II
Las oscuridades que puede tener una revelación

Marius estaba trastornado.

La especie de antipatía que había sentido siempre hacia el hombre a cuyo lado estaba Cosette estaba ya explicada. Había en aquel personaje un no sé qué de enigmático. Ese enigma era la peor de las vergüenzas: el presidio. El señor Fauchelevent era el presidiario Jean Valjean.

Hallar de improviso semejante secreto, en medio de su dicha, equivalía a descubrir un escorpión en un nido de tórtolas.

¿Estaba la felicidad de Marius y Cosette condenada en adelante a aquella presencia? ¿Era un hecho consumado? ¿Formaba parte la aceptación del hombre del matrimonio consumado? ¿No había ya nada que hacer?

¿Se había casado Marius también con el forzado?

Por más que se corone uno de luz y de alegría, por más que se saboree la hora más feliz de la existencia, el amor feliz, sacudidas de esta índole obligarían incluso al arcángel en su éxtasis, incluso al semidiós en su gloria, al estremecimiento.

Como sucede siempre con los cambios de situación de esta especie, Marius se preguntaba si no tenía algún reproche que hacerse. ¿Le había faltado el don de la adivinación? ¿Le había faltado la prudencia? ¿Se había aturdido involuntariamente? Un poco, tal vez. ¿Se había comprometido, sin suficientes precauciones como para aclarar las circunstancias, en aquella aventura de amor que había terminado en su casamiento con Cosette? Descubría que es así, mediante una serie de descubrimientos sucesivos que hacemos sobre nosotros mismos, como la vida nos conduce poco a poco a descubrir el lado quimérico y visionario de su naturaleza, especie de nube interior propicia a muchas organizaciones, y que, en los paroxismos de la pasión y el dolor, se dilata, al cambiar la temperatura del alma, e invade al hombre por entero, hasta el punto de hacer de él una conciencia bañada por la bruma. Más de una vez hemos indicado este elemento característico de la individualidad de Marius. Recordaba que en la embriaguez de su amor, en la calle Plumet, durante aquellas seis o siete semanas, ni siquiera había hablado a Cosette del drama enigmático del caserón Gorbeau, donde la víctima guardó tan extraño silencio, en medio de la lucha, fugándose luego. ¿Cómo fue que no habló de ello a Cosette? ¡Era, no obstante, tan próximo y tan terrible! ¿Cómo era posible que no le hubiera hablado a Cosette de los Thénardier, y particularmente del día en que encontró a Éponine? Casi le costaba explicar su silencio de entonces. Sin embargo, se daba cuenta. Recordaba su aturdimiento, su embriaguez de Cosette, el amor absorbiéndolo todo, aquel arrobamiento mutuo en lo ideal, y tal vez también un vago y sordo instinto de ocultar y de abolir en su memoria aquella aventura terrible, cuyo contacto temía, en la que le repugnaba representar ningún papel, y de la cual no podía ser narrador ni testigo sin ser acusador. Por otra parte, aquellas pocas semanas habían pasado como un relámpago; no habían tenido tiempo para nada más que para quererse. En fin, considerado y pesado todo, resultaba que aun en el caso de haber referido la emboscada a Cosette, de haberle nombrado a los Thénardier, fueran las que fuesen las consecuencias, y hasta de haber descubierto que Jean Valjean era un presidiario, ¿habría bastado para que Marius cambiase? ¿Para que cambiase Cosette? ¿Habría él retrocedido? ¿La habría adorado menos? ¿Habría desistido de casarse con ella? No. ¿Habría cambiado algo todo aquello? No. No tenía, pues, nada que lamentar, nada que reprocharse. Todo estaba bien. Hay un dios para esos ebrios a los que llaman enamorados. Ciego, Marius había seguido el mismo camino que hubiera elegido con la vista. El amor le había vendado los ojos para llevarle, ¿adónde? Al paraíso.

Pero aquel paraíso estaba rodeado en adelante por un resplandor infernal.

A la antigua antipatía de Marius hacia el señor Fauchelevent, convertido en Jean Valjean, se había mezclado ahora el horror.

En aquel horror, digámoslo, había algo de piedad, e incluso una cierta sorpresa.

Aquel ladrón, aquel ladrón reincidente, había restituido un depósito. ¡Y qué depósito! Seiscientos mil francos. Sólo él estaba en el secreto del depósito. Hubiera podido guardarlo todo, y lo había devuelto todo.

Además, él mismo había revelado su situación. Nada le obligaba a ello. Si se sabía quién era, era por él mismo. En aquella confesión, había más humillación que aceptación, había la aceptación del peligro. Para un condenado, una máscara no es una máscara, es un refugio. Había renunciado a aquel refugio. Un falso nombre es la seguridad; había rechazado aquel nombre falso. Él, un presidiario, podía ocultarse para siempre entre una familia honrada; había resistido a aquella tentación. ¿Por qué motivo? Por un escrúpulo de conciencia. Lo había explicado él mismo, con el irresistible acento de la verdad. En suma, fuese quien fuera aquel Jean Valjean, era incontestablemente una conciencia que se despertaba. Había en él cierta misteriosa rehabilitación en sus principios, y según todas las apariencias, desde hacía ya tiempo, el escrúpulo era dueño de aquel hombre. Semejantes accesos de lo justo y lo bueno no son propios de las naturalezas vulgares. El despertar de la conciencia es la grandeza del alma.

Jean Valjean era sincero. Esa sinceridad, visible, palpable, innegable, evidente incluso por el dolor que le causaba, hacía inútiles las informaciones y confería autoridad a todo lo que decía aquel hombre. Inversión extraña de situaciones para Marius. ¿Qué brotaba de él respecto al señor Fauchelevent? La desconfianza. ¿Qué se desprendía de Jean Valjean? La confianza.

En el misterioso balance de aquel individuo que Marius realizaba, comparaba el activo con el pasivo, y procuraba llegar a obtener un equilibrio entre los dos. Pero todo estaba envuelto en un torbellino. Marius, esforzándose en formarse una idea clara de aquel hombre, y persiguiendo, por decirlo así, a Jean Valjean en el fondo de su pensamiento, le perdía y le encontraba envuelto en una bruma fatal.

El depósito devuelto honestamente, la probidad de la confesión, eran actos buenos. Formaban una especie de claro entre las nubes, y luego éstas volvían a ser negras.

Aunque los recuerdos de Marius eran confusos, explicábase ahora algo antes oscuro.

¿Qué significaba la aventura del desván de Jondrette? ¿Por qué al llegar la policía aquel hombre en lugar de querellarse había escapado? Ahora, Marius tenía la respuesta. Porque aquel hombre era un perseguido de la justicia, evadido de presidio.

Otra pregunta. ¿Por qué había ido aquel hombre a la barricada? Pues ahora Marius veía claramente aparecer este recuerdo al impulso de sus emociones, como la tinta simpática cuando se acerca al fuego. Aquel hombre estaba en la barricada. No luchaba. ¿Qué había ido a hacer allí? Ante esta pregunta, surgía un espectro que daba la respuesta: Javert. Marius recordaba perfectamente la fúnebre visión de Jean Valjean arrastrando fuera de la barricada a Javert, atado, y oía aún detrás de la esquina de la callejuela Mondétour el terrible disparo. Verosímilmente existía odio entre aquel espía y el presidiario. El uno molestaba al otro. Jean Valjean había ido a la barricada para vengarse. Había llegado tarde. Probablemente sabía que Javert estaba prisionero. La venganza corsa ha penetrado en ciertos bajos fondos y reina allí; es tan sencilla que no sorprende a las almas convertidas al bien a medias; y tal es la índole de esta clase de gentes que un criminal en vías de arrepentirse puede tener escrúpulos con relación al robo y no a la venganza. Jean Valjean había matado a Javert. Al menos, esto parecía evidente.

Última pregunta, a la que no hallaba respuesta. Marius sentía esta pregunta como una tenaza. ¿Cómo la existencia de Jean Valjean había estado unida tanto tiempo a la de Cosette? ¿Cuál era el sombrío juego de la Providencia que había puesto a aquella niña en contacto con aquel hombre? ¿Se forjan en el cielo cadenas, y Dios se complace en juntar el ángel con el demonio? ¿Pueden ser camaradas un crimen y una inocencia, en la misteriosa prisión de las miserias? ¿Pueden, en el desfiladero de los condenados, que se llama destino humano, pasar tocándose dos frentes, una cándida y la otra formidable, una bañada de blancuras divinas y otra siempre pálida por el resplandor de un relámpago eterno? ¿Quién había podido determinar aquella unión inexplicable? ¿De qué manera, como consecuencia de qué prodigio, la comunidad de la vida había podido establecerse entre aquella niña celestial y aquel viejo condenado? ¿Quién había podido unir el cordero al lobo? Y más incomprensible aún: ¿atar el lobo al cordero? Pues el lobo amaba al cordero, pues el ser fiero adoraba al ser débil, pues durante nueve años el ángel no había tenido otro apoyo que el monstruo. La infancia y adolescencia de Cosette, su virginal desarrollo hacia la vida y la luz, habían sido abrigados por aquella abnegación deforme. Aquí las cuestiones se exfoliaban, por decirlo así, en innumerables enigmas, los abismos se abrían al fondo de los abismos, y Marius no podía inclinarse sobre Jean Valjean sin sentir vértigos. ¿Qué era, pues, aquel hombre precipicio?

Los viejos símbolos del Génesis son eternos; en la sociedad humana, tal como hoy existe, hasta el día en que una claridad mayor la altere, habrá siempre dos clases de hombres, uno superior y otro subterráneo; el que camina en el bien es Abel, el que camina en el mal es Caín. ¿Quién era aquel Caín sensible? ¿Quién era aquel bandido, absorto religiosamente en la adoración de una virgen, velando por ella, educándola, guardándola, dignificándola y protegiéndola, él, impuro, carente de pureza? ¿Qué era aquella cloaca que había venerado a la inocencia hasta el punto de no dejarle ni una mancha? ¿Quién era aquel Jean Valjean que había educado a Cosette? ¿Quién era aquella figura de tinieblas cuyo único cuidado había sido preservar de toda sombra y de toda nube el brillo de un astro?

Éste era el secreto de Jean Valjean; y éste era también el secreto de Dios.

Ante este doble secreto, Marius retrocedía. En cierta manera uno le tranquilizaba acerca del otro. Dios estaba en aquella aventura tan visible como Jean Valjean. Dios tiene sus instrumentos. Se sirve de la herramienta que desea. No es responsable ante los hombres. ¿Sabemos nosotros cómo Dios se las arregla? Jean Valjean había forjado a Cosette. Había hecho un poco aquella alma. Esto era indiscutible. Bien, ¿y después? El obrero era horrible, pero la obra era admirable. Dios produce sus milagros como le parece. Había construido a la encantadora Cosette, y se había servido de Jean Valjean. Le había complacido elegir a aquel extraño colaborador. ¿Qué cuentas podemos pedirle? ¿Es la primera vez que el estercolero ayuda a la primavera para hacer la rosa?

Marius se daba estas respuestas, y le parecían buenas. Sobre los puntos que acabamos de indicar, no se había atrevido a insistir con Jean Valjean, sin confesarse a sí mismo que no se atrevía. Adoraba a Cosette, poseía a Cosette, Cosette era espléndidamente pura. Esto le bastaba. ¿Qué otra aclaración necesitaba? Cosette era una luz. ¿Tiene la luz necesidad de ser aclarada? Lo tenía todo, ¿qué podía desear? ¿Acaso todo no es bastante? Los asuntos personales de Jean Valjean no le concernían. Inclinándose sobre la sombra fatal de aquel hombre, se aferraba a la declaración solemne del miserable: «No soy nada de Cosette. Hace diez años, no sabía siquiera que ella existía».

Jean Valjean era sólo un transeúnte. Lo había dicho él mismo. Pues bien, pasaba. Fuese quien fuese, su papel había terminado. En adelante estaba Marius para hacer las funciones de la Providencia cerca de Cosette. Cosette había encontrado en el azul a su semejante, a su amante, a su esposo, a su celestial compañero. Al remontarse volando a las alturas, Cosette, alada y transfigurada, dejaba detrás de sí, en tierra, vacía y horrible, a su crisálida: Jean Valjean.

En cualquier círculo de ideas que girase Marius, siempre aparecía un cierto horror hacia Jean Valjean. Horror sagrado, tal vez, pues tal como acabamos de indicar, sentía un quid divinum en aquel hombre. Sin embargo, por más atenuantes que buscase siempre acababa en lo mismo: era un presidiario; es decir, el ser que no tiene un lugar en la escala social, al estar por debajo del último peldaño. Después del último de los hombres, viene el presidiario. El presidiario ya no es, por decirlo así, el semejante de los seres vivientes. La ley le ha despojado de toda la cantidad de humanidad que puede quitar a un hombre. Marius, en las cuestiones penales, admitía, aunque demócrata, el sistema inexorable, y tenía acerca de los que la ley hiere todas las ideas de la ley. No había hecho aún, preciso es decirlo, todos los progresos. No era aún capaz de distinguir entre lo que está escrito por el hombre y lo que está escrito por Dios, entre la ley y el derecho. No había aún examinado y pesado el derecho que se arroga el hombre de disponer de lo irrevocable y de lo irreparable. No le irritaba la palabra vindicta. Encontraba natural que ciertas infracciones de la ley escrita fuesen seguidas de penas eternas, y aceptaba, como procedimiento de civilización, la condena social. Lo cual no indicaba que más adelante dejase de avanzar infaliblemente, pues su naturaleza era buena, y en el fondo estaba compuesta de un progreso latente.

Con las ideas que entonces profesaba, Jean Valjean se le aparecía deforme y repugnante. Era el réprobo. Era el presidiario. Esta palabra era para él como el sonido de la trompeta del juicio; y después de haber considerado a Jean Valjean durante mucho tiempo, su último gesto fue el de volver la cabeza. Vade retro.

Marius, preciso es reconocerlo e incluso insistir en ello, aunque había interrogado a Jean Valjean, no le había hecho sino dos o tres preguntas decisivas. Y no porque no se le hubiesen ocurrido otras, sino porque le inspiraban miedo. ¿El desván de Jondrette? ¿La barricada? ¿Javert? ¿Quién sabe hasta dónde habrían llegado las revelaciones? Jean Valjean no parecía hombre capaz de retroceder, y ¿quién sabe si Marius, después de haberle empujado, no habría deseado retenerle? En ciertas conjeturas supremas, ¿no nos ha sucedido a todos, después de haber hecho una pregunta, el taparnos los oídos para no oír la respuesta? Sobre todo cuando se ama, se tienen estas cobardías. No es prudente llegar hasta el final en las situaciones siniestras, especialmente cuando la parte indisoluble de nuestra propia vida se encuentra fatalmente mezclada en ellas. De las explicaciones desesperadas de Jean Valjean podría brotar alguna luz horrible, y ¿quién sabe si esta espantosa claridad no hubiera alcanzado a Cosette? ¿Quién sabe si no hubiera quedado una especie de resplandor infernal sobre la frente de aquel ángel? La fatalidad tiene estas solidaridades, en las que la misma inocencia se mancha de crimen, por la sombría ley de los reflejos colorantes. Las figuras más puras pueden conservar para siempre la reverberación de una vecindad horrible. Con razón o sin ella, Marius había tenido miedo. Sabía ya demasiado. Trataba más bien de aturdirse que de informarse. Desesperado, llevaba a Cosette en sus brazos, cerrando los ojos para no ver a Jean Valjean.

Aquel hombre era la oscuridad, la oscuridad viva y terrible. ¿Cómo atreverse a buscar el fondo? Es atroz preguntar a la sombra. ¿Quién sabe si va a responder? El alba podría perder para siempre su blancura.

En aquel estado de ánimo, resultaba para Marius una dolorosa perplejidad el pensar que aquel hombre tendría en adelante un contacto, aunque ligero, con Cosette. Reprochábase ahora el no haber hecho aquellas temibles preguntas, ante las cuales había retrocedido, y de las que hubiera podido salir una decisión implacable y definitiva. Esta debilidad le había arrastrado a una concesión imprudente. Se había dejado conmover. Suya era la culpa. Hubiera debido, pura y simplemente, alejar de su casa a Jean Valjean. Estaba indignado consigo mismo, contra la brusquedad de aquel torbellino de emociones que le había aturdido, cegado y arrastrado. Estaba descontento de sí.

¿Qué hacer ahora? Las visitas de Jean Valjean le repugnaban profundamente. ¿Qué significaba aquel hombre en su casa? ¿Qué venía a hacer? Aquí se asustaba; no quería profundizar, no quería sondearse a sí mismo. Había hecho una promesa, se había dejado arrastrar a hacer una promesa; Jean Valjean tenía su promesa, y es preciso cumplir la palabra que se da, incluso a un forzado. Sin embargo, su principal deber era hacia Cosette. En suma, le agitaba una repulsión que lo dominaba todo.

Marius revolvía confusamente todo aquel conjunto de ideas en su cerebro, pasando de una a otra, y conmovido por todas. De donde resultaba una agitación profunda. No le fue fácil ocultar aquella turbación a Cosette, pero el amor nos da talento, y Marius lo consiguió.

Por lo demás, hizo, sin objeto aparente, algunas preguntas a Cosette, la cual, cándida como una paloma blanca, y sin sospechar nada, le habló de su infancia, de su juventud, y se convenció cada vez más de que todo lo que un hombre puede poseer de bueno, paternal y respetable, lo había poseído el presidiario para Cosette. Todo lo que Marius había entrevisto y supuesto era real. Aquella ortiga siniestra había amado y protegido a este lirio.