Hougomont fue un lugar fúnebre, el principio del obstáculo, la primera resistencia que encontró en Waterloo aquel gran talador de Europa a quien llamaban Napoleón; el primer nudo bajo el filo de su hacha.
Era un castillo; ya no es más que una granja. Hougomont, para el anticuario, es Hugomons. Esta residencia fue construida por Hugo, señor de Somerel, el mismo que dotó la sexta capellanía de la abadía de Villers.
El viajero empujó la puerta, tropezó bajo el atrio con una vieja calesa y entró en el patio.
Lo primero que allí llamó su atención fue una puerta del siglo XVI, que parecía una arcada, al haber caído todo a su alrededor. El aspecto monumental nace a menudo de la ruina. Cerca de la arcada, se abría otra puerta en un muro, con dovelaje del tiempo de Enrique IV, dejando ver los árboles de un huerto. Al lado de esta puerta, un hoyo para el estiércol, palas y azadones, algunas carretillas, un viejo pozo con su losa de piedra y su torno de hierro, un potro que salta, un pavo que hace la rueda, una capilla coronada de un pequeño campanario, un peral en flor y una espaldera en la pared de la capilla; tal era el patio cuya conquista fue un sueño de Napoleón. Si hubiese podido tomarlo, este rincón de tierra le habría dado tal vez el mundo. Las gallinas removían el polvo con sus picos. Se oye un gruñido; es un gran perro que enseña los dientes y que ha reemplazado a los ingleses.
Los ingleses estuvieron allí admirables. Las cuatro compañías de la guardia de Cooke hicieron allí frente, durante siete horas, al encarnizamiento de un ejército.
Hougomont, visto en el mapa, comprendidos los cercados y edificios, aparece como una especie de rectángulo irregular del cual se hubiera rebajado un ángulo. Es en este ángulo donde se hallaba la puerta meridional, guardada por aquella pared que la fusila a boca de jarro. Hougomont tiene dos puertas: la puerta meridional, que es la del castillo, y la puerta septentrional, que es la de la granja. Napoleón envió contra Hougomont a su hermano Jerónimo; las divisiones Guilleminot, Foy y Bachelu se estrellaron allí; casi todo el cuerpo de Reille fue empleado en aquel punto y fracasó, las granadas de Kellermann se agotaron sobre aquellos muros heroicos. No fue suficiente la brigada de Bauduin para forzar Hougomont por el norte; y la brigada de Soye no hizo más que penetrar por el sur, sin poder tomarlo.
El patio estaba limitado al sur por los edificios de la granja. Un trozo de la puerta norte, rota por los franceses, pendía sujeta a la pared. Eran cuatro tablas clavadas a dos travesaños, y donde se distinguían los destrozos del ataque.
La puerta septentrional, hundida por los franceses, y a la que habían puesto una pieza para reemplazar el panel que pendía de la pared, se entreabre al fondo del patio; está cortada en cuadro en el muro, de piedra por abajo y ladrillo por arriba, que cierra el patio por el norte. Es una simple puerta, como existen en todas las alquerías, compuesta de dos anchas hojas de tablas sin labrar; al otro lado, los prados. Esta entrada fue disputada furiosamente. Mucho tiempo después, se veían aún, en la parte superior de la puerta, infinidad de huellas de manos ensangrentadas. Allí fue donde mataron a Bauduin.
La borrasca del combate persiste aún en este patio; el horror está aún visible; la confusión de la refriega se ha petrificado allí; esto vive, aquello muere. Era ayer. Las paredes agonizan, las piedras caen, las brechas gritan; los agujeros son heridas; los árboles inclinados y estremecidos parecen hacer esfuerzos para huir.
Este patio, en 1815, tenía más edificios que hoy. Varias obras, derribadas después, formaban en él entrantes y salientes, rincones y ángulos a escuadra.
Los ingleses se habían parapetado allí; los franceses penetraron, pero no pudieron sostenerse. Al lado de la capilla, un ala del castillo, únicas ruinas que quedan de la heredad de Hougomont. El castillo sirvió de torre, la capilla de fortín. Hubo un exterminio general. Los franceses, tiroteados desde todas partes, desde lo alto de los graneros, desde detrás de los muros, desde el fondo de las cuevas, por todas las ventanas, por todas las lumbreras, por todas las hendiduras de las piedras, reunieron y llevaron fajinas, y prendieron fuego a los muros y a los hombres; la metralla tuvo por réplica el incendio.
En el ala arruinada, aún se ven, a través de las ventanas guarnecidas de barras de hierro, las habitaciones desmanteladas de un cuerpo de edificio construido de ladrillos; los guardias ingleses se habían emboscado en estas habitaciones; la espiral de la escalera, destrozada desde la planta baja hasta el tejado, parece como el interior de una concha rota. La escalera tiene dos tramos; los ingleses sitiados en ella, y agrupados en los peldaños superiores, habían cortado los inferiores. Son anchas losas de piedra azul que hoy forman un montón confuso entre las ortigas. Una decena de peldaños se mantienen aún fijos en la pared; en el primero está grabada la imagen de un tridente. Estos escalones inaccesibles permanecen aún sólidos en su encaje; todo el resto parece una quijada desdentada. Dos viejos árboles hay allí; uno está muerto, el otro está herido en el pie y reverdece en abril. Desde 1815, ha crecido a través de la escalera.
Hubo una gran mortandad en la capilla. Su interior, recobrada la calma, tiene un aspecto extraño. No se ha dicho la misa en ella desde aquella carnicería. Sin embargo ha quedado el altar, un altar de madera basta, adosado a un fondo de piedra sin labrar. Cuatro paredes blanqueadas de cal, una puerta enfrente del altar, dos ventanitas cintradas, sobre la puerta un gran crucifijo de madera y encima del crucifijo un tragaluz cuadrado, taponado con un haz de heno, y, en un rincón, en el suelo, un viejo bastidor de vidriera roto; tal es la capilla. Junto al altar, está enclavada una estatua de madera de Santa Ana, del siglo XV; la cabeza del niño Jesús fue arrancada por una bala de cañón. Los franceses, dueños por un momento de la capilla, y desalojados después, la incendiaron. Las llamas llenaron aquel recinto; la capilla se convirtió en un horno; la puerta ardió, el suelo ardió, el Cristo de madera no ardió. El fuego llegó a roerle los pies, de los cuales no se ven más que unos muñones ennegrecidos, y luego se detuvo. Un milagro, según dijeron las gentes del lugar. El niño Jesús, decapitado, no tuvo la suerte del Cristo.
Las paredes están cubiertas de inscripciones. Cerca de los pies del Cristo, se lee este nombre: «Henquínez». Y estos otros: «Conde de Río Mayor», «Marqués y Marquesa de Almagro (Habana)». Hay nombres franceses con signos de exclamación, signos de cólera. Volvieron a blanquear las paredes en 1849. Las naciones se insultaban allí.
A la puerta de esta capilla, fue recogido un cadáver que tenía un hacha en la mano. Aquel cadáver era el del subteniente Legros.
Se sale de la capilla y, a la izquierda, se ve un pozo. En este patio hay dos. Uno se pregunta: ¿Por qué no hay cubo ni polea, en este pozo? Porque no se saca agua de él. ¿Y por qué no se saca agua? Porque está lleno de esqueletos.
El último que sacó agua de este pozo se llamaba Guillaume van Kylsom. Era un campesino que vivía en Hougomont, donde era jardinero. El 18 de junio de 1815, su familia huyó y fue a esconderse en los bosques.
El gran bosque que rodea la abadía de Villers fue, durante muchos días y muchas noches, el asilo de aquellos infelices lugareños dispersos. Hoy todavía, ciertos vestigios visibles, tales como viejos troncos de árboles quemados, señalan el sitio que aquellos temblorosos campesinos escogieron como campamento entre los matorrales.
Guillaume van Kylsom se quedó en Hougomont «para guardar el castillo», y se acurrucó en una cueva. Allí le descubrieron los ingleses. Le sacaron de su escondite y, a cintarazos, obligaron a este hombre despavorido a servirlos. Tenían sed; Guillaume les dio de beber. Era de este pozo de donde sacaba el agua. Muchos bebieron allí su último sorbo. Este pozo, donde bebieron tantos muertos, debía morir también.
Después de la acción, hay que apresurarse a enterrar los cadáveres. La muerte hostiga a la victoria a su manera; después de la gloria viene la peste. El tifus es un anexo del triunfo. Aquel pozo era profundo e hicieron de él un sepulcro. Arrojaron a su cavidad trescientos muertos. Quizá con demasiada precipitación. ¿Estaban todos muertos? La leyenda dice que no. Parece que, a la noche siguiente de haberlos arrojado, oyeron salir del pozo débiles y lastimeras voces que pedían ayuda.
Este pozo está aislado en medio del patio. Tres paredes medio derruidas, mitad ladrillo y mitad piedra, replegadas como las hojas de un biombo y semejantes a una torrecilla cuadrada, lo rodean por tres lados. El cuarto lado está abierto. Por allí se sacaba el agua. La pared del centro tiene una especie de ojo de buey informe; tal vez el agujero de un obús. Esta torrecilla tenía un techo, del cual no quedan más que las vigas. El herraje de sostén de la pared de la derecha dibuja una cruz. Uno se inclina hacia el pozo y la mirada se pierde en un profundo cilindro de ladrillo, donde se hacinan tinieblas. Alrededor del pozo, la parte baja de las paredes desaparece entre las ortigas.
Este pozo no tiene por brocal la ancha losa azul que sirve de delantal a todos los pozos de Bélgica. La losa azul ha sido reemplazada por una traviesa en la cual se apoyan cinco o seis deformes trozos de madera nudosos y anquilosados, que parecen grandes huesos. No tiene ya ni cubo, ni cadena, ni polea; pero conserva aún la pila de piedra donde se vertía el agua. El agua de las lluvias se acumula allí y, de vez en cuando, un pájaro de los bosques vecinos se acerca a beber y echa a volar.
Una casa en estas ruinas, la casa de la granja, está habitada. La puerta de esta casa da al patio. Al lado de una bonita placa de cerradura gótica, hay en esta puerta un puño de hierro puesto al sesgo. En el momento en que el teniente hannoveriano Wilda iba a coger este puño, para refugiarse en la granja, un zapador francés le echó abajo la mano de un hachazo.
La familia que ocupa la casa tiene por abuelo al antiguo jardinero van Kylsom, muerto ya hace tiempo. Una mujer de cabellos grises os dice:
—Yo estaba allí. Tenía tres años. Mi hermana mayor tenía miedo y lloraba. Nos llevaron a los bosques. Yo estaba en los brazos de mi madre. De vez en cuando, alguien pegaba el oído al suelo para escuchar. Yo imitaba el cañón y hacía «¡bum!, ¡bum!».
Una puerta del patio, a la izquierda, ya lo hemos dicho, da al huerto.
El huerto es horrible.
Está dividido en tres partes, casi podría decirse que en tres actos. La primera parte es un jardín, la segunda es el huerto, la tercera es un bosque. Estas tres partes tienen un cercado común por el lado de la entrada de los edificios del castillo y de la granja, a la izquierda un seto, a la derecha un muro, al fondo otro muro. El muro de la derecha es de ladrillo, el muro del fondo es de piedra. Primero se entra en el jardín. Está en pendiente, plantado de groselleros, cubierto de vegetaciones silvestres y cerrado por un malecón de piedra labrada, con balaustres de doble ensanche. Era un jardín señorial del primer estilo francés que precedió a Lenôtre; hoy, zarzas y ruinas. Las pilastras concluyen en unos globos que parecen balas de piedra. Se cuentan aún cuarenta y tres balaustres en pie; los demás están echados sobre la hierba. Casi todos tienen señales de mosquetería. Un balaustre roto está colocado sobre el estrave, como una pierna rota.
En este jardín, más bajo que el huerto, fue donde seis tiradores del 1.º ligero, que habían penetrado en él y quedaron luego cercados como osos en su guarida, aceptaron el combate con dos compañías hannoverianas, de las cuales una iba armada de carabinas. Los hannoverianos rodeaban estos balaustres y tiraban desde lo alto. Los tiradores franceses, contestando desde abajo, seis contra doscientos, no teniendo en su intrepidez más abrigo que los groselleros, tardaron un cuarto de hora en morir.
Se suben algunos escalones y, desde el jardín, se pasa al huerto propiamente dicho. Allí, en algunas toesas cuadradas, murieron mil quinientos hombres en menos de una hora. El muro parece dispuesto para volver a empezar el combate. Aún existen allí treinta y ocho troneras abiertas por los ingleses a alturas irregulares. Delante de la decimosexta hay dos tumbas inglesas construidas en granito. Sólo hay troneras en el muro del sur; el ataque principal procedía de allá. Esta pared está escondida tras un gran seto vivo; los franceses llegaron creyendo no tener que vencer más obstáculo que el seto, lo franquearon y hallaron en el muro obstáculo y emboscada, porque detrás estaban las tropas inglesas y las treinta y ocho troneras haciendo fuego a la vez; una verdadera tempestad de balas y metralla; y la brigada de Soye sucumbió. Waterloo empezó así.
Sin embargo, el huerto fue tomado. No se disponía de escalas, los franceses treparon con las uñas. Se luchó cuerpo a cuerpo bajo los árboles. Toda aquella hierba ha sido regada con sangre. Un batallón de Nassau, setecientos hombres, fue exterminado allí. La parte exterior del muro, contra la cual disparaban dos baterías de Kellermann, está acribillada por la metralla.
Este huerto es sensible, como cualquier otro, al mes de mayo. Tiene sus botones de oro y sus margaritas; la hierba está ya muy crecida, los caballos de labranza pastan esta hierba; cuerdas de esparto para secar la ropa se extienden de árbol a árbol, y hacen bajar la cabeza a los que por allí pasan; se anda por este erial y los pies se hunden en los agujeros de los topos. En medio de la hierba, se encuentra un tronco desarraigado, echado por tierra y verde aún. El mayor Blackman se recostó en él para expirar. Bajo un gran árbol vecino cayó el general alemán Duplat, oriundo de una familia francesa refugiada cuando la revocación del edicto de Nantes. A su lado, se inclina un viejo manzano enfermo, vendado con una banda de paja y arcilla. Casi todos los manzanos caen de vejez. No hay uno que no esté horadado por una bala de fusil o de cañón. Los esqueletos de los árboles muertos abundan en este huerto. Los cuervos vuelan por entre sus ramas; en el fondo hay un bosque lleno de violetas.
Bauduin muerto, Foy herido, el incendio, la matanza, la carnicería, un arroyo formado con sangre inglesa, sangre alemana, sangre francesa, furiosamente mezcladas, un pozo lleno de cadáveres, el regimiento de Nassau y el regimiento de Brunswick destruidos, Duplat muerto, Blackman muerto, la guardia inglesa mutilada, veinte batallones franceses, de los cuarenta del cuerpo de Reille, diezmados, tres mil hombres, sólo en las ruinas de Hougomont, muertos a sablazos, acuchillados, degollados, fusilados, quemados; y todo esto para que hoy un aldeano diga al viajero: «Señor, dadme tres francos; si lo deseáis, ¡os explicaré la cosa de Waterloo!».