IV
Immortale jecur[49]

La antigua lucha formidable, de la que hemos visto ya varias fases, empezó de nuevo.

Jacob no luchó con el ángel más que una noche. ¡Ay!, ¡cuántas veces hemos visto a Jean Valjean luchando cuerpo a cuerpo en las tinieblas con su conciencia!

¡Lucha inaudita! En ciertos momentos, el pie se desliza; en ciertos instantes, el suelo se hunde. ¡Cuántas veces la conciencia, precipitándole al bien, le había comprimido y abrumado! ¡Cuántas veces la verdad inexorable le había puesto la rodilla sobre el pecho! ¡Cuántas veces, derribado por la luz, había implorado de ella el perdón! ¡Cuántas veces esta luz implacable, encendida en él y sobre él por el obispo, le había deslumbrado por la fuerza, cuando él deseaba estar ciego! ¡Cuántas veces se había vuelto a levantar en el combate, asiéndose a la roca, apoyándose en el sofisma, arrastrándose por el polvo, ya señor, ya esclavo de esta conciencia! Cuántas veces, después de un equívoco, después de un razonamiento traidor del egoísmo, había oído a su conciencia irritada gritándole al oído: «¡Zancadilla, miserable!». ¡Cuántas veces su pensamiento refractario se había agitado convulsivamente bajo la evidencia del deber! Resistencia a Dios. Sudores fúnebres. ¡Qué de heridas secretas que él solo sentía sangrar! ¡Qué de llagas en su lamentable existencia! ¡Cuántas veces se había erguido sangriento, magullado, destrozado, iluminado, con la desesperación en el corazón y la serenidad en el alma!; e incluso vencido, se sentía vencedor. Y después de haberle dislocado, atenazado y roto, su conciencia, de pie sobre él, temible, luminosa y tranquila, le decía: «¡Ahora ve en paz!».

Pero al salir de una lucha tan sombría, ¡ay!, qué paz tan lúgubre.

Aquella noche, sin embargo, Jean Valjean sintió que libraba su postrer combate.

Presentábase una cuestión dolorosa.

Las predestinaciones no van siempre derechas; no se desarrollan en línea recta ante el predestinado; tienen callejones sin salida, travesías oscuras, encrucijadas inquietantes que ofrecen varios caminos. Jean Valjean se había detenido en la más peligrosa de aquellas encrucijadas.

Había llegado al supremo cruce del bien y del mal. Tenía esa tenebrosa intersección ante los ojos. Una vez más, como le había sucedido ya en otras peripecias dolorosas, dos caminos se abrían ante él; uno tentador y el otro aterrador. ¿Cuál de los dos tomar?

Lo que le asustaba estaba aconsejado por el misterioso dedo indicador que todos descubrimos cada vez que fijamos nuestros ojos en la sombra.

Jean Valjean tenía que escoger, una vez más, entre el puerto terrible, y la emboscada sonriente.

¿Era, pues, cierto?, el alma puede sanar; el destino, no. ¡Qué cosa tan terrible, un destino incurable!

Ésta era la cuestión que se le presentaba:

¿De qué modo iba a comportarse Jean Valjean ante la dicha de Cosette y Marius? Era él quien la había querido, él quien la había hecho, y él mismo se la había clavado en las entrañas; y en ese momento, contemplándola, podría tener la satisfacción que tendría un armero al reconocer su marca de fábrica en un cuchillo retirándolo humeante del pecho.

Cosette tenía a Marius, y Marius poseía a Cosette. Lo tenían todo, incluso la riqueza. Era su obra.

Pero ¿qué iba a hacer Jean Valjean con esta felicidad, ahora que ya existía? ¿La trataría como si le perteneciese? Sin duda Cosette era de otro; pero él, Jean Valjean, ¿retendría a Cosette todo lo que le era posible retenerla? ¿Seguiría siendo la especie de padre vislumbrado, pero respetado, que había sido hasta entonces? ¿Se introduciría tranquilamente en la casa de Cosette? ¿Aportaría, sin decir palabra, su pasado a ese porvenir? ¿Se presentaría allí como si tuviera derecho, e iría a sentarse, velado, en aquel luminoso hogar? ¿Tomaría sonriendo las manos de aquellos inocentes en sus manos trágicas? ¿Pondría a calentar sus pies en la apacible chimenea del salón Gillenormand, aquellos pies que arrastraban tras de sí la infamante sombra de la ley? ¿Participaría en la suerte de Cosette y Marius? ¿Esperaría la oscuridad sobre su frente y la nube sobre la de ellos? ¿Intercalaría su catástrofe entre aquellas dos felicidades? ¿Continuaría callando? En una palabra, ¿sería, al lado de esos dos seres felices, el siniestro mudo del destino?

Es preciso estar habituado a la fatalidad y a sus golpes para atreverse a alzar los ojos cuando ciertas cuestiones se nos aparecen en su desnudez horrible. El bien y el mal están detrás de este severo punto de interrogación. «¿Qué vas a hacer?», pregunta la esfinge.

Jean Valjean estaba acostumbrado a la prueba. Miró fijamente a la esfinge.

Examinó el implacable problema por todos sus lados.

Cosette, aquella existencia encantadora, era la tabla de salvación de aquel náufrago. ¿Qué iba a hacer? ¿Agarrarse a ella o soltarla?

Si se sujetaba, salía del desastre, volvía al sol, dejaba gotear de sus vestidos y de sus cabellos el agua amarga, estaba salvado, vivía.

¿Iba a soltarla?

Entonces vendría el abismo.

Así celebraba dolorosamente consejo con su pensamiento. O mejor dicho, luchaba; combatía furioso dentro de sí mismo, tan pronto contra su voluntad como contra su convicción.

Fue una suerte para Jean Valjean haber podido llorar. Esto tal vez le iluminó. No obstante, el principio fue horrible. Una tempestad más furiosa que la que en otro tiempo le había empujado hacia atrás se desencadenó en él. El pasado se le aparecía junto al presente; comparaba y sollozaba. Una vez abierta la esclusa de las lágrimas, el desesperado lloraba sin cesar.

Se sentía detenido.

¡Ay!, en el pugilato sin tregua, entre nuestro egoísmo y nuestro deber, cuando retrocedemos así paso a paso delante de nuestro ideal inconmutable, extraviados, encarnizados, exasperados por tener que ceder, disputando el terreno, esperando una posible huida, buscando una salida, ¡qué brusca y siniestra resistencia ofrece detrás de nosotros el muro!

¡Sentir la sombra sagrada que opone un obstáculo!

¡Qué obsesión, el invisible inexorable!

Pero con la conciencia nunca se acaba. Adopta el partido que quieras, Bruto; adóptala tú también, Catón. Siendo como es Dios, la conciencia no tiene fondo. Se arroja en ese pozo el trabajo de toda la vida, se arroja la fortuna, se arroja la riqueza, el éxito, la libertad o la patria, se arroja el bienestar, el descanso, la alegría. ¡Es poco aún, es poco aún! ¡Vaciad el vaso! ¡Verted la urna! Es preciso acabar arrojando el corazón.

En la bruma de los viejos infiernos existe un tonel parecido a este pozo.

¿No es digno de perdón el que al fin sucumbe? ¿Es que lo inagotable puede tener un derecho? ¿Es que las cadenas sin fin no están por encima de las fuerzas humanas? ¿Quién censuraría a Sísifo y a Jean Valjean si dijeran: «¡Ya basta!»?

La obediencia de la materia está limitada por el frotamiento; ¿es que hay un límite a la obediencia del alma? Si el movimiento perpetuo es imposible, ¿es exigible la abnegación perpetua?

El primer paso no es nada, es el segundo el que es difícil. ¿Qué era el asunto Champmathieu al lado del casamiento de Cosette y lo que implicaba? ¿Qué es regresar a presidio al lado de entrar en la nada?

¡Oh, primer peldaño, qué oscuro eres! ¡Oh, segundo peldaño, qué negro eres!

¿Cómo no volver la cabeza esta vez?

El martirio es una sublimación, sublimación corrosiva. Es una tortura que santifica. Puede consentirse en él al principio; sentarse en el trono de hierro candente, ceñir en la frente la corona de hierro candente, pero queda aún por vestir el manto de llamas, y ¿no llega un momento en que la carne miserable se revuelve y en el que se abdica del suplicio? Por fin, Jean Valjean entró en la tranquilidad del abatimiento.

Pesó, meditó, consideró las alternativas de luz y de sombra.

Imponer su presidio a aquellos dos niños resplandecientes o consumar por sí mismo su irremediable anonadamiento. Por un lado el sacrificio de Cosette, por otro, el suyo propio.

¿En qué solución se detuvo? ¿Qué determinación tomó? ¿Cuál fue, en su fuero interno, su respuesta definitiva al incorruptible interrogatorio de la fatalidad? ¿Qué puerta se decidió a abrir? ¿Qué lado de su vida tomó el partido de cerrar y condenar? Entre todos aquellos abismos insondables que le rodeaban, ¿cuál fue su elección? ¿Qué extremo aceptó? ¿A cuál de los abismos hizo un movimiento de cabeza?

Su meditación vertiginosa duró toda la noche.

Permaneció hasta el alba en la misma actitud, doblado sobre aquel lecho, prosternado bajo la enormidad de la suerte, aplastado tal vez, con los puños crispados, los brazos extendidos en ángulo recto como un crucificado desclavado a quien hubieran arrojado de cara al suelo. Permaneció así doce horas, las doce horas de una larga noche de invierno, helado, sin alzar la cabeza y sin pronunciar una palabra. Estaba inmóvil como un cadáver, mientras su pensamiento rodaba por el suelo y volaba, tan pronto como la hidra, tan pronto como el águila. Al verle de aquel modo, sin movimiento, hubiérase dicho que era un muerto; de improviso, se estremecía convulsivamente y su boca, pegada a los vestidos de Cosette, los besaba, lo que indicaba que seguía vivo.

¿Pero quién podía verle, si no había nadie allí?

El Ser que está en las tinieblas.