III
Una tempestad bajo un cráneo

El lector habrá adivinado, sin duda, que el señor Madeleine no es otro que Jean Valjean.

Hemos sondeado ya las profundidades de aquella conciencia; ha llegado el momento de sondearlas de nuevo. No lo haremos sin emoción y sin sentir escalofríos. No existe nada más terrible que esta especie de contemplación. El ojo del espíritu no puede encontrar, en ninguna parte, más resplandores ni más tinieblas que en el hombre; no puede fijarse en nada que sea más temible, más complicado, más misterioso y más infinito. Hay un espectáculo más grande que el mar, es el cielo; hay un espectáculo más grande que el cielo, es el interior del alma.

Escribir el poema de la conciencia humana, aunque no fuese más que a propósito de un solo hombre, aunque no fuese más que a propósito del más insignificante de los hombres, sería fundir todas las epopeyas en una epopeya mayor y definitiva. La conciencia es el caos de las quimeras, de las ambiciones, de las tentaciones, el horno de los delirios, el antro de las ideas vergonzosas; es el pandemónium de los sofismas, es el campo de batalla de las pasiones. En ciertos momentos, si se penetra a través de la faz lívida de un ser humano que reflexiona, si se mira detrás de aquella faz, dentro de aquella alma, dentro de aquella oscuridad, se ven allí, bajo el silencio exterior, combates de gigantes como en Homero, peleas de dragones y de hidras y nubes de fantasmas como en Milton, espirales visionarias como en Dante. ¡No hay nada más sombrío que este infinito que el hombre lleva dentro de sí, y con el cual trata desesperadamente de regular las voluntades de su cerebro y las acciones de su vida!

Alighieri encontró un día una puerta siniestra[176], ante la cual vaciló. Nosotros estamos ahora también en el umbral de una puerta ante la cual vacilamos. Entremos, sin embargo.

Poco tenemos que añadir a lo que el lector ya conoce de lo que le sucedió a Jean Valjean después de la aventura con el pequeño Gervais. A partir de aquel momento fue otro hombre, como ya hemos visto. El deseo del obispo se vio realizado en él. Fue más que una transformación, fue una transfiguración.

Consiguió desaparecer, vendió la plata del obispo, quedándose únicamente con los candelabros, como recuerdo; se escurrió de pueblo en pueblo, atravesó Francia, llegó a Montreuil-sur-Mer, tuvo la idea que hemos explicado, realizó lo que hemos referido, consiguió hacerse desconocido e inaccesible, y desde entonces, establecido ya en Montreuil-sur-Mer, contento al sentir su conciencia pesarosa por lo pasado y por ver desmentida la primera mitad de su existencia por la segunda, vivió apacible, confiado, esperanzado, no teniendo más que dos ideas: ocultar su nombre y santificar su vida; escapar a los hombres y volver a Dios.

Estos dos pensamientos estaban tan estrechamente mezclados en su espíritu que no formaban más que uno solo; eran ambos igualmente absorbentes e imperiosos, y dominaban sus más pequeñas acciones. De ordinario, estaban los dos de acuerdo para regir la conducta de su vida; los dos le arrastraban hacia la oscuridad; los dos le hacían benévolo y sencillo; los dos le aconsejaban las mismas cosas. Pero, algunas veces disentían. En tales casos, lo recordamos, el hombre a quien toda la región de Montreuil-sur-Mer llamaba señor Madeleine no dudaba en sacrificar la primera a la segunda, su seguridad a su virtud. Así, a despecho de toda reserva y de toda prudencia, había guardado los candelabros del obispo, había llevado luto por su muerte, había llamado e interrogaba a todos los saboyanos que pasaban, se había informado sobre las familias de Faverolles y había salvado la vida al viejo Fauchelevent, a pesar de las inquietantes insinuaciones de Javert. Parecía, ya lo hemos observado, que pensara, siguiendo el ejemplo de todos aquellos que han sido prudentes, santos y justos, que su primer deber no era para consigo mismo.

Sin embargo, es preciso decirlo, hasta entonces no había pasado nada semejante a lo que le estaba sucediendo. Jamás las dos ideas que gobernaban al desdichado hombre, cuyos sufrimientos vamos relatando, se habían enzarzado en una lucha tan seria. Lo comprendió confusa pero profundamente desde las primeras palabras que pronunció Javert al entrar en su despacho. En el momento en que oyó pronunciar aquel nombre que había sepultado bajo tan espesos velos, quedó sobrecogido de estupor, y como trastornado ante tan siniestro e inesperado golpe de su destino, y a través de ese estupor tuvo el estremecimiento que precede a las grandes sacudidas; se doblegó como una encina cuando se aproxima una tempestad, como un soldado cuando se acerca el asalto. Sintió caer, sobre su cabeza, sombras llenas de rayos y de truenos. Mientras escuchaba a Javert, su primer pensamiento fue ir a Arras, denunciarse a sí mismo, sacar a Champmathieu de la cárcel y reemplazarle; esta idea fue para él tan dolorosa y punzante como una incisión en la carne viva; luego pasó, y se dijo: «¡Veamos, veamos!». Reprimió ese primer impulso de generosidad y retrocedió ante el heroísmo.

Sin duda hubiera sido muy hermoso que, después de las santas palabras del obispo, después de tantos años de arrepentimiento y de abnegación, en medio de una penitencia tan admirablemente empezada, aquel hombre, en presencia de una crisis tan terrible, no hubiera vacilado un instante, y hubiera continuado andando, con el mismo paso, hacia aquel precipicio abierto, en el fondo del cual estaba el cielo; aquello hubiera sido hermoso, pero no fue así. Es preciso que demos cuenta exacta de lo que pasaba en aquella alma, y no podemos decir más que lo que en ella había. En el primer momento, fue el instinto de conservación lo que le dominó; recogió apresuradamente sus ideas, ahogó sus emociones, consideró la presencia de Javert, conociendo la magnitud del peligro; difirió toda resolución con la firmeza del espanto, meditó sobre lo que debía hacer y recobró su calma, como un luchador recoge su broquel.

El resto del día lo pasó en este estado, alimentando un torbellino por dentro y aparentando una tranquilidad profunda en el exterior; no hizo más que tomar lo que podemos llamar «medidas de conservación». Todo estaba aún confuso y chocaba en su cerebro; la turbación era tal que no veía claramente la forma de ninguna idea; no hubiera podido decir nada de sí mismo, sino que acababa de recibir un gran golpe. Como de costumbre, se acercó al lecho de dolor de Fantine y prolongó su visita, por un instinto de bondad, diciéndose que era preciso obrar así y recomendarla a las hermanas, por si llegaba el caso de tener que ausentarse. Sintió vagamente que iba a ser preciso, quizás, ir a Arras; y, sin estar decidido en manera alguna a hacer este viaje, se dijo que, estando como estaba al abrigo de toda sospecha, no habría inconveniente en ser testigo de lo que pasase; y mandó preparar el tílburi de Scaufflaire, con el fin de estar preparado para cualquier contingencia.

Cenó con bastante apetito.

Volvió a su cuarto, y se recogió.

Examinó la situación y la creyó inaudita; tan inaudita que, en medio de su meditación, por no sé qué impulso de ansiedad casi inexplicable, se levantó de su silla y cerró la puerta con cerrojo. Temía que entrase alguna cosa; se parapetaba contra todo lo posible.

Un momento después, sopló la luz. Le molestaba.

Le parecía que podían verle.

¿Quién?

¡Ay! Lo que él quería que no entrase, había entrado ya; lo que él quería cegar, le miraba. Su conciencia.

Su conciencia, es decir, Dios.

Sin embargo, en el primer momento, se hizo una ilusión; tuvo una sensación de seguridad y soledad; con el cerrojo echado, se creyó inaccesible; con la vela apagada, se creyó invisible. Entonces, tomó posesión de sí mismo; apoyó los codos en la mesa y la cabeza en las manos, y meditó en la oscuridad.

«¿Dónde estoy? ¿Estaré soñando? ¿Qué me han dicho? ¿Es verdad que he visto a ese Javert y que me ha hablado así? ¿Quién puede ser este Champmathieu? ¿Así, pues, se parece a mí? ¿Es posible? ¡Cuando pienso que ayer estaba yo tan tranquilo y tan lejos de dudar de nada! ¿Qué hacía yo ayer, a estas horas? ¿Qué hay en este incidente? ¿Cuál será su desenlace? ¿Qué haré?».

Éste era el tormento en que se hallaba. Su cerebro había perdido la fuerza de retener sus ideas, pasaban como olas, y se oprimía la frente con ambas manos para retenerlas.

De aquel tumulto que trastornaba su voluntad y su razón, y del cual trataba de obtener una evidencia y una resolución, nada se desprendía más que angustia.

Su cabeza ardía. Fue a la ventana y la abrió de par en par. No había estrellas en el cielo. Volvió a sentarse junto a la mesa.

Así transcurrió la primera hora.

Poco a poco, no obstante, vagas líneas empezaban a formarse en su mente y pudo entrever, con la precisión de la realidad, no el conjunto de la situación, pero sí algunos detalles.

Empezó por reconocer que, por extraordinaria y crítica que fuera aquella situación, era dueño absoluto de ella.

Con esto, lejos de disminuir su estupor, aumentó.

Independientemente de la finalidad severa y religiosa que se proponía en sus acciones, todo lo que había hecho hasta entonces no era otra cosa más que un agujero, que él cavaba para enterrar allí su nombre. Lo que siempre había mayormente temido, en sus horas de recogimiento, en sus noches de insomnio, era oír pronunciar aquel nombre; decíase que aquello sería el fin de todo; que el día en que ese nombre reapareciera, se desvanecería su nueva vida, y quién sabe si también su nueva alma. Se estremecía ante la sola idea de que aquello fuese posible. Ciertamente, si alguien le hubiera dicho en aquellos momentos que llegaría un día en que resonaría ese nombre en sus oídos, que aquellas odiosas palabras, Jean Valjean, saldrían repentinamente de las tinieblas y se erguirían ante él, que aquella luz formidable, encendida para disipar el misterio que le rodeaba, resplandecería súbitamente sobre su cabeza; y que, sin embargo, ese nombre no le amenazaría, semejante luz no produciría sino una oscuridad más espesa, ese velo roto aumentaría el misterio; aquel temblor de tierra consolidaría su edificio, ese prodigioso incidente no tendría otro resultado, si él lo quería así, que hacer su existencia a la vez más clara y más impenetrable, y de su confrontación con el fantasma de Jean Valjean, el bueno y digno ciudadano señor Madeleine saldría más honrado, más apacible y más respetado que nunca; si alguien le hubiera dicho esto, habría movido la cabeza y considerado aquellas palabras como insensatas. ¡Pues bien!, precisamente todo aquello acababa de suceder; todo este cúmulo de imposibles era un hecho, y Dios había permitido que estos absurdos se convirtieran en realidades.

Su meditación iba aclarándose. Cada vez iba dándose cuenta de su posición.

Le parecía que acababa de despertarse de no sé qué sueño, y que iba resbalando por una pendiente en medio de la noche, en pie, tembloroso, retrocediendo en vano ante la orilla de un abismo. Entreveía distintamente en la sombra a un desconocido, un extraño que el destino tomaba por él y empujaba hacia el precipicio, en lugar suyo. Era preciso, para que el abismo se cerrase, que alguien cayese allí, él o el otro.

No tenía más que ir dejando que los acontecimientos se sucediesen.

La claridad llegó a ser completa, y se confesó que su lugar estaba vacío en las galeras y le esperaba todavía; que el robo al pequeño Gervais le arrastraba, que ese lugar vacío le esperaría y le arrastraría inevitable pero fatalmente hasta que lo ocupase. Luego se dijo que en aquel momento había alguien que le reemplazaba; que parecía que un tal Champmathieu tenía aquella mala suerte, y que él, presente desde entonces en la cárcel, en la persona de Champmathieu, y presente en la sociedad, bajo el nombre del señor Madeleine, no tenía ya nada que temer, con tal de que no impidiese a los hombres sellar sobre la cabeza de Champmathieu esa piedra de infamia que, como la piedra del sepulcro, cae una vez para no volverse a levantar.

Todo aquello resultaba tan violento y tan extraño que se verificó repentinamente en él una especie de movimiento indescriptible que ningún hombre experimenta más allá de dos o tres veces en su vida, especie de convulsión de la conciencia que remueve todo lo que de dudoso tiene el corazón, que se compone de ironía, de alegría y de desesperación, y que podría llamarse una explosión de «risa interior».

Bruscamente, encendió la vela.

«¡Y bien, qué! —se dijo—. ¿De qué tengo miedo? ¿Qué debo pensar de esto? Estoy salvado. Todo ha concluido. No tenía más que una puerta entreabierta, por la cual mi pasado podía irrumpir en mi vida; ¡ahora esta puerta está tapiada! ¡Para siempre! Ese Javert, que me acosa desde hace tanto tiempo, ese terrible instinto que parecía haberme descubierto, que me había descubierto, ¡pardiez!, y que me seguía a todas partes, ese terrible perro de presa, siempre al acecho, quedó definitivamente despistado. Está ya satisfecho y, en adelante, me dejará en paz, ¡ya tiene a su Jean Valjean! ¡Quién sabe si no piensa abandonar la ciudad! ¡Y todo ha sucedido sin intervención mía! ¡Yo no he figurado en ello para nada! ¡Bah! ¿Es por ventura, éste, algún suceso desgraciado? Quienes ahora me viesen, ¡palabra de honor!, ¡creerían que me ha sucedido una catástrofe! Después de todo, si resulta algún daño para alguien, no es por culpa mía. Es la Providencia quien lo ha hecho. ¡Es esto lo que quiere que suceda, al menos aparentemente! ¿Tengo yo derecho a desarreglar lo que ella arregla? ¿Qué quiero yo ahora? ¿En qué voy a mezclarme? Esto no me concierne. ¡Cómo! ¡Y no estoy contento! ¿Qué preciso, entonces? El fin al que aspiro desde hace tantos años, el sueño de mis noches, el objeto de mis oraciones, la seguridad, ¡ya lo he alcanzado! Dios lo quiere. No puedo hacer nada contra la voluntad de Dios. ¿Y por qué lo quiere Dios? ¡Para que yo continúe con lo que he empezado, para que practique el bien, para que un día sea un grande y alentador ejemplo, para que haya, en fin, un poco de felicidad en esta penitencia que he sufrido, en esta virtud a la cual he vuelto! Realmente, no comprendo por qué he tenido miedo, hace poco, de entrar en casa de ese buen cura, contárselo todo como a un confesor y pedirle consejo, cuando, evidentemente, es esto lo que me hubiera dicho. ¡Está decidido, dejemos correr los acontecimientos! ¡Dejemos obrar al buen Dios!».

De este modo se hablaba, en las profundidades de su conciencia, inclinado sobre lo que podría llamarse su propio abismo. Se levantó de su silla y se puso a andar por la habitación.

«Vamos —se dijo—, no pensemos más en ello. ¡Ya he tomado una resolución!», mas no sintió alegría alguna.

Por el contrario.

Querer prohibir a la imaginación que vuelva sobre una idea es lo mismo que querer impedir al mar que vuelva a la playa. Para el marinero, este fenómeno se llama marea; para el culpable, se llama remordimiento. Dios agita las almas lo mismo que el océano.

Al cabo de unos instantes, por más que hizo para evitarlo, reemprendió aquel sombrío diálogo, en el cual era él quien hablaba y él quien escuchaba, diciendo lo que hubiera querido callar y oyendo lo que no hubiera querido oír, cediendo al misterioso poder que le decía: ¡piensa!, igual que le decía hace dos mil años a otro condenado: ¡anda!

Antes de ir más lejos, y para que seamos plenamente comprendidos, insistamos sobre una observación necesaria.

Es cierto que el hombre se habla a sí mismo; no hay ningún ser pensante que no lo haya experimentado. Puede decirse, incluso, que el Verbo no alcanza a ser tan magnífico misterio más que cuando, en el interior del hombre, va del pensamiento a la conciencia y vuelve de la conciencia al pensamiento. Únicamente en este sentido es preciso entender las palabras empleadas a menudo en este capítulo, «dijo», «exclamó». Se dice, se habla, se exclama en la interioridad, sin que sea roto el silencio exterior. Hay un gran tumulto; todo habla en nosotros, excepto la boca. Las realidades del alma, no por no ser visibles ni palpables, son menos realidades.

Se preguntó, pues, dónde se hallaba. Se interrogó sobre la «resolución tomada». Se confesó a sí mismo que todo lo que acababa de arreglar en su espíritu era monstruoso, que «dejar correr los acontecimientos», «dejar obrar al buen Dios», era sencillamente horrible. Dejar consumarse aquel error del destino y de los hombres, no impedirlo, ayudarlo con el silencio, ¡no hacer nada, en fin, era hacerlo todo! ¡Era el último grado de la indignidad hipócrita! ¡Era un crimen bajo, miserable, solapado, abyecto, vil!

Por primera vez en ocho años, el desdichado acababa de sentir el sabor de un mal pensamiento y de una mala acción.

Lo expulsó con repugnancia.

Continuó preguntándose. Se preguntó severamente qué era lo que había entendido al decirse: «He alcanzado mi objetivo». Reconoció que su vida había tenido un objeto. ¿Pero cuál? ¿Esconder su nombre? ¿Engañar a la policía? ¿Para algo tan pequeño había hecho todo cuanto había hecho? ¿Es que no tenía otra finalidad, grande, la verdadera? Salvar, no su persona, sino su alma. Volver a ser honesto y bueno. ¡Ser un justo! ¿Es que no era esto, sobre todo, esto únicamente lo que él había querido siempre y lo que el obispo le había ordenado? ¿Cerrar la puerta a su pasado? Pero no la cerraba. ¡Gran Dios!, la volvía a abrir con una acción infame. ¡Volvía a ser un ladrón y el más odioso de los ladrones! ¡Robaba a otro su existencia, su paz, su lugar al sol! ¡Se convertía en un asesino! ¡Mataba, mataba moralmente a un pobre miserable, le infligía esa terrible muerte viviente, esa muerte a cielo abierto que se llama prisión! ¡Por el contrario, entregarse, salvar a ese hombre víctima de tan funesto error, recobrar su nombre, volver a ser por obligación el presidiario Jean Valjean, era verdaderamente acabar su resurrección y cerrar para siempre el infierno del cual salía! ¡Y recaer en apariencia, era salir de él, en realidad! ¡Era preciso hacerlo! ¡Nada habría hecho si así no lo hacía! Toda su vida habría sido inútil, toda su penitencia perdida, estéril. Sentía que el obispo estaba allí con él, que estaba tanto más presente cuanto que estaba muerto, que le miraba fijamente, que, si no cumplía con su deber, el alcalde Madeleine con todas sus virtudes le sería abominable y, en su comparación, el presidiario Jean Valjean sería admirable y puro. Que los hombres viesen su máscara, pero que el obispo viese su rostro; que los hombres viesen su vida, mientras el obispo vería su conciencia. Era preciso, pues, ir a Arras, liberar al falso Jean Valjean y denunciar al verdadero. ¡Ah! Éste era el mayor de los sacrificios, la más dolorosa de las victorias, el último paso a franquear; pero era preciso. ¡Doloroso destino! ¡No entraría en la santidad a los ojos de Dios si no entraba de nuevo en la infamia a los ojos de los hombres!

—Pues bien —dijo—, ¡tomemos esta resolución! ¡Cumplamos con nuestro deber! ¡Salvemos a este hombre!

Pronunció aquellas palabras en voz alta, sin darse cuenta de ello.

Tomó sus libros, los verificó y los puso en orden. Echó al fuego un paquete de pagarés atrasados, firmados por comerciantes que le debían. Escribió una carta que selló y en cuyo sobre hubiera podido leer quienquiera que hubiese estado en la habitación en aquel instante: «Al señor Laffitte, banquero, calle d’Artois, en París».

Sacó de un cajón una cartera que contenía algunos billetes de banco y el pasaporte de que se había servido aquel mismo año para ir a las elecciones.

Quien le hubiera visto ejecutar todos estos actos, en medio de tan grave meditación, no hubiera sospechado lo que por él pasaba. Únicamente, a veces, se movían sus labios; en otros instantes, levantaba la cabeza y fijaba su mirada en un punto cualquiera de la pared, como si hubiera precisamente allí alguna cosa que quisiese aclarar, o interrogar.

Una vez terminada la carta al señor Laffitte, la metió en su bolsillo, así como la cartera, y volvió a pasearse.

Sus ideas no habían cambiado. Continuó viendo claramente su deber, escrito en letras luminosas que resplandecían ante sus ojos, y se desplazaban con su mirada: «¡Anda! ¡Da tu nombre! ¡Denúnciate!».

Veía también, como si se moviesen delante de él con formas sensibles, las dos ideas que hasta entonces habían sido la doble regla de su vida: esconder su nombre, santificar su alma. Por vez primera, se le aparecían absolutamente distintas y veía las diferencias que las separaban. Reconocía que una de estas ideas era necesariamente buena, mientras que la otra podía convertirse en mala; que aquélla era el sacrificio, y ésta era la personalidad; que una decía: el prójimo, y la otra decía: yo; que una procedía de la luz y la otra de las tinieblas.

Ambas luchaban entre sí, él las veía luchar. A medida que reflexionaba, iban creciendo ante los ojos de su espíritu; tenían ya colosales dimensiones; y le parecía que veía luchar dentro de sí, en aquel infinito del que hablábamos antes, en medio de oscuridades y resplandores, una diosa y una gigante.

Estaba lleno de espanto, pero le parecía que la buena idea triunfaría.

Comprendía que había llegado al otro momento decisivo de su conciencia y de su destino; que el obispo había señalado la primera fase de su nueva vida, y que aquel Champmathieu le señalaba la segunda. Tras la gran crisis, la gran prueba.

Entretanto, la fiebre, apaciguada un instante, le volvía a invadir poco a poco. Mil pensamientos le asaltaban; pero le fortificaban aún más en su resolución.

En cierto momento se dijo que tomaba el asunto con demasiado calor; que, después de todo, Champmathieu no era nada importante, que en resumidas cuentas había cometido un robo.

Se respondió: Si este hombre ha robado, en efecto, unas cuantas manzanas, tiene un mes de cárcel; lo cual dista mucho de las galeras. ¿Y quién sabe? ¿Ha robado? ¿Ha sido probado? El nombre de Jean Valjean le oprime y parece dispensarle de pruebas. ¿No obran así, habitualmente, los procuradores del rey? Se le cree ladrón porque se le sabe presidiario.

En otro momento pensó que si se denunciaba a sí mismo, tal vez se consideraría el heroísmo de su acción; se tendrían en cuenta sus siete años de honradez y lo que había hecho por la comarca, y se le concedería gracia.

Pero esta suposición se desvaneció bien pronto, y sonrió amargamente, recordando que el robo de los cuarenta sueldos al pequeño Gervais le hacía reincidente; que este crimen reaparecería y, según los términos precisos de la ley, sería condenado a trabajos forzados a perpetuidad.

Se desprendió de toda ilusión, se desligó más y más de la tierra y buscó el consuelo y la fuerza en otra parte. Se dijo que era preciso cumplir con su deber; que tal vez no sería más desgraciado después de cumplirlo que después de haberlo eludido; y si «dejaba correr los acontecimientos», si se quedaba en Montreuil-sur-Mer, su consideración, su buen nombre, sus buenas obras, la deferencia y la veneración públicas, su caridad, su riqueza, su popularidad, su virtud, estarían sazonadas con un crimen; y ¡qué sabor tendrían todas las cosas santas, mezcladas con esta cosa horrible!, mientras que, si realizaba su sacrificio, al presidio, al potro, a la cadena, al gorro verde, al trabajo sin descanso, a la vergüenza sin piedad, se mezclaría siempre una imagen celestial.

Finalmente, díjose que aquello era necesario, que su destino era ése, que no era dueño de torcer lo que viene dispuesto desde las alturas, que, en cualquier caso, era preciso escoger: o la virtud por fuera y la abominación por dentro, o la santidad por dentro y la infamia por fuera.

Su valor no desfallecía ante la lucha de tan lúgubres ideas, pero su cerebro se fatigaba. A pesar suyo, empezaba a pensar en otras cosas, en cosas sin importancia.

Sus arterias latían fuertemente en sus sienes. Seguía paseando. Dieron las doce en el reloj de la parroquia y luego en el Ayuntamiento. Contó las campanadas en los dos relojes y comparó el sonido de las dos campanas. En aquel momento, recordó que algunos días antes había visto a la venta, en un almacén de chatarra, una vieja campana que tenía grabado este nombre: «Antoine Albin de Romainville».

Tenía frío. Encendió un poco de lumbre. No se le ocurrió cerrar la ventana.

No obstante, había caído de nuevo en el estupor. Le fue preciso hacer un gran esfuerzo para recordar en qué estaba pensando cuando había sonado la medianoche. Por fin lo logró.

«¡Ah, sí! —se dijo—. Había tomado la resolución de denunciarme».

Entonces, de repente, recordó a Fantine.

—¡Ay! —exclamó—. ¿Y esa pobre mujer?

Entonces se declaró una nueva crisis.

Fantine, al aparecer bruscamente en su meditación, fue como un rayo de una luz inesperada. Le pareció que todo cambiaba de aspecto a su alrededor, y exclamó:

—¡Ah! ¡Hasta ahora, sólo me he tenido en cuenta a mí mismo! ¡No he mirado más que mi conveniencia! Me conviene callarme, o denunciarme; esconder mi persona, o salvar mi alma; ser un magistrado despreciable y respetado, o un presidiario infame y venerable; ¡no he salido de mí, yo y sólo yo! ¡Pero, Dios mío, todo esto no es más que egoísmo! ¡Son formas distintas del egoísmo, pero es egoísmo! ¿Y si pensara un poco en los demás? La primera santidad es pensar en el prójimo. Veamos, examinemos. Exceptuado yo, borrado yo, olvidado yo, ¿qué sucederá? Si me denuncio, me prenden, sueltan a ese Champmathieu y me envían a las galeras. ¿Y luego? ¿Qué sucede aquí? ¡Ah, aquí hay una comarca, una ciudad, fábricas, una industria, obreros, hombres, mujeres, ancianos, niños, desvalidos! Yo he creado todo esto, yo hago vivir todo esto; dondequiera que haya una chimenea que humee, soy yo quien ha puesto el leño en el fuego, y la carne en la marmita; yo he creado el bienestar, la circulación, el crédito; antes de mí no había nada; yo he levantado, vivificado, animado, fecundado, estimulado, enriquecido toda la comarca. Si yo desaparezco, todo muere. ¡Y esa mujer que ha sufrido tanto, que tiene tantos méritos en su caída, a la cual he causado, sin querer, toda la desdicha! ¡Y esa niña, que yo quería ir a buscar, que lo he prometido a su madre! ¿Es que no debo también algo a esa mujer, en reparación del daño que le he causado? Si yo desaparezco, ¿qué sucederá? La madre morirá. La niña, sabe Dios qué será de ella. Esto es lo que sucederá si yo me denuncio. ¿Y si no me denuncio? ¿Qué sucederá si no me denuncio?

Después de haberse hecho esta pregunta, se detuvo; durante un momento, le invadió una sensación de duda y de temblor; pero aquel momento duró poco, y se respondió con calma:

—Pues bien, ese hombre irá a presidio, es cierto; pero ¡qué diablos! ¡Ha robado! Por más que yo me diga que no ha robado, ¡ha robado! Yo, yo me quedo aquí, continúo. Dentro de diez años, habré ganado diez millones, los repartiré en la comarca, no tendré nada mío, ¿qué me importa? ¡No es para mí lo que yo hago! La prosperidad de todos irá aumentando, las industrias se despiertan, las manufacturas y las fábricas se multiplican, las familias, ¡cien familias!, ¡mil familias!, son felices; la región se puebla; nacen pueblos donde sólo había granjas, nacen granjas donde no había nada; la miseria desaparece, y con la miseria desaparece el escándalo, la prostitución, el robo, el asesinato, todos los vicios, ¡todos los crímenes! ¡Y esa pobre madre educa a su hija! ¡Toda una comarca rica y honrada! ¡Ah, estaba loco! ¿Qué pensaba cuando hablaba de denunciarme? Es preciso meditarlo bien, y no precipitarme. ¡Qué! ¿Por qué me habría complacido ser grande y generoso? ¡Eso es melodrama, después de todo! ¡Por qué no habré pensado más que en mí, sólo en mí; por salvar de un castigo quizás un poco exagerado, pero justo en el fondo, a no se sabe quién, a un ladrón, a un malhechor indudablemente, ha de perecer una comarca entera! ¡Ha de morir esa mujer en el hospital! ¡Ha de quedar su hija abandonada en la calle! ¡Como si fueran perros! ¡Ah, esto sería abominable! ¡Sin que siquiera la madre haya visto a su hija! ¡Sin que la hija conozca apenas a la madre! Y todo por ese viejo pícaro, ladrón de manzanas, que seguramente merecerá las galeras por otras muchas cosas. ¡Hermosos escrúpulos que salvan a un culpable y sacrifican a inocentes, que salvan a un viejo vagabundo, al cual no le quedan muchos años de vida, a fin de cuentas, y que no será más desgraciado en el presidio que en su casucha, y sacrifican a toda una población, a madres, a mujeres, a niños! ¡Esa pobre Cosette, que no tiene más que a mí en este mundo, y que sin duda estará en este momento tiritando de frío en el tabuco de estos Thénardier! ¡Vaya un canalla el tal Thénardier! ¡Y yo faltaría a mis deberes respecto a todos estos pobres seres! ¡Y yo iría a denunciarme! ¡Y yo cometería esta inepta estupidez! Pongámonos en lo peor. Supongamos que haya una mala acción, de mi parte, en todo esto y que mi conciencia me la reprocha un día; aceptar, por el bien del prójimo, estos reproches que caen sólo sobre mí, esta mala acción, que no compromete más que a mi alma, esto es sacrificio, esto es virtud.

Se levantó y reanudó su marcha. Esta vez le parecía que estaba contento.

Los diamantes se encuentran sólo en las tinieblas de la tierra; las verdades se encuentran sólo en las profundidades del pensamiento. Le parecía que, después de haber descendido a las profundidades, después de haber palpado largo tiempo en lo más negro de las tinieblas, acababa por fin de encontrar uno de esos diamantes, una de esas verdades, y que la tenía en la mano; y se deslumbraba al mirarla.

—Sí —pensó entonces—. ¡Esto es! Ahora estoy en lo verdadero; tengo la solución. Es preciso decidirme por alguna cosa. Mi decisión está tomada. ¡Dejemos correr las cosas! No vacilemos más, no retrocedamos más. Así conviene, en el interés de todos, no en el mío. Yo soy Madeleine, me quedo Madeleine. ¡Desgraciado del que es Jean Valjean! Yo ya no lo soy. No conozco a este hombre; ya no sé quién es; si hay alguno que sea Jean Valjean ahora, que se arregle como pueda; a mí no me concierne. ¡Es nombre de fatalidad que flota en la noche; si se detiene y cae sobre una cabeza, tanto peor para ella!

Se contempló en el pequeño espejo que estaba sobre la chimenea, y dijo:

—¡Toma! ¡Me ha aliviado el tomar una resolución! Ahora me siento otro.

Anduvo aún algunos pasos, luego se detuvo en seco.

«¡Vamos! —se dijo—. No hay que dudar ante ninguna de las consecuencias de la resolución tomada. Hay todavía algunos hilos que me unen a Jean Valjean. ¡Es preciso romperlos! Hay aquí, en esta misma habitación objetos que me acusarían, cosas mudas que serían testigos; es preciso que todo desaparezca».

Metió la mano en el bolsillo, sacó su bolsa, la abrió y tomó una llavecita.

Introdujo aquella llave en una cerradura, cuyo agujero apenas se veía por estar oculto en las sombras más oscuras del dibujo que cubría el papel pegado al muro. Abriose un escondrijo, una especie de falso armario colocado entre el ángulo de la pared y el cañón de la chimenea. En aquel escondrijo no había más que unos pocos andrajos, un capote de tela azul, un viejo pantalón, un morral y un grueso palo de espino con contera en los dos extremos. Quienes habían visto a Jean Valjean en la época en que pasó por Digne, en octubre de 1815, habrían reconocido fácilmente todas las piezas de aquella miserable indumentaria.

Las había conservado como había conservado los candelabros de plata, para recordar siempre su punto de partida. Sólo que escondía aquello que procedía del presidio y dejaba a la vista los candelabros que procedían del obispo.

Lanzó una furtiva mirada hacia la puerta, como si hubiera temido que se abriera a pesar del cerrojo; luego, con un movimiento rápido y brusco, sin echar ni una ojeada a aquellos objetos que había guardado tan celosa como peligrosamente, durante tantos años, lo cogió todo, harapos, bastón, morral, y lo arrojó al fuego.

Cerró el escondrijo y, redoblando sus precauciones, ya completamente inútiles puesto que estaba vacío, ocultó la puerta tras un gran mueble que desplazó.

Al cabo de algunos segundos, la habitación y la pared de enfrente se iluminaron con un gran resplandor rojo y tembloroso. Todo ardía. El palo de espino chisporroteaba y lanzaba chispas hasta el centro de la habitación.

El morral, al consumirse con los harapos que contenía, había dejado al descubierto algo que brillaba entre la ceniza. Examinándolo se hubiera visto fácilmente que era una moneda de plata. Sin duda la moneda de cuarenta sueldos robada al pequeño saboyano.

Pero él no miraba el fuego, y continuaba andando, yendo y viniendo con el mismo paso.

De repente, sus miradas se fijaron en los dos candelabros de plata, que la reverberación hacía brillar vagamente sobre la chimenea.

«¡Ah! —pensó—. Aún está allí Jean Valjean. Es preciso destruir también eso».

Cogió los dos candelabros.

Había aún bastante lumbre para poder deformarlos prontamente, y hacer de ellos un lingote imposible de reconocer.

Se inclinó hacia la chimenea y se calentó un instante. Sintió un agradable bienestar.

—¡Qué buen calor! —exclamó.

Removió la lumbre con uno de los candelabros.

Un minuto más tarde, estaban en el fuego.

En aquel momento, le pareció oír una voz que gritaba dentro de él:

«¡Jean Valjean! ¡Jean Valjean!».

Sus cabellos se erizaron y quedó como alguien que oye algo terrible.

«Sí, eso mismo, ¡acaba! —clamaba la voz—. ¡Completa lo que haces! ¡Destruye estos candelabros! ¡Aniquila este recuerdo! ¡Olvida al obispo! ¡Olvídalo todo! ¡Pierde a ese Champmathieu! ¡Todo va bien! ¡Regocíjate! Así, pues, ya está convenido, ya está resuelto, ya está dicho; he ahí a un hombre, un anciano que no sabe qué quieren, que tal vez no ha hecho nada, un inocente, al cual tu nombre le da toda la desdicha, sobre el cual tu nombre pesa como un crimen, que va a ser condenado por ti, que va a acabar sus días en la abyección y el horror. ¡Está bien! Sé hombre respetable tú. Quédate siendo el señor alcalde, ilustre y honrado, enriquece a la ciudad, alimenta a los indigentes, educa a los huérfanos, vive feliz, virtuoso y admirado; y mientras tanto, mientras tú estás aquí rodeado de alegría y de luz, habrá otro que usará tu casaca roja, que llevará tu nombre en la ignominia y que arrastrará tu cadena en el presidio. Sí. ¡Todo quedará bien arreglado así! ¡Ah, miserable!».

El sudor le resbalaba por la frente. Dirigió una mirada extraviada a los candelabros. Pero lo que hablaba dentro de él no había concluido; la voz continuaba:

«¡Jean Valjean! ¡A tu alrededor habrá muchas voces que harán gran ruido, que hablarán muy alto, y que te bendecirán; y no habrá más que una, que nadie oirá, que te maldecirá en las tinieblas! ¡Pues bien! ¡Escucha, infame! ¡Todas esas bendiciones caerán antes de llegar al cielo, y sólo la maldición subirá hasta Dios!».

Esta voz, débil al principio y que se había elevado desde lo más profundo de su conciencia, había llegado gradualmente a ser ruidosa y formidable, y la oía ahora junto a su oído. Le parecía que había salido de sí mismo, y que le hablaba ahora desde fuera. Creyó oír las últimas palabras tan claramente que miró a su alrededor con una especie de terror.

—¿Hay alguien aquí? —preguntó en voz alta, asustado.

Luego, añadió con una risa que parecía de un idiota:

—¡Qué estúpido soy! ¡No puede haber nadie!

Había alguien, en efecto; pero quien allí estaba no era de los seres a quienes puede ver el ojo humano.

Dejó los candelabros en la chimenea.

Entonces, volvió a aquel paso monótono y lúgubre que turbaba su meditación, y que había despertado, sobresaltado, al cajero que dormía en la habitación inferior.

Este ir y venir le aliviaba y le abrumaba al mismo tiempo. Parece que, a veces, en las ocasiones supremas, el hombre se mueve para pedir consejo a todo lo que encuentra al paso. Al cabo de algunos instantes, ya no sabía dónde estaba en su meditación.

Retrocedía ahora con igual terror ante las dos resoluciones que alternativamente había tomado. Las dos ideas que le aconsejaban, le parecían tan funestas la una como la otra. ¡Qué fatalidad! ¡Qué coincidencia, ese Champmathieu tomado por él! ¡Verse precipitado justamente por el mismo medio que la Providencia parecía haber escogido para afianzarle!

Hubo un momento en que consideró el porvenir. Denunciarse, ¡gran Dios! ¡Entregarse! Enfrentose, con una inmensa desesperación, con todo lo que sería preciso abandonar y todo lo que sería preciso recobrar. ¡Sería preciso, pues, decir adiós a aquella existencia tan buena, tan pura, tan radiante, a ese respeto de todos, al honor, a la libertad! ¡Ya no volvería a pasear por los campos, ni volvería a oír cantar a los pájaros en el mes de mayo, ni volvería a dar limosna a los niños! ¡Ya no volvería a sentir la dulzura de las miradas de reconocimiento y de amor, fijas en él! ¡Abandonaría la casa que había construido, aquella habitación, aquella pequeña habitación! Todo le parecía ahora encantador. ¡No volvería a leer aquellos libros y no escribiría más sobre aquella mesita de madera blanca! Su vieja portera, la única sirvienta que tuviera, ya no le subiría más el café por la mañana. ¡Gran Dios! ¡En lugar de esto, el presidio, el grillete, la casaca roja, la cadena al pie, la fatiga, el calabozo, la cama de tablas, todos esos horrores conocidos! ¡A su edad, y después de haber sido lo que era! ¡Si al menos fuese joven! ¡Pero, ya viejo, ser tuteado por todo el mundo, ser humillado por el carcelero, apaleado por el cabo de varas! ¡Llevar los pies desnudos en zapatos herrados! ¡Presentar mañana y tarde su pierna al martillo de la ronda, que examina los grilletes! Sufrir la curiosidad de los extraños, a quienes se diría: «¡Aquél es el famoso Jean Valjean, que fue alcalde de Montreuil-sur-Mer!». ¡Y por la noche, chorreando sudor, abrumado de cansancio, con el gorro verde sobre los ojos, subir de dos en dos, bajo el látigo del sargento, la escala del pontón flotante! ¡Oh! ¡Qué miseria! ¡El destino puede ser malo como un ser inteligente y llegar a ser monstruoso como el corazón humano!

Hiciera lo que hiciera, venía a caer siempre en este punzante dilema que formaba la base de sus reflexiones: «¡Permanecer en el paraíso y ser un demonio! ¡Volver al infierno y ser un ángel!».

¿Qué hacer, gran Dios? ¿Qué hacer?

La tormenta, de la que creía haber salido ya, volvió a desencadenarse sobre él. Sus ideas empezaron nuevamente a mezclarse, y se tornaron estúpidas e incongruentes, lo cual es propio de la desesperación. El nombre de Romainville se presentaba sin cesar a su imaginación, en dos versos de una canción que había oído hacía tiempo. Pensaba que Romainville era un bosquecillo cercano a París, adonde los jóvenes amantes van a coger lilas en el mes de abril.

Vacilaba tanto por fuera como por dentro. Andaba como un niño que empieza a andar solo.

En algunos momentos, luchando contra su cansancio, hacía esfuerzos para ordenar su inteligencia. Trataba de presentarse, definitivamente y por última vez, el problema sobre el cual, por decirlo así, había caído abrumado de fatiga.

—¿Es preciso denunciarse? ¿Es preciso callar?

No conseguía ver con claridad. Los vagos aspectos de todos los razonamientos que se sucedían en el delirio temblaban y se disipaban, sucesivamente, convirtiéndose en humo. Solamente presentía que, cualquiera que fuese la resolución que tomara, necesariamente y sin que pudiera evitarlo, algo en él iba a morir; que iba a entrar en un sepulcro, tanto por la derecha como por la izquierda; que iba a sufrir una agonía, la agonía de su felicidad o la agonía de su virtud.

¡Ay! Había vuelto a ser presa de sus irresoluciones. No había adelantado nada desde el principio.

Así se debatía, en medio de la angustia, aquella alma desgraciada. Mil ochocientos años antes que este hombre infortunado, el ser misterioso, en quien se resumen todas las santidades y todos los sufrimientos de la humanidad, había también él, mientras los olivos temblaban agitados por el viento salvaje del infinito, apartado con la mano, durante algún tiempo, el terrible cáliz que se le aparecía lleno de sombras y desbordante de tinieblas en las profundidades llenas de estrellas.