En la tarde del mismo día de Navidad de 1823, un hombre estuvo paseando durante mucho tiempo por la parte más desierta del bulevar del Hospital, en París. Aquel hombre parecía alguien que busca habitación, y se detenía con preferencia en las casas modestas de la deteriorada orilla del arrabal Saint-Marceau.
Después se verá que este hombre había alquilado, en efecto, una habitación en aquel barrio.
Este hombre, así en sus vestidos como en toda su persona, presentaba el aspecto de lo que se podría llamar un mendigo de buena sociedad, es decir, la extrema miseria combinada con la extrema limpieza. Es una mezcla bastante rara, que inspira a los corazones inteligentes el doble respeto que se siente por el que es muy pobre y el que es muy digno. Llevaba un sombrero redondo muy viejo y muy cepillado; una levita raída hasta el hilo, de paño grueso color ocre, color que en aquella época no tenía nada de extravagante, un gran chaleco de bolsillos de forma secular, unos calzones negros vueltos grises en las rodillas; medias de lana negra y zapatos gruesos con hebillas de cobre. Se hubiera dicho que era un preceptor antiguo de buena casa, recién llegado de la emigración. A juzgar por sus cabellos blancos, su frente surcada de arrugas, sus labios lívidos, su rostro, en el cual todo respiraba el peso y el cansancio de la vida, se le hubiera supuesto mucho mayor de sesenta años. Por su andar firme, aunque lento, por el singular vigor de todos sus movimientos, se le hubiera supuesto no mayor de cincuenta años. Las arrugas de su frente estaban bien colocadas, y habrían predispuesto en su favor a cualquiera que le hubiese observado con atención. Sus labios se contraían en un pliegue extraño, que parecía severo, pero era humilde. En el fondo de su mirada tenía una especie de lúgubre serenidad. En la mano izquierda, llevaba un pequeño paquete anudado con un pañuelo; con la derecha se apoyaba en una especie de bastón cortado de un seto. Este bastón había sido labrado con cierto cuidado, y no tenía mal aspecto; el artífice había sacado partido de los nudos, y le había formado un puño de coral con cera roja; era un palo y parecía un bastón.
Poca gente pasea por este bulevar, especialmente en invierno. Aquel hombre, aunque sin afectación, parecía que en vez de buscarla huía de ella.
En la época de que hablamos, el rey Luis XVIII iba casi todos los días a Choisy-le-Roi. Era uno de sus paseos favoritos. Casi invariablemente, a eso de las dos, se veían el carruaje y la escolta real pasar a todo escape por el bulevar del Hospital.
Esto servía de reloj a los pobres del barrio, que decían: «Ya son las dos, puesto que vuelve a las Tullerías».
Y unos corrían, y otros se ponían en fila a esperarle, pues el paso de un rey es siempre causa de tumulto. Por lo demás, la aparición y desaparición del rey Luis XVIII producía cierto efecto en las calles de París. La escena era rápida, pero majestuosa. Este rey impedido gustaba mucho de ir al galope; no pudiendo andar, quería correr; no pudiendo usar sus piernas, de buena gana habría hecho, de ser posible, que los relámpagos tirasen de su carruaje. Pasaba, pacífico y tranquilo, en medio de las espadas desenvainadas. Su maciza berlina, toda dorada, con gruesas ramas de flor de lis pintadas en sus costados, rodaba estrepitosamente. Apenas se podía echar una ojeada al interior. En el ángulo del fondo, a la derecha, sobre almohadones forrados de satén blanco, una faz ancha, firme y colorada, una frente recién empolvada a lo pájaro real; una mirada fiera, dura y fría, una sonrisa de letrado, dos gruesas charreteras de trenzas torcidas y flotantes sobre un traje burgués, el Toisón de Oro, la cruz de la Legión de Honor, la placa de plata del Espíritu Santo, un grueso vientre y un ancho cordón azul; era el rey. Fuera de París, llevaba su sombrero de plumas blancas sobre las rodillas enfundadas en altas polainas inglesas; cuando regresaba a la ciudad, se ponía el sombrero en la cabeza, saludando poco, y mirando fríamente al pueblo, que le pagaba con la misma moneda. Cuando apareció por primera vez en el arrabal Saint-Marceau, todo su triunfo fue esta frase de un vecino a su compañero: «Ese gordo es el gobierno».
El paso invariable del rey a la misma hora era, pues, el acontecimiento cotidiano del bulevar del Hospital.
El paseante de la levita amarilla no era, evidentemente, del barrio, ni tampoco de París, pues ignoraba este detalle; y así, cuando el carruaje real, rodeado de un escuadrón de guardias de corps galoneados de plata, desembocó en el bulevar después de haber doblado la esquina de la Salpêtrière, pareció sorprendido y casi asustado. Estaba solo en la calle, lo que no impidió que le viese el duque de Havré. El duque de Havré, como capitán de los guardias de servicio de aquel día, estaba sentado en el coche, enfrente del rey. Dijo a Su Majestad:
—Ese hombre tiene malas trazas.
Los agentes de policía que vigilaban el camino que iba a recorrer el rey le observaron igualmente, y uno de ellos recibió la orden de seguirle. Pero el hombre se internó en las callejuelas solitarias del arrabal, y como el día empezaba a declinar, el agente perdió sus huellas, según consta en un parte dirigido aquella misma noche al conde de Anglès, ministro de Estado, por el prefecto de policía.
Cuando el hombre de la levita amarilla hubo despistado al agente, aceleró el paso, no sin haberse vuelto muchas veces para asegurarse de que no era seguido. A las cuatro y cuarto pasaba por delante del teatro de la puerta Saint-Martin, donde aquel día se representaba el drama Los dos presidiarios. El cartel, alumbrado por los reverberos del teatro, le llamó la atención indudablemente, porque aun cuando iba deprisa se detuvo a leerlo. Un instante después, se hallaba en el callejón sin salida de la Planchette, y entró en el Plat d’Étain, donde estaba entonces la oficina del coche de Lagny. Este coche partía a las cuatro y media. Los caballos estaban enganchados, y los viajeros llamados por el cochero subían apresuradamente la escalera de hierro del cupé.
El hombre preguntó:
—¿Tenéis un asiento?
—Uno solo a mi lado, en el pescante —dijo el cochero.
—Lo tomo.
Sin embargo, antes de partir, el cochero lanzó una mirada al mediocre traje del viajero, a su pequeño paquete, e hizo que pagase.
—¿Vais hasta Lagny?
—Sí —dijo el hombre.
El viajero pagó hasta Lagny.
Partieron. Cuando hubieron pasado la barrera, el cochero trató de entablar conversación, pero el viajero respondía sólo con monosílabos. El cochero optó por ponerse a silbar y dirigir juramentos a sus caballos.
El cochero se envolvió en su capa. Hacía frío. El hombre no parecía pensar en ello. Así atravesaron Gournay y Neully-sur-Marne.
Hacia las seis de la tarde, estaban en Chelles. El cochero se detuvo, para dejar descansar a los caballos, ante el albergue de carreteros instalado en los viejos edificios de la abadía real.
—Bajo aquí —dijo el hombre.
Cogió su paquete y su bastón y saltó al suelo.
Un instante después, había desaparecido.
No había entrado en la posada.
Cuando al cabo de algunos minutos el coche reanudó su marcha hacia Lagny, no lo encontró en la calle Mayor de Chelles.
El cochero se volvió hacia los viajeros del interior.
—El hombre no es de aquí —dijo—, porque no le conozco. Parece que no tiene un sueldo y, sin embargo, no le importa perder dinero; paga hasta Lagny y sólo viene hasta Chelles. Es de noche, todas las casas están cerradas, no entra en la posada, y no se le vuelve a ver. Se lo ha tragado la tierra.
La tierra no se lo había tragado; nuestro hombre había apresurado el paso en la oscuridad de la calle Mayor de Chelles; y luego había tomado a la izquierda, antes de llegar a la iglesia, el camino vecinal que va a Montfermeil, como quien conoce la región, y ha estado ya en ella.
Siguió ese camino con rapidez. En el lugar donde lo corta el antiguo camino bordeado de árboles que va de Gagny a Lagny, vio que venía gente; ocultose precipitadamente en un foso, y esperó a que se alejasen los que pasaban. La precaución era casi superflua, porque, como ya hemos dicho, era una noche muy oscura de diciembre, y apenas se veían dos o tres estrellas en el cielo.
Es en ese lugar donde empieza la subida de la colina. El hombre no volvió a entrar en el camino de Montfermeil, tomó a la derecha, a través del campo, y se internó en el bosque apresuradamente.
Cuando estuvo en él, acortó el paso y se detuvo a mirar cuidadosamente todos los árboles, avanzando poco a poco, como si buscase algo y siguiendo una dirección misteriosa, sólo de él conocida. Hubo un momento en que pareció que iba a perderse, y se detuvo indeciso. Al fin llegó, a tientas, a un claro donde había un montón de piedras grandes y blancuzcas. Se dirigió vivamente hacia aquellas piedras, y las examinó con atención a través de la bruma de la noche, como si les fuera pasando revista. A algunos pasos de las piedras, había un árbol cubierto de esas excrecencias que son las verrugas de la vegetación. Llegose a él y puso la mano sobre la corteza del tronco, como si procurase reconocer y contar todas las verrugas.
Frente a este árbol, que era un fresno, había un castaño enfermo a causa de una herida en la corteza, al cual se le había puesto a modo de vendaje una banda de zinc clavada. Alzose sobre las puntas de los pies y tocó la placa de zinc.
Después anduvo tentando en el suelo con los pies, durante algún tiempo, en el espacio comprendido entre el árbol y las piedras, como quien se asegura de que la tierra no ha sido recientemente movida.
Cuando hubo hecho esto, se orientó y reanudó su marcha a través del bosque.
Era el hombre que acababa de encontrar a Cosette.
Caminando por la espesura en dirección a Montfermeil, había descubierto aquella pequeña sombra que se movía dando gemidos, que dejaba su carga en el suelo, luego la volvía a coger y continuaba andando. Se había acercado y había visto que se trataba de una niña muy pequeña, cargada con un enorme cubo de agua. Entonces se había acercado a la niña y había tomado silenciosamente el asa del cubo.