VII
El interior de la desesperación

Tratemos de explicarlo.

Es preciso que la sociedad se fije en estas cosas, puesto que es ella quien las produce.

Como ya hemos dicho, Jean Valjean era un ignorante; pero no era un imbécil. La luz natural ardía en su interior. La desgracia, que tiene también su luz, aumentó la poca claridad que había en aquel espíritu. Bajo la influencia de los golpes, de la cadena del calabozo, de la fatiga bajo el ardiente sol del presidio, en el lecho de tablas de los presidiarios, se replegó en su conciencia y reflexionó.

Se constituyó en tribunal.

Empezó a juzgarse.

Reconoció que no era un inocente castigado injustamente. Se confesó que había cometido una acción vituperable; que quizá no le habría sido negado el pan, si lo hubiera pedido; que, en cualquier caso, hubiera sido mejor esperar para conseguir piedad o trabajo; que no es una razón que no tenga réplica el decir: ¿se puede esperar, cuando se tiene hambre? Que es muy raro el caso de un hombre que muera literalmente de hambre; también que, afortunada o desgraciadamente, el hombre está hecho de tal forma que puede sufrir mucho y por mucho tiempo, moral y físicamente, sin morir; que le era preciso haber tenido paciencia; que hubiera sido mejor, incluso para aquellos pobres niños; que era un acto de locura para él, desgraciado hombre vil, coger violentamente a la sociedad entera por el cuello y figurarse que se puede salir de la miseria por medio del robo; que, en todo caso, era una mala puerta para salir de la miseria aquella a través de la cual se entra en la infamia; y, en fin, que se había equivocado.

Luego, se preguntó si era él el único que había obrado mal en su fatal asunto; si, en principio, no era una cosa grave que él, trabajador, careciese de trabajo, que él, laborioso, careciese de pan. Si, además, cometida y confesada la falta, el castigo no había sido feroz y extremado; si no había más abuso por parte de la ley en la pena que por parte del culpable en la culpa; si no había un exceso de peso en uno de los platillos de la balanza, en el de la expiación. Si el recargo de la pena no llegaba a borrar el delito mismo, produciendo este resultado: cambiar por completo la situación, reemplazar la culpa del delincuente por la culpa de la represión, transformar al culpable en víctima y al deudor en acreedor, y poner definitivamente al derecho de la parte de aquel que lo había violado. Si esta pena, complicada con recargos sucesivos por las tentativas de evasión, no acababa por ser una especie de atentado del fuerte contra el débil, un crimen de la sociedad contra el individuo, un crimen que se cometía todos los días, un crimen que duraba diecinueve años.

Se preguntó si la sociedad humana podía tener el derecho de hacer sufrir igualmente a sus miembros, en un caso su imprevisión irracional, y en otro su previsión despiadada, y apoderarse para siempre de un pobre hombre entre un defecto y un exceso: defecto de trabajo y exceso de castigo. Si no era exorbitante que la sociedad tratara así precisamente a sus miembros peor dotados en el reparto que hace el azar y, por consiguiente, los más dignos de consideración.

Presentadas y resueltas estas cuestiones, juzgó a la sociedad y la condenó.

La condenó a su odio.

La hizo responsable de la suerte que él sufría, y se dijo que no vacilaría en pedirle cuentas algún día. Se declaró a sí mismo que no había equilibrio entre el mal que había causado y el que había recibido; concluyó, al fin, que su castigo no era precisamente una injusticia, pero era seguramente una iniquidad.

La cólera puede ser loca y absurda, el hombre puede irritarse injustamente, pero no se indigna más que cuando, en el fondo, tiene razón por algún lado. Jean Valjean se sentía indignado.

Además, la sociedad humana no le había hecho sino daño. No había visto de ella más que esa fisonomía iracunda que se llama injusticia, y que muestra a aquellos a quienes golpea. Los hombres no le habían tocado más que para maltratarle. Todo contacto que con ellos había tenido había sido una herida. Nunca, desde su infancia, exceptuando a su madre y a su hermana, había encontrado una palabra amiga, una mirada benévola. De sufrimiento en sufrimiento, llegó poco a poco a esta convicción de que la vida era una guerra y de que, en esta guerra, él era el vencido. No tenía otras armas que su odio. Resolvió aguzarlo en el presidio y llevarlo consigo a su salida.

Había en Tolón una escuela para los presidiarios, dirigida por los hermanos Ignorantinos[55], en la cual se enseñaba lo más preciso a los desgraciados que tenían, por su parte, buena voluntad. Fue a la escuela, a los cuarenta años, y aprendió a leer, a escribir y a contar. Sintió que fortificar su inteligencia era fortificar su odio. En algunos casos la instrucción y la luz pueden servir de auxiliares al mal.

Es triste tener que decirlo, después de haber juzgado a la sociedad, que había hecho su desgracia, juzgó a la Providencia, que había hecho la sociedad.

También la condenó.

Así, durante diecinueve años de tortura y de esclavitud, aquella alma se elevó y decayó al mismo tiempo. Entraron en ella la luz por un lado y las tinieblas por otro.

Jean Valjean no era, como se ha visto, de naturaleza malvada. Aún era bueno cuando entró en el presidio. Allí condenó a la sociedad y sintió que se iba volviendo malo; allí condenó a la Providencia y sintió que iba volviéndose impío.

Aquí es difícil pasar adelante sin meditar un instante.

¿Puede transformarse la naturaleza humana completamente? ¿El hombre, creado bueno por Dios, puede ser convertido en malo por el hombre? ¿Puede el alma ser rehecha enteramente por el destino, y volverse mala si es malo el destino? ¿Puede el corazón deformarse y contraer dolencias incurables bajo la presión de una desgracia desproporcionada, como la columna vertebral bajo una bóveda demasiado baja? ¿No hay en cualquier alma humana, no había en la de Jean Valjean en particular, una chispa primitiva, un elemento divino, incorruptible en este mundo, inmortal en el otro, que el bien pueda desarrollar, fortalecer, purificar y hacer brillar esplendorosamente, y que el mal nunca pueda apagar?

Todas estas son preguntas graves y oscuras, a la última de las cuales todo fisiólogo hubiera probablemente respondido «no», y sin dudar, si hubiese visto en Tolón a Jean Valjean, en las horas de descanso, que eran las de meditación, sentado, con los brazos cruzados, apoyado en algún cabrestante, con el extremo de su cadena metida en el bolsillo para impedir que arrastrase, a ese presidiario triste, serio, pensativo, silencioso, paria de las leyes, que miraba al hombre con cólera, condenado por la civilización, que miraba al cielo con severidad.

Ciertamente, y no tratamos de disimularlo, el fisiólogo observador habría visto allí una miseria irremediable, habría compadecido tal vez a este enfermo del mal causado por la ley, pero no habría tratado siquiera de curarle; habría apartado la mirada de las cavernas que hubiese llegado a entrever en aquella alma; y como Dante en las puertas del infierno, habría borrado de esa existencia la palabra que el dedo de Dios ha escrito en la frente de todo hombre: ¡Esperanza!

Este estado de su alma, que hemos tratado de analizar, ¿era tan claro para Jean Valjean como nosotros procuramos presentarlo a los que nos leen? ¿Veía distintamente Jean Valjean, a medida que se formaban, y aun después de su formación, todos los elementos de que se componía su miseria moral? ¿Se había explicado claramente este hombre, rudo e ignorante, la sucesión de ideas por medio de la cual, escalón por escalón, había subido y bajado hasta los lúgubres espacios que eran, desde hacía tantos años, el horizonte interior de su espíritu? ¿Tenía conciencia de todo lo que había pasado en él y de todas las emociones que experimentaba? Esto es lo que nosotros no nos atrevemos a decir, e incluso lo que no creemos. Había demasiada ignorancia en Jean Valjean para que, incluso después de tantas desgracias, no quedase mucha vaguedad en su espíritu. A veces, ni aun sabía exactamente lo que por él pasaba. Jean Valjean estaba en las tinieblas; sufría en las tinieblas; odiaba en las tinieblas; hubiérase podido decir que odiaba todo lo que pudiera tener delante. Vivía habitualmente en esta sombra, tanteando como un ciego y como un soñador. Únicamente, a intervalos, recibía súbitamente, de sí mismo o del exterior, un impulso de cólera, un aumento del sufrimiento, un pálido relámpago que iluminaba totalmente su alma, y presentaba bruscamente a su alrededor, y entre los resplandores de una luz horrible, los negros precipicios y las sombrías perspectivas de su destino.

Pero pasaba el relámpago, venía la noche y ¿dónde estaba él? Ya no lo sabía.

La consecuencia inmediata de las penas de esta naturaleza, en las cuales domina lo implacable, es decir, lo que embrutece, es transformar poco a poco, con una especie de transfiguración estúpida, a un hombre en una bestia salvaje. Las tentativas de evasión de Jean Valjean, sucesivas y obstinadas, bastarían para probar esta extraña influencia de la ley penal sobre el alma humana. Jean Valjean habría renovado estas tentativas, tan inútiles y tan temerarias, cuantas veces se hubiese presentado la ocasión, sin pensar por un instante en el resultado, ni en las experiencias adquiridas. Se escapaba impetuosamente, como el lobo que encuentra abierta la jaula. El instinto le decía: ¡escapa! La razón le hubiera dicho: ¡espera! Pero, ante una tentación tan violenta, había desaparecido el razonamiento; no quedaba más que el instinto. Únicamente obraba la bestia. Cuando le apresaban de nuevo, las nuevas severidades que le infligían no servían más que para aumentar su irritación.

Un detalle que no debemos omitir es la fuerza física de la que estaba dotado, que no poseía, ni con mucho, ninguno de sus compañeros de presidio. En el trabajo para tirar de un cable, para girar una cabria, Jean Valjean valía por cuatro hombres. Levantaba y sostenía enormes pesos sobre su espalda y reemplazaba, en algunas ocasiones, al instrumento llamado gato, o cric, que antiguamente se llamaba orgullo (orgueil), de donde ha tomado su nombre, dicho sea de paso, la calle de Montorgueil, cerca del mercado de París. Sus compañeros le apodaban Jean-le-Cric. Una vez que se estaba reparando el balcón del Ayuntamiento de Tolón, una de las admirables cariátides de Puget que sostienen este balcón se separó y estuvo a punto de caer. Jean Valjean, que se encontraba allí, sostuvo la cariátide con los hombros y dio tiempo para que llegaran los obreros.

Su agilidad era aún mayor que su vigor. Algunos forzados, fraguadores perpetuos de evasiones, concluyen por hacer de la fuerza y la destreza combinadas una verdadera ciencia: la ciencia de los músculos. Toda una estática misteriosa se practica cotidianamente entre los prisioneros, estos eternos envidiosos de las moscas y de los pájaros. Subir por una vertical y encontrar puntos de apoyo donde no había apenas un saliente era un juego para Jean Valjean. Por el ángulo de un muro, con la tensión de la espalda y de los jarretes, con los codos y los talones encajados en las asperezas de la piedra, se izaba mágicamente a un tercer piso. Algunas veces, subía de este modo hasta el tejado de la prisión.

Hablaba poco. No reía nunca. Era necesaria una emoción extrema para arrancarle, una o dos veces al año, esa lúgubre risa del forzado que es como un eco de la risa del demonio. Parecía ocupado siempre en mirar algo terrible.

Estaba siempre absorto, en efecto.

A través de las percepciones defectuosas de una naturaleza incompleta y de una inteligencia oprimida, sentía confusamente que algo monstruoso se cernía sobre él. En esta penumbra oscura y tenebrosa en que se arrastraba, cada vez que volvía la cabeza y trataba de elevar sus miradas veía, con miedo y furor al mismo tiempo, alzarse y desaparecer en las alturas un montón confuso y repugnante de cosas, de leyes y de preocupaciones, de hombres y de hechos, cuyos contornos no podía descubrir, cuya masa le asustaba, y que no era más que esta prodigiosa pirámide que llamamos civilización. Distinguía aquí y allá en esa confusión movediza y deforme, ya a su lado, ya lejos en llanuras inaccesibles, algún grupo, algún detalle vivamente iluminado, aquí el cabo con su vara, allí el gendarme con su sable, allá el arzobispo con su mitra, en lo más alto, como una especie de sol, el emperador coronado y deslumbrante. Le parecía que estos resplandores lejanos, lejos de disipar su noche, la hacían más fúnebre y más negra. Todo esto, leyes, prejuicios, hechos, hombres, cosas, iba y venía por encima de él, según el movimiento complicado y misterioso que Dios imprime a la civilización, pasando sobre él y aplastándole con no sé qué de apacible en la crueldad y de inexorable en la indiferencia. Almas caídas al fondo del mayor infortunio, desgraciados hombres perdidos en lo más bajo de aquellos limbos adonde nadie dirige una mirada, los reprobados por la ley sienten gravitar sobre su cabeza el peso de esta sociedad humana, tan formidable para el que está fuera, tan terrible para el que está debajo.

En esta situación, Jean Valjean meditaba, y ¿cuál podía ser la naturaleza de su meditación?

Si el grano de mijo colocado bajo la rueda de molino pudiese pensar, pensaría indudablemente lo mismo que Jean Valjean.

Todas estas cosas, realidades llenas de espectros, fantasmagorías llenas de realidades, habían terminado por crear en él un estado interior indescriptible.

Con frecuencia, en medio de su trabajo en la prisión, se detenía. Se ponía a pensar. Su razón, a la vez más madura y más turbada que en otro tiempo, se rebelaba. Todo lo que le había sucedido le parecía absurdo, todo lo que le rodeaba le parecía imposible. Se decía: es un sueño. Miraba al cómitre, de pie a pocos pasos de él; le parecía un fantasma; de repente, el fantasma le daba un bastonazo.

La naturaleza visible apenas existía para él. Casi sería verdad decir que no había para Jean Valjean ni sol, ni hermosos días de verano, ni cielo radiante, ni frescas auroras de abril. No sé qué claraboya alumbraba su alma habitualmente.

Para resumir, finalmente, lo que puede ser resumido y traducido en resultados positivos de todo lo que acabamos de señalar, nos limitaremos a constatar que, en diecinueve años, Jean Valjean, el inofensivo podador de Faverolles, el temible presidiario de Tolón, había llegado a ser capaz, gracias a la formación que le había dado el presidio, de dos clases de malas acciones: una era rápida, irreflexiva, llena de aturdimiento, toda instinto, especie de represalia por el daño sufrido, la otra era grave, seria, debatida a conciencia y meditada con las ideas falsas que puede dar una desgracia semejante. Sus premeditaciones pasaban por tres fases sucesivas, que las naturalezas de un cierto temple pueden recorrer: razonamiento, voluntad, obstinación. Tenía por móviles la indignación habitual, la amargura del alma, el profundo sentimiento de las iniquidades sufridas, la reacción, incluso contra los buenos, los inocentes y los justos, si los hay. El punto de partida y de llegada de todos sus pensamientos era el odio de la ley humana; ese odio que, si no es detenido en su desarrollo por algún incidente providencial, llega a ser, al cabo de cierto tiempo, el odio a la sociedad, luego el odio al género humano, después el odio a la Creación, y se traduce por un vago, incesante y brutal deseo de hacer daño no importa a quién, a un ser vivo cualquiera. Como se ve, no era sin razón que el pasaporte especial calificaba a Jean Valjean de «hombre muy peligroso».

De año en año, esta alma se había secado cada vez más, lenta pero fatalmente. A corazón seco, ojos secos. A su salida del presidio, hacía diecinueve años que no había derramado ni una sola lágrima.