EL CHICO DE LA PRADERA

Cuando Elmer Merrick tenía once años, expulsó a un forajido de casa de los Ainsworth a punta de pistola.

Todavía se habla de ello en Montana y se narra la historia con una sonrisa de orgullo, en la que se reconoce que durante los viejos tiempos todos los muchachos eran hombres y todos los hombres eran tan duros como el cuero de las sillas de montar. Una vez que Elmer creció, fue tan adusto como se precisaba entonces, pero cuando tomó su pistola contra Buck Saddler en aquella noche del verano de 1888 era un chiquillo medroso y desesperado.

Excepto por su tamaño, no parecía un chaval: caminaba con los andares de un anciano fatigado, con los hombros caídos. Cuando descansaba, se despatarraba abúlico e inmóvil. Su aspecto era sombrío, extraño y hostil; y sentía antipatía hacia todo el mundo, menos hacia Lute Kimball, que se convirtió en su ídolo por dos buenas razones: le trataba como a un igual y hacía bien todas aquellas cosas que Elmer todavía estaba aprendiendo. Pero, en aquellos tiempos, Lute vivía lejos, en Miles City, a casi dos días cabalgando sobre una buena montura, por lo que no se veían muy a menudo.

Solo en una cosa dudaba el chico del buen criterio de Lute. Cortejaba este a Charlotte Ainsworth, y Elmer creía que era una tonta y una recién llegada. Lo último, en verdad, lo era, porque vino ese mismo verano desde el Este para cuidar de la casa de Steve. Se le tuvieron que enseñar todas las reglas esenciales, como la de ofrecer comida a todos los que pasan a no ser que se trate de indios.

Durante el primer mes, vinieron al hogar de Steve más visitantes que los que pasaban en todo un año, por lo que la preciosa Charlotte tuvo que dedicar buena parte de su tiempo a preparar rápidas colaciones para tímidos y admirados vaqueros que pretendían ignorar su presencia.

En el verano, mientras Charlotte Ainsworth estaba disfrutando de los privilegios de ser la única mujer blanca y soltera en casi cien millas a la redonda, Elmer Merrick se hallaba en el rancho de su padre, unas tres millas más al oeste, tratando de convivir con el miedo. Ya fuera al caminar o al dormir, el temor lo acosaba y a veces le asaltaba y le cortaba el aliento y una voz sarcástica, producto de su mente, le preguntaba: Y si tu Pa muere, ¿qué harás con Varina?

Su hermana Varina tenía seis años de edad, y era alegre y despreocupada, informal y traviesa. No sabía que estaba sola porque siempre había vivido en la pradera. Jugaba con una muñeca de palo, cantaba y mantenía conversaciones largas y en susurros con una pareja de niñas completamente imaginarias llamadas Beauty y Rose. Varina no les era a ellos de gran utilidad, y la niña no se preocupaba por otra cosa que no fueran las oportunidades que tenía de visitar a la señorita Charlotte en la casa de Steve.

Ella decía que la señorita Charlotte tenía un armonio de palisandro que se había traído en un furgón y que la señorita Charlotte le enseñaría a tocarlo. Y también que la señorita Charlotte lavaría su pelo rubio y lo rizaría.

—¡Oh! ¡Cierra ya la boca con tanta señorita Charlotte! —le gritaba Elmer, atribulado con sus propias preocupaciones. Pero Varina, con voz apagada, respondía:

—La señorita Charlotte me quiere.

Una vez Elmer contestó bruscamente:

—¡Oh! Ella cree que le gusta a todo el mundo.

Y sintió vergüenza de sí mismo porque Varina se puso a llorar con fuerza.

Tenía bastante de lo que preocuparse. Más de la mitad del ganado de su padre murió de hambre con la nieve del invierno de 1887. Su madre falleció en el otoño siguiente y su padre, el viejo Slope Merrick, estaba impedido por un dolor que le roía el estómago. Slope había acordado con tres vaqueros, que andaban por los alrededores en busca de otros socios, que marcasen y contasen el ganado disperso que les quedaba, pero eso significaba depositar demasiada confianza en la frágil naturaleza humana. Entre los dos, él y Elmer, encontraron y marcaron solo veinte cabezas de ganado.

Si Slope tenía algún plan para el futuro, no se lo confiaba a su hijo; Elmer no se fiaba de nadie. Deseaba hablar con Lute Kimball, pero este derrochaba su tiempo presumiendo delante de la señorita Charlotte.

El miedo hizo presa en Elmer más de una vez durante ese verano; lo esquivaba ignorándolo. Podía olvidarlo si trabajaba duro, con Slope yaciendo en su jergón durante una buena parte de la jornada. Incluso cuando Slope decidió, una mañana antes de que amaneciese, que tenía que ir al doctor, el muchacho seguía sin hacer frente al problema. Andaba demasiado ocupado como para pensar en ello durante un momento, hasta que su padre gritó:

—¡Elmer! ¡Elmer! ¡Levántate! ¡Vamos a ver a Steve!

El chico saltó de su jergón y preguntó con los labios entumecidos:

—¿Preparo el carro?

—¡Claro! ¡Claro! —contestó Slope, que movía la cabeza de un lado a otro. Parecía que el asunto estaba ya listo hasta en el último detalle y que su hijo lo había olvidado.

Elmer despertó a su hermana con tirones en su cabello enredado, ella lloriqueó y trató de abofetearlo a ciegas.

—Vamos a ir a la casa de Steve un tiempo —le espetó—. Si quieres venir con nosotros muévete y arréglate —ya estaba completamente despierto y organizaba las cosas—. Tú irás por delante de nosotros.

—No. Sola, no —gruñó Slope.

Pero Elmer degustaba su primer bocado de autoridad.

—Ella puede hacerlo —contestó él.

Su padre no le replicó.

Elmer se puso los pantalones y las botas, que le quedaban pequeñas. Envolvió los mocasines con la otra camisa y agarró su lazo que colgaba de un gancho en la puerta. Varina ya estaba vestida y había enrollado el otro vestido. Elmer encinchó y ensilló tres caballos y encordó a la vaca. No se le pasó por la cabeza ayudar a que su hermana se montara en el caballo, ella se encaramó a la montura con lo que Lute, sonriendo, llamaba trepar volando. Era el mismo sistema que usaba el propio Elmer.

—¡En marcha! —aulló Elmer—. Diles que tengan la reata preparada para Pa en la ciudad. Nosotros vendremos juntos directamente.

Era media mañana cuando Steve Ainsworth ayudaba a Slope a bajar de la silla y lo pasaba al lecho de heno que había en el carro.

—Yo cuidaré de los niños, señor Merrick —le prometió la señorita Charlotte—. No se preocupe ni un instante por ellos.

Ella tomó a Varina de la mano.

Slope yacía entre las sábanas y el heno.

—Elmer —le dijo—, cuida de las mujeres.

—Uuh, sí… —respondió Elmer, que permanecía con las manos en los bolsillos y los hombros inclinados.

—Mi viejo colt —dijo Slope entre dientes— puedes quedártelo.

—Claro que sí —contestó Elmer, tan indiferente como si un sueño no se hubiera hecho, de pronto, realidad. Su viejo pistolón del cuarenta y cuatro estaba en las alforjas de la silla de Pa, con su correa, su bolsa de pólvora y los sacos de cuero con cartuchos y balas de plomo.

Steve Ainsworth soltó el freno del carromato.

—Todo saldrá bien —le dijo Steve a su hermana en un tono que quería parecer de convicción—. Regresaremos lo más pronto que podamos. Quizá pueda enviar a Lute Kimball allá abajo.

—Cuida bien del señor Merrick —le advirtió—. Niños, ¿no queréis despediros?

Varina, obediente, agitó sus manos, pero Elmer permaneció con las suyas en los bolsillos mientras pensaba: Niños… ¡Bah!

La vaca mugió y le reclamó para que cumpliera con su deber.

—Tengo leche —anunció mientras daba la espalda al furgón que se perdía de vista más allá del primer puente—. Podía prepararnos un desayuno, porque aún no hemos comido.

—¡Oh, queridos! ¿Cuándo me acordaré de que hay que dar de comer a los visitantes? —exclamó la señorita Charlotte en medio de un revoloteo de faldas. Ven, Varina, tú tocarás el armonio.

—¡No le deje hacer el tonto con eso! —le amonestó Elmer—. Tiene que trabajar en algo útil, le quedan muchas cosas por aprender.

La señorita Charlotte se dio la vuelta, algo asombrada y divertida.

—Ella solo es una niña pequeña, Elmer. ¿Qué se debería aprender a su edad?

—Si lo supiese —soltó un hosco exabrupto— ya se lo habría enseñado yo mismo. Que empiece por aprender a cocinar. A mí no me hace ningún caso.

Cuando avanzaba con el cubo para ordeñar a la vaca, el miedo le asaltó y por primera vez le hizo frente. El miedo dijo: ¿Qué vas a hacer con Varina si Pa muere? Y él respondió: Se la dejaré a la señorita Charlotte, para que cuide de ella.

¿Y qué pasa si la señorita Charlotte o alguien se la quieren quedar? ¿Cómo lo arreglarías?, le contestó su miedo.

La verdad es que aún no se me había ocurrido, le contestó con honradez.

Luego se puso a ordeñar la vaca y a vigilar a las mujeres en la forma en que le habían adiestrado.

Tres días de viaje en el carro, otro para ver al doctor y tres más de regreso si todo iba bien. Una semana le llevaría a Steven retornar a la cabaña. Pero Lute era capaz de hacer el viaje de vuelta en menos tiempo. Si Steven se lo encontraba, podrían realizar el trayecto y llegar al final del quinto día. Si se topaba con un arriero, alguien de confianza, regresarían a su hogar incluso antes. Pero el carromato seguramente no se encontraría con nadie, porque los arrieros usan el camino de herradura.

El primer día, Elmer se mantuvo ocupado cortando leña para el fuego abajo, en el río, enojado porque la señorita Charlotte malcriaba a Varina y le dejaba perder el tiempo tocando el armonio, aunque cuando él llegaba a por comida, Varina se ponía toda industriosa a pelar patatas y limpiar platos. También ayudaba a la señorita Charlotte a extender con delicadeza las sábanas sobre los jergones. Las dos dormían en la cama que tenía un dosel y él en el jergón de Steve, en la habitación principal: la cocina.

En el segundo día aparecieron siete indios. Elmer les hizo seguir adelante (un viejo chivo, cuatro mestizos, una niña y un chico aproximadamente de su edad), pero quedó azorado al ver cómo se pudieron acercar con tanta facilidad hasta la cabaña. Ese día no fue a cortar leña a la ribera.

Después de aquello, cuando había que llenar los cubos de agua, acompañaba a las mujeres hasta la orilla. La señorita Charlotte, obviamente, pensó que las acompañaba para protegerlas, y le exhibió bien a las claras su alegría para demostrarle que no estaba asustada. Elmer no le llevó la contraria. Sabía cuánta paciencia ha de tener un hombre con las mujeres.

Cuando ella quería que le ayudara a transportar el agua, él rezongaba.

—Prefiero llevar yo los dos cubos, es más fácil.

Hasta Varina lo sabía. Un solo cubo te inclina hacia un lado. El viejo colt de caballería, colgando del lado derecho, también lo hacía.

La señorita Charlotte se divertía viéndole llevar el colt. Con lo que ella no sabía sobre armas se podrían ganar batallas. Nunca sospechó que el pistolón estuviese cargado; los brillantes cartuchos de cobre eran fáciles de ver, pero no se daba cuenta. Elmer se sentía un poco culpable por tener las seis cámaras cargadas; Lute actuaba de una manera más segura que esa. Él tenía un modelo típico de la frontera —un Peacemaker— que usaba cartuchos de fábrica. Lute mantenía el percutor en una cámara vacía. Pero Elmer Merrick prefería correr el riesgo de dispararse accidentalmente en el pie mientras estuviera seguro de que podía disponer de seis oportunidades de crear problemas. Recargar llevaba mucho tiempo. Mucha gente murió y perdió su cabellera, en los viejos tiempos, al entretenerse con la pólvora y las balas.

Al tercer día, Elmer comenzó a cortar la leña para la cocina y a cavar los agujeros para los postes del establo de Steve, quien quería conducir una manada de caballos hasta allí desde Oregón en la próxima primavera.

—¡Elmer, ahora deja eso! —le gritó la señorita Charlotte cuando vio lo que estaba haciendo, mientras salía de la casa a todo correr.

Cada cosa que ella decía o hacía le enojaba.

—Hay que cavar, ¿no? Steve quiere un corral, ¿no es así? —le respondía él.

—Deja que lo edifique él solo. No quiero verte trabajar tan duro como lo has estado haciendo, Elmer Merrick. Quiero que te estés quieto. ¡Dios mío! ¿Es que nunca has jugado?

Hacía mucho tiempo que no jugaba. Prefería dedicar su tiempo libre a aprender cosas que le podrían ser útiles, como echar el lazo o cargar rápidamente su colt. Pero al sentirse ofendido por la insistencia de ella en que era un niño, le encantaba que se diera cuenta de lo duro que trabajaba.

—Cuando hay cosas por hacer, alguien tendrá que hacerlas —le contestó.

—¡Pero no un trabajo tan duro como este! —insistió la señorita Charlotte—. Estás poniendo en peligro tu crecimiento.

Aquello bastaba para detenerlo. Pensó que, a lo peor, ella estaba en lo cierto. Pero no podía admitir que había que tomársela en serio.

—Bueno, ya buscaré otra cosa —dijo pensativo.

Entonces, se puso a rellenar las grietas que había en el dosel que se hizo para el dormitorio de la señorita Charlotte en aquella primavera. Mientras trabajaba, tenía resuelta una parte del problema: qué hacer si su padre no regresaba. En algún lugar habría una cuadrilla que necesitara un peón para un puesto: alguien que ayudara con la remuda de los caballos para los vaqueros, y que hiciera las faenas de la cocina. Fantaseaba con un jefe imaginario que decía: Este chico no es lo bastante mayor para lo que yo tenía pensado. Y la señorita Charlotte que le garantizaba: ¡Oh! Pero trabaja muy duro. Elmer se pasa todo el día trabajando.

¿Y qué vas a hacer con Varina?, le fastidiaba su conciencia.

Me lo estoy imaginando. Trato de imaginarme cómo la señorita Charlotte se quedará con ella, le respondió paciente.

Eso fue al cuarto día. Al quinto, Lute Kimball debería haber llegado, pero un forastero rubio apareció primero, un hombre cauteloso con unos ojos grises que lanzaban miradas como dardos. Permaneció allí en lugar de irse gracias al encanto de la señorita Charlotte. Cada vez daba más razones a Elmer para pensar que era una recién llegada y una boba. Pero fue culpa de Elmer que el forastero tuviera la ocasión de sentirse como en casa.

Cuando llegó el desconocido, Elmer estaba fuera, en la orilla del río, con el rifle de cazar ciervos de Steve, explorando por los alrededores en busca de huellas de venados. En el fondo de su mente albergaba el pensamiento de que ella le diría al patrón imaginario: Elmer es un buen cazador, siempre nos trae alguna pieza. Y él pensaba: eso sonará bien en los oídos del jefe, me imagino.

No escuchó el sonido del caballo del forastero, pero una comezón en la parte posterior del pescuezo le advirtió de que algo estaba pasando. Cuando vio al bayo y a su jinete con zamarra de piel, salió corriendo hacia la cabaña.

Pero la señorita Charlotte ya estaba dándole la bienvenida al desconocido.

—Bueno, bien… Si está usted segura de que no causo demasiados problemas, pues podría quedarme a comer, desde luego —decía el hombre.

El forastero se revolvió al escuchar el ruido de los pies de Elmer sobre la tierra dura, pero cuando vio que era un niño y no un hombre, la tensión sobrevenida se disipó. Se volvió hacia la señorita Charlotte y se despojó de su polvoriento sombrero con una reverencia.

—Soy Bucle Saddler, señora, y estoy encantado de conocerla.

—Soy la señorita Charlotte Ainsworth —respondió con una sonrisa—, y estos son los hijos de Merrick: Elmer y Varina. Si desea lavarse, ahí tiene la jofaina, señor Saddler.

El hombre vaciló durante unos instantes.

—Gracias, señora, pero antes debo velar por mi caballo.

Aflojó la cincha de la silla y anduvo alrededor de su montura, meneando y agitando la cabeza.

—¡Pobre chico! —murmuró mientras palmeaba los hombros del animal.

Luego, se volvió hacia Elmer:

—Plomo del bueno, ¿verdad? —le dijo con una gran sonrisa—. Seguro que tienes un buen parque de artillería.

—Lo mismo que usted —respondió mientras miraba el cinturón con las cartucheras y su silla, en la que había un rifle y una recortada y sobre cuyo cuerno colgaban dos cananas. No era un armamento raro para un largo viaje, pero, desde luego, era impresionante.

El forastero le echó un vistazo al pistolón que empujaba hacia abajo el cinto de Elmer y sonrió con imprudente condescendencia.

—¡Caramba! Un viejo colt de cartuchos, déjame verlo, chaval.

—Nadie toca mi pistola sino yo —gruñó Elmer mientras retrocedía.

—Si tú me enseñas el tuyo, yo te dejaré ver mis armas —le ofreció el forastero en son de burla.

—Las puedo ver yo solo —le informó Elmer—: Eso es un Peacemaker.

En los viejos tiempos, antes de que tuviese otras muchas cosas de las que preocuparse, había soñado con tener su propio Peacemaker, con el dinero suficiente para comprar toda la munición que necesitase y unas manos tan grandes como para poder esgrimir con facilidad un arma hecha para hombres.

—¡Tengo la plancha lista para las tortitas! ¡Es ya la hora de cenar! ¡Vamos todos a comer! —gritó la señorita Charlotte.

—Querrá irse antes de que anochezca —le insinuó Elmer con rudeza al forastero—. Es mejor que vayamos a comer, si no, saldrá con retraso.

Buck Saddler lo miró de arriba abajo con el ceño fruncido.

—Me voy a retrasar de todos modos —contestó a propósito.

Avanzó hacia la cabaña y dejó a Elmer muy preocupado.

La señorita Charlotte le preocupaba más. Ella se atareaba como si Buck Saddler fuera un huésped bienvenido.

—Entonces, usted se sienta aquí, señor Saddler. ¿Prefiere el otro lado de la mesa? De acuerdo, de acuerdo. Varina, Elmer, ¿os habéis lavado?

Elmer notó que Buck Saddler prefería sentarse de cara a la ventana. Debes de tener una buena razón para ello, pensó Elmer, y no pasa nada raro con ese caballo por el que te desvives.

La señorita Charlotte le dirigió una mirada severa a Elmer.

—Joven, no te puedes sentar a la mesa con ese pistolón.

Elmer se calló la boca, lo que le requirió un gran esfuerzo. Nunca antes en su vida había deseado tener una pistola en la diestra. Pero Buck Saddler se levantó con una sonrisa, se desabrochó aparatosamente el cinturón, y lo colgó de un gancho en la pared. Elmer lo imitó y se sentó a la mesa sin apetito.

¿Dónde está Lute? Es hora de que vengas, Lute Kimball, rumiaba para sí Elmer.

Lute Kimball galopaba lo más rápido que podía en un caballo agotado, pero también soñaba, como a menudo hacía, en convertirse en un héroe para la señorita Charlotte. Nadie podría sospechar en aquel tipo adusto la capacidad de soñar algo. Era un hombre sombrío y silencioso, prudente y práctico. No había permanecido mucho tiempo en ningún territorio ni en ningún trabajo, pero jamás abandonaba un empleo mientras el patrón lo necesitase. Participó en dos expediciones por la cañada de Texas y la mayor parte de su vida se la pasaba buscando los pastos más verdes. Cuando la hermana de Steve Ainsworth vino al oeste, Lute encontró por fin los soñados pastizales: verdes praderas repletas de flores surgían allá por donde pisaba la señorita Charlotte. Lute Kimball tenía veintisiete años en aquel verano y estaba en sazón para sentar la cabeza.

Pese a todo, perdió su oportunidad de ser un héroe para la preciosa hermana de Steve. Llegaba a la cabaña con unos minutos de retraso.

Elmer tenía que admitir que la señorita Charlotte había armado mayor revuelo por Buck Saddler del que podía organizar por cualquier otra persona. Ella siempre parecía encantada de recibir las visitas de cualquiera que llamase a su puerta, pero el forastero, que seguía sus rápidos movimientos con una mirada penetrante, comprendió que era un huésped de honor. Él se volvió cortés y amable.

—Hay un hermoso organillo —comentó Buck—. Es una estupenda y bonita cosa tener uno. Apuesto a que usted lo toca estupendamente bien, señorita Charlotte.

—Solo unas pocas canciones —contestó con una mentirijilla la señorita Charlotte—. Pero Varina, ¡Dios mío! Varina está aprendiendo a tocarlo muy bien.

—Sí, lo toco muy bien —terció su hermana para enojo de Elmer.

Charlotte sonrió y no la regañó por fanfarronear.

Si la señorita estaba dispuesta a meter a la niña en la conversación, al forastero no le importaba seguirle la corriente.

—Eres una niña verdaderamente lista, ¿verdad? —dijo el forastero con infatuación—. Y si todos nos distraemos contemplando tus rizos, se nos olvida cuándo es tu cumpleaños.

—¿Cuándo es tu cumpleaños, cariño? —le preguntó la señorita Charlotte.

Varina se quedó confusa, con los ojos como platos.

—El quince de agosto… Ella no lo sabe —respondió Elmer.

La señorita Charlotte miró el calendario.

—¡Pero si es hoy! —exclamó—. De haberlo sabido, habría horneado un pastel.

Nunca se había llevado la cuenta de los cumpleaños en la cabaña de los Merrick. Varina jamás se habría alborotado por ello de no ser que la jaleasen. Pero Buck Saddler echaba más leña al fuego.

—¡Por Dios! Una niña tan guapa y tan lista, ¿y no tiene regalos ni pastel? ¡Eso es un escándalo!

Los ojos de Varina se inundaron de lágrimas. Empezó a llorar con la cara apoyada en las rodillas de la señorita Charlotte.

—¡Cierra el pico, tonta! —gruñó Elmer—. No piaba tanto cuando se cayó del caballo —trató de explicarse.

La señorita Charlotte palmeó el hombro de la pequeña.

—Nosotros le daremos un regalo a Varina. Sé exactamente qué cosa: una bonita cinta que traje en mi baúl. ¿Quieres una cinta para tu pelo, Varina?

Al oír esto, Varina cesó en sus lamentos y asintió vehementemente con la cabeza.

—No puedo dejar que una dama me tome la delantera con esta pequeña —dijo el forastero—. Voy a darle un regalo también.

Hurgó en sus bolsillos; tras sondar un rato en ellos, extrajo una moneda. Abrió la mano de Varina y cerró sus dedos sobre ella. Con la cara surcada de lágrimas, ella lo miraba fijamente.

—¡Señor Saddler, no puede hacerlo! —exclamó la señorita Charlotte—. ¡Es una doble águila[11]!

—¿Me va a hacer retirar lo que le he entregado, señorita Charlotte? —le reprochó él—. No, señor, es para esta pequeña dama. Hay muchas más en el lugar de donde salió —dijo Buck Saddler, cosa que provocó el espanto de Elmer.

Durante unos segundos, a Elmer se le olvidó respirar. Un hombre puede disponer normalmente de una o de dos monedas de oro, pero si hay muchas más en el lugar de donde salieron, concluyó Elmer, es que nunca las había ganado. ¿Venían de un banco o de una diligencia?

La señorita Charlotte se había ruborizado y Elmer pensó que estaba un poco asustada. Mirándola algo ceñudo, de pronto podía decir lo que ella estaba pensando: ¡Vete de aquí! ¡No te queremos en casa!

Nunca antes había sido capaz de saber qué se guardaba dentro de la mente de un adulto. La revelación lo deslumbró tanto que, por un instante, se quedó sorprendido de su propia clarividencia. Y entonces, con una astucia desesperada, llegó a la respuesta para aquella pregunta fatal: ¿Qué vamos a hacer con Varina?

Tengo que lograr que la señorita Charlotte me deba algo, pensó Elmer. Puede que se encargue de esta tonta y que la eduque. Puede que sea lo bastante agradecida para ello. Bueno, ¿cómo puedo librarlas de este tío?

De esa forma, Elmer se puso en disposición de salvar a la señorita Charlotte, por intereses propios y fríamente calculados. A Lute Kimball, quien tenía otro motivo para desear hacer lo mismo de tener esa oportunidad —aunque por otra causa, no menos egoísta, pero muy diferente—, le quedaban aún nueve millas de cabalgada hasta allí.

La señorita Charlotte no era alguien que tuviese que depender de otros si podía hacer las cosas por sí misma. Comenzó a recoger los platos de una manera profesional.

—Oscurecerá en poco tiempo. Estará deseando marcharse, señor Saddler —remarcó ella con agudeza.

El forastero se conmovió.

—En verdad no creo que deba dejarles aquí sin presencia masculina —objetó—. No hay que decir qué es lo que podría pasar.

—¡Cuánta razón tiene! —repuso la señorita Charlotte—. No lo piense tanto, señor Saddler, Elmer es nuestro hombre y nosotros confiamos completamente en que pueda cuidar de todo.

Elmer se quedó de una pieza. Por primera vez pensó que la señorita Charlotte, pese a ser aún una recién llegada, no era realmente boba.

Comenzó a imaginar: si hago esto, quizás él hará lo otro, pero quizá no lo haga. Bueno, si hago esto, ¿qué hará él?… Elmer tenía once años y se asustaba por una nimiedad. Pero era un chico de la pradera y, de no ser autosuficiente, no habría llegado a cumplir los once. Se podría haber ahogado a los diez, el día en que su caballo lo tiró al vadear un río; o haberse congelado en la ventisca que le sorprendió cuando estaba perdido el año anterior.

A Buck Saddler le dio tiempo para pensar. Pasó la manga sobre sus bigotes y caminó para observar el armonio.

—¿Me puedes tocar una cancioncilla, niñita? —le dijo a la fascinada Varina.

—Varina me va ayudar con los platos —dijo la señorita Charlotte.

Pero Varina no hizo tal cosa, sino que se puso a tocar el armonio. Tenía que alzarse de puntillas para llegar al teclado y, al tiempo, darle con la punta del pie al pequeño pedal metálico. Parecía muy contenta de sí misma y comenzó a desgranar notas, a emitir suaves y pálidos tonos que casi parecían visibles y sedosas cintas de sonidos.

En medio de sus fantasías acerca de Buck, Elmer pensó: ¡Oh, Dios! ¿Es que nadie quiere educarla, ya sea la señorita Charlotte o cualquier otra persona? ¿Es que no les importa hacer de ella algo mejor que eso?

Pero él había resuelto su problema: si hago esto, él hará lo otro. Pocos quizás en esta ocasión. Casi todo dependía de si hago esto

Cuando llegó hasta el cinturón con sus pistolas, Buck Saddler se puso en alerta al instante, pero él solo observaba. Quedaba dentro del alcance de su Peacemaker. Elmer sacó el viejo pistolón de su cartuchera, que colgaba de un gancho. Avanzó hasta la caja de herramientas de Steve que estaba en el alféizar de la ventana y comenzó a revolverlo todo.

—¿Qué estás buscando? —le preguntó la señorita Charlotte mientras fregaba los platos.

—Una baqueta —musitó—, creo que Steve tiene una y la quiero para descargar mi pistola.

Ella parecía tan débil y asustada que Elmer temió que lo soltara todo y reventase todo su plan.

Haré esto, pensó Elmer.

Buck lo miraba sin pestañear, quieto. Elmer se tomó su tiempo con eficacia. Nunca había actuado con tanta rapidez. Mantuvo el viejo colt de caballería apuntando cuidadosamente hacia la pared mientras trabajaba. Con el cuidado espontáneo de alguien que maneja habitualmente armas y ha apuntado con una pistola a la gente desde que tenía cuatro años. Con delicadeza, extrajo cinco cartuchos de sus cámaras y los dejó tendidos en una fila sobre la mesa. Quitó con mucho cuidado la pólvora y las balas de las cinco vainas, que Buck podía contar si quería.

—Es una estupenda y preciosa canción la que estás tocando, nenita —comentó Buck algo relajado.

La señorita Charlotte no estaba nada tranquila.

Elmer, en el lado más distante de la mesa, depositó la pistola en el banco en el que se sentaba, con el suficiente ruido como para hacer que se notara, y casi sin aliento para lograr que su corazón continuase funcionando, porque solo una de las cámaras estaba cargada y con el fulminante dispuesto. Se sentó unos breves momentos algo despatarrado, mientras deslizaba el largo pistolón, haciéndolo descender por su desgarrado bolsillo a lo largo de la pierna. La abertura del pantalón solo le permitía agarrar el gatillo.

—¿Adónde te crees que vas? —le preguntó Buck al ver que se levantaba.

—Una persona puede salir afuera, ¿no cree? —dijo Elmer con rebuscada dignidad—. Quizá vaya a cazar conejos.

Buck sonrió. Cazar conejos era la actividad que se recomendaba a los caballeros del pasaje de las diligencias cuando estos vehículos transportaban pasajeros del sexo femenino y tenían que realizar una parada de reposo. Las damas, en esos descansos, recogían flores.

Cuando Elmer Merrick salió de la casa para rescatar a la señorita Charlotte, Lute Kimball estaba todavía a dos millas.

—Has estado fuera un buen rato —le dijo Buck.

—Ya estoy de vuelta —repuso Elmer—. Su caballo está allí —le anunció con una aparente despreocupación—. Le daré la linterna si quiere echar un vistazo.

Buck frunció el ceño.

—Al caballo no le pasaba nada.

Había sido acorralado y puesto en evidencia. ¿Pero cómo le podía acogotar un chico que había descargado su pistola ante sus ojos? Buck se relajó y esbozó una sonrisa.

—Bueno, pronto estaré de vuelta —le prometió a la señorita Charlotte—, y la niñita me podrá tocar otra canción.

Tan completo era su desprecio que ni siquiera se acercó al gancho del que colgaba su cinturón con la cartuchera. Elmer estaba a punto de atragantarse, porque deseaba emitir un profundo suspiro de alivio y no podía. Ese era uno de los quizás.

Saddler encendió la linterna y la sostuvo por delante de Elmer, de manera que su sombra estaba en el camino del forastero. Buck gruñó y miró avieso a la luminaria. Al llegar junto a la silla del caballo, se paró sosteniendo el farol.

—¿No hay nada raro en el caballo? —gruñó él.

—Nada —afirmó Elmer—, ya está encinchado y preparado para viajar.

Saddler se rio.

—No voy a viajar a ningún sitio, no hasta que esté listo.

—Ya está listo —le dijo Elmer—, lo dice esta pistola.

—Te he visto descargarla —se mofó Saddler.

—Me ha visto descargar cinco cámaras, pero queda una cargada… Y eso es todo lo que hace falta. ¿Quiere comprobarlo para estar seguro, señor? —le preguntó con tenso apremio—. Podría ser alcanzado por una bala del cuarenta y cuatro a menos de diez pies de distancia.

Buck miró su silla de montar.

—Su otra artillería está en mi silla de montar —le informó Elmer—. La recuperará, pero no ahora. Mantenga la linterna alta y firme, Buck.

El montar en su caballo era otro de los quizás, pero Buck fue lo suficientemente cuerdo como para no realizar un movimiento en falso. Elmer voló como si fuera un pájaro para alcanzar su silla y, cuando se sentó sobre ella, cargó el arma.

Pudo escuchar el gruñido de Buck cuando sonó el triple clic, pues el forastero se dio cuenta de que la pistola no había estado lista para disparar hasta ese momento. Buck llevaba ya mucho tiempo siendo un hombre, por eso se olvidó de que la mano de un chaval no puede ser lo suficientemente grande como para cargar y disparar el revólver en una sola acción de rápidos movimientos.

—Vaya en su caballo, señor Saddler —le dijo Elmer.

Se alejaron de la cabaña cabalgando.

Lute Kimball, al llegar a una loma, vio la luz de la linterna en la llanura.

Transcurrió media hora y varias colinas más.

—Puede detenerse ya. Voy a soltar sus armas y sus cananas. Puede recogerlas, yo le estaré observando con la pistola en la mano, Buck. Su rifle y su recortada están descargados.

La cabaña estaba a oscuras cuando Elmer regresó. Podía sentir el silencio de los que esperaban.

—Elmer, ¿hay alguien contigo? —le preguntó Lute Kimball.

Elmer se tambaleó en la silla a medida que las fuerzas le abandonaban al tiempo que cedía la tensión.

—No —graznó Elmer.

—¿Estás bien? —le preguntó la señorita Charlotte.

—¡Oh, sí! —respondió.

Pero cuando se deslizó montura abajo le fallaron las rodillas. Aterrizó a trompicones.

—Ve a la cabaña. Pronto nos vamos a quedar sin luz —le dijo Lute, que permanecía en la puerta de entrada, con el arma preparada y oteando en la oscuridad.

—Varina está durmiendo en mi cama, no sabe que ha pasado algo extraordinario.

La boba de Varina tiene muy buena suerte, pensó Elmer, se podía haber liado una de mil demonios y ella ni se acordará.

—No creo que regrese —indicó.

Lute soltó una breve carcajada.

—No creo que lo haga tras salir corriendo delante de un pequeñajo gritón y con un colt descargado.

—No estaba descargado —aclaró Elmer—: Tenía un cartucho en la recámara.

—¿De veras? —dijo Lute, que a duras penas podía contenerse—. ¿Y te veías capaz de aceptar el desafío?

Le abrió paso a Elmer para entrar en la cabaña, pero permaneció con su rifle entre los brazos mirando las estrellas.

Elmer respiró hondo.

—¿Cómo está Pa? —preguntó.

Lute tragó saliva y la señorita Charlotte apareció entre la oscuridad.

—Elmer, por favor, ¿puedes venir aquí, junto a mí? —le pidió la señorita Charlotte.

Le puso un brazo sobre los hombros y trató que dejara de temblar.

—¿Lute? —dijo ella.

—Tu Pa murió justo antes de que entrara con Steve en la ciudad. Steve se quedó en la ciudad para comprobar que tenía un buen entierro. Tu padre lo hubiera querido así —le contó Lute a Elmer.

Elmer se deshizo de la gentil opresión del brazo de la señorita Charlotte y su voz le pareció ronca a sus propios oídos.

—Me lo había imaginado —dijo—, puedo hacerme a la idea… Pero a Varina habrá que tratarla con cuidado. Quizá tengamos que llegar a un trato.

—¿Qué tipo de trato, Elmer? —La voz de la señorita Charlotte era como el sonido de un torrente de agua clara.

—Si se la lleva al Este con usted —propuso con voz entrecortada—, yo le entregaré nuestro ganado a su hermano, y quizá podría proporcionarle el dinero suficiente para educarla.

Él no quiso recordar que ella le debía un favor; se había convertido de repente en un hombre y cargaba con toda la galantería propia de su calidad. Era él quien pedía un favor.

—Si no fuera suficiente —le ofreció—, les puedo pagar el resto cuando sea mayor.

—¡Oh, Elmer! —dijo como si estuviera a punto de echarse a llorar—. Yo nunca regresaré al Este.

Lute, que permanecía en la sombra, sacudió la cabeza.

—¡No quiero que se críe aquí de ninguna manera! —protestó Elmer con frenesí—. Ma decía que esta no era tierra para mujeres.

—Lo será —se lo garantizó la señorita Charlotte—, va a serlo antes de que pase mucho tiempo. Hombres como tú y como el señor Kimball lo conseguiréis. Este será un buen sitio para vivir.

No era aún un hombre hecho y derecho. Y no hacía más que lidiar con problemas que eran demasiado grandes para él. Se tapó la cara con las manos y empezó a llorar. Sollozó durante largo rato y ni Lute ni la señorita Charlotte dijeron ni hicieron nada para detener su llanto.

Cuando acabó, Lute continuó hablando como si nada hubiese pasado.

—A partir de mañana —proclamó— serás un niño si es lo que deseas. Si has olvidado en qué consiste eso, ya averiguarás cómo se hace. Pero hoy necesito un compañero.

Elmer vigiló en la entrada de la casa hasta el amanecer con su nueva pistola en las manos, el Peacemaker que había pertenecido a Buck Saddler. Lute merodeaba por los alrededores con un rifle, al acecho. Nadie vino.

Doce años más tarde, Varina Merrick gastó su doble águila en su vestido de bodas. Elmer, tieso y solemne, vestido con su traje nuevo, alto y robusto, con buena mano en todo lo que emprendía, llevaba a la novia del brazo. Casi se había olvidado de lo difícil que le resultó en otro tiempo librarse de Varina.