VII
Donde se verá el origen de la frase: «No pierdas la cédula»

Veamos qué era lo que pasaba encima del ataúd en que yacía Jean Valjean.

Cuando el carro fúnebre se alejó, cuando el sacerdote y el monaguillo hubieron subido al coche y partieron, Fauchelevent, que no quitaba los ojos del enterrador, le vio inclinarse y empuñar la pala que estaba clavada verticalmente en el montón de tierra.

Entonces tomó una resolución suprema.

Se colocó entre la fosa y el enterrador, cruzó los brazos y dijo:

—¡Yo pago!

El enterrador le miró asombrado y respondió:

—¿El qué, campesino?

Fauchelevent repitió:

—¡Yo pago!

—¿El qué?

—El vino.

—¿Qué vino?

—El de Argenteuil.

—¿Dónde está ese Argenteuil?

—En el Buen Membrillo.

—¡Vete al diablo! —dijo el enterrador.

Y arrojó una paletada de tierra sobre el ataúd, que resonó con ruido sordo. Fauchelevent se sintió tambalear y a punto de caer en el hoyo, y gritó con una voz en la que empezaba a manifestarse la opresión de la agonía:

—¡Camarada, antes de que cierren el Buen Membrillo!

El enterrador cogió una nueva paletada de tierra. Fauchelevent continuó:

—¡Yo pago!

Y cogió por el brazo al enterrador.

—Escúchame, camarada. Soy el enterrador del convento. Vengo para ayudaros. Empecemos por beber un trago. La tarea podemos dejarla para más tarde.

Y mientras hablaba, y se agarraba a esta insistencia desesperada, hacía esta lúgubre reflexión: «Y cuando haya bebido, ¿se emborrachará?».

—Campesino —dijo el enterrador—, si lo queréis absolutamente, consiento en ello. Beberemos. Pero después del trabajo; antes, de ninguna manera.

Y levantó la pala. Fauchelevent le detuvo.

—¡Argenteuil de a seis!

—¡Ah! —dijo el enterrador—. Sois campanero. Din don, din don; no sabéis más que decir esto. Andad, id a tocar.

Y arrojó a la fosa la segunda paletada.

Fauchelevent llegó al extremo en que un hombre ya no sabe lo que dice.

—¡Vamos a beber! —gritó—. ¡Yo soy el que paga!

—Cuando hayamos enterrado a la joven —dijo el enterrador.

Y echó la tercera paletada.

Después clavó la pala en la tierra y añadió:

—Mirad; va a hacer frío esta noche, y la muerta nos lo recordaría si la dejáramos sin tapar.

En ese momento se encorvó para dar una palada y el bolsillo de su blusa se abrió.

La mirada extraviada de Fauchelevent cayó maquinalmente sobre ese bolsillo y se detuvo.

El sol aún no se había escondido en el horizonte; había aún la suficiente luz como para poder distinguir una cosa blanca en el fondo de aquel bolsillo abierto.

La pupila de Fauchelevent despidió todo el fuego que pueden despedir unos ojos llameantes. Acababa de ocurrírsele una idea.

Sin que el enterrador, ocupado sólo en su trabajo, lo notara, le metió la mano en el bolsillo por detrás y sacó la cosa blanca que contenía.

El enterrador arrojó a la fosa la cuarta paletada.

En el momento en que se volvía para tomar la quinta, Fauchelevent le contempló tranquilamente y dijo:

—¿A propósito, novato, tenéis vuestra cédula?

El enterrador se detuvo.

—¿Qué cédula?

—El sol se va a poner.

—¿Está bien, qué importa? Es bueno que se ponga su gorro de dormir.

—La verja del cementerio se cerrará.

—¿Y qué?

—¿Tenéis la cédula?

—¡Ah, la cédula! —dijo el enterrador.

Y buscó en su bolsillo.

Después de registrar un bolsillo, registró el otro; después pasó a los del chaleco, miró el primero y luego el segundo.

—No —dijo—, no tengo la cédula. La habré olvidado.

—Quince francos de multa —dijo Fauchelevent.

El enterrador se puso verde; el verde es la palidez de las fisonomías lívidas.

—¡Ay, Jesús Dios mío! —exclamó—. ¡Quince francos de multa!

—Tres napoleones —dijo Fauchelevent.

El enterrador dejó caer la pala.

Llegole el turno a Fauchelevent.

—¡Ah! —dijo—. No hay que desesperarse. No se trata de suicidarse, sino de cubrir esta fosa. Quince francos son quince francos, y aún podéis evitar pagarlos. Yo soy viejo en el oficio, y vos sois nuevo; conozco dónde las dan y dónde las toman. Voy a daros un consejo de amigo. Hay sobre todo una cosa evidente: el sol se pone, roza ya la cúpula, y el cementerio va a cerrarse dentro de cinco minutos.

—Es verdad —repuso el enterrador.

—En cinco minutos, no tenéis tiempo de cubrir la fosa, que es profunda como un demonio, y llegar a tiempo antes de que cierren la verja.

—Es verdad.

—En este caso, pagaréis quince francos de multa.

—¡Quince francos!

—Pero tenéis tiempo para… ¿Dónde vivís?

—A dos pasos de la barrera. A un cuarto de hora de aquí; en la calle Vaugirard, número 87.

—Pues tenéis tiempo si os dais prisa.

—Es verdad.

—Corréis a vuestra casa, cogéis la cédula y volvéis; el guarda os abrirá; y como traéis la cédula, no hay multa. Enterraréis a la muerta. Yo me quedaré guardándola para que no se escape.

—Os debo la vida, campesino.

—Hala, levantad el campo —dijo Fauchelevent.

El enterrador, lleno de agradecimiento, le estrechó la mano y salió corriendo.

Así que hubo desaparecido en la maleza, Fauchelevent escuchó hasta que los pasos se perdieron, y luego se inclinó hacia la fosa y dijo a media voz:

—¡Madeleine!

Nadie respondió.

Fauchelevent se estremeció. Saltó a la fosa y se echó sobre el ataúd, gritando:

—¿Estáis ahí?

Continuó el silencio en el ataúd.

Fauchelevent, privado casi de respiración a causa de su temblor, sacó el escoplo y el martillo, e hizo saltar la tapa de la caja. Jean Valjean apareció en el crepúsculo, pálido y con los ojos cerrados.

Los cabellos de Fauchelevent se erizaron, se puso en pie, y se apoyó de espaldas en la pared de la fosa, tembloroso. Miró a Jean Valjean.

Jean Valjean yacía pálido e inmóvil.

Fauchelevent murmuró en voz tan baja que parecía un soplo:

—¡Está muerto!

Y cruzó los brazos tan violentamente que se golpeó los hombros con ambos puños.

—¡Buen modo he tenido de salvarle! —dijo.

Entonces, el pobre hombre se puso a sollozar y a hablar. El monólogo existe en la naturaleza, y es un error creer lo contrario. Las grandes emociones nos hacen a menudo hablar en voz alta.

—Mestienne tiene la culpa. ¿Por qué se habrá muerto el imbécil? ¿Qué necesidad tenía de reventar cuando tanta falta hacía? Es él quien ha hecho que el tío Madeleine muera. ¡Señor Madeleine! Está en el ataúd; todo ha concluido. ¡Ah! ¿Es esto tener sentido común? ¡Ay, Dios mío! ¡Está muerto! ¿Y qué voy a hacer yo ahora de su niña? ¿Qué va a decir la frutera? Pero ¿es posible, Dios mío, que un hombre como éste muera así? ¡Cuando pienso que se puso debajo de mi carreta! ¡Tío Madeleine! ¡Tío Madeleine! Se ha asfixiado, bien decía yo, pero no quiso creerme. ¡Vaya una picardía que he hecho! ¡Ha muerto este buen hombre, el mejor hombre que había entre los buenos de Dios! ¡Y su niña! ¡Yo no vuelvo allá! Me quedo aquí. ¡Haber hecho una cosa como ésta! ¡Haber llegado a esta edad para ser dos viejos locos! Pero ¿cómo entró en el convento? Por ahí empezó. No se deben hacer estas cosas. ¡Tío Madeleine! ¡Tío Madeleine! ¡Señor Madeleine! ¡Señor alcalde! No me oye. ¡Cómo saldremos ahora de ésta!

Y se mesaba los cabellos.

Oyose entonces a lo lejos, entre los árboles, un rechinar agudo. Era la verja del cementerio que se cerraba.

Fauchelevent se inclinó sobre Jean Valjean, y de repente retrocedió con brusquedad, todo lo que era posible en una sepultura. Jean Valjean tenía los ojos abiertos, y le miraba.

Ver una muerte es horrible, ver una resurrección no lo es menos. Fauchelevent se quedó petrificado, pálido, confuso, rendido por el exceso de emociones, no sabiendo si tenía que habérselas con un vivo o con un muerto, y mirando a Jean Valjean, que a su vez le miraba.

—Me he dormido —dijo Jean Valjean.

Y se sentó.

Fauchelevent cayó de rodillas.

—¡Santa Virgen! —exclamó—. ¡Me habíais asustado!

Luego se incorporó y gritó:

—¡Gracias, señor Madeleine!

Jean Valjean estaba sólo desvanecido. El aire le había despertado.

La alegría es el reflujo del terror. Fauchelevent tuvo que hacer casi tanto como Jean Valjean para recobrarse.

—¡No habéis muerto! ¡Oh, cuánto ánimo tenéis! Os he llamado tanto que habéis despertado. Cuando os vi con los ojos cerrados, me dije: bien, se ha asfixiado. Me hubiera vuelto loco furioso, loco de atar; me hubieran llevado a Bicêtre. ¿Qué queríais que hiciera si hubierais estado muerto? ¡Y vuestra niña! ¡La frutera no hubiera comprendido nada! ¡Se le deja a la niña en los brazos y el abuelo muere! ¡Qué historia! ¡Santos del paraíso, qué historia! Ah, pero vivís. Todo se acabó.

—Tengo frío —dijo Jean Valjean.

Esta palabra recordó a Fauchelevent la realidad, que era urgente. Aquellos dos hombres, aun vueltos en sí, tenían, sin saber por qué, turbado el espíritu; sentían una cosa extraña, que era el reflejo del siniestro lugar en el que se hallaban.

—¡Salgamos pronto de aquí! —exclamó Fauchelevent.

Buscó en su bolsillo, y sacó una calabacita de la que se había provisto.

—Primero un trago —dijo.

El trago acabó lo que la brisa había empezado. Jean Valjean bebió un sorbo de aguardiente y entró en plena posesión de sí mismo.

Salió del ataúd y ayudó a Fauchelevent a clavar la tapa.

Tres minutos después estaban fuera del hoyo.

Fauchelevent, por lo demás, estaba tranquilo. Había calculado bien el tiempo. El cementerio estaba cerrado, y no había que temer la llegada del enterrador Gribier. Estaría en su casa buscando la cédula sin encontrarla, porque la tenía Fauchelevent en el bolsillo. Y sin cédula no podía entrar en el cementerio.

Fauchelevent cogió la pala y Jean Valjean el azadón, y enterraron el ataúd vacío.

Cuando la fosa estuvo llena, dijo Fauchelevent a Jean Valjean:

—Vámonos. Yo llevo la pala, llevad el azadón.

Cerraba ya la noche.

Jean Valjean encontró alguna dificultad en moverse y andar; en el ataúd se había enfriado y se había convertido un poco en cadáver. La anquilosis de la muerte había hecho presa en él entre sus cuatro tablas. Le fue necesario, por decirlo así, deshelarse del sepulcro.

—Estáis yerto —dijo Fauchelevent—. Es una lástima que yo sea cojo; podríamos correr un poco.

—¡Bah! —respondió Jean Valjean—. Cuatro pasos me bastan para dar fuerza a las piernas.

Se fueron por las mismas avenidas que antes había recorrido el carro fúnebre. Al llegar ante la verja cerrada y el pabellón del portero, Fauchelevent, que tenía en la mano la cédula del enterrador, la arrojó a la caja, el portero tiró del cordón, la puerta se abrió y salieron.

—¡Qué bien va todo! ¡Habéis tenido una idea magnífica, tío Madeleine! —exclamó Fauchelevent.

Franquearon la barrera de Vaugirard del modo más sencillo del mundo. En los alrededores de un cementerio, una pala y un azadón son un pasaporte.

La calle Vaugirard estaba desierta.

—Tío Madeleine —dijo Fauchelevent—, tenéis mejor vista que yo. Enseñadme el número 87.

—Aquí está, precisamente.

—No hay nadie en la calle —respondió Fauchelevent—. Dadme el azadón y esperadme dos minutos.

Fauchelevent entró en el número 87, subió guiado por el instinto que siempre conduce al pobre al granero, y llamó en la sombra a la puerta de una buhardilla.

Una voz respondió:

—Entrad.

Era la voz de Gribier.

Fauchelevent empujó la puerta. El cuarto del enterrador era, como todas esas desdichadas moradas, un desván sin amueblar, y lleno de trastos. Una caja de embalaje —quizás un ataúd— servía de cómoda; una orza de manteca hacía de fuente; una estera, de cama; el suelo hacía las veces de silla y de mesa. En un rincón, sobre un harapo que era un retazo viejo de alfombra, estaba una mujer delgada, rodeada de niños que formaban un grupo confuso. Toda la habitación indicaba un gran desorden. Parecía que había habido un temblor de tierra. Las tapas estaban abiertas, los harapos esparcidos, el cántaro roto, la madre había llorado, los hijos habían recibido probablemente algún golpe; huellas todas de un registro riguroso y extraordinario. Conocíase que el enterrador había buscado en vano su cédula, y hecho responsable de esta pérdida a todo el mundo en la casa, desde el cántaro hasta su mujer. Gribier parecía desesperado.

Pero Fauchelevent estaba demasiado cerca del final de la aventura para notar el lado triste de su triunfo.

Entró pues, y dijo:

—Os traigo la pala y el azadón.

Gribier le miró estupefacto.

—¡Campesino!

—Y mañana, en casa del guarda del cementerio, encontraréis la cédula.

Y dejó la pala y el azadón en el suelo.

—¿Qué significa esto? —preguntó Gribier.

—Significa que habéis dejado caer la cédula del bolsillo, que yo la he encontrado en el suelo después de que os marcharais, que he enterrado a la muerta y cubierto la fosa; que he hecho vuestro trabajo, que el guarda os dará la cédula y no pagaréis quince francos. Esto es todo, recluta.

—¡Gracias, campesino! —exclamó Gribier, deslumbrado—. La próxima vez, seré yo quien invite a beber.