EL EXILIO DEL GUERRERO

Solo cuatro personas se albergaban en la tienda de piel de búfalo el día en que Humo Creciente se decidió a morir. No había mucha carne en el campamento, por lo que su padre y su hermano menor se fueron a cazar. Humo Creciente se quedó con las mujeres porque estaba comprobado que atraía la mala suerte en las empresas importantes.

Se reclinó de espaldas al fuego mientras escuchaba el parloteo de su hermana mayor y de su madre. Cosían pieles para una túnica de invierno. El niñito de su hermana permanecía sentado, observándoles.

—Mi padre fue un gran hombre. Lució la pluma de águila[12] desde los dieciséis. Compartió hazañas[13] con los lakotas[14] y los brazos cortados[15]. Era un cazador habilísimo. Poseía tantos caballos que no los podrías contar y todo el mundo le honraba. Creo que tú también serás un gran hombre —le dijo la vieja al nieto.

El niñito escuchaba sin responder, sus ojos, fijos en el resplandor de la hoguera, imaginaban el tiempo en el que él sería un gran guerrero.

Seguro que será grande, pensó Humo Creciente, que era un fracasado. Y seguro que yo también lo fui, hace mucho tiempo.

Con veintiocho años, todavía no lucía la pluma de águila porque no había realizado ninguna hazaña. Estaba soltero porque tenía tal gafe que las jóvenes del poblado lo esquivaban.

—Pájaro de Agua es un gran hombre. —La vieja continuó narrando su historia en el tono didáctico que usan las mujeres cuando educan a los niños. Nunca contaba nada nuevo, se limitaba a recordarle al pequeño, como era de rigor con todas las criaturas de los apsaruke[16], los ideales por los que se les suponía que debían luchar—. Pájaro de Agua abatió a dos enemigos en un solo día con su maza cuando ellos venían armados y dispuestos a matarlo. Dos veces en un solo día realizó aquella hazaña —susurró la mujer.

—Tenía una medicina poderosa —asintió el niño, orgulloso de reconocer a los varones ejemplares—. Pájaro de Agua tuvo un gran sueño y una cigarra es su espíritu familiar. Yo me iré pronto y tendré también mi sueño.

—No tan pronto —le advirtió su madre—, no hasta que seas mayor.

El sueño era algo necesario para un hombre, pero una preocupación para los que quedaban atrás, en el campamento, que pensaban en él y en esos días de sufrimiento y angustia.

Humo Creciente intuyó la vergüenza que invadió de pronto la estancia con la mención del sueño de la medicina. Salió de la tienda y permaneció de pie, dejando que los copos de nieve se fundiesen sobre sus hombros. Era un hombre fuerte, pero también un fracasado, porque nunca tuvo un sueño.

¡Ellas nunca les contarán a los niños historias de Humo Creciente!, pensó. Dirán: «Hubo una vez un hombre que no trajo nada, sino mala suerte, al pueblo de los apsaruke. Esto es lo que le sucedió…».

Ese fue el instante en el que decidió irse del poblado y morir. Primero, trataría de soñar otra vez, como ya lo había hecho en cinco ocasiones anteriores. No cejaría en su empeño. Se congelaría, o los lobos lo devorarían cuando estuviera demasiado débil para la exigencia que un sueño supone. Pero no regresaría con otro fracaso.

Permaneció de pie entre la nieve con los brazos cruzados mientras tramaba sus planes y recordaba las terribles desgracias que le habían sucedido a su gente porque él no tenía un espíritu protector. Se acordó de los largos años de ilusiones hasta que comprendió que, por alguna razón, él había nacido para atraer la mala suerte sobre todos.

Todavía recordaba aquello cuando, en lo más oscuro de la luna de invierno, se escapó en silencio del campamento dormido, a solas.

Iba a pie y llevaba a un caballo de las riendas. Se llevó consigo unas pocas cosas: una manta, un par extra de mocasines y un poco de tasajo que no tocaría hasta haber alcanzado su sueño. También tenía sus armas: un buen arco y veinte flechas, además de un cuchillo.

Como, para él, la esperanza no estaba muerta por completo, llevó consigo una pequeña bolsa de pintura. Si no le quedara algo de fe, se habría ahorcado. Era mucho más rápido hacer eso que seguir el camino que había escogido. Pero esta vez tendría suerte. Podría, en el momento en que estuviera enfermo y febril, tener un sueño y encontrar a un espíritu que lo auxiliara. Con ese respaldo podría realizar alguna hazaña notable y regresar triunfante a casa. Entonces, se pintaría el rostro para mostrarse ante su gente.

No tuvo ningún problema para escapar del poblado. La hermandad de los guerreros, la policía que vigilaba el campamento, no tenía centinelas dispuestos aquella noche para evitar que los jóvenes se fugasen para buscar la gloria sin su permiso. De haber habido centinelas, Humo Creciente habría podido esquivarlos. Le adiestraron en el uso de la fuerza, la astucia, el sigilo y la ligereza de pies. Su formación entre los viejos sabios de la tribu fue larga y dura. Aprendió todo lo que le podían haber enseñado. Lo único que le faltaba era la suerte.

No tornó la mirada hacia las tiendas cubiertas de piel, que se perfilaban en negro contraste frente a la nieve. Solo un corto número de personas lo iban a sentir si no regresaba: su madre, porque le quería aunque no tuviera ningún motivo por el que estar orgullosa de él, y sus hermanas, que le guardarían luto, pero no acuchillarían sus brazos ni se cortarían los cabellos.

Caminando contra el viento, avanzó mientras recordaba la primera vez que salió a soñar, con doce años. En aquella ocasión no sabía qué era a lo que estaba haciendo frente, salvo que se trataba de algo terrible. Pero temía a la sed, al hambre y al cansancio, ya que a través de ellos llegaba la comunión mística con los espíritus que podían hacer grande a un hombre.

Aquella primera vez fue con dos amigos hasta que se separaron y cada muchacho fue a la cumbre de su colina. Al cabo de cuatro días, cuando aquello terminó, los tres regresaron al poblado juntos, reverentes, orgullosos y llenos de miedo; tuvieron que hacer frente a los adustos guerreros que habían sido sus maestros y ahora eran sus jueces.

Perro Salvaje, de trece años, fue el primero en contar su sueño en la tienda del consejo.

—Un espíritu castor me dijo: «Perro Salvaje, ven conmigo». Me llevó a las cumbres de unas blancas montañas. Mis pies no tocaban el suelo. El espíritu sagrado me llevó debajo del agua, a una tienda pintada de rojo.

Perro Salvaje les contó todo lo que le pasó con detalle y los ancianos concluyeron que había tenido un gran sueño. El castor era su espíritu tutelar, su medicina. Desde entonces, Perro Salvaje iba al combate con una pieza de piel de castor que colgaba de su hombro, a la que rezaba y que, a su vez, le proporcionaba gloria. Había soñado tres veces desde la infancia.

Perro Salvaje se convirtió en un gran hombre, sin piedad y sin miedo. Era duro, fanático, atribulado por muchos tormentos religiosos que él mismo se aplicaba. El relato de sus hazañas a los guerreros le llevaba un largo tiempo. Se transformó en un joven cuyas palabras escuchan los ancianos. Tenía muchos caballos y tres mujeres jóvenes.

El otro muchacho, Pájaro de Agua, narró su sueño al consejo: las cigarras habían revoloteado toda la noche a su alrededor y lo habían dejado sordo con su chicharra, pero, al cabo de un tiempo, pudo entender sus palabras. Las repitió ante los ancianos, pero su significado se le escapaba.

Uno de los sabios explicó el significado. Después de aquello, Pájaro de Agua llevaba una cigarra metida en una bolsa que colgaba bajo su trenza. Cuando realizó su primera hazaña solo contaba catorce años, se infiltró entre los tipis de una somnolienta aldea lakota y se llevó un magnífico caballo.

Humo Creciente narró sus experiencias a los iniciados en los misterios después de sus dos amigos.

—No vi ningún espíritu. Nada se me acercó y no escuché ningún mensaje. Pero escuché el llanto de un niño. Quería decirme algo, pero no lo entendí.

Los ancianos deliberaron durante largo tiempo mientras él esperaba, trémulo, en el círculo del consejo. Le dijeron que, después de todo, no había tenido un sueño.

—El llanto que escuchaste —le explicaron— debió de ser tu propia voz.

Le recomendaron con amabilidad que lo intentara de nuevo cuando se sintiera con fuerzas para ello. También le recordaron que muchos no habían soñado nada en la primera ocasión.

A medida que los años pasaron, lo intentó cuatro veces más, pero ni siquiera escuchó de nuevo los ecos de aquel llanto. Él solo se quedaba exhausto y se derrumbaba.

Siempre fue una amenaza para sus amigos. Cuando formaba parte de una expedición guerrera, les atribulaban las desgracias (pero él iba a la guerra, lo que requería un gran valor en alguien que carecía de espíritus tutelares). Una vez, trató de realizar la más grande de las hazañas; se deslizó por la parte trasera de una tienda enemiga y cortó la cuerda que amarraba a un bonito potro bayo. Pero el caballo relinchó y los guerreros enemigos se levantaron. En el combate que siguió, un joven de los apsaruke, llamado El Que Permanece En El Agua, fue malherido.

En un enfrentamiento con algunos merodeadores lakota, Humo Creciente se acercó a un enemigo herido y estaba a punto de darle el primer golpe cuando su potro trastabilló y sus cantaradas alcanzaron al enemigo antes de que Humo Creciente se pudiera desembarazar de su potro caído. Uno de aquellos compañeros murió al día siguiente de las heridas que recibió en el combate.

Otros guerreros fueron heridos, y tres murieron, en circunstancias que, por fin, dejaron claro a todo el mundo que se debían achacar al mal fario de Humo Creciente.

Tras un tiempo, ni los más ambiciosos y temerarios jóvenes le pasaban la pipa cuando estaban preparando una incursión guerrera.

Lo peor que le sucedió al poblado tuvo lugar cuando estaba fuera de él. Fue algo tan malo que era mejor no tratar de pensar más sobre ello.

Al amanecer, ya estaba por completo fuera del alcance de los vigilantes del poblado. Entonces fue directo a una loma denominada Donde Las Águilas Descansan. Allí, otros hombres habían soñado con éxito y obtuvieron hechizos protectores de espíritus de la medicina.

Viajó el resto de aquella noche, el día siguiente y la mitad de su noche antes de alcanzar el lugar elegido, el sitio en el que iba a soñar o a morir. No se paró a descansar, porque necesitaba quedar exhausto. Se detuvo solo para librar de la muerte al caballo que conducía. Sus labios no tocaron la nieve. La sed era necesaria. Solo a través del sufrimiento podía alcanzar un hombre el derecho a soñar.

Al surgir el sol, ya estaba listo para la prueba. Se hizo un lecho de salvia, construyó un chozo para sudar[17] y se purificó en él. Había pasto para su montura en una de las laderas de la colina. También encontró una especie de cueva, un agujero en la arenisca del barranco, donde dejó sus armas y las pocas cosas que había llevado.

Anduvo y bailó hasta agotarse; gritaba y rezaba mientras la nieve caía sobre su cuerpo. Aún resistía al ponerse el sol. Al oscurecer, desfalleció de un mareo y se puso a dormir durante un rato en el lecho de salvia con la nieve cayéndole encima. No tuvo ningún sueño portentoso, solo pesadillas repletas de horror.

Se despertó en medio de la oscuridad. Yacía tan inmóvil y frío, tan débil y enfermo, que parecía que alguien lo agarraba para evitar que se moviese. Su mente no se libraba de las pesadillas. Había contemplado sucesos que no podía ver de verdad, pese a que sí sucedieron.

Una gran expedición guerrera salió del poblado dos años antes, dejando solo a unos pocos hombres en el campamento. La mitad de aquellos escasos guerreros fueron a cazar carne para los niños, las mujeres y los ancianos. Cuando la partida de caza se marchó, y Humo Creciente con ella, una expedición punitiva de los Brazos Cortados arrasó las tiendas indefensas.

Los cazadores apsaruke regresaron con la carne y los guerreros victoriosos volvieron con honor y riquezas para encontrarse con sus tiendas quemadas y con la gente que quedaba llorando y de luto mientras trataban de comenzar de nuevo sus vidas.

Los ancianos del campamento habían combatido con la misma bravura que mostraron de jóvenes. Incluso las mujeres lucharon, y una de ellas, Mujer Conejo, realizó una hazaña. Quedaron varios muertos en el campamento cuando todo acabó y desaparecieron seis mujeres, cautivas de los Brazos Cortados. Entre ellas estaba Mujer Conejo; Humo Creciente la había pretendido en matrimonio, pero los hombres de su familia rechazaron su obsequio de caballos porque no tenía méritos de guerra.

La madre de Mujer Conejo presentó una acusación contra Humo Creciente. Le apuntó con su nudoso índice y gritó:

—¡Es por su culpa! ¡Es él quien tiene la culpa de lo que nos ha pasado!

Desde luego, aquella acusación no tenía sentido. La cacería fue acordada por las autoridades legítimas y Humo Creciente no formaba parte de ellas. Simplemente, había participado en ella como un cazador más.

Pero la gente escuchaba y se agitaba y daba la razón a la madre de Mujer Conejo. Esta había experimentado sus propias y misteriosas experiencias oníricas. Una vez, estuvo muy enferma y murió para volver de nuevo a la vida. Sus palabras tenían mucho peso.

Después de aquello, Humo Creciente fue considerado como una amenaza para su pueblo. Lo sentían por él, pero tenían que preocuparse por su propia parentela. No se podía derrochar demasiada compasión en un hombre con tan mala fortuna, tan peligroso.

Agarrotado y dolorido, se puso en pie y comenzó a caminar alrededor de la colina, mientras rezaba y cantaba. A medida que la jornada iba pasando, a veces se tambaleaba por la falta de fuerzas y se congratulaba por ello. La debilidad debe venir antes que el sueño y él era tan fuerte que el agotamiento iba a tardar bastante.

El mundo comenzó a desvanecerse en la lejanía, de manera que él era el centro de una nada repleta de flaqueza, hambre, sed y miedo.

Después de un tiempo, se derrumbó.

Después de que pasara un vasto vacío, sintió dolor, pero no era demasiado consciente. Todo estaba oscuro. Su corazón latía con lentitud y entonces pensó: me estoy congelando. Trató de invocar a los espíritus para que tuviesen piedad de él, pero era demasiado tarde, porque ninguna palabra salía de sus labios.

Pero había algo, en algún lugar, como un sonido, y su corazón dio un gran salto. De nuevo tenía doce años, estaba en lo alto de una colina en una noche de estío y se escuchaba el llanto de un bebé.

Yacía completamente inmóvil, esperaba que la voz de un espíritu le dijera: Humo Creciente, ven conmigo. Pero no escuchaba esas palabras, sino solo un débil maullido.

Entonces hizo algo que requería mucho más coraje que el que hasta entonces jamás había necesitado. Abandonó el mundo de la semimuerte e hizo que sus brazos y piernas se moviesen. Se deslizó lentamente por la cumbre de Donde Las Águilas Descansan para saber qué era lo que emitía aquel llanto de niño.

Podría tratarse de un mal espíritu que le arrastraba de vuelta a una existencia en la que seguiría siendo un desgraciado. O podría ser aquel llanto que oyó hacía tantos años, pero que esta vez quería expresarse con mayor claridad.

Le tomó mucho tiempo alcanzar el borde de la loma. Permaneció allí y observó. Había algo abajo, en la nieve, un bulto oscuro en la blanca inmensidad.

¡Tengo un sueño!, pensó medio inconsciente. Esperó que algo le dijese lo que tenía que hacer, pero no había ninguna señal, por lo que tendría que deslizarse colina abajo y acercarse a ese aparecido.

Fue a rastras durante parte del trayecto, y en la otra se trastabillaba sin sentir dolor. Yacía en la nieve y se arrastraba hacia el bulto. En todas las historias sobre espíritus de la medicina que había escuchado, ninguno de ellos requería un esfuerzo como el que estaba realizando. En este sueño no se flotaba en el aire ni se encontraba un pasaje hacia otra realidad.

El sonido volvió a escucharse.

Sonaba muy débil: ¡Miu, miu! Era un espíritu bebé envuelto en mantas, que parecía aterido y enfermo.

Se arrastró con vigor hasta el bulto y removió la manta tras un gran esfuerzo. Se encontró con una mujer tumbada. No la miró muy de cerca, y cuando puso sus ojos en el niño, su mirada se turbó. El chico permanecía envuelto en sus mantas y muy apretado contra el cuerpo de ella en busca de calor. Humo Creciente pensó que la mujer estaba muerta y que ya no había que ocuparse de ella. Lo que sí importaba era que el niño sobreviviera, porque él podría ser su medicina. Si se moría, ya no le quedaría ninguna esperanza.

Puso la mano sobre la piel de la mujer. Aunque la encontró fría, pensó que aún alentaba. Trató de levantar al niño que lloriqueaba, pero la madre se quejó.

—¡No puedes quitarme a mi espíritu protector! —gritó con ira—. Tú debes de ser el espíritu que provocó mi mala suerte durante tanto tiempo. ¡Pero ahora tengo a este auxiliador!

De todos modos, el niño parecía más caliente donde estaba que en sus manos. Cubrió de nuevo al niño con su manta, lo dejó junto a la mujer y sacudió la cabeza para tratar de discurrir algo con claridad.

Se arrastró en dirección a la oquedad en la pared de arenisca, donde había dejado el paquete con sus pertenencias.

—Mi protector es un bebé, pero es todo lo que tengo —oró lo más alto que pudo con su voz debilitada a medida que avanzaba en dirección a su refugio—. Deseo que alguno de los que moráis en las alturas me digáis qué es lo que hay que hacer. Voy a tratar de salvar al espíritu bebé de la congelación. Si lo que hago no es lo correcto, espero que me lo indiquéis. No soy nadie. No sé nada. Quiero hacer lo debido, pero no sé en qué consiste.

Reposó largo tiempo en espera de alguna respuesta.

Nadie me ayuda, pensó. Cualquier cosa que haga para obtener mi medicina me resulta siempre más difícil que al resto de la gente.

Al cabo de un tiempo, alcanzó la cueva. Allí había almacenado madera, teniendo en cuenta la posibilidad de que, después de todo, no se muriera y tuviese un sueño y quedara libre para vivir y para alcanzar el honor. Disponía de pedernal, así que prendió una fogata en la cueva donde puso su ropa a calentar. Cada movimiento le ocasionaba dolor, pero aquello no le sorprendía.

Entonces se acercó a la mujer tumbada y tomó al niño, al que embutió dentro de sus ropas y en contacto con su piel y volvió a marchar en dirección a la cueva y a su fogata. El niño volvió a lloriquear.

—¡Ayúdame! —le suplicó al espíritu—. Si yo te ayudo, quizá tú puedas ayudarme. Si ahora te pierdo, estoy acabado.

Había que alimentar al niño. Se puso nieve en la boca y dejó que se fundiera. Era capaz de no tragársela a pesar de la sed. Colocó sus labios en los del crío y dejó caer el agua en la boca del bebé. El pequeño se atragantó y Humo Creciente temió que pudiera morir.

El agua tibia no era suficiente, incluso para un espíritu bebé. Tenía que romper su ayuno. Tomó una de las pequeñas porciones de tasajo que había traído y la masticó después de comer nieve. Trasvasó el jugo caliente de carne a la boca anhelante del niño y este lo devolvió con grandes arcadas sobre su brazo.

—Tengo que traer a la mujer, de lo contrario morirá —dijo en voz alta—. Te pondré cerca del fuego y te devolveré a la mujer, si es lo que deseas… Espero que puedas decirme qué es lo que quieres —le reprochó, porque sabía que aquella criatura medio congelada y débil podía ser algún espíritu poderoso disfrazado, capaz de aconsejarle con solo querer hacerlo. Pero se limitaba a lloriquear con insistencia.

Traer a la mujer resultó muy duro, porque estaba al borde de la congelación e inconsciente. La arrastró pulgada tras pulgada a través de la nieve. Tenía miedo de que el niño pudiese morir antes de que él llegara con la mujer a la cueva. Pero aún vivía, lo mismo que ella. La puso junto al fuego y frotó su piel con las manos.

Cuando el fuego creció, echó un vistazo y vio su rostro.

—Eres poderoso y quieres burlarte de mí —le dijo indignado al espíritu bebé—. Sabes que soy un don nadie. Quieres que crea que ella es Mujer Conejo, de los apsaruke. Pero la has vestido con el traje que llevan las Brazos Cortados. ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué quieres engañarme?

Escuchó el aullido de un lobo a no mucha distancia. Estaba tan cansado y tenía tanto miedo que ya no le importaba seguir luchando o tratar de entender algo.

—Solo me has hecho sufrir y no me has dicho nada que me pueda servir de buena medicina —le recordó al niñito.

Abandonó la idea de ayunar. Para tratar con esos terrores necesitaba una cabeza clara y aquel no era un sueño como los que tenían los demás. Ellos no tomaban decisiones. Alguien les decía lo que había que hacer y ellos, simplemente, obedecían.

Comió y tragó nieve y masticó tasajo. Mientras tanto, la nieve se fundía en el pequeño caldero que había traído y metió en él carne seca para tratar de cocinar una sopa. Mientras esta se calentaba, volvió a masticar carne para el niño.

La mujer se movió y emitió algunos quejidos. Humo Creciente la volvió a mirar y comprobó con espanto que se seguía pareciendo a Mujer Conejo. Su cabeza se había aclarado un poco y recordó que Mujer Conejo fue raptada por los Brazos Cortados y que debería lucir el atavío de esa tribu.

Humo Creciente se sentó a contemplarla, pero hablaba con el espíritu bebé que acunaba con su brazo izquierdo.

—Me gustaría que me dijeses si esta es Mujer Conejo, que fue arrebatada al pueblo apsaruke. ¿La has traído aquí para aumentar mi vergüenza? ¿No sabes toda la deshonra que ya he sufrido?

»Envié cinco caballos a la tienda de Mujer Conejo como regalo a su padre. Los había cogido del enemigo. Quería casarme con esa mujer, pero el padre me devolvió los caballos porque yo era gafe. No me quería cerca de él. Luego, los Brazos Cortados se la llevaron y ya no espero volver a verla jamás.

»Ahora no la estoy viendo —siguió diciéndole al niño con voz firme—. Veo a otra mujer que tú has traído aquí para atormentarme porque se parece a aquella que se perdió. Espero que me digas por qué me haces esto.

Quizás, pensó, si el niño estuviera más fuerte, podría hablarle en los términos con que se debe a un espíritu. Era demasiado pequeño como para beber, por lo que dejó que la sopa ligera se enfriara un poco y luego la introdujo en la boca de la criatura, que tosió, tragó y se movió en sus rodillas. Siguió dándole sopa hasta que el bebé dejó de abrir la boca.

—¿Quieres que haga algo por esa mujer? —le preguntó.

No hubo respuesta. El niño se quedó dormido. Lo depositó con cuidado en el suelo y se puso a avivar la hoguera. Frotó los pies y las piernas de la mujer. Después de un tiempo, ella empezó a lloriquear.

Veló por ellos durante toda la noche, bebió un poco de sopa para que retornasen sus fuerzas y, de esa forma, seguir cuidándolos.

—Este es un gran portento —dijo en voz muy alta—. Estoy soñando un sueño que los ancianos tendrán que explicarme cuando regrese. He esperado mucho tiempo para que esto suceda.

Al amanecer, él dormía profundamente. Se despertó con el sonido de dos gargantas que lloraban. Unos lamentos provenían del crío que dormía en sus brazos, con la piel tibia entre sus vestiduras. Los otros quejidos provenían de la mujer, que extendía las manos y no encontraba a su criatura.

Cuando él habló, ella empezó a gritar con ira en un lenguaje que supuso que sería el idioma de los Brazos Cortados, una lengua áspera y gutural.

Humo Creciente aún podía perder su medicina si moría el niño. Necesitaba de aquella bruja para que lo alimentase, si es que era capaz de hacerlo.

—He estado cuidándola y la he mantenido lejos del frío. Me gustaría que velase por este pequeño espíritu de la medicina, porque es mi protector —le dijo con toda la cortesía que un espíritu de la medicina requiere.

Le habló en apsaruke y ella lo entendió. Sus ojos se abrieron y le pareció, por su expresión, que se recuperaba el entendimiento en los grandes ojos oscuros de Mujer Conejo. No lo reconoció, pero hablaba su lenguaje.

—¡Dame a mi niño! —le exigió ella.

Puso al niño con todo cuidado en sus brazos, pero no tenía leche. El niño ansioso lloraba y ella también lo hacía con escasas fuerzas.

Él le dio sopa a ella y la madre se la regurgitó al niño. Luego, los dos se quedaron dormidos.

Cuando ella se despertó, miró su rostro y reconoció de quién se trataba, pero no se atrevía a decir su nombre. Parecía enfadada y avergonzada.

—Vamos a morir aquí —dijo.

—Voy a darle algo de comer —le anunció Humo Creciente—. He traído leña para el fuego. Quédate aquí y cuida de mi medicina.

Estaba demasiado débil como para ir muy lejos en busca de carne, por lo que fue en busca del potro que había traído y lo atrapó tras un largo y paciente acecho. Luego lo llevó hasta el barranco, trastabillándose a menudo, pero sin soltar la cuerda.

—Ven y ayúdame —le pidió a Mujer Conejo—. Voy a matar al caballo. No quiero que se desperdicie nada.

Ella se arrastró fuera de la cueva con el caldero en la mano y Humo Creciente conducía al caballo. Cuando él le rebanó el cuello, los dos trabajaron al unísono para atrapar el máximo de buena y rica sangre que fuera posible. Después de bebérsela se sintieron más fuertes. La mujer amamantó a su niño un poco y le dio sopa de sangre de caballo, pero no miró a los ojos de Humo Creciente.

—Si tú eres Mujer Conejo —dijo por fin el hombre—, me gustaría saberlo, así como enterarme de qué haces aquí.

—Huyo de Muchos Toros —contestó sombría—. Le odio. Creo que me persigue, pero nunca volveré junto a él. No sé por qué me has devuelto a la vida. Todo lo que me das son problemas.

»No volveré a vivir con un hombre —dijo Mujer Conejo—. Quería regresar con mi gente, pero todo lo que deseo ahora es morir. Tengo un cuchillo, también mataré al niño.

—¡Al niño, no! —dijo Humo Creciente autoritario—. Haré todo lo que digas si el niño se salva. Él es mi medicina. Es todo lo que tengo.

Miró a través del fuego y sonrió con la insolencia de una mujer que se arroga el derecho a mostrar ante un hombre que es un don nadie.

—¡Mata a Muchos Toros por mí! —le desafió—. ¡Tráeme su cabellera! Entonces haré todo lo que digas.

Humo Creciente salió de la cueva y caminó de un lado a otro por la nieve, preguntándose cómo podría llevar a cabo sus deseos. Volvió sobre sus pasos y entró en la cueva.

—¿Te estaba siguiendo la pista? —le preguntó con modestia.

—Seguro —contestó ella—. Me compró a otro hombre, un viejo que me capturó en el combate del campamento. Si viene aquí, usaré mi cuchillo… No sé cuántos días hace que me escapé, pero no ha caído mucha nieve. Él puede seguir mi pista —añadió.

Humo Creciente estaba confuso acerca de lo que tenía que hacer de inmediato.

—Debo hablar con mi medicina —dijo.

Llegó hasta el niño y se inclinó ante él.

—¡Ayúdame! ¡Ayúdame! Tengo que hacer algo. No soy nada y necesito tu ayuda.

El niño abrió sus ojos oscuros y somnolientos. De su boca salió una burbuja y bostezó.

Aquello era una respuesta. Humo Creciente tomó su cuchillo y, después de pedirle disculpas al niño, le cortó un bucle de sus cabellos. Con mucho cuidado ató algunos cabellos del niño entre sus trenzas de forma tal que no se podían desprender de ellas.

Siguió el leve rastro que la mujer había dejado, a trancas y barrancas, a través de la pradera. Estaba seguro de que acabaría encontrando al enemigo, y lo logró después de media jornada. A lo lejos, entre la nieve, vio a un hombre que guiaba un caballo.

En aquel momento estaba cansado y débil, pero su corazón andaba desbordante de confianza. Era el momento de jugársela. O realizaba una hazaña o moría en el intento.

Cuando se dio cuenta de que el hombre en la lejanía lo había divisado, empezó a trastabillar y a huir como una mujer agotada. Escuchó un grito masculino a lo lejos y se dejó caer. Yació en la nieve hasta que el hombre se acercó entre voces y risotadas de triunfo y de ira.

Humo Creciente quiso emitir un gemido como los de las mujeres, pero su voz era demasiado grave para eso. No podía arriesgarse a espantar al enemigo. Encogido como si protegiese a un bebé, alzó un brazo suplicante.

—Ahora sabré si eres mi medicina —le susurró al rizo infantil que colgaba de su trenza—. Ahora descubriré si mi suerte ha cambiado. ¡Ayúdame! ¡Ayúdame!

Siempre había sido valiente, pero ahora tenía la confianza para demostrarlo. Fue capaz de seguir tumbado mientras el enemigo avanzaba hacia él profiriendo amenazas en la lengua cheyenne.

Entonces, con un salto súbito, Humo Creciente se alzó. Lanzó su desarmado brazo izquierdo y golpeó las mejillas del enemigo mientras aullaba.

Sintió que algo brotaba dentro de su corazón y lo expandía. Había contado un golpe de la forma más arriesgada, con las manos desnudas y frente a un enemigo armado y en perfecto estado físico.

Entonces, sacó el cuchillo para cortarle la garganta.

—¡Si muero ahora, habré realizado una gran hazaña! —gritó a su espíritu.

El enemigo se escabulló, de manera que el cuchillo le rasgó la manta, pero no le alcanzó el cuello. El otro golpeó con su arco la cabeza de Humo Creciente y le hizo tambalearse.

Pero logró esquivarlo y dejó atrás su manta, mientras daba gritos de victoria.

La lucha no duró largo rato, porque Humo Creciente, por fin, tenía un poderoso protector. Cuando el enemigo cayó sangrando sobre la nieve, Humo Creciente lo siguió apuñalando una y otra vez. Luego, se dejó caer sin resuello.

Cuando hubo descansado suficiente, volvió a tomar su cuchillo una vez más…

No sabía cómo había llevado a término la última parte del viaje hasta la colina. Lo último que recordaba era que la loma quedaba muy lejos y que un leve filamento de humo se alzaba hasta el cielo.

Se tumbó en la nieve para dormir, pero la voz de la hechicera y las manos que le agitaban empezaron a molestarle, hasta que por fin, enfadado, la empujó con brusquedad lejos de sí. En duermevela, durante un largo tiempo, sintió que ella le golpeaba con los puños. Tenía dificultades para moverse y era una tontería luchar más, porque él había cumplido su propósito, razonó somnoliento.

Pero a veces era más fácil arrastrarse o dar traspiés cuando ella trataba de mantenerlo erguido que aguantar la fastidiosa sarta de sus imprecaciones. Oía cómo le gritaba al potro capturado, y entonces él se deslizaba por la nieve, pues el caballo tiraba de él, ya que marchaba agarrado firmemente de la cuerda atada por debajo de sus brazos.

Sintió y notó el olor de la covacha y pensó que tendría que haber colgado de una cuerda una manta para guardar algo del calor y del humo dentro. Escuchó los aullidos de un bebé que lloraba y su corazón se henchía de gratitud hacia el pequeño espíritu protector. La mujer volvió a empujarle y él le dio un fuerte golpe con un movimiento del brazo. Luego se puso a dormir.

Ella no conseguía que se sentara para beber, pero le ponía la sopa en la boca. Él tragaba y tosía.

—¡Siéntate y come! No te quedes así, esperando que te críe como si fueras un niño pequeño. ¡Siéntate!

Aquello sonaba algo alegre, pero ella no tenía ningún derecho a darle órdenes de aquella manera.

Él trató de sentarse y de enfocar sus ojos en ella.

—Esa no es la forma que deben usar las mujeres para hablarle a un guerrero que ha logrado una hazaña —le reprochó.

Ella se conmovió bajo su manta.

—Robaste un caballo. Cualquiera puede volver con un caballo enemigo. ¿Cómo sé que hiciste una hazaña? Quizá me estás mintiendo.

—Serás mi testigo en el consejo de guerreros —le respondió—. Te traigo una cosa. Después de comer hablaremos. Ahora dame de comer.

Cuando comió lo suficiente, él rebuscó entre sus ropas y sacó el trofeo que era su prueba y se lo arrojó a ella. La cabellera aún estaba húmeda. Al permanecer pegada a su cuerpo la había mantenido caliente.

—¡Es la suya! —dijo exultante Mujer Conejo—. Reconozco los bucles de la cabellera. Has matado a Muchos Toros. ¡Cuéntame cómo lo hiciste!

Sentado junto al fuego, en la cueva, le contó la historia tal y como la habría de narrar después, en las ceremonias, cuando, junto con sus iguales entre los guerreros, relatase sus triunfos. Se la contó dos veces, y ella de nuevo le pidió que se la volviera a contar, inclinándose hacia adelante ante el humo de la hoguera y gritando «Sí, sí, sí» mientras asentía con la cabeza.

Ella tomó la cabellera entre sus manos y hasta danzó un poco, inclinada bajo el techo de la pequeña cueva de un lugar llamado Donde Descansan Las Águilas. Entonó una canción triunfal para él, que la escuchó impasible. Se la debían. Había aguardado largo tiempo para oírla.

Ellos cantarían en su honor en el poblado cuando cabalgara en triunfo sobre el caballo arrebatado al enemigo, con Mujer Conejo caminando detrás de él. Ella portaría su arco con el rostro orgullosamente pintado, para demostrar que era la esposa de un guerrero.

Pero cuando Humo Creciente realizó su entrada triunfal, él mismo portaba el espíritu bebé que fue su medicina a pesar de la opinión de los ancianos. Y las veces que después entró en combate, llevaba atada bajo su trenza una bolsita que contenía un rizo del cabello del niño junto con otros objetos sagrados y secretos.