Mahlon Mitchell vivió en su juventud con los crows[8] durante cinco años, los abandonó sin despedirse y regresó junto a ellos viejo y fracasado.
Cualquiera que sea nuestro juicio sobre Mahlon Mitchell, debemos reconocer que era un hombre valiente. Tenía miedo de volver con los crows, pero de todos modos regresó y no es óbice para ello el que lo hiciera por desesperación. Jamás había tenido tanto miedo en su vida.
Eran seis los que formaban la partida que fue a buscar el poblado de Becerro Amarillo. El teniente Bradford llevaba consigo al sargento O’Hara y a tres soldados de caballería. Eso hacía cinco. El sexto era el pelirrojo Mahlon Mitchell, que vestía una zamarra de piel mientras que los otros lucían la guerrera azul de la caballería. Él era el guía que debía llevarles hasta los crows. Conocía a los indios porque fue uno de ellos. Por vez primera después de treinta años, era alguien importante.
En ningún sitio se podía encontrar hombre más adecuado para el trabajo de guía e intérprete, pero tuvo que mendigar el puesto.
—Tengo influencia entre los crows —se pavoneó Mitchell ante el mayor en el fuerte—, fui su cabecilla.
El mayor lo observó con una mirada fría y un movimiento de sus labios que resultó tan insultante como si hubiera expresado su escepticismo de viva voz. Mitchell no era entonces un explorador; solo un paisano viejo y reumático que cortaba leña para el fuerte, demasiado entumecido por los años y las viejas heridas como para realizar su tarea con eficacia. Y estaba desesperado porque sabía que podía ser reenviado al Este en el siguiente ferrocarril, de vuelta al olvido.
Se presentó voluntario a la misión con los crows.
—Dudo que pueda soportar el viaje —le dijo el mayor con frialdad—. Usted debería abandonar la partida.
—¿Abandonar? —Mitchell olvidó que era un peticionario—. Una vez cabalgué noventa millas y me arrastré otras diez con una pierna rota. ¡No abandonaré la partida!
—Pero ahora usted es un anciano —le recordó el mayor.
No era el momento de enfadarse. Era la hora del orgullo.
—¡Todavía soy Mahlon Mitchell! —exclamó mientras alzaba la cabeza y miraba con desdén—. Soy aquel al que por ser pelirrojo llamaban Cabeza de Hierro. He conocido a los mejores de entre ellos y los crows aún no me han olvidado.
El mayor no quiso recordar que también los blancos guardaban el recuerdo de Mahlon Mitchell.
—Muy bien —concluyó el mayor—, el teniente Bradford tiene que encontrar a la banda de Becerro Amarillo, entregarle unos obsequios y prometerle que habrá más regalos si abandonan la venta de armas a los sioux.
Los crows y los sioux eran enemigos, pero hacían negocios juntos cuando les merecía la pena. Y la munición que los crows obtenían de los blancos reventaba en los pechos de otros blancos por la acción de los rifles sioux.
—Tendrán una escolta de veinte hombres hasta Green Springs —dijo el mayor—. Con ella cruzarán el territorio sioux.
Atravesaron el territorio y la escolta se marchó. Mahlon Mitchell quedaba como guía, esa función era todo lo que le quedaba en la vida. El viaje a través del territorio crow ofrecía una nueva ocasión de peligros. Y si viviese para contarlo… ¿qué? El azaroso retorno al fuerte, la deportación a alguno de los estados y el lento languidecer en un asilo de pobres.
Pero él recordaba algo siempre: una vez más estaba rondando el peligro.
Los crows los habían encontrado. Mitchell se guardó para sí la noticia durante un cuarto de hora, silenciosamente superior a los soldados en alerta, que miraban sin ver.
—Teniente —indicó—, es mejor que esperemos aquí. Hay un par de indios sobre aquella colina. Allí, a la derecha, tenemos un buen sitio para ponernos a negociar.
Esperaron. Los soldados fueron tan pacientes como sus caballos.
Mitchell recordó la forma en que había abandonado a los crows treinta años antes. De repente, porque la oportunidad se presentó, pero había estado acariciando la idea durante largo tiempo.
Todo comenzó con la mueca de desprecio del dependiente de un comercio de pieles cuando Mitchell fue a un puesto comercial con un grupo de crows y lo observó mientras negociaban duramente. La actitud del tendero se expresaba sin necesidad de palabras: ¡Marido de una squaw! ¡Amante de las indias! ¡Vives entre una manada de salvajes! ¡Y pensar que hubo una vez en la que fuiste un hombre blanco!
Cuando llegó el momento, Mitchell volvió a ser otra vez un blanco.
Había sido uno de la partida que fue a pie a robar caballos a los cheyennes. Los descubrieron. En la lucha consiguiente, junto a un crow llamado Guía Sus Caballos, quedaron separados del grupo. Guía Sus Caballos estaba herido y solo había una montura para los dos. Cuando llegaron a un arroyo, a unas diez millas del campamento cheyenne, Mitchell comprobó que el herido no podría sobrevivir.
Permaneció con él hasta el amanecer. Entonces, lo remató con el cuchillo y se alejó a lomos del potro robado.
Después de un tiempo, se convenció de que matar a Guía Sus Caballos había sido necesario e, incluso, una obra de misericordia. Libró a aquel hombre de sus padecimientos. Le arrancó la cabellera, para que pareciese obra de los cheyennes, pero era mejor olvidarse del asunto.
Si los crows, hacia cuyo poblado se dirigía, averiguaban qué fue lo que provocó su partida, su propio final no sería rápido ni misericordioso.
Cuando los dos exploradores indios bajaron de la colina, Mitchell resopló. Nadie podría decir que aquello era un suspiro. Con un gesto dramático, se despojó de su cochambroso sombrero, de forma que los crows podían ver qué era lo que quedaba de aquella mata de pelo rojo que había sido su orgullo: los ralos y rizados restos le caían hasta los hombros.
Al contemplar a los dos indios avanzar colina abajo con sus caballos, se dio cuenta de algo: Son demasiado jóvenes como para acordarse de mí.
Eran guerreros probados, por lo que aparentaban, pero no lo suficientemente mayores como para haber sido compañeros suyos en las cabalgadas contra los cheyennes o en las expediciones guerreras para vengarse de los sioux.
Los dos crows pararon a sus caballos y les observaron. Uno de ellos les hizo una pregunta. Mitchell no podía entender las palabras. Sintió un terror frío: ¿He olvidado la lengua crow o es que cada vez estoy más sordo?
El indio volvió a hablar y Mitchell no dudó más. Lo que el crow decía con un tono de angustia era: «¡Cabeza de Hierro! ¡Cabeza de Hierro ha vuelto!».
—Yo soy Cabeza de Hierro —respondió—, y he regresado junto a mis hermanos.
El hombre que había hablado desmontó y avanzó hacia ellos. Se notaba el orgullo en sus ademanes y el honor en los ornamentos que lucía. Era un guerrero que ejercía la única ocupación apta para un hombre. Pero se acercaba sin arrogancia. Como un igual.
Miró con detenimiento el rostro de Mitchell.
—Yo soy Hombros de Toro. El hijo de Cabeza de Hierro.
Mitchell entornó los ojos.
—¡Bueno! —murmuró Mitchell—. ¡Por Dios que podrías serlo!
¿Y cómo está Tranquila, tu madre?, deseaba preguntarle, ¿vive y ya es mayor? ¿O murió joven, hace ya mucho tiempo?
No pronunció su nombre. No podía haber buenas noticias acerca de Tranquila. No quería saber que estaba muerta. No quería saber que era una vieja.
Podía notar el enojo creciente del oficial, pero dejó a Bradford esperando una traducción de su diálogo.
—Mi hijo es un guerrero —le dijo a Hombros de Toro—, ¿ha logrado destacar?
—Muchas veces —contestó Hombros de Toro con orgullo legítimo.
Mitchell extendió su mano y el guerrero la tomó.
—Ya les dije que tenía influencia entre ellos —le aclaró Mitchell al teniente con una sonrisa—. No han olvidado a Cabeza de Hierro. Este joven dice que es mi hijo, y yo nunca lo supe.
Bradford y Mitchell cabalgaron uno al costado del otro al entrar en el poblado crow.
Ellos ya no recuerdan para nada a Guía Sus Caballos, se dijo Mitchell para sí con alivio. Solo recuerdan lo bueno. Y así es como debería ser. Bueno, les he dado suerte en todas las ocasiones. Siempre decían eso: que yo tenía buena medicina… Hasta el último combate.
En aquellos viejos tiempos, sus partidas de caza siempre tuvieron fortuna y las expediciones guerreras volvían a casa cantando, con cabelleras cortadas[9], potros robados e historias de coraje.
Nunca les faltó la suerte hasta aquel último combate, en el que los guerreros se vieron sorprendidos y desperdigados, y Cabeza de Hierro mató a su camarada para volver a ser de nuevo Mahlon Mitchell.
—Tienen muy buena opinión de usted —comentó el teniente.
—Ellos decían que yo tenía buena medicina —dijo Mitchell, que rara vez se permitía ser modesto.
Pero no fui buena medicina para mí mismo después de dejarlos, admitió para sí, al recordar los años ominosos de fracaso en la agricultura y el comercio, como herrero, estibador y matarife.
Regresó de nuevo a la Frontera de su juventud a trabajar para el ejército cortando leña. La vida había dejado de tener sabor. Antes de los años de fracaso y vacío estaban los años del peligro, cuando su sangre corría como fuego por sus venas. La juventud no se podía revivir, pero su compañero, el peligro, todavía lo podía encontrar el hombre que se tomara la molestia de buscarlo.
Cuando se presentó como voluntario a la misión entre los crows, sabía que podía estar partiendo hacia su última aventura.
—Usted dijo que conoce a Becerro Amarillo —le recordó Bradford.
—Bastante bien. Traté a su hermano mayor (y le dejé muerto junto a un arroyo). Becerro Amarillo debe de ser diez años más joven que yo. Él era solo un muchacho preparado para buscar su propia medicina cuando llegué por primera vez junto a los crows. Al irme, tenía fama de valiente. Recuerdo la primera correría en la que participó.
Existía una severa y dura disciplina en la vida de un indio crow. Crecía anhelando la gloria; ayunaba y rezaba para alcanzar poderes mágicos y curativos. Cuando consideraba que había obtenido su medicina, marchaba en busca del peligro. Después de un tiempo, se moría. La vida de un hombre blanco era infinitamente más complicada, se podían desear demasiadas cosas y se daban demasiadas maneras de fracasar al tratar de conseguirlas.
Hace mucho tiempo que fuimos jóvenes, pensó Mitchell al darse cuenta, sorprendido, de que el jefe se acercaba hacia ellos. El tiempo había labrado surcos en sus mejillas.
Becerro Amarillo no tendió su mano. Permaneció quieto, contemplando el rostro de Mitchell.
—¿Es el mismo Cabeza de Hierro que regresa junto a sus hermanos? —preguntó el jefe con respeto, casi con humildad.
No es porque no me reconozca, adivinó Mitchell, es porque está asustado. Quizá cree que soy un espíritu.
—Es el mismo Cabeza de Hierro que durante un tiempo vivió con los espíritus —le respondió—. Mi historia solo se la contaré a Becerro Amarillo.
Los guerreros que se sentaron a fumar con el teniente durante la primera noche en el poblado eran hombres distinguidos, de cuya compañía ningún varón se avergüenza. Pero solo eran jefes de segundo orden.
En otra tienda, el propio Becerro Amarillo se sentaba junto a Mahlon Mitchell, que no tenía ninguna prisa en desarrollar su historia.
—Becerro Amarillo es un gran guerrero y jefe de su pueblo —dijo Mitchell—. Lo sabía desde que éramos jóvenes.
—Yo no lo sabía —contestó pensativo Becerro Amarillo—. El espíritu de Cabeza de Hierro debe de habérselo dicho. Su medicina siempre ha sido muy fuerte —y añadió después de una pausa—: Espero que mi hermano Cabeza de Hierro todavía disfrute de su medicina.
Mitchell no podía admitir el fracaso. Tenía la jactancia en la sangre.
—Ahora tengo una medicina mejor —mintió—, porque durante un tiempo, no sé cuánto, viví con el pueblo de los espíritus.
Fumó en silencio, dejando que creciera la ansiedad del jefe antes de contarle la historia. Se decidió a improvisar, con préstamos de todas las consejas de magia que había escuchado en las tiendas de los crows. Habló de cómo luchó codo con codo con Guía Sus Caballos contra un guerrero que crecía más y más y, al final, se convirtió en un lobo blanco que se llevó a Mitchell muy lejos, a una nube en la que todos sus habitantes eran lobos y le abandonaron allí.
Becerro Amarillo se cubrió la boca, en señal de asombro, y movió la cabeza, como signo de simpatía hacia su amigo.
—No volví a ver a Guía Sus Caballos —finalizó Mitchell—. No le veo a él ni a Giba de Toro ni a Torbellino.
Becerro Amarillo movió la cabeza.
—Están muertos, como tantos otros. Torbellino reposa no muy lejos de aquí. Mucho tiempo después del combate, regresé a aquel sitio y estuve buscando hasta que encontré a mi hermano, a Guía Sus Caballos. Reconocí que eran sus huesos por las cosas que había con ellos; los traje aquí envueltos en una manta. Creía que los cheyennes lo habían matado, ahora sé que fue el espíritu del lobo blanco.
—Incluso después de que el lobo blanco me arrojara a la orilla de un río en medio de la oscuridad y con el rugido de un trueno —dijo Mitchell con tristeza—, no regresé con los crows. Pensé que podía traerles mala suerte, porque los espíritus se habían llevado mi bolsa de medicina. Así que volví junto a los hombres blancos para ver qué pasaba. Pero las cosas no fueron como yo pensaba. Allá donde iba, los blancos eran afortunados. Creo que tengo mejor medicina ahora que antes.
—Es cierto que se han vuelto más fuertes y más ricos —asintió Becerro Amarillo—. Me agrada que Cabeza de Hierro haya vuelto con los crows.
Es como si creyera que me voy a quedar con ellos, pensó Mitchell. A los crows no les va tan bien como de costumbre. No hay tantos caballos buenos y las tiendas están algo raídas. El hambre está al caer.
—Cabeza de Hierro sembró una simiente entre los crows —observó Becerro Amarillo—. Ha crecido como un árbol robusto. Yo también tengo hijos, aunque ya no peleo en los combates. Hay una mujer esperando en la tienda preparada para Cabeza de Hierro. Es vieja. Quizás a Cabeza de Hierro le gustaría disponer allí de una mujer joven.
—Cabeza de Hierro tampoco es joven —respondió Mitchell con una sonrisa.
Cuando caminaba hacia la tienda, Mitchell rememoraba: nunca fue una belleza, y ahora debe de ser una india vieja y arrugada. Pero ella nunca me sacó de mis casillas en la forma en que lo hacen la mayor parte de las mujeres. ¡Por Dios, es como regresar al hogar!
Sintió una cálida satisfacción. Aquí, pensó, tratan a un hombre como se debe. Cuando es viejo, ya no tiene que luchar por nada.
Ella estaba esperándolo a la entrada, en el lugar donde se les permite sentarse a las viejas, con la manta sobre su rostro. Sin haberla visto, podía saber qué aspecto presentaba. Sin formas y arada por las arrugas, sin alegría, pero con un orgullo silencioso, que nadie le podría arrebatar a no ser que perdiera a su hijo de la misma forma en que perdió a su padre.
Mitchell se sentó en el lugar del amo. Sin saludar.
—Cabeza de Hierro quiere que su mujer le cepille el pelo.
Ella avanzó sin decir una palabra. En un apacible silencio cepilló su cabello con la cola peluda de un animal. Tranquila podría haber dicho que su pelo era muy fino o que raleaba o haberle gritado con amargos reproches. Pero lo único que dijo después de un rato fue:
—Es bueno que Cabeza de Hierro haya regresado con su pueblo.
Mi pueblo, meditó Mitchell. Mucho más de lo que jamás lo fueron los blancos. ¿Y si me quedara con ellos?
—Tuve dos mujeres blancas como esposas —dijo—, pero Tranquila es la mejor.
Eso era lo más que podía decirle para que lo recordara y para que lo considerara su amigo…
La misión del teniente Bradford se cumplió con asombrosa facilidad, pese a que las negociaciones requirieron medio día de elocuencia. Sí, los crows dejarían de vender munición a los sioux.
Los sioux eran enemigos; la única razón para comerciar con ellos era que disponían de bienes que los crows no poseían. Ellos estarían encantados de recibir esos bienes como regalos de su padre blanco.
—Hubo un tiempo en que nuestro hermano, Cabeza de Hierro, vivió entre nosotros —habló Becerro Amarillo—. Su medicina era buena. Fuimos un pueblo rico, con muchos guerreros fuertes y excelentes caballos. Rara vez padecíamos hambre.
Se engolfó en detalles, con datos sobre la grandeza de su pueblo y el valor de Cabeza de Hierro y la buena suerte que les había traído.
—Entonces, Cabeza de Hierro se marchó, no sabemos por qué causa. Ahora él ha regresado para contarnos lo que sucedió.
Mitchell volvió a contar la misma historia que Becerro Amarillo había escuchado, sin cambiar una sola minucia, tal y como se supone que las historias han de ser narradas. Entonces se sentó de nuevo y el teniente Bradford frunció el entrecejo porque no se enteraba del contenido de aquel largo discurso y no le prestó atención. La medicina de Mitchell seguía siendo buena.
Uno tras otro, hablaron los adustos guerreros, ofreciéndole el paraíso. Cabeza de Hierro había regresado. Cabeza de Hierro debía quedarse y los crows volverían de nuevo a ser poderosos.
Para Mahlon Mitchell no podía haber una existencia mejor que aquella, junto a los crows. La edad le atribuló con achaques en los huesos y rigidez en sus articulaciones, pero ya no debería competir más con los jóvenes para obtener la gloria. Ahora podía dedicarse al recuento de sus hazañas entre sus iguales, y sus hechos parecían tan espléndidos hoy como en el día en el que fueron ejecutados. En tanto que viviera, sus hazañas serían materia de ejemplo para que las mujeres se los enseñaran a sus hijos pequeños. A Tranquila trataría de buscarle comodidades.
Es verdad que los indios nunca estaban lejos de la hambruna ni a salvo de un ataque repentino, pero había entre ellos más honor y seguridad de la que un hombre pudiera encontrar en cualquier otro sitio… si ese hombre era Mitchell. Pero él no debía hacerles creer que era un sujeto fácil de seducir.
—Cabeza de Hierro ha vuelto con sus hermanos —contestó con seriedad— y le gustaría permanecer junto a ellos. Pero su medicina solo le dice que regrese. No sabe si también le dice que debe quedarse. Él debe consultar a su medicina. Mañana, ya habrá averiguado lo que hay que hacer.
¡Ay, mis hermanos, sois más fáciles de embaucar que los blancos! Os puedo manejar con un solo dedo. ¡Nunca os dejaré suponer que mi medicina solo funciona con vosotros!, pensó.
Cuando subió por la colina en la que debía consultar a su medicina, tomó un sendero marginal. Becerro Amarillo le había contado dónde había sido enterrado el cuerpo de Torbellino, después de que el guerrero muriera desangrado hacía nueve inviernos. Había sido un gran duelo. Su mujer se cortó la melena y se acuchilló las piernas.
En un árbol frondoso, sobre una plataforma de ramas, lo que quedaba de Torbellino yacía bajo el cielo. Jirones de la manta que envolvió su cuerpo se deshilachaban entre los quebradizos vástagos de la plataforma. No quedaban pájaros. Los cuervos y los buitres habían acabado su tarea mucho tiempo atrás. Bajo el árbol reposaban los huesos blancos por la acción del tiempo de un caballo sacrificado.
Mitchell desmontó, gruñendo de dolor por culpa de la rigidez de sus articulaciones. Permaneció quieto, con los brazos en jarras, contemplando aquello, y sintió un sordo enojo por los años perdidos.
Torbellino nació en una tienda crow y murió en la pradera. Había vivido con coraje y sin dilemas, perfectamente integrado en el medio para el cual había nacido y que nunca necesitó cambiar por otro mejor.
—¿Viene el caballo que sacrificaron para ti cuando le silbas? —preguntó Mitchell en voz alta—. ¿Te mantiene caliente esa manta podrida durante el invierno?
Son todos unos bobos supersticiosos, dijo para sí. Tienen miedo de todo… menos de la muerte. Cualquier animal puede ser un espíritu, el canto de cualquier pájaro puede contener un mensaje. Los mensajes guardaban un misterio y los espíritus eran casi siempre malos. Los crows no dejaban de ser unos salvajes que se estremecían de terror con todo lo que los rodeaba y que rogaban por una medicina que los salvara de peligros que no comprendían.
Pero a Mitchell le quemaba la envidia de un hombre cuya vida había sido perfecta, incuestionable, que jamás se desvió del camino justo. De un hombre que había muerto con honor y que se encontraba más allá de todo tormento.
Condujo su caballo al pie de la loma de la medicina, deseando abrir su corazón a la magia que podría hallar allí si fuera un indio, pero a la vez denigrándola como una superchería porque era blanco.
Había pasado por esto antes: el hambre y la sed, a solas en la montaña, y el regreso para contar los detalles del sueño que nunca soñó. Pero logró convencer a los ancianos y obtuvo su bolsa de medicina.
Esta vez sus desgracias tenían mayores proporciones, porque ya no era joven y no tenía la esperanza de experimentar la angustia y el asombro que un crow podía encontrar en ese lugar, precisamente porque el indio se lo creía. Realizó los movimientos de la oración. Según la costumbre, no debería comer ni beber hasta que recibiera un mensaje de algún espíritu. Pero ¿quién podría ver, después de anochecido, si masticaba pemmican hurtado de un parfleche[10] de Tranquila o si se arrastraba para beber el agua de un arroyo? A la luz del día, cantaba y danzaba.
Aquejado por el reumatismo, bailaba con rigidez ante los invisibles espíritus sin nombre, pero no obtuvo ningún mensaje de ellos, porque sabía que no existen.
Al tercer día, descansó del dolor y dejó pasar el tiempo. Mahlon Mitchell, que pronto volvería a ser Cabeza de Hierro para siempre, tendió su cara al calor del sol y sonrió.
El teniente Bradford estaba con los indios que fueron a recibirlo. Le comunicó a Bradford su decisión.
—Me quedo con los crows.
—¿En serio, señor Mitchell? La decisión es solo suya, desde luego.
—Desde luego, nadie podrá obligarme a regresar al fuerte, ¿no es cierto?
Sin duda, los blancos querían que regresara, para estar seguros de su vuelta al fuerte y, quizás, para respaldar al teniente cuando tuviera que rendir cuentas al mayor. Pero nadie iba a acosar a Cabeza de Hierro. Mahlon Mitchell, hombre blanco, podía ser acosado y despreciado, y lo fue durante demasiado tiempo. Pero Cabeza de Hierro era un guerrero crow.
—Ni siquiera lo intentaré —dijo Bradford—, pero, por supuesto, si usted no vuelve, nunca podrá cobrar su paga. Creo que, en su lugar, regresaría con regalos. No me gustaría volver con las manos vacías, pobre.
—Lo que yo tengo vale mucho más que los regalos —respondió Mitchell—. Lo que les puedo dar se llama buena suerte.
Cabalgaron en silencio durante un rato, pero Mitchell le daba vueltas a su cabeza. Si se presentaba ante ellos pobre, seguro que le acogerían amistosamente, con los brazos abiertos.
Pero podrían tenérselo en cuenta si la buena suerte desaparecía. Si llegaba rico, repartiendo bienes como un señor, nunca lo olvidarían.
Aún andaba dándole vueltas a todo esto después de la sauna, cuando Tranquila, con humilde orgullo, le prestaba ayuda para vestirse, pues iba a asistir al consejo ante el que tenía que relatar lo que su medicina le había comunicado. Le entregó pinturas y un valioso trozo de espejo. También le proporcionó cuentas para ornamentos y una pluma de águila, algo que solo un guerrero de valor acreditado puede portar.
Parecía arroparse con un manto de alegría. Regresaba a la vida buena que añoraba, y esta vez iba a ser para quedarse. ¡Oh! Habría días de hambre y el frío del invierno sería más amargo que cuando vivía en una tienda de pieles. Un dolor de muelas resultaría, con toda seguridad, un infierno, y un herrero con un par de tenazas podría tratarlo mucho mejor que cualquier chamán con sus hechizos. Siempre había malos olores alrededor del campamento y su paganismo era pura superstición, y continuamente se escuchaban toda clase de ruidos. Pero si uno buscaba honor y respeto, con solo eso se equilibraba la balanza.
Tranquila permanecía aparte, mascullando, y él se volvió para ver a Bradford en la entrada de la tienda.
—¿Pondrán alguna objeción si estoy presente en el consejo? —preguntó con amabilidad.
—Podrían —contestó Mitchell—, pero puedo tratar con ellos acerca del asunto.
Se sintió repentinamente avergonzado al ser sorprendido con ese atavío hecho de desnudez, pinturas, abalorios de cuentas y trozos de piel y de garras. Cuando él era joven, no había nada de extraordinario en que un blanco llevara adornos indios. Pero en aquellos días no habría un solo oficial de caballería que no mostrase un gesto de menosprecio disimulado.
Quiso poner al teniente en su sitio.
—¿Cree que conseguirán llegar al fuerte sin dejarse las cabelleras en el camino?
—Eso creo —dijo Bradford—. Si no fuera por su reputación de hombre con redaños —añadió pensativo el teniente—, creería que usted se queda aquí porque no quiere regresar a través del territorio sioux.
La rabia ahogó a Mitchell, pero la precaución pudo contenerla.
—Se lo dejaré pasar, teniente. Usted ha venido junto a los crows como un amigo. Le dejaremos irse de la misma forma —respondió Mitchell sin alterar la voz.
Cuando su hijo y otros guerreros llegaron para llevárselo a la tienda del consejo, Mitchell sabía exactamente qué es lo que tenía que decir.
Sentado en el consejo, junto a los guerreros de caras cetrinas y adustas que se arremolinaban junto al fuego, emitió un leve suspiro y quedó inmerso en la tibieza de las viejas amistades, que tanto le reclamaban. Pero antes de que estuviesen seguros de él, haría que le desearan aún más… y les presentó al teniente Bradford, que estaba un poco más atrás.
Después de fumar lentamente y de aguantar la pesada oratoria ceremonial, se levantó.
—Cabeza de Hierro vivirá con sus hermanos los crows —dijo con seriedad—. Ha regresado, y los crows serán para siempre su pueblo. Así se lo ha dicho su medicina.
Lo repitió otra vez en inglés, para Bradford, mientras los indios esperaban.
Las cabezas emplumadas se movían y el resplandor de la hoguera se reflejaba en los rostros oscuros.
—Es bueno que Cabeza de Hierro regrese con su pueblo —sentenció Becerro Amarillo—. Ahora volveremos a ser fuertes, porque Cabeza de Hierro tiene buena medicina. Pero dice que pronto estará de vuelta. Me gustaría saber lo que eso significa, porque ya está aquí.
—Cabeza de Hierro irá primero al fuerte con los soldados —les aclaró Mitchell—. Ha hecho el juramento de ir allí y decir a los jefes blancos que los crows son sus amigos. Después regresará con regalos.
También repitió eso al teniente.
La respuesta fue más de lo que él esperaba. Los indios suplicaron. Uno tras otro daban razones por las cuales Cabeza de Hierro no debía regresar al fuerte de ninguna manera.
Un hombre sugirió que quizá no había entendido lo que su medicina le había dictado, y el resto le dio la razón; murmuraban que esa debía de ser la verdad. Estaban profundamente molestos y Mitchell lo notó.
Por desgracia, les aseguró, no había ningún error. Debía ir primero al fuerte. Más tarde, permanecería para siempre con los crows.
Le pareció ver el dolor en sus caras oscuras. ¡Los tengo en la palma de la mano!, dijo para sí.
Solo le pidieron una cosa: que permaneciera un día más entre ellos. Le tenían reservado un banquete…
Los blancos iniciaron el regreso nada más acabar el banquete. Les acompañaba una procesión que no hacía sino alabar a Cabeza de Hierro, la buena medicina.
Mitchell se sentía mucho mejor, por lo que disfrutaba aún más de su triunfo. Becerro Amarillo lo acompañaba, y Hombros de Toro, además de otra docena de hombres y algunas mujeres que cuidaban del equipaje. Tranquila, su propia esposa, estaba entre ellas. Cabalgaba sobre un potro moteado y conducía a otro por las riendas que transportaba un travois.
Al mediodía se sentía demasiado indispuesto como para ocuparse de lo que estaba haciendo el resto de la gente.
—¿Un exceso de perro en el festín, quizás? —le comentó el teniente—. A mí casi me pone el estómago del revés.
—Ya la he comido antes —gruñó Mitchell—. La carne de perro está buena.
Casi se desvaneció al desmontar. Cuando trató de dormir, Tranquila se sentó a su lado. Él se despertó quejándose y notó la mano de ella sobre su frente húmeda.
A la mañana siguiente no se encontraba mejor.
—Tenemos que levantarnos para ir al fuerte —dijo Bradford.
Mitchell no quería ir a ningún sitio. Los calambres en el estómago le atormentaban. Era incapaz de recordar a cuántos días de viaje estaban del fuerte.
—Mandaré un hombre por delante para buscar al doctor en cuanto lleguemos al territorio sioux —le prometió Bradford.
Mitchell, que se retorcía de dolor, no respondió.
Aquel día no cabalgó. Lo ataron a un travois para que lo transportase el potro moteado.
Mitchell revivió lo suficiente como para decirle al teniente:
—Así es como me llevaron tras luchar con los pies negros.
Sobreviví a aquello, recordó mientras se sumergía en la negrura de la enfermedad.
También se acordó de otra cosa: Nunca antes he estado tan enfermo. ¡Esta vez podría morirme!
Algunas veces, la negrura se abría como una cortina, tras la que estaba Mitchell ahogándose en un mar de dolor. Tenía atisbos de otras caras al ceder la cortina: Bradford inclinándose sobre él, con aspecto preocupado y haciéndole preguntas que era incapaz de contestar. El sargento O’Hara, que le traía un agua que no podía beber. Tranquila, tendiendo la mano sobre su frente. Aquello le devolvía a la consciencia. Ella se había olvidado tanto de cuál era su lugar que se mostraba allí, ante todos, como propietaria de Cabeza de Hierro.
Mitchell empezó a sentir un tipo de miedo que nunca había experimentado. Luchaba contra el pánico, pero estaba demasiado enfermo para apartar a Tranquila.
Vio el rostro duro y alerta de su hijo, Hombros de Toro.
Y de nuevo al teniente, inquieto por la angustia.
—¡Parad el caballo! —farfulló Mitchell.
Tenía que esperar algo. No tenía sentido evitarlo. Había que dejar que se acercara y que terminase la agonía.
Vio el rostro oscuro de su amigo, Becerro Amarillo. El jefe lo miró con una expresión que jamás había contemplado en aquella faz cetrina y arrugada.
En un estremecimiento de horror, Cabeza de Hierro comprendió que no tenía a los crows en la palma de la mano. Lo que vio reflejado en aquel rostro salvaje era… compasión.
¡El festín!… fue entonces cuando me envenenaron, recapacitó. Entonces gritó en inglés:
—¿Por qué? ¿Por qué?
—Lamentamos tener que hacer esto, pero Cabeza de Hierro es buena medicina para mi pueblo. Ahora, nunca abandonará a sus hermanos cuando lo necesiten.
Tras cruzar un río, los soldados galoparon sin su escolta india.
En la orilla, Tranquila, con cortes sangrantes en los brazos, preparaba una plataforma en un árbol para recibir el cuerpo de Cabeza de Hierro, de manera que la buena medicina se pudiera mantener a salvo y segura para siempre en el país de los crows.