II
Jean Valjean continúa con su brazo en cabestrillo

¿A quién le es dado realizar su sueño? En el cielo, debe haber elecciones para esto; todos somos candidatos sin saberlo; los ángeles votan. Cosette y Marius habían sido elegidos.

Cosette, en la alcaldía y en la iglesia, estaba radiante y conmovedora. Fue Toussaint, ayudada por Nicolette, quien la había vestido.

Cosette llevaba sobre una saya de tafetán blanco su vestido de guipure de Binche, un velo de punto de Inglaterra, un collar de perlas finas y una corona de flores de azahar; todo era blanco, y ella irradiaba entre aquella blancura. Era un candor exquisito, dilatándose y transfigurándose en la claridad. Hubiérase dicho que era una virgen próxima a convertirse en diosa.

Los hermosos cabellos de Marius estaban abrillantados y perfumados; entreveíanse de vez en cuando, bajo el espesor de los bucles, líneas pálidas, que eran las cicatrices de la barricada.

El abuelo, soberbio, con la cabeza alta, amalgamando más que nunca, en su traje y en sus maneras, todas las elegancias del tiempo de Barras, llevaba a Cosette. Reemplazaba a Jean Valjean, que a causa de su brazo en cabestrillo no podía dar la mano a la novia.

Jean Valjean, vestido de negro, les seguía sonriendo.

—Señor Fauchelevent —decía el abuelo—, ved qué día tan hermoso. Voto por el fin de las aflicciones y de los pesares. Es preciso que en lo sucesivo no haya tristeza en ningún lado. ¡Pardiez! ¡Decreto de alegría! El mal no tiene derecho a existir. El que haya hombres desgraciados es, en verdad, una vergüenza para el azul del cielo. El mal no viene del hombre, que en el fondo es bueno. Todas las miserias humanas tienen por capital y gobierno el infierno, o dicho de otro modo, las Tullerías del diablo. Ya veis que hoy prodigo las frases demagógicas. En cuanto a mí, ya no tengo opinión política; ahora me limito a desear que todos los hombres sean ricos, es decir, felices.

Cuando al finalizar las ceremonias, después de haber pronunciado delante del alcalde y delante del sacerdote todos los sí posibles, después de haber firmado en los registros de la municipalidad y en la sacristía, después de haber cambiado los anillos, después de haber estado de rodillas, codo con codo bajo el yugo del moaré blanco entre nubes de incienso, llegaron cogidos de la mano, admirados y envidiados de todos, Marius de negro y Cosette de blanco, precedidos del pertiguero con charreteras de coronel, que golpeaba las baldosas con su alabarda, entre las filas de personas maravilladas, a las puertas de la iglesia, abiertas de par en par, preparados para subir al coche; la joven apenas se atrevía a creer en la realidad de su dicha. Contemplaba a Marius, contemplaba a la multitud, contemplaba el cielo; parecía que tuviera miedo de despertar. Su aire sorprendido e inquieto añadía a su aspecto un tono encantador.

A la vuelta, entraron juntos en el mismo coche. Marius al lado de Cosette; y enfrente, el señor Gillenormand y Jean Valjean. La tía Gillenormand había retrocedido un puesto, e iba en el segundo coche.

—¡Hijos míos! —decía el abuelo—. Sois ya el señor barón y la señora baronesa, con treinta mil libras de renta.

Y Cosette, acercándose a Marius, le acariciaba el oído con este murmullo angélico:

—Entonces, es verdad. Llevo tu nombre. Soy tuya.

Aquellos dos seres resplandecían. Estaban en el minuto irrevocable y único, en el deslumbrante punto de intersección de toda la juventud y de toda la alegría. Hacían realidad los versos de Jean Prouvaire: entre los dos no sumaban cuarenta años. Era el casamiento sublime; aquellos dos niños eran dos lirios. No se veían, se contemplaban. Cosette veía a Marius en una aureola; Marius veía a Cosette en un altar; y en aquel altar y en aquella aureola, mezclándose las dos apoteosis en el fondo, no se sabe cómo, detrás de una nube para Cosette y en un resplandor para Marius, estaba lo ideal, lo verdadero, la cita del beso y el sueño, el tálamo nupcial.

Todos los tormentos que habían experimentado se convertían para ellos en embriaguez. Parecíales que las penas, los insomnios, las lágrimas, las angustias, los terrores, la desesperación, convirtiéndose en caricias y rayos de luz hacían aún más encantadora la hora que se aproximaba; y que las tristezas eran otras tantas sirvientas que adornaban a la alegría. ¡Qué bueno es haber sufrido! Su desgracia aureolaba su felicidad. La larga agonía de su amor tenía por término una ascensión.

Había en aquellas dos almas el mismo encanto, matizado de voluptuosidad en Marius y de pudor en Cosette. Se decían bajito:

—Volveremos a nuestro jardincillo de la calle Plumet.

Los pliegues del vestido de Cosette estaban sobre Marius.

Un día semejante es una mezcla inefable de sueño y de certidumbre. Se posee y se supone. Hay aún bastante tiempo para adivinar. Es una indecible emoción estar a mediodía y soñar con estar a medianoche. Las delicias de aquellos dos seres desbordaban sobre la multitud y comunicaban alegría a los transeúntes.

La gente se detenía en la calle Saint-Antoine, delante de la iglesia de Saint-Paul, para ver a través del cristal del coche temblar las flores de azahar sobre la cabeza de Cosette.

Luego volvieron a la calle Filles-du-Calvaire, a su casa. Marius, al lado de Cosette, subió triunfante y radiante por aquella misma escalera por donde le habían llevado moribundo. Los pobres, agrupados delante de la puerta y repartiéndose las limosnas, los bendecían. Por todos lados había flores. La casa no estaba menos perfumada que la iglesia; después del incienso, las rosas. Creían oír voces cantando en el infinito; tenían a Dios en el corazón; el destino se les aparecía como un techo de estrellas; por encima de sus cabezas veían el resplandor del sol naciente. De repente, el reloj dio la hora. Marius contempló el encantador brazo desnudo de Cosette y su rosada garganta que se vislumbraba vagamente a través de las puntillas de su corpiño, y Cosette, viendo la mirada de Marius, enrojeció hasta la raíz del cabello.

Buen número de antiguos amigos de la familia Gillenormand habían sido invitados; todos se agolpaban alrededor de Cosette. La llamaban señora baronesa.

El oficial Théodule Gillenormand, ahora capitán, había venido de Chartres, donde se hallaba de guarnición, para asistir al casamiento de su primo Pontmercy. Cosette no le reconoció.

Él, a su vez, acostumbrado a que las mujeres le encontrasen hermoso, tampoco se acordó de Cosette.

«¡Cuánta razón tuve al no creer en esa historia del lancero!», decía para sí el abuelo Gillenormand.

Cosette no se había mostrado nunca tan cariñosa con Jean Valjean. Iba al unísono con el señor Gillenormand, mientras que él expresaba su alegría por medio de aforismos y máximas, ella exhalaba el amor y la bondad como un perfume. La felicidad quiere que todos sean felices.

Encontraba para hablar a Jean Valjean inflexiones de voz de los tiempos en que era niña. Le acariciaba con su sonrisa.

En el comedor se había preparado un banquete.

Una claridad deslumbrante es la salsa necesaria para una gran alegría. La bruma y la oscuridad no son aceptadas por los que se sienten felices. No consienten en estar negros. La noche, sí; las tinieblas, no. Si no hay sol, es preciso fabricar uno.

El comedor era una hoguera de cosas alegres. En el centro, encima de la mesa blanca y resplandeciente, una araña de Venecia con toda clase de pájaros de colores, azules, violetas, rojos, verdes, posados en medio de las bujías. Alrededor de la araña, guirnaldas en la pared, espejos, apliques de tres y cinco brazos; cristalería, vajilla, porcelana, loza, orfebrería y platería, todo deslumbraba y alegraba. Los huecos entre los candelabros estaban cubiertos con ramos, de modo que allí donde no había luz, había flores.

En la antecámara, tres violines y una flauta tocaban en sordina cuartetos de Haydn.

Jean Valjean se había sentado en una silla del salón, detrás de la puerta, cuyo batiente se replegaba sobre él, de modo que casi le ocultaba. Algunos momentos antes de sentarse a la mesa, Cosette le hizo una gran reverencia, cogiendo entre los dedos su vestido de novia, y con una tierna mirada le preguntó:

—Padre, ¿estáis contento?

—Sí —dijo Jean Valjean—, estoy contento.

—Pues, bien, reíd.

Jean Valjean se puso a reír.

Algunos instantes más tarde, Basque anunció que la cena estaba servida.

Los comensales, precedidos por el señor Gillenormand, quien daba el brazo a Cosette, entraron en el comedor y se fueron colocando en torno a la mesa, según el orden previsto.

Dos grandes sillones estaban a derecha y a izquierda de la novia, el primero para el señor Gillenormand, el segundo para Jean Valjean. El señor Gillenormand se sentó. El otro sillón permaneció vacío.

Buscaron con la mirada al «señor Fauchelevent».

No estaba ya allí.

El señor Gillenormand interpeló a Basque.

—¿Sabes dónde está el señor Fauchelevent?

—Señor —respondió Basque—, precisamente el señor Fauchelevent me ha rogado que dijera al señor que sufría un poco a causa de su mano enferma, y que no podría comer con el señor barón y la señora baronesa. Que rogaba que le dispensasen. Que vendría mañana por la mañana. Acaba de salir.

Aquel sillón vacío enfrió por un momento la efusión del banquete de bodas. Pero, aunque el señor Fauchelevent estaba ausente, allí estaba el señor Gillenormand, y el abuelo estaba radiante por los dos. Afirmó que el señor Fauchelevent hacía bien acostándose temprano, si sufría, y que no valía la pena afligirse. Esta declaración bastó. Además, ¿qué es un ángulo oscuro en medio de una irradiación tal de alegría? Cosette y Marius se hallaban en uno de esos momentos egoístas y benditos en los que no se posee otra facultad que la de percibir la felicidad. Y, además, el señor Gillenormand tuvo una idea.

—¡Pardiez! Este sillón está vacío. Ven, Marius, siéntate en él. Tu tía, aunque tenga derecho a tenerte a su lado, te lo permitirá. Este sillón es para ti. Es legal y gentil. Fortunato al lado de Fortunata.

Aplausos alrededor de la mesa. Marius ocupó al lado de Cosette el lugar de Jean Valjean; y las cosas se arreglaron de tal forma que Cosette, al principio triste por la ausencia de Jean Valjean, acabó por estar contenta. Desde el momento en que Marius era su suplente, Cosette no hubiera sentido nostalgia ni del mismo Dios. Puso su lindo pie, calzado de raso blanco, sobre el pie de Marius.

Una vez ocupado el sillón, el señor Fauchelevent se perdió en el olvido; y nada faltó. A los cinco minutos, la mesa entera reía de un extremo a otro con toda la elocuencia del olvido.

A los postres, el señor Gillenormand se puso en pie, con una copa de champaña en las manos, a medio llenar, para que el temblor de sus noventa y dos años no la hiciese desbordar, y brindó por los novios.

—No os libraréis de dos sermones —afirmó—. Por la mañana habéis oído el del cura, por la noche tendréis el del abuelo. Escuchadme. Voy a daros un consejo: adoraos. Yo no me ando con rodeos, sino que iré directo al grano: ¡sed dichosos! No hay en la creación otros sabios que las tórtolas. Los filósofos dicen: Moderad vuestras alegrías. Y yo digo: Dad rienda suelta a vuestra alegría. Prendaos el uno del otro como diablos. Los filósofos desbarran. Quisiera hacerles tragar su filosofía… ¿Acaso en la vida pueden sobrar los perfumes, los pétalos de rosa entreabiertos, los ruiseñores cantando, las hojas verdes y la aurora? ¿Es que es posible amarse demasiado? ¿Es que no es bueno agradarse mutuamente demasiado? ¡Cuidado, Estelle, eres demasiado linda! ¡Cuidado, Némorin, que eres demasiado hermoso! Modera la alegría, ¡qué disparate! ¡Abajo los filósofos! La sabiduría consiste en divertirse. Divirtámonos, divirtámonos. ¿Somos felices porque somos buenos, o somos buenos porque somos felices? ¿El Sancy[48] se llama así porque perteneció a Harlay de Sancy, o porque pesa ciento seis quilates? No lo sé; la vida está llena de esta clase de problemas; lo importante es poseer el Sancy, y la felicidad. Seamos felices sin meternos en cuestiones. Obedezcamos ciegamente al sol. ¿Qué es el sol? Es el amor. Quien dice amor dice mujer. ¡Ah! ¡Ah! La mujer es omnipotente. Preguntad a este demagogo de Marius si no es el esclavo de esta pequeña tirana de Cosette. ¡Y de buen grado, el pícaro! ¡La mujer! No hay ningún Robespierre capaz de resistirle. La mujer reina. Hoy ya sólo soy realista de esta clase de realeza. ¿Qué es Adán? El reino de Eva. No hay 89 para Eva. Había el cetro real coronado por una flor de lis, había el cetro imperial coronado por un globo, había el cetro de hierro de Carlomagno, el cetro de Luis el Grande, en oro; la Revolución los hizo pedazos, como si fuesen de paja; todo se acabó, todo rodó por el suelo, ya no hay cetros. ¡Pero haced revoluciones contra este pañuelito bordado que huele a pachulí! ¡Ahí quisiera veros! Intentadlo. ¿Por qué es sólido? Porque es un pedazo de trapo. ¡Ah! ¡Sois el siglo diecinueve! ¿Y qué? ¡Nosotros éramos el dieciocho! Y éramos tan imbéciles como vosotros. No imaginéis que habéis cambiado mucho el universo porque vuestro mata-gentes se llame cólera morbo y porque vuestro baile se llame la cachucha. En el fondo, siempre habrá que amar a las mujeres. Os desafío a que salgáis de esto. Estas diablesas son nuestros ángeles.

»Sí, el amor, la mujer, el beso, es un círculo del que os desafío a salir; en cuanto a mí, ya quisiera yo volver a entrar en él. ¿Cuál de vosotros ha visto alzarse en el infinito, apaciguándolo todo a sus pies, contemplando las olas como una mujer, la estrella Venus, la gran coqueta del abismo, la Célimène del océano? ¡El Océano! ¡Terrible Alcestes! Pues bien, en vano se alborota. Venus aparece y tiene que sonreír. La bestia bruta se somete. Todos somos así. Cólera, tempestad, rayos, espuma hasta el techo. Una mujer entra en escena, brilla una estrella en el horizonte, ¡todos se postran! Marius combatía hace seis meses, y hoy se casa. Bien hecho. Sí, Marius, sí, Cosette, tenéis razón. Existid el uno para el otro, acariciaos, hacednos reventar de rabia por no poder hacer lo mismo, idolatraos. Tomad en vuestros picos todas las briznas de felicidad que hay sobre la tierra, y preparad con ellas un nido para toda la vida. ¡Pardiez!, amar, ser amado, ¡qué hermoso milagro cuando se es joven! No os figuréis que esto lo habéis inventado vosotros. También yo he soñado, he meditado, he suspirado; y también yo he tenido un alma inundada de luz. El amor es un niño de seis mil años. El amor tiene derecho a una larga barba blanca. Matusalén es un niño al lado de Cupido. Desde hace dieciséis siglos el hombre y la mujer salen del paso amándose. El diablo, que es maligno, se ha puesto a odiar al hombre; el hombre, que es aún más maligno, se ha puesto a amar a la mujer. De esta manera se ha procurado un bien mayor que el mal que le ha proporcionado el diablo. Este amor se ha encontrado ya en el paraíso terrenal. Amigos míos, la invención es vieja, pero conserva toda su novedad. Aprovechaos. Sed Dafnis y Cloe, mientras llega el momento de que seáis Filemón y Baucis. Haced de manera que cuando estéis el uno con el otro, no os falte nada más, y que Cosette sea el sol para Marius, y Marius el universo para Cosette. Cosette, que el buen tiempo sea la sonrisa de vuestro marido; Marius, que la lluvia sean las lágrimas de tu mujer. Y que no llueva jamás en vuestro hogar. Habéis robado a la lotería el buen número, el amor en el sacramento; tenéis el premio gordo, guardadlo bien, bajo llave, no lo desperdiciéis, adoraos, y no os preocupéis de lo demás. Creed en lo que os digo. Lo dice el buen juicio. Y el buen juicio no puede mentir. Sed una religión el uno para el otro. Cada uno tiene su manera de adorar a Dios. ¡Pardiez! La mejor manera de amar a Dios es amar a la esposa. ¡Te amo!, éste es mi catecismo. Quien ama es ortodoxo. El juramento de Enrique IV pone la santidad entre la francachela y la embriaguez. La mujer no se menciona. Esto me sorprende en el juramento de Enrique IV. Amigos míos, ¡viva la mujer! Soy viejo, según dicen; es sorprendente de qué modo me siento rejuvenecer. Quisiera ir a oír las zampoñas en los bosques. Me casaría de buena gana si alguien quisiera. Es imposible imaginar que Dios nos haya hecho para otra cosa que no sea esto: idolatrar, arrullar, galantear, ser palomo, ser gallo, picotear a la amada desde la mañana hasta la noche, mirarse en su mujercita, estar orgulloso y triunfal; éste es el objeto de la vida. Esto es lo que pensábamos nosotros, y no os moleste, en los tiempos en que éramos jóvenes. ¡Ah!, ¡qué preciosas mujeres había en aquella época!, ¡qué palmitos!, ¡qué pimpollitos! Ea pues, amaos. Si los jóvenes no se amasen, no sé de qué serviría la primavera; por mi parte, rogaría a Dios que encerrase todas las maravillas que nos muestra, que nos privase de verlas, que devolviese a su caja las flores, los pájaros y las muchachas bonitas. Hijos míos, recibid la bendición de este anciano.

La velada fue alegre y amable. El soberano buen humor del abuelo dio el tono a la fiesta, y todos trataron de corresponder a aquella cordialidad casi centenaria. Bailaron un poco, y rieron mucho; fue una boda a la antigua. Hubieran podido invitar a Jadis. Por lo demás, estaba allí, en la persona del abuelo Gillenormand.

Hubo tumulto, y luego silencio.

Los recién casados desaparecieron.

Un minuto más tarde, la casa Gillenormand se convertía en un templo.

Aquí nos detenemos. En el umbral de la noche de boda hay un ángel de pie, sonriendo, con un dedo sobre los labios.

El alma cae en la contemplación ante ese santuario donde se celebra la fiesta del amor.

Debe haber resplandores encima de esas casas. La alegría que contienen debe escaparse a través de las piedras de las paredes en forma de claridad, e irradiar vagamente en las tinieblas.

Es imposible que esa fiesta sagrada y fatal no envíe un reflejo celeste al infinito. El amor es el crisol sublime en el que se funden el hombre y la mujer; de él sale el ser uno, el ser triple, el ser final, la trinidad humana. Este nacimiento de dos almas en una debe estremecer las sombras. El amante es sacerdote; la virgen arrebatada se asusta. Una parte de esta alegría va a Dios. Allí donde hay realmente casamiento, es decir, donde hay amor, el ideal se une. Un lecho nupcial forma en las tinieblas un rincón de aurora. Si fuera dado a los ojos terrenos percibir las visiones terribles y encantadoras de la vida superior, es probable que vieran las formas de la noche, los desconocidos alados, los viajeros azules del invisible, inclinándose satisfechos sobre la casa luminosa, señalando a la virginal esposa dulcemente atemorizada y reflejando en sus rostros divinos la felicidad humana. Si en esta hora suprema los esposos deslumbrados por el deleite, y que se creen solos, escuchasen, oirían en su habitación un confuso batir de alas. La felicidad perfecta implica la solidaridad de los ángeles. Esta pequeña alcoba oscura tiene el cielo por techo. Cuando dos bocas, santificadas por el amor, se acercan para crear, es imposible que no responda a ese beso inefable un dulce estremecimiento en el inmenso misterio de las estrellas.

Estas felicidades son las verdaderas. No hay otra alegría fuera de estas alegrías. El amor es el único éxtasis. Todo lo demás llora.

Amar o haber amado, esto basta. No pidáis nada luego. No es posible encontrar otra perla en los pliegues tenebrosos de la vida. Amar es una consumación.