VIII
Inconvenientes de recibir en casa a un pobre que tal vez es un rico

Cosette no pudo menos que echar una mirada hacia la muñeca grande que seguía expuesta en la tienda de juguetes. Luego llamó. La puerta se abrió. La Thénardier apareció con una vela en la mano.

—¡Ah! ¿Eres tú, bribonzuela? ¡Gracias a Dios! ¡No has estado poco tiempo! ¡Se habrá estado divirtiendo, la holgazana!

—Señora —dijo Cosette temblorosa—, aquí hay un señor que busca habitación.

La Thénardier reemplazó al momento su aire gruñón con un gesto amable, cambio muy propio de los posaderos, y buscó con la vista al recién llegado.

—¿Es el señor? —preguntó.

—Sí, señora —respondió el hombre, llevándose una mano al sombrero.

Los viajeros ricos no son tan atentos. Este ademán y la inspección del traje y equipaje del extranjero, a quien la Thénardier pasó revista de una ojeada, desvanecieron la amable mueca, y reapareció el gesto avinagrado. Replicó secamente:

—Entrad, buen hombre.

El «buen hombre» entró. La Thénardier le lanzó una segunda ojeada, examinó detenidamente su levita, que no podía estar más raída, y su sombrero algo abollado, y consultó con un movimiento de cabeza, un fruncimiento de nariz y un guiño de ojos a su marido, el cual seguía bebiendo con los trajineros. El marido respondió con esa imperceptible agitación del índice que, acompañada de la dilatación de los labios, significa en semejante caso: «No tiene un ochavo». Recibida esta contestación, la Thénardier exclamó:

—¡Ah, lo siento, buen hombre, pero no hay habitación!

—Ponedme donde queráis —dijo el hombre—, en el granero, en el establo. Pagaré como si tuviera una habitación.

—Cuarenta sueldos.

—Cuarenta sueldos, sea.

—Bien.

—¡Cuarenta sueldos! —dijo un trajinero por lo bajo a la Thénardier—. Si no son más que veinte.

—Son cuarenta sueldos —replicó la Thénardier con el mismo tono—. No alojo a los pobres por menos.

—Es verdad —dijo el marido suavemente—. Siempre es un perjuicio para una casa tener gente de esa clase.

Sin embargo, el hombre, después de haber dejado sobre un banco su paquete y su bastón, se había sentado a una mesa, en la que Cosette se había apresurado a colocar una botella de vino y un vaso. El mercader que había pedido el cubo de agua había ido él mismo a llevárselo a su caballo. Cosette había vuelto a ocupar su sitio debajo de la mesa de la cocina, y se puso a hacer media.

El hombre, que apenas había mojado sus labios en el vaso de vino, contemplaba a la niña con extraña atención.

Cosette era fea, aunque si hubiese sido feliz habría podido ser linda. Ya hemos esbozado esta sombría figurita. Cosette era delgada y pálida. Tenía cerca de ocho años y apenas representaba seis. Sus grandes ojos hundidos en una especie de oscuridad estaban casi apagados a fuerza de llorar. Las comisuras de sus labios tenían el pliegue de la angustia habitual que se observa en los condenados y en los enfermos desesperados. Sus manos estaban como había adivinado su madre, «perdidas de sabañones». El fuego que la iluminaba en aquel momento mostraba los ángulos de sus huesos, y hacía su delgadez horriblemente visible. Como siempre estaba tiritando, había cogido la costumbre de apretar las dos rodillas una contra otra. Todo su vestido consistía en un harapo que hubiera inspirado piedad en verano y horror en invierno. La tela que vestía estaba llena de agujeros; no tenía ni un mal pañuelo de lana. Se le veía la piel por varias partes, y por doquier se distinguían manchas azules o negras, que indicaban el sitio donde la Thénardier la había golpeado. Sus piernas desnudas estaban rojas y descarnadas; el hundimiento de sus clavículas hacía saltar las lágrimas. Toda la persona de aquella niña, su aire, su actitud, el sonido de su voz, sus intervalos entre una y otra frase, su mirada, su silencio, el menor gesto suyo, expresaban y traducían una sola idea: el temor.

El temor se había apoderado de ella; estaba cubierta de él, por así decirlo; el temor le hacía recoger los codos hacia las caderas, esconder los pies bajo los vestidos y ocupar el menor sitio posible; el temor no le dejaba respirar más que lo preciso, y había llegado a constituir lo que podría llamarse su hábito exterior, sin variación posible más que para aumentar. En el fondo de sus pupilas, había un lugar asombrado, donde reinaba el terror.

Este temor era tal que al llegar, mojada y todo como estaba, no se había atrevido a ir a secarse al fuego, y se había puesto otra vez a trabajar silenciosamente.

La expresión de la mirada de aquella niña de ocho años era habitualmente tan triste, y a veces tan trágica, que en ciertos momentos parecía que iba a convertirse en una idiota o en un demonio.

Ya hemos dicho que jamás había sabido lo que era rezar, y jamás había puesto los pies en una iglesia. «¿Acaso tengo tiempo?», decía la Thénardier.

El hombre de la levita amarilla no apartaba la vista de Cosette.

De repente la Thénardier exclamó:

—¡A propósito! ¿Y el pan?

Cosette, según su costumbre, cada vez que la Thénardier levantaba la voz, salió rápidamente de debajo de la mesa.

Había olvidado completamente el pan. Recurrió pues al expediente de los niños siempre asustados. Mintió.

—Señora, la panadería estaba cerrada.

—¿Por qué no llamaste?

—Llamé, señora.

—¿Y qué?

—No abrió.

—Mañana sabré si es verdad —dijo la Thénardier—, y si mientes, verás la que te espera. Entretanto, devuélveme la moneda de quince sueldos.

Cosette metió la mano en el bolsillo de su delantal, y se puso lívida. La moneda de quince sueldos no estaba allí.

—Vamos —dijo la Thénardier—, ¿no me has oído?

Cosette volvió el bolsillo del revés, no había nada. ¿Qué había sido del dinero? La desgraciada niña no halló una palabra para explicarlo. Estaba petrificada.

—¿Has perdido acaso los quince sueldos? —aulló la Thénardier—. ¿O es que quieres robarme?

Al mismo tiempo alargó el brazo hacia el látigo colgado en el rincón de la chimenea.

Aquel ademán temible dio a Cosette fuerzas para gritar:

—¡Perdón, señora! ¡Señora, no volveré a hacerlo!

La Thénardier descolgó el látigo.

Entretanto el hombre de la levita amarilla había introducido la mano en el bolsillo de su chaleco, sin que este movimiento hubiese sido observado. Por lo demás, los otros viajeros bebían o jugaban a las cartas sin prestar atención a nada.

Cosette se revolvía con angustia en el ángulo de la chimenea, procurando recoger sus harapos y tapar sus miembros semidesnudos. La Thénardier levantó el brazo.

—Perdonad, señora —dijo el hombre—; pero hace poco he visto caer alguna cosa del bolsillo del delantal de esta pequeña, y ha venido rodando hasta aquí. Quizá será la moneda.

Al mismo tiempo se inclinó y pareció buscar en el suelo un instante.

—Precisamente. Aquí está —dijo mientras se levantaba.

Y tendió una moneda de plata a la Thénardier.

—Sí, ésta es —dijo ella.

No era aquélla sino una moneda de veinte sueldos; pero la Thénardier salía ganando. Guardola en el bolsillo y se limitó a echar una mirada feroz a la niña, diciendo:

—¡Que no vuelva a sucederte otra vez!

Cosette volvió a meterse en lo que la Thénardier llamaba su «nicho», y su mirada, fija en el viajero desconocido, empezó a tomar una expresión que jamás había tenido. No era aún sino una ingenua sorpresa, pero mezclada con una especie de asombrada confianza.

—A propósito, ¿queréis cenar? —preguntó la Thénardier al viajero.

Éste no respondió. Parecía que meditaba profundamente.

«¿Quién será este hombre? —dijo para sí la Thénardier—. Algún asqueroso pobre. No tiene un sueldo para cenar. ¿Me pagará siquiera el alojamiento? Con todo, suerte ha sido que no se le haya ocurrido robar el dinero que estaba en el suelo».

Entretanto, habíase abierto una puerta, y entraron Éponine y Azelma.

Realmente eran dos niñas muy bonitas, vestidas como si pertenecieran a la clase media, y no como aldeanas, muy encantadoras, una con sus trenzas color castaño muy brillantes, y otra con sus largos cabellos negros cayéndole por la espalda, ambas vivaces, limpias, gruesas, frescas y sanas que daba gusto verlas. Iban bien vestidas, pero con tal arte maternal que lo grueso de las telas no disminuía en nada la coquetería con que habían sido hechos los trajes. El invierno estaba previsto, sin que desapareciese la primavera. Aquellas dos pequeñas desprendían luz. Además, eran reinas. En su traje, en su alegría, en el ruido que hacían, había cierta soberanía. Cuando entraron, la Thénardier les dijo con un tono de mal humor lleno de adoración:

—¡Ah! ¡Sois vosotras!

Luego, sentando a ambas sobre sus rodillas, alisándoles sus cabellos, atando sus lazos y soltándolas enseguida con ese modo tan propio de las madres, exclamó:

—¡Qué mal vestidas están!

Fuéronse a sentar al lado del fuego. Tenían una muñeca, a la que daban vueltas sobre sus rodillas, acariciándola y jugando. De vez en cuando, Cosette levantaba la mirada de su labor y las miraba jugar con aire lúgubre.

Éponine y Azelma no miraban a Cosette. Para ellas era como un perro. Aquellas niñas no tenían aún veinticuatro años entre las tres, y representaban ya toda la sociedad de los hombres; por un lado la envidia, por el otro el desdén.

La muñeca de las hermanas Thénardier estaba ya muy estropeada, muy sucia y toda rota, pero no por ello le parecía menos admirable a Cosette, que en su vida había tenido una muñeca, una verdadera muñeca, para emplear una expresión que todos los niños comprenderán.

De pronto, la Thénardier, que continuaba yendo y viniendo por la habitación, advirtió que Cosette se distraía, y que en vez de trabajar miraba a las niñas que estaban jugando.

—¡Ah, ya te he cogido! —gritó—. ¡Así es cómo trabajas! Voy a hacerte trabajar con unos azotes.

El desconocido, sin dejar su silla, se volvió hacia la Thénardier.

—Señora —dijo sonriendo con aire humilde—. ¡Dejadla jugar!

En boca de cualquier otro viajero, que hubiera comido un buen pedazo de carne y tomado dos botellas de vino en su cena, y no hubiese parecido un asqueroso pobre, tal deseo hubiera sido una orden. Pero que un hombre que llevaba aquel sombrero se atreviese a tener un deseo, y que un hombre que llevaba aquella levita se permitiese expresar su voluntad era algo que la Thénardier creyó que no debía tolerar.

—Es preciso que trabaje, puesto que come. Yo no la alimento por nada.

—Pero ¿qué hace? —continuó el desconocido, con una dulce voz que contrastaba extrañamente con su traje de mendigo y sus hombros de ganapán.

La Thénardier se dignó responder:

—Está haciendo media. Medias para mis niñas que no las tienen, y que ahora mismo van con las piernas desnudas.

El hombre miró los pobres pies enrojecidos de Cosette.

—¿Y cuándo habrá terminado ese par de medias?

—La perezosa tiene al menos para tres o cuatro días.

—¿Y cuánto puede valer ese par de medias después de hecho?

La Thénardier le lanzó una mirada despreciativa.

—Al menos treinta sueldos.

—¿Lo daríais por cinco francos? —continuó el hombre.

—¡Cáspita! —exclamó soltando una risotada uno de los trajineros que escuchaban—. ¡Cinco francos…!

Thénardier se creyó obligado a tomar la palabra.

—Sí, señor; si es un capricho, se os dará ese par de medias por cinco francos. No sabemos negar nada a los viajeros.

—Será preciso que paguéis ahora mismo —añadió la Thénardier con voz breve y perentoria.

—Compro ese par de medias —respondió el hombre, y añadió, sacando de su bolsillo una moneda de cinco francos—: lo pago.

Luego se volvió hacia Cosette:

—Ahora tu trabajo me pertenece. Juega, hija mía.

El trajinero se conmovió tanto al ver la moneda de cinco francos que dejó su vaso y se acercó.

—¡Conque es verdad! —exclamó examinándola—. ¡Una verdadera rueda trasera! ¡Y no es falsa!

Thénardier se acercó y guardó silenciosamente la moneda en su bolsillo.

La Thénardier no tenía nada que objetar. Se mordió los labios y su rostro tomó una expresión de odio.

Entretanto Cosette temblaba. Arriesgose a preguntar:

—¿Es verdad, señora? ¿Puedo jugar?

—¡Juega! —dijo la Thénardier con terrible voz.

—Gracias, señora —dijo Cosette.

Y mientras sus labios daban gracias a la Thénardier, toda su alma las daba al viajero.

Thénardier había vuelto a su mesa. Su mujer le dijo al oído:

—¿Quién podrá ser este hombre vestido de amarillo?

—He visto —respondió en tono soberano Thénardier— millonarios que llevan levitas como ésa.

Cosette había dejado su media, pero no había salido de su sitio. La pobre niña se movía siempre lo menos posible. Había tomado de una caja que tenía detrás algunos trapos viejos y su pequeño sable de plomo.

Éponine y Azelma no prestaban atención alguna a lo que sucedía. Acababan de ejecutar una operación muy importante; se habían apoderado del gato. Habían arrojado al suelo la muñeca, y Éponine, que era la mayor, ataba al gato, a pesar de sus aullidos y sus contorsiones, con trapos y unas cintas encarnadas y azules. Mientras hacía este trabajo difícil y grave, decía a su hermana con el dulce y adorable lenguaje de los niños, cuya gracia, parecida al esplendor del ala de las mariposas, desaparece cuando se quiere fijar:

—Ves, hermana mía, esta muñeca es más divertida que la otra. Se mueve, grita y está caliente. Ven, hermana, juguemos. Será mi hija. Yo seré una dama. Vendré a visitarte y tú la mirarás. Poco a poco verás sus bigotes y eso te sorprenderá. Y luego verás sus orejas, y su cola, y eso te sorprenderá. Y me dirás: «¡Ah, Dios mío!», y yo te diré: «Sí, señora, es una niña que tengo así. Las niñas son así ahora».

Azelma escuchaba a Éponine con admiración.

Entretanto los bebedores se habían puesto a entonar una canción obscena, de la que se reían hasta hacer temblar el techo. Thénardier los animaba y los acompañaba.

Mientras Éponine y Azelma envolvían el gato, Cosette envolvía el sable. Así como los pájaros hacen un nido con todo, las niñas hacen una muñeca con cualquier cosa. Una vez envuelto lo había acunado en sus brazos, y cantaba dulcemente para dormirlo.

La muñeca es una de las más imperiosas necesidades y al mismo tiempo uno de los más encantadores instintos de la infancia femenina. Cuidar, vestir, adornar, volver a desnudar, volver a vestir, enseñar, gruñir un poco, acunar, mirar, adormecer, imaginar que cualquier cosa es alguien; todo el porvenir de la mujer está ahí. Al mismo tiempo que piensa, charla, al mismo tiempo que hace envoltorios pequeños y pequeñas mantillas, camisitas y pañales, la niña se convierte en joven, y la joven en adulta, entonces se hace mujer. El primer niño es la continuación de la última muñeca.

Una niña sin muñeca es casi tan desgraciada y enteramente tan imposible como una mujer sin hijos.

Cosette se había hecho, pues, una muñeca con el sable.

La Thénardier se había acercado al hombre de amarillo.

«Mi marido tiene razón —pensaba—. ¡Tal vez es el señor Laffitte! ¡Hay ricos tan caprichosos!».

Se acercó y acodose en su mesa.

—Señor… —dijo.

Al oír esta palabra, el hombre se volvió. La Thénardier no lo había llamado hasta entonces sino «buen hombre».

—Ya veis, señor —prosiguió tomando su aire agridulce, que resultaba aún más repugnante que su aire feroz—; yo bien quiero que la niña juegue, no me opongo a ello; pero esto es bueno para una vez, porque sois generoso. Ella no tiene nada y es preciso que trabaje.

—¿No es vuestra esta niña?

—¡Oh, Dios mío!, no, señor; es una pobrecita que hemos recogido por caridad. Una especie de imbécil. Debe tener agua en la cabeza. La tiene muy abultada, como veis. Nosotros hacemos por ella lo que podemos, pues no somos ricos. Por más que hemos escrito a su madre, hace seis meses que no nos responden. Será preciso creer que su madre ha muerto.

—¡Ah! —dijo el hombre, y volvió a quedarse pensativo.

—¡Buena pieza! —dijo la Thénardier—. Abandonó a su hija.

Durante toda esta conversación, Cosette, como si un instinto le hubiera advertido que hablaban de ella, no había apartado los ojos de la Thénardier. Escuchaba vagamente. Oía de cuando en cuando algunas palabras.

Entretanto, los bebedores, borrachos en su mayor parte, repetían su inmundo estribillo con redoblada alegría. Era un estribillo licencioso en el que se mezclaba la Virgen y el niño Jesús. La Thénardier había ido a sumarse a las risotadas. Cosette, debajo de la mesa, miraba el fuego, que reverberaba en su mirada fija; se había puesto de nuevo a mecer la especie de muñeco que había hecho, y cantaba en voz baja: «¡Mi madre ha muerto! ¡Mi madre ha muerto! ¡Mi madre ha muerto!».

A fuerza de nuevas insistencias de la patrona, el hombre de amarillo consintió al fin en cenar.

—¿Qué quiere el señor?

—Pan y queso —dijo el hombre.

«Decididamente es un mendigo», pensó la Thénardier.

Los borrachos seguían cantando su canción, y la niña, bajo la mesa, cantaba la suya.

De repente, Cosette se interrumpió. Acababa de volverse y descubrir a la muñeca de las niñas abandonada a causa del gato, a algunos pasos de la mesa de la cocina.

Entonces dejó caer su sable que sólo le satisfacía a medias, y luego paseó lentamente su mirada alrededor de la sala. La Thénardier hablaba a su marido en voz baja, y contaba dinero. Éponine y Azelma jugaban con el gato, los viajeros comían, bebían o cantaban, ninguna mirada estaba fija en ella. No tenía un momento que perder. Salió de debajo de la mesa, arrastrándose sobre las rodillas y las manos, se aseguró una vez más de que no la vigilaban, luego se deslizó vivamente hacia la muñeca y la cogió. Un instante más tarde estaba en su sitio, sentada, inmóvil, vuelta para dar sombra a la muñeca que tenía en los brazos. La dicha de jugar con una muñeca era tan rara para ella que tenía toda la violencia de un deleite.

Nadie la había visto, a excepción del viajero, que comía lentamente su frugal cena.

Esta alegría duró cerca de un cuarto de hora.

Pero por muchas precauciones que tomó Cosette, no se dio cuenta de que uno de los pies sobresalía, y que el fuego de la chimenea lo iluminaba vivamente. Aquel pie rosado y luminoso que salía de la sombra llamó súbitamente la atención de Azelma, que dijo a Éponine:

—¡Mira, hermana!

Las dos niñas estaban estupefactas. ¡Cosette se había atrevido a coger la muñeca!

Éponine se levantó, y sin soltar el gato, se acercó a su madre y se puso a tirarle de la falda.

—¡Déjame! —dijo la madre—. ¿Qué me quieres?

—Madre —dijo la niña—, ¡mira!

Y con el dedo señalaba a Cosette.

Cosette, entregada al éxtasis de la posesión, no veía ni oía nada.

El rostro de la Thénardier era el de una fiera. Esta vez, el orgullo herido exasperaba más su cólera. Cosette había traspasado todos los límites, Cosette había atentado contra la muñeca de «aquellas señoritas».

Una zarina que viera a un mujik probarse el gran cordón azul de su imperial hijo no hubiera tenido otra expresión.

Gritó con una voz enronquecida por la indignación:

—¡Cosette!

Cosette se estremeció como si la tierra hubiera temblado bajo sus pies. Se volvió.

—¡Cosette! —repitió la Thénardier.

Cosette cogió la muñeca y la dejó dulcemente en el suelo con una especie de veneración mezclada con desesperación. Entonces, sin dejar de mirarla, juntó las manos, y lo que es horrible de decir tratándose de una niña de su edad, se las retorció; luego, las lágrimas que no habían podido arrancarle ninguna de las emociones del día, ni la carrera en los bosques, ni la pesadez del cubo de agua, ni la pérdida del dinero, ni la vista del látigo, ni incluso las sombrías palabras que había oído decir a la Thénardier, acudieron a sus ojos; lloró. Estalló en sollozos.

Entretanto, el viajero se había levantado.

—¿Qué es esto? —dijo a la Thénardier.

—¿No lo veis? —dijo la Thénardier, señalando con el dedo el cuerpo del delito que yacía a los pies de Cosette.

—Bien, ¿y qué? —repuso el hombre.

—¡Esta miserable se ha atrevido a tocar la muñeca de las niñas!

—¡Todo este ruido para tan poco! —dijo el hombre—. ¿Y qué importaba que jugase con la muñeca?

—¡La ha tocado con sus sucias manos! —prosiguió la Thénardier—. ¡Con sus horribles manos!

Aquí, Cosette redobló sus sollozos.

—¡Vas a callarte! —gritó la Thénardier.

El hombre se dirigió a la puerta de la calle, la abrió y salió.

Cuando hubo salido, la Thénardier aprovechose de su ausencia para dar a Cosette un puntapié por debajo de la mesa, que hizo que la niña lanzara grandes gritos.

La puerta volvió a abrirse y el hombre reapareció; en sus manos llevaba la muñeca fabulosa de la que hemos hablado, y que todos los chiquillos de la aldea habían contemplado desde la mañana, y la dejó de pie delante de Cosette, diciendo:

—Toma, es para ti.

Será preciso creer que en la hora y media que hacía que estaba allí, en medio de su meditación, había observado confusamente esa tienda de juguetes alumbrada tan espléndidamente con lamparillas y velas de sebo, que se veía a través de los cristales de la taberna como una iluminación.

Cosette levantó los ojos; vio venir al hombre hacia ella con la muñeca como si hubiera sido el sol y le oyó decir esas palabras inauditas: «Es para ti». Le miró, miró a la muñeca, y luego retrocedió lentamente y fue a esconderse debajo de la mesa, junto al rincón de la pared.

Ya no lloraba, ya no gritaba, parecía que no se atrevía a respirar.

La Thénardier, Éponine y Azelma eran otras tantas estatuas. Los mismos bebedores se habían callado. Se había hecho un silencio solemne en toda la taberna.

La Thénardier, petrificada y muda, volvía a empezar sus conjeturas.

«¿Quién es este viejo? ¿Es un pobre? ¿Es un millonario? Tal vez sea las dos cosas, es decir, un ladrón».

Sobre el rostro de Thénardier se dibujó la arruga expresiva que acentúa la frente humana cada vez que el instinto de dominio aparece en ella con toda su potencia bestial. El tabernero consideraba alternativamente a la muñeca y al viajero; parecía olfatear a aquel hombre, como hubiese olfateado un saco de plata. Aquello no duró más que el tiempo de un relámpago. Se acercó a su mujer y le dijo en voz baja:

—Esta muñeca cuesta al menos treinta francos. No hagas estupideces: de rodillas delante de este hombre.

Las naturalezas groseras tienen esto en común con las naturalezas ingenuas: para ellas no hay transiciones.

—Bien, Cosette —dijo la Thénardier con una voz que quería ser dulce y que estaba compuesta de la miel agria de las malas mujeres—, ¿es que no vas a coger tu muñeca?

Cosette se aventuró a salir de su agujero.

—Mi pequeña Cosette —continuó la Thénardier con voz acariciadora—, el señor te regala una muñeca. Tómala. Es tuya.

Cosette miraba aquella maravillosa muñeca con una especie de terror. Su rostro estaba aún inundado de lágrimas, pero sus ojos empezaban a llenarse, como el cielo en el crepúsculo matutino, con las extrañas iluminaciones de la alegría. Lo que experimentaba en aquel momento era semejante a lo que hubiera sentido si le hubieran dicho: «Pequeña, eres la reina de Francia».

Le parecía que si tocaba aquella muñeca, saldría de ella un trueno.

Lo cual era hasta cierto punto verdad, porque creía que la Thénardier la reñiría y le pegaría.

Sin embargo, triunfó la atracción. Terminó por acercarse, y murmuró tímidamente volviéndose hacia la Thénardier:

—¿Puedo, señora?

Ninguna expresión podría explicar esta voz, a la vez desesperada, alegre y llena de espanto.

—¡Pardiez! —dijo la Thénardier—. Es tuya, puesto que el señor te la regala.

—¿De verdad, señor? —continuó Cosette—. ¿Es verdad? ¿Es mía «la dama»?

El desconocido parecía tener los ojos llenos de lágrimas. Parecía haber llegado al extremo de emoción en que no se habla para no llorar. Hizo una señal con la cabeza a Cosette, y puso la mano de «la dama» en su pequeña mano.

Cosette retiró vivamente su mano, como si la de «la dama» quemara, y se puso a mirar al cielo. Fuerza es añadir que en aquel instante sacaba la lengua de un modo desmesurado. De repente se volvió y cogió la muñeca con violencia.

—La llamaré Catherine —dijo.

Fue un momento extraño aquel en que los harapos de Cosette encontraron y estrecharon los lazos y las frescas muselinas rosas de la muñeca.

—Señora —dijo—, ¿puedo ponerla sobre una silla?

—Sí, mi pequeña —respondió la Thénardier.

Ahora eran Éponine y Azelma las que miraban a Cosette con envidia.

Cosette dejó a Catherine en una silla, luego se sentó en el suelo delante de ella y permaneció inmóvil sin decir una palabra, en actitud de contemplación.

—Juega, pues, Cosette —dijo el desconocido.

—¡Oh, ya juego! —respondió la niña.

Este extraño, este desconocido que parecía una visita que la Providencia hacía a Cosette, era en aquel instante lo que la Thénardier más odiaba en el mundo. No obstante era preciso contenerse. Las emociones que sentía eran más de las que podía soportar, por acostumbrada que estuviera al disimulo por el modo en que trataba de imitar a su marido en todas sus acciones; sin embargo, era necesario contenerse. Apresurose pues a enviar a sus hijas a acostarse, y luego pidió permiso al hombre de amarillo para enviar también a Cosette, «que hoy se ha cansado mucho», añadió con aire maternal. Cosette fue a acostarse, llevándose a Catherine en brazos.

La Thénardier iba de vez en cuando al otro extremo de la sala donde estaba su hombre, para ensanchar un poco el corazón, según decía. Cambiaba con su marido algunas palabras, tanto más furiosas cuanto que no se atrevía a decirlas en voz alta:

—¡Vieja bestia! ¿Qué capricho le habrá picado? ¡Venir aquí a incomodarnos! ¡Querer que este pequeño monstruo juegue! ¡Regalarle muñecas! ¡Regalar muñecas de cuarenta francos a una perra que yo daría por cuarenta sueldos! ¡Y si le apurasen, puede que la llame Vuestra Majestad, como a la duquesa de Berry! ¿Tiene esto sentido común? ¿Está loco o rabioso este misterioso viejo?

—¿Por qué? Es muy sencillo —replicaba el marido—. ¡Si esto le divierte! A ti te divierte que la pequeña trabaje, a él le divierte que juegue. Está en su derecho. Un viajero hace lo que quiere cuando paga. Si este viejo es un filántropo, ¿qué te importa? Si es un imbécil, no te concierne. ¿Por qué te mezclas en esto, puesto que tiene dinero?

Lenguaje de dueño, y razonamiento de posadero, que no admitían réplica.

El hombre se había acodado sobre la mesa y había recobrado su actitud de meditación. Los demás viajeros, mercaderes, trajineros, se habían alejado un poco, y ya no cantaban. Le miraban con una especie de temor respetuoso. Aquel hombre tan pobremente vestido, que sacaba de su bolsillo «ruedas traseras» con tanta facilidad, y que prodigaba muñecas gigantescas a muchachas harapientas, era ciertamente un «buen hombre» magnífico y temible.

Transcurrieron varias horas. La misa de medianoche había terminado, la Nochebuena había pasado, los bebedores se habían ido, la taberna estaba cerrada, la sala baja estaba desierta, el fuego se había apagado y el desconocido permanecía en el mismo lugar y en la misma postura. De tanto en tanto cambiaba el codo sobre el cual se apoyaba. Esto era todo. Pero no había pronunciado una palabra más desde que Cosette ya no estaba allí.

Sólo los Thénardier permanecían en la sala, por conveniencia y por curiosidad. «¿Es que piensa pasarse así la noche?», gruñía la Thénardier. Cuando sonaban las dos de la mañana, se declaró vencida y dijo a su marido:

—Voy a acostarme. Haz lo que quieras.

El marido se sentó en una mesa del rincón, encendió una vela y se dispuso a leer el Courrier français[43].

Transcurrió así otra hora. El digno posadero había leído al menos tres veces el periódico, desde la fecha hasta el nombre del impresor. El extranjero no se movía.

Thénardier se movió, tosió, escupió, se sonó, hizo ruido con su silla; el forastero continuó inmóvil. «¿Estará dormido?», pensó Thénardier. El hombre no dormía, pero nada podía despertarle.

Por fin Thénardier sacose su gorro y se acercó suavemente, aventurándose a decir:

—¿El señor no va a descansar?

No va a acostarse, le hubiera parecido excesivo y familiar. Descansar olía a lujo y era más respetuoso. Estas palabras tienen la propiedad misteriosa y admirable de aumentar al día siguiente por la mañana el total de la cuenta. Un cuarto para acostarse cuesta veinte sueldos; un cuarto para descansar cuesta veinte francos.

—¡Vaya! —dijo el desconocido—, tenéis razón. ¿Dónde está vuestra cuadra?

—Señor —dijo Thénardier con una sonrisa—, voy a conduciros.

Tomó la luz, el hombre tomó su paquete y su bastón, y Thénardier lo llevó a una habitación del primer piso que era de un extraño esplendor, amueblada de caoba con una cama en forma de barco, con colgaduras de percal encarnado.

—¿Qué significa esto? —dijo el viajero.

—Es nuestra propia habitación nupcial —dijo el posadero—. Mi esposa y yo dormimos ahora en otra. Aquí no se entra sino tres o cuatro veces al año.

—Lo mismo me habría importado que me dieseis la cuadra —dijo el hombre bruscamente.

Thénardier hizo como que no oía esta reflexión poco halagüeña.

Encendió dos velas de cera nuevas que estaban sobre la chimenea, en la que ardía un fuego bastante bueno.

Sobre la chimenea, y cubierto con una tapa de cristal, había un sombrero de mujer con adornos de hilos de plata y flores de azahar.

—¿Y esto qué es? —preguntó el extranjero.

—Señor —dijo Thénardier—, es el sombrero de novia de mi mujer.

El viajero miró el objeto con una mirada que parecía decir: «¡Ha habido pues un momento en que ese monstruo ha sido una virgen!».

Por lo demás, Thénardier mentía. Cuando tomó en arriendo aquella casucha para convertirla en bodegón, halló aquel cuarto amueblado de aquella manera, y compró los muebles y las flores de azahar, juzgando que aquello haría una sombra graciosa sobre «su esposa», y daría a su casa lo que los ingleses llaman respetabilidad.

Cuando el viajero se volvió, el posadero había desaparecido. Thénardier se había eclipsado discretamente, sin atreverse a decir buenas noches, no queriendo irritar con una cordialidad irrespetuosa a un hombre al que se proponía desollar regiamente a la mañana siguiente.

El posadero se retiró a su habitación. Su mujer estaba acostada, pero no dormía. Cuando oyó los pasos de su marido, se volvió y le dijo:

—¿Sabes que mañana pongo a Cosette en la calle?

Thénardier respondió fríamente:

—¡Cómo te lo has tomado!

No cambiaron otras palabras, y algunos minutos más tarde su vela estaba apagada.

Por su parte, el viajero había dejado en un rincón su bastón y su paquete. Una vez que el posadero hubo salido, se sentó en un sillón y permaneció pensativo por algunos instantes. Luego se sacó los zapatos, tomó una de las dos velas, sopló la otra, empujó la puerta y salió de la habitación, mirando a su alrededor como si buscara algo. Atravesó el corredor y alcanzó la escalera. Allí oyó un ruido muy dulce, parecido a una respiración infantil. Se dejó conducir por aquel rumor y llegó a una especie de hueco triangular practicado debajo de la escalera, o por mejor decir, formado por la escalera misma. Aquel hueco no era otra cosa sino el que quedaba naturalmente debajo de los peldaños. Allí, entre toda clase de viejos cestos y trastos, entre polvo y telas de araña, había una cama; si se puede llamar cama a un jergón de paja agujereado, y un cobertor agujereado hasta dejar ver el jergón. No tenía sábanas. Estaba colocado en el suelo, sobre los ladrillos. En esta cama, dormía Cosette.

El hombre se acercó y la contempló.

Cosette dormía profundamente. Estaba vestida. En invierno no se desnudaba para tener menos frío.

Apretaba contra ella la muñeca, cuyos grandes ojos abiertos brillaban en la oscuridad. De vez en cuando, exhalaba un hondo suspiro, como si fuera a despertarse, y estrechaba la muñeca entre sus brazos casi convulsivamente. Al lado de su cama no había más que uno de sus zuecos.

Una puerta abierta cerca del desván de Cosette dejaba ver un cuarto oscuro bastante grande. El extranjero penetró en él. Al fondo, a través de una puerta vidriera, se descubrían dos lechos gemelos muy blancos. Eran los de Azelma y Éponine. Detrás de aquellas camas, desaparecía a medias una cuna de mimbre donde dormía el pequeño que había estado gritando durante toda la velada.

El extranjero conjeturó que aquella habitación comunicaba con la de los Thénardier. Iba a retirarse cuando su mirada encontró la chimenea; una de estas vastas chimeneas de posada, donde siempre hay poco fuego, cuando lo hay, y que da frío verlas. En ésta no había fuego, tampoco cenizas; lo que había allí atrajo la atención del viajero. Eran dos zapatitos de niña de forma bonita, y longitud desigual; el viajero recordó la graciosa e inmemorial costumbre de los niños, que ponen su calzado en la chimenea la noche de Navidad esperando allí en las tinieblas algún brillante regalo de un hada buena. Éponine y Azelma no habían faltado a esta costumbre y habían puesto cada una su zapato en la chimenea.

El viajero se inclinó.

El hada, es decir, la madre, había hecho su visita, y en cada zapato veíase brillar una hermosa moneda de diez sueldos nuevecita.

El hombre iba a irse cuando descubrió en un rincón del fondo, el más oscuro de la chimenea, otro objeto. Lo miró y reconoció un zueco, un terrible zueco de madera un poco grosero, medio roto, y todo cubierto de ceniza y barro seco. Era el zueco de Cosette. Cosette, con la tierna confianza de los niños que puede ser engañada siempre, pero nunca desanimada, había puesto ella también su zueco en la chimenea.

La esperanza es una cosa sublime y dulce en una niña que sólo conoce la desesperación.

No había nada en aquel zueco.

El extranjero buscó en su chaleco, se inclinó, y puso en el zueco de Cosette un luis de oro.

Luego volviose a su habitación con paso de lobo.