IX
Clausura

Cosette, en el convento, continuó guardando silencio.

Cosette se creía sencillamente la hija de Jean Valjean. Por lo demás, nada sabía y nada podía decir, y en todo caso, no hubiera dicho nada. Acabamos de observarlo, nada enseña tanto el silencio a los niños como la desgracia. Cosette había sufrido tanto que lo temía todo, incluso temía hablar y respirar. ¡Cuántas veces una palabra había hecho caer sobre ella una avalancha! Pero había empezado a tranquilizarse desde que estaba con Jean Valjean. Se acostumbró pronto al convento. Únicamente echaba de menos a Catherine, pero no se atrevía a decirlo. Sin embargo, una vez dijo a Jean Valjean:

—Padre, si lo hubiera sabido, la hubiera traído conmigo.

Cosette, al convertirse en pensionista del convento, tuvo que llevar el traje de las colegialas de la casa. Jean Valjean consiguió que le devolviesen los vestidos que dejó, es decir, el mismo traje de luto con que la vistió cuando la sacó de las garras de los Thénardier. No estaba muy usado. Jean Valjean guardó el vestido, las medias de lana y los zapatos con mucho alcanfor, y otras sustancias aromáticas que abundan en los conventos, en un baulito que pudo procurarse. Puso este pequeño baúl sobre una silla, cerca de su cama, y llevaba siempre la llave consigo.

—Padre —le dijo un día Cosette—, ¿qué tiene esa caja que huele tan bien?

Fauchelevent, además de la gloria que acabamos de contar y que ignoró, fue recompensado por su buena acción. En primer lugar, tuvo la satisfacción de su conciencia, y además, tuvo menos trabajo, al compartirlo con Jean Valjean. Como le gustaba mucho el tabaco, al estar al lado de Madeleine, tomaba mucho más que antes, el triple, y con mucho más placer, porque era el señor Madeleine quien pagaba.

Las religiosas no adoptaron el nombre de Ultime; llamaron a Jean Valjean «el otro Fauvent».

Si aquellas santas mujeres hubieran tenido la perspicacia de Javert, habrían notado que, cuando había que salir fuera para las necesidades del jardín, era siempre el mayor de los Fauchelevent, el viejo, el delicado, el que salía, y nunca el otro; pero, ya sea porque los ojos siempre fijos en Dios no saben espiar, ya sea porque estuviesen ocupadas preferentemente en espiarse unas a otras, no prestaron la menor atención a nada.

Jean Valjean, por lo demás, hizo muy bien en estarse quieto y no moverse. Javert estuvo vigilando el barrio por espacio de mucho más de un mes.

El convento era para Jean Valjean como una isla rodeada de abismos, aquellos cuatro muros eran el mundo para él. Tenía bastante cielo para estar tranquilo, y tenía a Cosette para ser feliz.

Empezó pues para él una vida muy tranquila.

Vivía en casa de Fauchelevent, en la barraca del jardín, choza de argamasa que existía aún en 1845, y se componía, como hemos dicho, de tres piezas completamente desamuebladas, que sólo tenían las paredes. Fauchelevent había cedido la principal al señor Madeleine, por más que Jean Valjean se había opuesto a ello. La pared de este cuarto, además del clavo destinado a colgar la rodillera y la cesta que usaba Fauchelevent, estaba adornada con un billete de papel moneda realista de 1793, pegado a la pared por encima de la chimenea. Véase el facsímile exacto:

Este asignado vandeano había sido puesto allí por el jardinero precedente, antiguo chuan[100] que había muerto en el convento, y a quien había sucedido Fauchelevent.

Jean Valjean trabajaba todos los días en el jardín, y era muy útil. En su juventud, había sido podador, y ahora volvía con placer a la jardinería. El lector recordará que conocía todo género de recetas y de secretos de cultivo, y sacó partido de ellos. Casi todos los árboles del huerto eran silvestres; los injertó y les hizo dar excelentes frutos.

Cosette tenía permiso para estar todos los días una hora a su lado. Como las hermanas eran tristes, y Jean Valjean era tan amable, la niña comparaba, y le adoraba. A la hora fija, acudía a la barraca. Cuando entraba en la casucha se llenaba de alegría. Jean Valjean se explayaba y sentía crecer su dicha con la dicha de Cosette. La alegría que inspiramos tiene el doble encanto de que, lejos de debilitarse con el reflejo, vuelve a nosotros más intensa. En las horas de recreo, Jean Valjean miraba desde lejos cómo Cosette jugaba y reía, y distinguía su risa entre las otras.

Porque ahora Cosette ya reía.

La figura de la niña en cierto modo había cambiado. Había desaparecido lo sombrío. La risa es el sol; expulsa el invierno del rostro humano.

Cosette, aunque seguía sin ser bonita, era encantadora. Decía cosas razonables con su dulce voz infantil.

Cuando concluía el recreo y volvía al convento, Jean Valjean miraba las ventanas de la clase; y por la noche se levantaba para mirar las ventanas del dormitorio.

Por lo demás, Dios tiene sus caminos; el convento contribuía, como Cosette, a mantener y completar en Jean Valjean la obra del obispo. Es cierto que uno de los lados de la virtud desemboca en el orgullo; sólo está separada de él por un puentecillo hecho por el diablo. Jean Valjean estaba quizá cerca de este puente cuando la Providencia lo llevó al convento del Petit-Picpus. Mientras no se había comparado más que con el obispo, se había creído indigno, y había sido humilde; pero desde que, hacía algún tiempo, se comparaba con los hombres, había comenzado a nacer en él el orgullo. ¿Quién sabe? Tal vez poco a poco habría concluido por volver al odio.

El convento le detuvo en esta pendiente.

Era aquél el segundo lugar de cautividad que veía. En su juventud, en lo que había sido para él el comienzo de la vida, y más tarde, muy recientemente aún, había visto otro, un lugar terrible, y cuyas severidades le habían parecido siempre como la iniquidad de la justicia, y el crimen de la ley. Hoy, después del presidio, veía el claustro; y pensando que había estado en el presidio y que era espectador del claustro, los confrontaba con ansiedad en su imaginación.

Algunas veces, se apoyaba en la pala y descendía lentamente por la espiral sin fondo de la meditación.

Recordaba a sus antiguos compañeros, y su gran miseria; se levantaban al amanecer y trabajaban hasta la noche; apenas les permitían dormir; se acostaban en camas de campaña, y sólo se les toleraba un colchón de dos pulgadas de grueso; en las salas que no tenían lumbre más que en los meses más crudos del año vestían una horrible chaqueta roja, y se les permitía por gracia usar un pantalón de tela en los grandes calores, y una manta de lana en los fríos excesivos; no bebían vino ni comían carne, salvo cuando iban «al trabajo». Vivían sin nombre: sólo eran conocidos por números y estaban casi convertidos en cifras; vivían con los ojos bajos, la voz baja, los cabellos cortados, bajo la vara y la vergüenza.

Después, su espíritu se dirigía hacia los seres que tenía ante la vista.

Estos seres vivían también con los cabellos cortados, los ojos bajos, la voz baja, pero no en la vergüenza, sino en medio de las burlas del mundo, no con la espalda herida por el látigo, pero sí destrozada por las disciplinas. También estos seres habían perdido su nombre entre los hombres; no existían más que bajo apelaciones austeras. No comían nunca carne, ni bebían vino; permanecían muchos días en ayunas hasta la noche; iban vestidos, no con chaquetas rojas, sino con negros sudarios de lana, pesados en verano, y ligeros en invierno, sin poder quitar ni añadir nada, sin tener ni siquiera el recurso de la tela y de la lana, y durante seis meses al año, llevaban camisa de sarga que les producía fiebre. Vivían, no en salas calentadas únicamente en los fríos rigurosos, sino en celdas en las que nunca se encendía el fuego; se acostaban, no sobre colchones de dos pulgadas de espesor, sino sobre paja. Por último, ni tan siquiera se les permitía dormir; todas las noches, tras una jornada de trabajo, debían despertar en el cansancio del primer sueño; cuando empezaban a dormir y a calentarse debían levantarse y rezar en una capilla helada y sombría, de rodillas sobre la piedra.

En ciertos días, estos seres, permanecían doce horas consecutivas arrodillados sobre el mármol, o prosternados con la cara en el suelo y los brazos en cruz.

Los otros eran hombres; éstos eran mujeres.

¿Qué habían hecho aquellos hombres? Habían robado, violado, saqueado, matado, asesinado. Eran bandidos, falsarios, envenenadores, incendiarios, asesinos, parricidas. ¿Qué habían hecho estas mujeres? No habían hecho nada.

De un lado, el pillaje, el fraude, el dolor, la violencia, la lubricidad, el homicidio, todas las especies del sacrilegio, todas las variedades del atentado. De otro lado, sólo una cosa: la inocencia.

La inocencia perfecta, casi llevada hasta una misteriosa asunción, unida a la tierra por la virtud y al cielo por la santidad.

De un lado, confidencias de crímenes que se hacen en voz baja. De otro, la confesión de faltas hecha en voz alta. ¡Y qué crímenes! ¡Y qué faltas!

Por un lado los miasmas, por el otro, un inefable perfume. Por un lado, una peste moral, vigilada por centinelas, cercada por el cañón, y devorando lentamente a los apestados; por otro, una casta unión de todas las almas en el mismo hogar. Allí, las tinieblas; aquí, la sombra; pero una sombra llena de claridades, y unas claridades llenas de fulgores.

Dos lugares de esclavitud; pero en el primero es posible la libertad, un límite legal siempre vislumbrado, y luego la evasión. En el segundo, la perpetuidad; por toda esperanza, en el extremo lejano del porvenir, este resplandor de libertad que los hombres llaman muerte.

En el primero, el hombre está sólo encadenado por una cadena; en el segundo, por la fe.

¿Qué salía del primero? Una inmensa maldición, el rechinar de dientes, el odio, la perversidad desesperada, un grito de rabia contra la asociación humana, un sarcasmo hacia el cielo.

¿Qué salía del segundo? La bendición y el amor.

Y en estos dos lugares tan semejantes y tan distintos, estas dos especies de seres tan diferentes cumplen una misma cosa: la expiación.

Jean Valjean comprendía muy bien la expiación de los primeros; la expiación personal, la expiación por sí mismo. Pero no comprendía la de los otros, la de estas criaturas sin reproche y sin mancha, y se preguntaba con un temblor: Expiación ¿de qué? ¿Qué expiación?

Una voz respondía en su conciencia: La más divina de las generosidades humanas, la expiación por el prójimo.

Aquí nos reservamos toda teoría personal; no somos más que narradores; adoptamos el punto de vista de Jean Valjean, y traducimos sus impresiones.

Tenía ante su vista el vértice sublime de la abnegación, la cumbre más alta de la virtud; la inocencia que perdona a los hombres sus faltas y que las expía en su lugar; la servidumbre aceptada, la tortura aceptada, el suplicio reclamado por las almas que no han pecado, para librar de él a las almas que lo han cometido; el amor de la Humanidad abismándose en el amor de Dios, pero permaneciendo distinto y suplicante; débiles seres que unen la miseria de los condenados a la sonrisa de los escogidos.

¡Y entonces recordaba que se había atrevido a quejarse!

Muchas veces, en medio de la noche, se levantaba para escuchar el canto de agradecimiento de aquellas criaturas inocentes y abrumadas de rigor, y sentía frío en las venas al pensar que los que eran castigados con justicia no elevaban la voz hacia el cielo más que para blasfemar, y que él, miserable, había amenazado a Dios.

Y cosa extraña, y que le hacía meditar profundamente como una advertencia en voz baja de la Providencia misma: todos los esfuerzos que había hecho para salir del otro lugar de expiación, el escalamiento, la ruptura de la prisión, la aventura aceptada hasta la muerte, la ascensión difícil y dura, todos esos esfuerzos, había tenido que hacerlos igualmente para entrar en este segundo lugar. ¿Era acaso éste el símbolo de su destino?

Aquella casa era también una prisión, y se parecía lúgubremente a la otra casa de la que había huido; y, sin embargo, nunca se le había ocurrido esta semejanza.

Veía allí rejas, cerrojos, barras de hierro, ¿para guardar a quién? A unos ángeles.

Estos altos muros, que había visto alrededor de tigres, los volvía a ver alrededor de corderos.

Era un lugar de expiación y no de castigo; y no obstante, era más austero aún, más triste y más implacable que el otro. Estas vírgenes estaban más oprimidas que los presidiarios. Un viento frío y rudo, el viento que había helado su juventud, atravesaba la fosa enrejada y encadenada de los buitres; una brisa más áspera y más dolorosa soplaba en la jaula de las palomas.

¿Por qué?

Cuando pensaba en estas cosas, su espíritu se abismaba en el misterio de la sublimidad.

En estas meditaciones, desaparecía el orgullo. Dio toda clase de vueltas sobre sí mismo, y sintió que era malo y lloró muchas veces. Todo lo que había sentido en su alma en seis meses le llevaba de nuevo a las santas máximas del obispo. Cosette, por el amor; el convento, por la humildad.

Algunas veces, a la caída de la tarde, en el crepúsculo, en la hora en que el jardín estaba desierto, se le veía de rodillas en medio de la avenida que bordeaba la capilla, delante de la ventana por donde había mirado la primera noche de su llegada, vuelto hacia el lugar donde sabía que la hermana que hacía la reparación estaba prosternada en actitud de oración. Oraba así, arrodillado ante esa hermana.

Parecía que no se atrevía a arrodillarse directamente ante Dios.

Todo lo que le rodeaba, ese jardín apacible, las flores perfumadas, las niñas lanzando gritos de alegría, esas mujeres graves y sencillas, el claustro silencioso, le penetraban lentamente, y poco a poco su alma iba adquiriendo el silencio del claustro, el perfume de las flores, la paz de aquel jardín, la ingenuidad de las monjas y la alegría de las niñas. Y luego pensaba que eran dos casas de Dios las que le habían acogido en los momentos críticos de su vida; la primera, cuando todas las puertas se le cerraban y la sociedad volvía a perseguirle; la segunda, cuando la sociedad volvía a perseguirle y el presidio volvía a solicitarle; sin la primera, hubiera caído en el crimen; sin la segunda, en el suplicio.

Su corazón se deshacía en agradecimiento, y amaba cada día más.

Muchos años transcurrieron así; Cosette iba creciendo.

[FIN DE LA SEGUNDA PARTE]