LA FRONTERA EN LLAMAS

El domingo por la mañana, mientras llevaba la sobria vestimenta del hombre blanco, un jefe sioux llamado Cuervo Pequeño atendía al servicio en la iglesia de la Agencia[1] Inferior y, al terminar este, estrechó las manos del predicador. El domingo por la tarde, los sioux santees[2] de Cuervo Pequeño, con sus plumas y pinturas de guerra, se abalanzaron sobre los colonos en una sangrienta masacre. No hubo la menor señal de advertencia.

Hannah Harris hablaba a voces con su hija mayor, Mary Amanda:

—Ya te he dicho dos veces que cojas más mantequilla de la fresquera del arroyo. ¡Anda, pues! Los hombres quieren comer.

Los hombres —Oscar Harris y sus dos hijos de dieciséis y dieciocho años— permanecían sentados con ademán imperturbable sobre un banco frente a la cabaña, esperando que se les llamara a la mesa.

Mary Amanda dejó el libro que había pedido prestado a un vecino lejano y abandonó con desgana la cabaña. Le gustaba leer y estaba orgullosa de saber hacerlo, pero nunca sostendría otro libro en sus manos mientras viviese. Mary Amanda Harris contaba apenas trece años de edad en aquel día de agosto de 1862.

Sarah, su hermana pequeña, se entretenía vagando cerca del arroyo a falta de algo mejor que hacer. Estaba saludablemente hambrienta y el aroma del pollo frito le hacía agitarse hasta que su madre le advirtió:

—¿Es que voy a tener que darte un azote?

Las dos niñas discutían mientras trotaban por el camino de costumbre.

—¿Para qué has venido a enredar? —le preguntó Mary Amanda. Ella quería permanecer, sin ser molestada, en el mundo del libro que estaba leyendo.

—Creo que tengo el mismo derecho a pasear por aquí que tú —le contestó la pequeña.

Sarah se estremeció, no por un presentimiento, sino porque la rozaba el aire fresco del arroyo. Miró a través del estrecho torrente y observó una cara pintada con bandas. Antes de que pudiese lanzar un grito, el indio brincó por el arroyo y le tapó la boca.

En la cabaña oyeron aquel único alarido desgarrador, inmediatamente sofocado. Sabían qué hacer. Lo tenían planeado porque no ignoraban que tal día había de llegar a cualquier granja en la frontera.

Hannah Harris se apoderó de Willie, el bebé, y solo vaciló al gritar:

—¿Y las niñas?

El padre, ya dentro de la cabaña, le pasó un rifle a su hijo mayor mientras tomaba otro para sí. A Jim, el de dieciséis, le gruñó:

—¡El hacha, chico!

Hannah sabía qué hacer —correr y esconderse—, pero aquella parte del plan también incluía a las niñas. Tenía que hacerse cargo de los cuatro hijos más pequeños, incluido Johnny, el retrasado. Pero estaba demasiado trastornada por lo que suponía aquel breve chillido como para ser capaz de cambiar el plan y escapar sin ellas.

—¡Ve a los cañaverales! ¿Estás tonta? —rugió Oscar, y esto la sacó de su pasividad. Con el bebé en un brazo, comenzó a descender por la colina hasta llegar a un lugar cerca del río en el que los juncos crecían altos.

La única razón por la que Hannah fue capaz de llegar a los cañaverales junto a los niños fue que los varones —Oscar, Jim y Zeke— retrasaron a los sioux durante unos breves minutos. Los hombres blancos se podían atrincherar en su cabaña y hacer frente a los atacantes durante un período de tiempo más largo, pero las vanguardias de los indios habrían podido detectar aquella frenética escapada hacia los juncales.

Oscar y Jim y Zeke no se defendieron. Atacaron. El padre iba el primero: avanzaron hacia el arroyo y se encontraron con los indios en los matorrales. Allí lucharon y obtuvieron un poco de tiempo para que los otros tres pudieran esconderse junto al río, cosa que pagaron con sus vidas.

Hannah, la madre, eligió otra opción para ganar tiempo. Escuchó cómo los invasores despedazaban cualquier cosa que encontraban en la cabaña. Oía sus aullidos al encontrar vestidos, cacharros y comida. Permaneció entre las cañas todo lo que pudo, pero cuando olfateó el humo de la vivienda incendiada supo que los sioux se pondrían a merodear para ver que más cosas podrían encontrar.

Entonces dejó al niño entre los brazos de Johnny y le dijo imperativamente:

—¡Cuidarás de él y no lo soltarás aunque te maten!

No le dio ninguna indicación acerca de escapar a un lugar seguro; tales sitios no existían.

Besó a Johnny en la frente e hizo lo mismo dos veces con el bebé, porque estaba muy indefenso y porque, además, afortunadamente, no lloraba.

Gateó hacia la izquierda, lo más lejos posible de los niños, de forma que no viesen que venía directamente desde su escondite. Luego emergió de entre las cañas y subió gritando por la colina, hacia los indios.

Cuando se la encontraron, dudó y dio la vuelta. Corrió mientras seguía gritando hacia el río, como si hubiese enloquecido y no supiera lo que estaba haciendo. Pero ella lo sabía muy bien. Hizo exactamente lo que una alondra de la pradera cuando su nido en la hierba está amenazado: salta hacia la intemperie, gritona y frenética, y distrae a los destructores del hogar de sus retoños.

Pero la alondra de la pradera actúa por instinto, no sigue un plan. Hannah Harris tenía que vencer a su naturaleza, que la empujaba a tratar de salvar su propia vida.

Cuando unas manos rugosas la atraparon, puso el brazo sobre sus ojos para no ver la muerte…

De las dos niñas del torrente, solo Sarah gritó. Mary Amanda no tuvo tiempo. Una maza, manejada con habilidad por un fuerte brazo, chocó con su cabeza.

Sarah Harris escuchó la breve batalla y reconoció la voz de su padre, pero vio los cadáveres, unas pocas yardas más lejos, en el camino que atraviesa los matorrales. Uno de los indios la agarró sin dificultad. Era una niña delgada de nueve años.

Mary Amanda estaba inconsciente y podría haberse ahogado de no ser porque su custodio la arrastró fuera del arroyo y la dejó boca abajo en la orilla de grava.

Las chicas nunca volvieron a ver la cabaña. Sus captores les ataron las manos por detrás y las transportaron por el camino de regreso de la expedición guerrera. Las niñas estaban demasiado asustadas como para gritar o decir algo. Avanzaron a trompicones a través de los matorrales.

Mary Amanda tropezaba demasiadas veces. Al cabo, se dejó caer y permaneció inmóvil, esperando la muerte. Sollozaba con serenidad. Su custodio gruñó y levantó la maza.

Sarah voló hacia él gritando. Sus manos estaban atadas, pero los pies no y todavía era capaz de correr.

—¡No le pegues a mi hermana! —gritó—. ¡Te digo que no lo hagas! —e inclinó la cabeza y arremetió contra él.

El indio, que nunca había tenido trato con blancos sino a distancia o en furiosas incursiones de saqueo, estaba asombrado por su valor, que le impresionó. Todo lo que sabía de las niñas blancas era que salían corriendo y que gritaban cuando se las atrapaba. Esta tenía la furia salvaje y desesperada de sus propias mujeres. Castañeteaba los dientes con el mismo enojo que un arrendajo azul (Arrendajo Azul fue el nombre que le pusieron, con el que todos la conocían durante los años que vivió entre los sioux).

Ella apenas le golpeó con más fuerza que el viento, pero a él le hizo gracia. Tiró bruscamente de la niña mayor, Mary Amanda, y la puso en pie.

La madre, Hannah, había sido llevada por la misma ruta a una milla de distancia más o menos, pero no sabía que sus hijas aún estaban vivas. A una de ellas volvió a verla seis años más tarde. A la otra niña nunca más la vio.

Avanzó durante horas a tropezones, rezando: «¡Señor, ten misericordia y haz que me maten ya!».

Cuando no rezaba, dejaba que resplandeciera un poco la luz de la esperanza y, al acampar aquella noche, comenzó a implorar con timidez: «Dios, ¿me dejarás escapar?».

No tuvo comida ni bebida esa noche, y los indios la mantenían amarrada con firmeza.

Al día siguiente, sus captores se encontraron con una banda aún mayor, que traía mucho botín y arrastraba a otras tres mujeres blancas. Eran más jóvenes que Hannah; eso fue su salvación.

Al llegar a la ancianidad, contaba aquella historia con un tono siniestro: «Le rogué al Señor que me dejara escapar, e hizo que los indios me dieran la espalda y yo me interné en el bosque, y así fue como me fugué».

No contó cómo pudo oír los gritos desgarradores de las otras mujeres blancas, que resonaban incluso después de haberse atrevido a internarse en la espesura.

Avanzó a trancas y barrancas a través del bosque, escondiéndose al menor ruido y rezando por encontrar un atajo, pero llena de terror cuando encontraba uno, por miedo de que los indios anduvieran rondando a la vuelta del camino. Tras llegar a la senda y decidirse a seguirla, encontró un compañero, un peludo perro amarillo.

Durante dos días no tuvieron más que bayas como alimento. Luego, se encontró con que el perro estaba comiendo un urogallo que había matado, y ella se le acercó, pero el perro le gruñía.

—Perrito bueno —le halagaba ella—. ¡Buen y viejo Sheppy!

Se humilló con semejantes halagos hasta que —posiblemente porque había cazado otra pieza y ya no estaba hambriento— le dejó la sucia carroña desgarrada por sus colmillos. Desplumó la pieza con los dedos, lavó la carne en el arroyo y la comió al tiempo que caminaba.

A la mañana siguiente, percibió un humo de la leña y avanzó a través de los matojos hasta que pudo divisar un claro. Vio gente blanca enfrente de una cabaña y mucho bullicio. Escuchó el llanto de los niños y la voz autoritaria de las mujeres. Se levantó y corrió dando gritos hacia la casa, con el perro, que saltaba y ladraba a su lado.

Una de las mujeres histéricas tomó un rifle y disparó a Hannah antes de que un hombre gritase: «¡Es blanca!», y corriera a su encuentro.

Había dieciséis personas en la pequeña cabaña o en sus cercanías, refugiados de otras granjas. Hannah Harris se puso a preguntar mientras rapiñaba comida:

—¿Ha visto alguien a dos niñas? ¿Ha visto alguien a un niño y a un bebé?

Nadie los había visto.

En la cabaña, las mujeres de largas faldas estaban muy ocupadas con sus niños, pero Hannah Harris ya no tenía ninguno. Ella, que había parido a cuatro hijos y dos hijas. Se limitó a confundirse entre los refugiados suplicando:

—¿Puedo ayudar en alguna cosa? ¿Hay algo que yo pueda hacer?

Una anciana muy ocupada le dijo con profunda simpatía:

—Señora Harris, túmbese en algún sitio. Duerma algo. ¡Después de todo lo que ha pasado!

Hannah Harris comprendió que no había sitio para ella. Vagó por los alrededores y se tumbó sobre el césped, a la sombra. Se durmió y dejó de escuchar los lamentos de los niños y las riñas de las mujeres.

Hannah despertó al sonido de unas voces que reconoció y que venían de cerca de la cabaña. Vio a dos hombres que transportaban una camilla compuesta por dos camisas abotonadas sobre dos postes. Encima se agitaba un bulto y una mujer trataba de levantarlo, pero este se quejaba con dos voces.

Johnny yacía allí, aferrado al bebé, y ambos gritaban.

Se puso de rodillas. Vio sangre en los pies de Johnny y pensó horrorizada: «¿Hicieron esto los indios?». Entonces recordó: «No, estaba descalzo cuando huimos».

Él no quería entregar al niño, ni siquiera a ella. Esquelético, sus costillas asomaban bajo los jirones de su camisa, sus ojos apenas se abrían y sus labios se habían retirado hasta los dientes. Su conciencia vacilaba, pero aún le quedaban fuerzas como para agarrarse a su hermanito, que lloraba de hambre y miedo.

—Johnny, ya puedes dejarlo. Puedes dejar que Willie se vaya. Johnny, te habla tu madre.

Él relajó sus brazos con un gemido.

Durante el resto de su vida, y vivió otros cincuenta años, sufrió pesadillas y, a menudo, se levantaba gritando.

Con dos de sus hijos allí, Hannah Harris era igual que cualquier otra mujer. Se hizo sitio entre ellas para obtener alimento, para encontrar vendas para los pies heridos de Johnny y peleó por un rincón en el que pudiesen dormir sus hijos. Durante unos pocos meses formó un hogar para sus hijos atendiendo la casa de un viudo llamado Lincoln Bartlett, cuyas dos hijas habían sido asesinadas en una cabaña vecina. Luego, se casó con él.

El bebé, Willie, no llegó a adulto, a pesar de los sacrificios que se hicieron por él. Murió de difteria. Mientras Link Bartlett cavaba una pequeña tumba, Hannah permanecía en la cabaña, sentada sobre un banco de piedra, triste pero sin lágrimas, mientras mecía el cuerpo inerte en sus brazos.

—No sirvió de nada, pese a todo, ¿verdad? —preguntó el retrasado, Johnny. Y su madre le entendió.

—¡Claro que sí! Mereció la pena todo lo que hiciste. Ahora está muerto, pero en mis brazos y bajo un techo. Sé dónde está enterrado. No es como si los indios lo hubieran descuartizado en algún sitio que jamás podría encontrar.

Llevó el cuerpo a través de la habitación y lo depositó cuidadosamente en la caja que fue su cuna y sería su ataúd. Se volvió hacia su hijo.

—Johny, ven y siéntate en mis rodillas —le ordenó.

Era un chico grande, de doce años, y se quedó aturdido por esta invitación, como lo estaba por tantas otras cosas. Se sentó con torpeza sobre sus rodillas y desmañadamente le permitió que apretara su cabeza contra su hombro.

—¿Cuánto tiempo hace que no te besa tu madre? —le preguntó.

—No lo sé —balbució él.

Ella le besó en la frente.

—¡Tú eres mi chico mayor, mi Johnny!

Permaneció en sus brazos durante un rato, incómodo y confuso. Después, sin saber si era necesario llorar, empezó a sollozar y ella lo meció. No le quedaban lágrimas.

Johnny dijo algo sobre lo que había meditado muchas veces, lo suficiente como para estar seguro de ello:

—Él era el más importante, supongo.

Sorprendida, Hannah miró a Johnny.

—Era mi niño y lo quería —dijo ella—. Me preocupaba por él… Pero era en ti en quien confié.

El chico guiñó los ojos y frunció el ceño. La madre bajó la cabeza.

—Nunca lo he dicho. Pensé que lo sabías. Cuando te lo entregué aquel día, mi Johnny, puse más confianza en ti que en Dios nuestro Señor.

Aquello fue algo que él siempre recordó. El momento en que su madre le hizo comprender que, por un tiempo, había sido más importante que Dios.

Las hermanas Harris fueron vendidas dos veces. En la segunda ocasión a un sioux llamado Búfalo Corredor, cuya gente nomadeaba hacia el oeste.

Arrendajo Azul nunca sufrió afrentas entre los indios. La niñita, que se había ganado el nombre por sus furiosas imprecaciones, disfrutaba de todos los privilegios de la infancia. Fue alimentada y criada como las niñas indias y tuvo más libertad y menos regañinas que en la cabaña quemada. Como las otras niñas, gozaba de más libertad que los chicos. Sus responsabilidades no llegaron hasta tres o cuatro años más tarde. Cuando llegase el momento, le enseñarían a realizar el lento y paciente trabajo femenino y la prepararían para ser una esposa útil. Pero mientras fuese pequeña, podría jugar.

A su vez, los niños aprendían a disparar bien y a seguir pistas, mientras probaban y aumentaban su fuerza y su resistencia, pero las niñas jugaban y reían al sol. Arrendajo Azul no tenía un niño del que cuidar porque era la más pequeña del hogar de Búfalo Corredor. Fue la mascota, la mimada, y los únicos castigos que sufrió se los ganó por profanar objetos sagrados. Una vez, en su antiguo hogar, su padre la azotó por poner un plato sobre la gran Biblia familiar. En el campamento indio, aprendió a no tocar los paquetes de medicinas ni los escudos sagrados y a guardar silencio en presencia de los hombres que entendían los misterios de la religión.

Mary Amanda se inclinaba sobre una basta piel de búfalo, la raspaba hora tras hora con herramientas de hueso y de hierro, porque aquello era un trabajo de mujeres y ella era casi una mujer; escuchaba las estridentes disputas entre la niñas, con las mismas voces que se escuchaban en los asentamientos de los blancos y con las mismas palabras: «¡Eres una… y una…!». «¡No, eso lo serás tú!».

Estos términos malsonantes eran todo lo que las niñas indias sabían de inglés. Sarah aprendió el sioux tan rápido que ya no necesitaba para nada el inglés, y hubiese dejado de hablarlo de no haber sido por la insistencia de su hermana mayor.

Mary Amanda aprendió humildad a golpes. Para ella, todo lo indio era despreciable. Aprendió su lengua simplemente para evitar los puñetazos de las mujeres mayores, a las que asombraba menos su ignorancia de las tareas que su falta de disposición a aprender los trabajos cuya realización era un privilegio femenino.

Se mareaba al trabajar ablandando las pieles con una mezcla de barro y estiércol de búfalo. De ser más dócil, podría haber sido una honorable hija de familia. En cambio, era una esclava sombría. Mary Amanda siempre recordó lo que Sarah a menudo olvidaba: era blanca. Nunca abandonó la esperanza de ser rescatada. El nombre que los indios le daban era La Forastera.

Cuando apartaba a Sarah de los demás para que hablara en inglés, las viejas del clan gruñían.

—Arrendajo Azul ha olvidado cómo habla nuestra gente. Yo quiero que ella sepa cómo se habla —decía en sioux Mary Amanda con ademanes modestos.

—¡Sois indias! —gruñían las viejas.

—Es bueno que los indios puedan hablar con los blancos —respondía Mary Amanda.

El argumento era muy apropiado. Una mujer intérprete nunca sería admitida en las reuniones de jefes y capitanes, pero ¿quién podría decir si alguna vez sería necesaria esa habilidad? Se permitió a las niñas hablar entre ellas, pero Sarah prefería el sioux.

Cuando La Forastera cumplió dieciséis años, le surgieron cuatro pretendientes. Ella sabía lo que significaba que un joven enviase carne al hogar y luego permaneciera sentado frente a la entrada, envuelto en una manta y silencioso.

Cuando el joven vino, Mary Amanda simuló no darse cuenta, y la vieja hizo lo mismo con ella, pero había risitas en su casa, pues todo el mundo esperaba ver cuándo La Forastera saldría fuera, quizá para traer agua del torrente.

—¡Sal! —bromeaba su hermana pequeña—. Todo lo que tienes que hacer es dejar que ponga su manta sobre ti y hablar. ¡Ve! Las otras chicas lo hacen.

—Las indias lo hacen —dijo Mary Amanda con tristeza—. Esta no es la forma en la que los chicos cortejan a las jóvenes en casa.

Los gallardos jóvenes eran pacientes. Una vez, hasta tres de ellos permanecieron sentados desde el amanecer hasta el crepúsculo, silenciosos y en su espera. Eran buenos partidos, jóvenes admirados, hábiles en la caza y en la equitación, de valor comprobado e instruidos en los misterios de los hechizos protectores y en los cantos sagrados. Todos se habían destacado en combate.

Mary Amanda se sentía atraída hacia la abertura de la choza. ¡Habría sido tan fácil salir!

—¿Crees que es apropiada la forma en que compran a sus mujeres? —preguntó a Sarah con recato—. Desde luego, los parientes de la novia corresponden con regalos.

Sarah se encogió de hombros:

—¿De qué otra manera se puede hacer? —respondió Sarah—… Si fuera yo, saldría rápidamente afuera. ¡Pero tengo que esperar a ser mayor! —entonces le recordó a Mary Amanda algo que era mejor olvidar—. Ellos no tienen por qué esperar a que te decidas. Podrían venderte como tercera mujer a un viejo.

Cuando Mary Amanda cumplió diecisiete años, un cuarentón, que tenía una mujer envejecida, la cortejó y ella realizó su elección. En una agradable mañana de verano, se levantó de su lugar en la tienda y, sin decirle nada a nadie, se inclinó y cruzó la abertura de entrada. Temblaba al pasar por delante de Halcón y de Corredor en la Hierba. Eludió sus manos y se paró delante de un joven llamado Montaña Nevada.

Él estaba tan asombrado como la familia que había dejado atrás en la tienda. Cortejar a La Forastera era casi una tradición entre los jóvenes, porque parecía inalcanzable y competir formaba parte de sus vidas. La envolvió con su manta y notó que el corazón de ella latía muy agitado.

No le dijo que era hermosa. Contó que era bravo y listo. Afirmó que era un cazador consumado y que en su tienda nunca faltaría carne. Tenía muchos caballos, buena parte de ellos robados a los crows en rápidas e intrépidas incursiones.

—Entrega caballos para comprar lo que quieres —dijo Mary Amanda—. ¿Te regalará Búfalo Corredor algo a cambio?

Esto tenía mucha importancia para ella. El intercambio de regalos era en sí mismo la ceremonia. Si la entregaban sin dote, iría sin honor al matrimonio.

—No puedo responder sobre eso —dijo él—. El hermano de mi madre lo hará.

Pero Búfalo Corredor se negó.

—Venderé a la mujer blanca a cambio de caballos —anunció—. Me pertenece. Pagué por ella.

Mary Amanda marchó sin ninguna ceremonia, en un día de otoño, a la nueva tienda de Montaña Nevada. Fue sin orgullo y sin dote. La tienda era nueva y buena, tenía los cacharros y los útiles que necesitaba, y suficiente ropa para mantener la casa caliente. Pero todo el menaje de la casa era de su clan, no suyo. Cuando ella lloraba, él le daba consuelo.

No hubo para ella una larga luna de miel de ociosa felicidad. Su conciencia le hizo ponerse a trabajar para pagarle a Montaña Nevada los regalos que nadie le había dado. Pero ya no era una esclava, sino la reina de su hogar. Una vieja, una pariente de la madre de él, habitaba con ellos para hacer el trabajo pesado. El hermano menor de Montaña Nevada vivía con su esposo y le ayudaba en la caza y en el despiece y aprendía todas aquellas artes que debe saber un hombre.

Mary Amanda fue una esposa satisfecha, excepto cuando recordaba que no había nacido india. Y siempre tenía en la mente que muchos guerreros tenían dos esposas, y que, a menudo, las dos mujeres eran hermanas.

—Trabajas demasiado duro —le dijo Montaña Nevada—. Tu hermana pequeña no pone el suficiente empeño.

—Es joven —le recordó La Forastera, que sentía que debía disculparse por los defectos de Arrendajo Azul.

—Cuando sea mayor, quizá venga con nosotros —dijo Montaña Nevada.

Después supo que él dijo eso por ser amable. Pero pensar en Sarah como en su rival en la tienda, como hermana y como esposa, heló el corazón de Mary Amanda.

—Arrendajo Azul es joven —se limitó a responder ella.

Sarah Harris, conocida como Arrendajo Azul, ya tuvo dos pretendientes con solo catorce años. Uno de ellos era apenas dos o tres años mayor que ella, y no resultaba apropiado como marido. Tenía pocas hazañas de guerra y no gozaba de la estima de nadie, con la excepción de sus propios padres. El otro era ya un hombre adulto, un joven guerrero llamado Orejas de Caballo, muy buen partido y, de hecho, bastante mejor de lo que la niña frívola tuviera derecho a esperar.

Cuando Sarah fue de visita a la tienda de su hermana, presumió de sus dos pretendientes.

—¡Oh, no! Eres demasiado joven para tomar un esposo —le gritó con reproche Mary Amanda—. Podrías esperar aún dos años, quizá tres. Sarah, algún día regresarás a casa.

Dos años después de la masacre, el primer rumor de que las hijas de Harris estaban vivas llegó a la población, pero no era nada en lo que la madre pudiera depositar muchas esperanzas. El rumor le llegó a Link Bartlett, el segundo marido de Hannah, de una manera indirecta, a través de un soldado del fuerte que lo había recogido de otro soldado, el cual lo oyó a un tratante, quien lo escuchó de un cheyenne. Y lo que todos ellos habían oído era que dos hermanas blancas vivían en un poblado sioux en el remoto oeste. Rumores como ese surgían constantemente. Doscientas mujeres desaparecieron después de aquella incursión. Pasaron dos años más antes de que pudieran estar bien seguros de que había dos hermanas blancas en aquellos parajes y que se trataba probablemente de las Harris.

Después de que pasara otro año, el mayor que mandaba el destacamento del ejército más cercano al asentamiento se convenció de ello y comenzaron las negociaciones por su rescate.

En el sexto año de cautividad, se le encargó a un destacamento de caballería una delicada misión diplomática: encontrar y traer a las niñas si era posible.

Link Bartlett había ensillado su propio caballo y estaba a punto de abandonar la cabaña para irse con los soldados cuando Hannah le gritó con rudeza:

—¡Link, tú no vas! ¡No te vayas y me dejes con los niños!

Los niños eran Johnny y un pequeño de dos años, llamado Lincoln, como su padre, el último hijo que tuvo Hannah.

—¡Vamos, Hannah! Sabes que había planeado acompañarlos para asegurarme de que regresan sin problemas… Si es que pueden encontrarlas —trató de calmarla Link.

—No te dejaré marchar —dijo Hannah—. Si ellos, que son soldados, no pueden lograrlo sin ti, es que son un puñado de inútiles.

Entonces, le agarró por los talones.

—Link, si te pierdo, me moriré —dijo ella de una manera casi dulce.

Esta fue la única ocasión en la que Hannah le dejó atisbar que le amaba. Él nunca le exigió más demostraciones. Permaneció en su hogar porque ella lo quería ahí.

El hijo de Mary Amanda tenía medio año cuando las chicas supieron por primera vez que existía la posibilidad de un rescate.

El pregonero gritaba las noticias mientras avanzaba entre las tiendas, de manera que todo el mundo en el poblado se enteró de lo que estaba previsto:

—Mujeres, permaneced en el poblado. Tened cerca a vuestros niños en un lugar seguro. Estamos en peligro. Hay soldados blancos acampados al otro lado de las colinas. Tres hombres irán a hablar con ellos. Los tres son: Búfalo Corredor, Gran Luna y Montaña Nevada.

Mary Amanda no se atrevió a preguntarle nada a Montaña Nevada. Le vio salir a caballo con los otros hombres. Luego, se sentó en el suelo enfrente de su hogar y se puso a amamantar al bebé. Arrendajo Azul llegó a la tienda y las dos chicas se sentaron en silencio mientras las horas pasaban.

Los hombres del poblado sioux no regresaron hasta pasados tres días. Cuando Montaña Nevada se encontró en condiciones de hablar, dijo:

—Los soldados han venido para encontrar a dos chicas blancas. Pagarán con regalos si las blancas quieren regresar.

—¡Ooooh! —respondió Mary Amanda con un suspiro que semejaba a la frágil brisa sobre la pradera.

No se traslucía emoción en su oscuro y severo rostro. Él la miró a ella y al niño durante un instante. Después, se marchó sin dar ninguna explicación. Lo llamó, pero él no hizo caso. Ella notó las miradas de los ojos oscuros y escuchó cuchicheos. Era una forastera de nuevo, hacía largo tiempo que creía no serlo.

Las chicas supieron que nada se había acordado en la negociación con los soldados blancos. Los militares regresarían algún día con regalos para el rescate; si eran lo suficientemente buenos, entonces se podría hablar y quizá se llegase a un acuerdo. Mary Amanda sintió de pronto la necesidad de preparar a Sarah para la vida en el asentamiento de los colonos. Le contó todo lo que sabía y que le podía resultar de utilidad.

—Cocinarás sobre el fuego de los fogones —le dijo— y coserás con hilo y tendrás que aprender a tejer.

—Quiero que tú también vengas con nosotros —lloriqueó Arrendajo Azul.

—Desde luego que él no me dejará ir —respondió Mary Amanda con delicadeza—. Él no me permitiría llevarme al niño y yo no me quiero marchar sin él. Les dirás que tengo un buen esposo. Prométeme que se lo dirás.

Por la noche, al recordar la existencia perdida en la cabaña quemada, al evocar una vida lejana y pretérita, ella lloró un poquito. Pero ni siquiera consideró rogarle a Montaña Nevada que la dejara marchar. Le había ofendido, pero cuando terminara su enfado volverían a hablar. Él no le había dirigido la palabra desde que la puso a prueba al informarle del rescate que le habían ofrecido.

Tampoco le dijo que se iba fuera. Daba órdenes a la vieja en la tienda y discutía los planes con su hermano menor, pero ignoraba a su esposa. Cinco hombres iban a salir a robar caballos a los crows, decía él. Mary Amanda se estremeció.

Antes de marcharse con la expedición guerrera, pasó algún tiempo jugando con su retoño, hacía botar al niño en sus rodillas y se reía a la vez que el pequeño. Pero no le dijo nada a Mary Amanda. Todo el poblado sabía que estaba enfadado y que ella merecía su enojo.

Sus manos y sus pies se enfriaron al verlo marchar, y su corazón se encogía por ese temor que forma parte de la vida de toda mujer india: «Quizá no vuelva nunca».

No fue hasta cuando los soldados regresaron para negociar de nuevo cuando comprendió lo cruelmente que le había herido.

Ella soñaba con su casa mientras aguardaban noticias sobre las negociaciones y trataba de que Arrendajo Azul soñara también.

—Tendrás que realizar algunas tareas que son diferentes de las que haces aquí, pero Ma te las recordará. Apuesto a que Ma se pondrá a llorar en cuanto te vea venir. —Los ojos de Mary Amanda se anegaron en lágrimas al imaginar ese encuentro—. No recuerdo que haya llorado nunca —dijo pensativa—, pero supongo que lo habrá hecho algunas veces… Ma tiene que haber sobrevivido. ¿Quién si no podría enviar el rescate? Oh, bueno, alguna vez me enteraré por Montaña Nevada… Me pregunto si se llevó sanos y salvos de la cabaña a Johnny y a Willie. Dile que he hablado mucho sobre ella. Prométeme que se lo dirás, Sarah. Cuéntale lo mono que es mi niño.

Arrendajo Azul, extrañamente silenciosa, soñaba con ella, con los ojos bien abiertos, con la reunión, con el paraíso soñado del asentamiento.

—Háblale de Montaña Nevada —le recordó Mary Amanda a su hermana—. Prométeme que lo harás. Cuéntale que es un gran cazador, que tenemos todo lo que deseamos y más. Y que todo el mundo le respeta. Dile que es bueno conmigo y con el niño… Pero, Sarah, nunca le cuentes que roba caballos. Ellos, en casa, no lo entenderían… Y nunca les digas una palabra sobre cabelleras. Si dicen algo sobre arrancar cabelleras, di que nuestra gente aquí no lo hace.

—Pero lo hacen —le recordó llanamente Sarah—. Hay que ser un hombre muy valiente para detenerse a arrancar una cabellera mientras alguien trata de matarte.

Mary Amanda la observó y se dio cuenta de que Sarah nunca se había parado a pensar que arrancar cabelleras es algo malo, al menos mientras sea tu propia gente la que lo hace y no se lo hacen a ella.

—Tendrás que olvidar algunas cosas —le aconsejó con un suspiro.

Mientras duraban las negociaciones, Gran Luna, el taumaturgo, llegó a la tienda donde La Forastera se afanaba sobre su tarea interminable. Llevaba algo envuelto en una piel de macho cabrío.

—Diles los nombres de la gente de tu casa antes de que llegaran los sioux —ordenó brevemente al tiempo que depositaba el paquete de piel—. No están seguros de que seáis las mujeres que buscan.

En el paquete había hojas de papel y un lápiz negro.

Sarah vino corriendo. Ella se sentó fascinada mientras Mary Amanda escribía cuidadosamente en el papel: «Popi, Momi, Zeke, Jim, Johny, Wily».

Mary Amanda estaba sin resuello al acabar. Estrujó el brazo de Sarah:

—¡Solo piensa en que estás a punto de volver a casa!

Sarah asintió con la cabeza, sin hablar. Tenía cada vez más miedo.

Al día siguiente se pagó el rescate y se llevó al poblado. Entonces, La Forastera comprendió lo mucho que había ofendido a Montaña Nevada.

Gran Luna trajo los espléndidos obsequios a la tienda y los apiló dentro: un fusil, pólvora, cartuchos y balas, piezas de tela, espejos, abalorios y herramientas y un caldero de cobre.

—Ahora, La Forastera puede irse —dijo él.

Mary Amanda se quedó perpleja.

—No puedo volver con los blancos, soy la mujer de Montaña Nevada. Este es su hijo.

—Con los regalos compran también al niño —rezongó Gran Luna—. Montaña Nevada tendrá otras mujeres y más hijos. Él no necesita a La Forastera. La ha vendido al hombre blanco.

Mary Amanda empalideció.

—No me iré con los blancos —dijo enfadada—. Cuando Montaña Blanca regrese verá lo mucho que la gente de La Forastera se preocupa por ella. Han enviado estos obsequios como su dote.

—Puede que Montaña Blanca no vuelva —gruñó Gran Luna—. Tuvo un sueño y fue de mal augurio. Su corazón está dolido y no quiere regresar.

Como viuda en un campamento sioux su situación resultaría muy delicada. No podía volver a la casa de sus padres, porque no los tenía. Pero tampoco podía ahora abandonar el campamento y regresar a casa sin saber si Montaña Nevada estaba vivo o muerto. Sarah, a su lado, la miraba horrorizada.

—Lo esperaré —dijo Mary Amanda con un hilo de voz—. ¿Rezará Gran Luna por él y le conseguirá medicina[3]?

El viejo altivo la miró y frunció el ceño. Reconocía el valor con solo verlo, y admiraba a quien se atrevía a apostar bazas muy arriesgadas.

—Todos estos obsequios pertenecerán a Gran Luna si Montaña Nevada regresa —le prometió ella.

El chamán asintió y se dio la vuelta.

—Arrendajo Azul debe venir conmigo —dijo secamente—. La llevaré junto a los soldados y les diré que La Forastera no quiere ir.

Ella vio a Sarah marchar entre las tiendas tras el taumaturgo. Le hizo un gesto de despedida y luego se metió en la tienda.

—Montaña Nevada tiene una buena mujer —dijo la vieja.

Pasaron diez días hasta que regresó la expedición. Mary Amanda esperaba, con la respiración entrecortada, cuando vio que traían a Montaña Nevada al campamento atado a un travois[4] arrastrado por un poni.

—Su sombra se ha escapado de su cuerpo. No sé si regresará para quedarse —dijo Gran Luna.

—Creo que volverá para quedarse —dijo La Forastera—, porque he rezado y he hecho un sacrificio.

Al sonido de su voz, Montaña Nevada abrió sus ojos. Yacía quieto en su dolor, la contemplaba sin creérselo. Ella vio lágrimas en sus mejillas oscuras.

Su nombre era La Forastera, pero durante el resto de su vida fue una mujer de los sioux santee.

Sarah Harris, que había respondido al nombre de Arrendajo Azul, resultó difícil de domar, según contaban por el asentamiento. A la madre le inquietaban sus costumbres paganas. ¡La niña ni siquiera sabía amasar pan!

—Puedo curtir pellejos —decía Sarah con hosquedad—, y puedo despiezar un búfalo y hacer pemmican[5]. Puedo desmontar un tipi[6], plegarlo y cargarlo en un caballo para llevarlo a otro sitio.

Pero estas habilidades no se valoraban en una mujer blanca, y Sarah se dio cuenta de que el asentamiento no era un fondeadero tan apacible. Tuvo que aprender un nuevo sistema de urbanidad. Había regateos, tratos y cambalaches en lugar de intercambio de bonitos obsequios. Un mozo vecino, sentado de mala manera en un banco fuera de la cabaña, mientras hablaba con su padre adoptivo al tiempo que acumulaba valor para preguntar si Sarah estaba en casa, era menos halagador como pretendiente que un joven guerrero con sus pinturas y sus plumas, exhibiéndose a lomos de un caballo moteado. A veces, Sarah pensaba que había dejado el edén tras ella.

Pero nunca regresó a él. Cuando tenía diecisiete años se casó con el herrero Herman Schwartz y su primer hijo nació seis meses más tarde.

El hijo mayor de Sarah tenía seis años y su segundo tres cuando un indio apareció en la puerta de su cabaña y permaneció silencioso mirando hacia el interior.

—¡Largo de aquí! —le gritó ella al tiempo que blandía la escoba.

—Arrendajo Azul ya no se acuerda —respondió él en la lengua sioux.

Le dio a Orejas de Caballo una sonora bienvenida en sioux y el niño de tres años empezó a llorar. Levantó la mano para darle el cachete de costumbre pero la dejó caer. Las madres sioux no pegan a sus hijos.

Pero se dio cuenta de que ya no era una india. Invitó a Orejas de Caballo a que entrase en la casa de la misma forma en que lo hace una mujer blanca con su huésped. Charló educadamente con él con su voz festiva. Era su privilegio, porque al ser blanca, no tenía que guardar el silencio sumiso de la mujer india.

Trajo pan y mantequilla y comió con él. Ese era también su privilegio.

—¿Y mi hermana? —preguntó.

Llevaba mucho tiempo sin ver a La Forastera. Se había ido del poblado.

—¿Prepara mucha carne Arrendajo Azul? —preguntó Orejas de Caballo—. ¿Tiene su hombre muchas hazañas de guerra?

Ella se rio con ganas.

—Consigue mucha carne. Ha dado buenos golpes varias veces. Somos ricos.

—He venido para averiguar esas cosas —respondió él—. En mi tienda hay solo una mujer.

Ella comprendió, y su corazón latió con el halago. Había realizado un largo viaje no exento de peligros para averiguar si a ella todo le iba bien. Y si no, siempre hallaría un refugio en su tipi. Y ella se dio cuenta de que no solo ahora, sino siempre, en cualquier momento.

Una sombra apareció en el umbral. Una voz ronca atronó la habitación.

—¿Qué hace este maldito indio aquí? —rugió el marido de Sarah—. ¿Estás bien?

—Claro que estamos bien —contestó ella—. No sé quién es, estaba hambriento.

Sus ojos se fruncieron de ira.

—¿Es uno de los que tú conociste?

El cuerpo de Sarah se estremeció de miedo.

—¡Te he dicho que no lo conozco!

Su marido se dirigió al indio en un sioux entrecortado, pero Orejas de Caballo era un hombre sabio.

No respondió.

—¡Largo! —ordenó el herrero.

Y el indio obedeció sin rechistar.

Mientras lo veía alejarse por la senda, Sarah deseó fervientemente poder despedirse de él y agradecerle su visita. Pero no podía traicionarlo dirigiéndose a él.

Herman Schwartz avanzó hacia ella con furia silenciosa, temible, ardiente. Ella no se arrugó y apretó su cuerpo contra la mesa. Él le dio una bofetada que le cruzó el rostro y le hizo perder la visión.

Sarah agarró la pesada sartén de hierro.

—No lo vuelvas a hacer o te mataré —le advirtió.

Él la miró con un orgullo salvaje, sabía que ella lo decía de verdad.

—No puedo saber si volveré a hacerlo de nuevo —dijo él amablemente—. Pero, si vuelvo a ver a ese salvaje, lo mataré. Lo sabes, ¿verdad, maldita squaw[7]?

Más tarde, mientras caminaba hacia el arroyo a por un cubo de agua, iba cantando.

Su infancia se había terminado y su libertad quedaba tras ella, muy lejos. Tenía dos hijos llorones y estaba de nuevo embarazada. Pero era amada por dos hombres y se lo acababan de demostrar.

Cuarenta años más tarde su hijo fue elegido para la cámara del estado y ella fue allí para verle: era una viuda encogida de pelo blanco. Estaba orgullosa, pero no tanto como lo estuvo un día de verano, tres meses antes de que él naciera.