó el capitán—. Colonos que se llevaron un buen susto. Están a punto de dejarlo todo y regresar a los Estados.
—Me siento muy agradecida de que el señor Foster esté a salvo en San Luis —dijo la señora Foster—. Iré con él cuando sea seguro viajar.
—Pronto será seguro —le prometió el capitán, que miraba a lo lejos—. Ahora no se asuste, señora Foster. Lo que ve sobre la colina es un mensajero que viene hacia nosotros.
Un jinete azul de la caballería galopó hasta ellos. El mensaje estaba escrito. El capitán lo leyó y, al ver que estaba tensa, trató de relajarla con una sonrisa.
—No son malas noticias, señora. Tendremos que cabalgar un poco más deprisa, pero no son malas noticias.
Había carros de emigrantes fuera del fuerte, pero no muy alejados de él. De manera que si los indios les prendían fuego, las llamas no pudieran trepar por sus paredes de madera.
—Han llegado nuevos refugiados —explicó el capitán—. Muchos de estos carros no estaban aquí ayer. No hay espacio para ellos dentro del fuerte.
Cabalgaron lentamente ante los portones abiertos con cautela. Ella se inclinó sobre la silla en cuanto escuchó que se cerraban los benditos portones que impedían el paso del enemigo.
Una mujer con una toca de algodón la miró fijamente y la señora Foster pensó: Me gustaría ver si tendrías mejor aspecto que yo después de haber estado siete meses entre los salvajes.
El capitán la ayudó a desmontar. No soltó sus brazos hasta que ella estuvo con los pies en el suelo.
—Ahora puedo decirle lo que contenía el mensaje —le dijo—. No debe usted gritar. No debe usted desencadenar el pánico entre esta gente asustada.
—Estoy muy tranquila —respondió mansamente, pero su voz temblaba tanto como su cuerpo.
—Tenemos a una niñita llamada Mary, que vino esta mañana con unos colonos. La recogieron hace unos meses en la ruta… ¡No grite, señora Foster!
Se libró de sus manos al sonido de una voz, aguda y familiar, que gritaba: «¡Mamá! ¡Mamá!». Obedeciendo la orden de silencio, avanzó a trompicones con los brazos abiertos hasta una niñita de pelo rubio que surgía de entre la gente.
No podía ver por culpa de las lágrimas, pero su delgado y palpitante cuerpo se apretaba contra su regazo mientras los brazos se aferraban a ella. Canturreando sin palabras, dio frenéticas palmaditas a su piel y notó la cicatriz curada de una quemadura.