Se dispuso todo para la boda. Consultado el médico, declaró que ésta podría tener lugar en febrero. Estaban en diciembre. Transcurrieron algunas semanas de felicidad perfecta.
El abuelo no era el menos feliz. Empleaba sus buenos cuartos de hora contemplando a Cosette.
—¡Qué admirable jovencita! —exclamaba—. ¡Tiene un aire tan dulce y tan bueno! En toda mi vida he visto a una joven tan encantadora. Más tarde, poseerá virtudes con olor a violeta. ¡Es una Gracia, vaya! No es posible vivir de otro modo que noblemente con una criatura así. Marius, hijo mío, eres barón, eres rico, déjate de defender pleitos, te lo suplico.
Cosette y Marius habían pasado bruscamente del sepulcro al paraíso. La transición había sido muy inesperada, y sólo el deslumbramiento les impidió aturdirse.
—¿Comprendes algo de todo esto? —decía Marius a Cosette.
—No —respondía Cosette—, pero me parece que Dios nos está mirando.
Jean Valjean hizo, facilitó, concilió y allanó todo. Apresuraba la dicha de Cosette con tanta solicitud y, en apariencia, tanta alegría como la misma Cosette.
Como había sido alcalde, supo resolver un problema delicado, cuyo secreto le pertenecía a él solo: el estado civil de Cosette. Decir crudamente su origen, ¿quién sabe?, tal vez hubiera impedido la boda. Allanó a Cosette todas las dificultades. Regaló a Cosette una familia de personas ya difuntas, medio seguro de no incurrir en reclamación alguna. Cosette era lo que quedaba de una familia extinguida. Cosette no era su hija, sino la hija de otro Fauchelevent. Dos hermanos Fauchelevent habían sido jardineros en el convento del Petit-Picpus. Fueron a aquel convento; abundaron los mejores informes y los más respetables testimonios; las buenas religiosas, poco aptas y poco inclinadas a sondear las cuestiones de paternidad y no entendiendo de malicia, no habían sabido nunca de cuál de los dos Fauchelevent era hija la pequeña Cosette. Dijeron lo que se quiso, y lo dijeron con celo. Fue extendida un acta ante notario. Cosette se convirtió ante la ley en la señorita Euphrasie Fauchelevent. Fue declarada huérfana de padre y madre. Jean Valjean se las arregló para ser nombrado, con el nombre de Fauchelevent, tutor de Cosette, con el señor Gillenormand en calidad de tutor subrogado.
En cuanto a los quinientos ochenta y cuatro mil francos, era un legado hecho a Cosette por una persona muerta que deseaba permanecer en el anonimato. El legado primitivo había sido de quinientos noventa y cuatro mil francos, pero se habían gastado diez mil francos en la educación de la señorita Euphrasie, de los cuales cinco mil fueron pagados al mismo convento. Este legado, depositado en manos de un tercero, debía ser entregado a Cosette, cuando cumpliera su mayoría de edad, o en la época de su casamiento. Todo este conjunto era muy aceptable, como se ve, especialmente con el apoyo de más de medio millón. Existían algunas singularidades, pero no fueron vistas; uno de los interesados tenía los ojos vendados por el amor y los otros por los seiscientos mil francos.
Cosette supo que no era la hija de aquel anciano a quien había llamado padre durante tanto tiempo; otro Fauchelevent era su padre verdadero. En otro momento, esto la hubiese lastimado. Pero en la hora inefable en la que se hallaba, fue sólo una sombra, un oscurecimiento, y ella sentía tanta alegría que aquella nube se extinguió pronto. Tenía a Marius. Llegaba el joven y se borraba el viejo; la vida es así.
Además, Cosette estaba acostumbrada desde hacía largos años a ver enigmas a su alrededor; todo ser que ha tenido una infancia misteriosa se halla siempre dispuesto a ciertas renuncias.
No obstante, continuó llamando padre a Jean Valjean.
Cosette, en el cielo, estaba entusiasmada con el abuelo Gillenormand. Es cierto que éste la colmaba de regalos y madrigales. Mientras Jean Valjean construía para Cosette una situación normal en la sociedad y una posesión de estado intachable, el señor Gillenormand cuidaba de los regalos de bodas. Nada le divertía tanto como ser magnífico. Había dado a Cosette un vestido de guipure de Binche que había llevado su propia abuela.
—Estas modas antiguas vuelven a usarse —decía—, las antiguallas hacen furor, y las mujeres de mi vejez se visten como las mujeres de mi infancia.
Desvalijaba sus respetables cómodas de laca de Coromandel que no habían sido abiertas desde hacía muchos años.
—Confesemos a estas centenarias —exclamaba—; veamos lo que tienen en la tripa.
Violaba ruidosamente cajones ventrudos llenos de trajes y adornos de todas sus mujeres y de todas sus amantes, y de todas sus abuelas. Pequines, damascos, moarés pintados, vestidos de gros de Tours flameado, pañuelos de las Indias bordados con un oro lavable, delfinas sin revés, en piezas, puntillas de Génova y Alençon, joyas de vieja orfebrería, bomboneras de marfil adornadas con dibujos microscópicos de batallas, cintas, lazos, todo lo prodigaba a Cosette. Cosette, maravillada, perdida de amor por Marius y confundida de reconocimiento por el señor Gillenormand, soñaba en una felicidad sin límites, vestida de satén y terciopelo. Su canastilla de bodas le parecía sostenida por serafines. Su alma volaba al cielo con alas de encaje de Malinas.
La embriaguez de los enamorados no era igualada más que por el éxtasis del abuelo. Había una especie de fanfarria en la calle Filles-du-Calvaire.
Cada mañana, nueva ofrenda del abuelo a Cosette. Todas las curiosidades imaginables se extendían con esplendidez a su alrededor.
Un día, Marius, que hablaba de buen grado gravemente, en medio de su felicidad, dijo a propósito de no sé qué incidente:
—Los hombres de la revolución son tan grandes que tienen ya el prestigio de los siglos, como Catón y como Foción, y cada uno de ellos parece una memoria antigua.
—Moaré antiguo[43] —exclamó el abuelo—. Gracias, Marius, precisamente es la idea que andaba buscando.
Y al día siguiente, un magnífico vestido de moaré antiguo, color de té, se añadía al canastillo de Cosette.
El abuelo reflexionaba a propósito de aquel ajuar.
—El amor es bueno, pero con todo esto. En la felicidad se precisa de lo inútil. La felicidad no es más que lo necesario, y hay que sazonarla con lo superfluo. Un palacio y su corazón. Su corazón y el Louvre. Su corazón y los grandes surtidores de Versailles. Dadme a mi pastora y procurad que sea duquesa. Traedme a Filis coronada de flores y dotadla con cien mil libras de renta. Una bucólica, bien, pero con columnas de mármol. La felicidad a secas se parece al pan seco. Se come, pero no es un almuerzo. Yo quiero lo superfluo, lo inútil, lo extravagante, lo demasiado, lo que no sirve de nada. Recuerdo haber visto en la catedral de Estrasburgo un reloj alto como una casa de tres pisos, que señalaba la hora, que tenía la bondad de señalar la hora, pero que no parecía haber sido hecho para esto; y que después de haber dado las doce del día o de la noche, es decir, la hora del sol y la del amor, o la que os plazca, mostraba la luna y las estrellas, la tierra y el mar, los pájaros y los peces, Febo y Febe, y una caterva de cosas que salían de un nicho, y los doce apóstoles, y el emperador Carlos V, y Éponine y Sabino[44], y un montón de hombrecillos dorados tocando la trompeta. Sin contar las innumerables campanadas que echaba al vuelo a cada instante, sin saberse por qué. ¡Qué vale en comparación con tantas maravillas un mal reloj sólo capaz de dar las horas! Yo soy de la opinión del gran reloj de Estrasburgo, y lo prefiero al cuco de la Selva Negra.
El señor Gillenormand desbarraba a propósito de la boda, y todos los entrepaños del siglo XVIII cabían en sus ditirambos.
—Ignoráis el arte de las fiestas. No sabéis pasar un día de alegría en estos tiempos. Vuestro siglo diecinueve es liviano. Le faltan excesos. Ignora al rico, ignora al noble. Está raso en todo. Vuestra clase media es insípida, incolora, inodora e informe. Sueños de personas vulgares que se establecen, como dicen; un bonito gabinete recién decorado palisandro e indiana. ¡Plaza!, ¡plaza!, el señor Grigou se casa con la señorita Grippesou. ¡Suntuosidad y esplendor! Un luis de oro pegado a un cirio. Ésta es la época. Yo pido escapar más allá de Sarmacia. ¡Ah!, desde 1787 predije que todo estaba perdido; fue el día en que vi al duque de Rohan, príncipe de Léon, duque de Chabot, duque de Montbazon, marqués de Soubise, vizconde de Thouars, par de Francia, ir a Longchamp en una carraca. Eso ha dado sus frutos. En este siglo se hacen negocios, se juega a la Bolsa, se gana dinero y se es miserable. Se cuida y pule la superficie; la gente se pone de veinticinco alfileres, se lava, se enjabona, se afeita, se peina, se alisa, se frota, se cepilla, limpia el exterior y queda irreprochable, brillante como un guijarro, discreto, limpio, y al mismo tiempo, ¡mal pecado!, hay en el fondo de la conciencia estercoleros y cloacas como para hacer retroceder a una vaquera que se suena con los dedos. Otorgo a estos tiempos la siguiente divisa: «Limpieza sucia». Marius, no te enfades, dame permiso para hablar, no te hablo mal del pueblo, ya ves, tengo la boca llena de tu pueblo, pero en cuanto a la clase media, déjame sacudirle el polvo un poquito. El que bien ama, mejor zurra. Lo digo y lo repito; hoy la gente se casa, pero no sabe casarse. ¡Ah!, es cierto, siento nostalgia de la gentileza de las antiguas costumbres. Siento nostalgia de todo. De aquella elegancia, de aquella caballerosidad, de aquellas maneras corteses y graciosas, del lujo de todo, la música formando parte de la boda, sinfonía en lo alto, tamboril abajo, los bailes, los alegres rostros, los madrigales alambicados, las canciones, los fuegos de artificio, las risas francas, el diablo y su tren, los grandes lazos de cintas. Siento nostalgia de la liga de la novia. La liga de la novia es prima del ceñidor de Venus. ¿Sobre qué gira la guerra de Troya? ¡Pardiez!, sobre la liga de Helena. ¿Por qué se lucha; por qué Diomedes, el divino, rompe en la cabeza de Meriones el gran casco de bronce de diez puntas; por qué Aquiles y Héctor cruzan sus picas? Porque Helena ha dejado que Paris le tomara la liga. Con la liga de Cosette, Homero escribiría la Ilíada. Pondría en su poema a un viejo charlatán como yo y le llamaría Néstor. Amigos míos, en otro tiempo, en ese amable otro tiempo se casaban sabiamente; primero, un buen contrato y luego una suculenta comida. Así que salía Cujas, entraba Gamache. Porque, ¡diantre!, el estómago es un animal agradable que pide lo que le pertenece, y que quiere también tener su boda. Se cenaba bien, y en la mesa había una mujer hermosa sin griñón y descotada. ¡Oh! ¡Qué bocas tan bonitas y risueñas! ¡Qué alegría reinaba en mis tiempos! La juventud era un ramillete; todo joven terminaba en un ramo de lilas o un ramillete de rosas. El guerrero se convertía en pastor, y si era casualmente capitán de dragones, se las ingeniaba para llamarse Florian. Había empeño en estar hermoso. Abundaban los bordados y el colorete. Un simple ciudadano parecía una flor y un marqués una piedra preciosa. No se usaban botas. Y así, rozagantes y lustrosos, presumidos y pisaverdes, llevaban espada al costado. El colibrí tiene pico y uñas. Era el tiempo de las Indias galantes. Uno de los lados del siglo era el delicado, el otro era el magnífico. ¡Y voto al diablo, nos divertíamos! Hoy la gente es seria. El ciudadano es avaro, la ciudadana es gazmoña; vuestro siglo es infortunado. Se expulsaría de él a las Gracias por demasiado descotadas. ¡Ah!, se oculta la hermosura como si fuera una fealdad. Desde la revolución, todos usan pantalones, hasta las bailarinas. Las alumnas de Terpsícore deben ser graves; vuestros rigodones son doctrinarios. Hay que ser majestuoso. El tono es llevar la barbilla metida dentro de la corbata. El ideal de un galopín de veinte años que se casa es parecerse al señor Royer-Collard. ¿Y sabéis adónde se llega con esta majestad?, a ser pequeño. Aprended esto: la alegría no es solamente alegre, sino grande. Pero al menos, sed amantes alegremente, ¡qué diablos!, casaos, y cuando os caséis, con la fiebre, el atolondramiento y el bullicio de la felicidad. De la gravedad a la iglesia, sea. Pero una vez terminada la misa, ¡voto a brío!, será preciso envolver en un sueño a la desposada. Un casamiento debe ser real y quimérico; debe pasear su ceremonia desde la catedral de Reims a la pagoda de Chanteloup. Me horroriza una boda prosaica. ¡Pardiez!, subid al Olimpo al menos este día. Convertíos en dioses. ¡Ah!, podríais ser silfos, juegos y risas, ¡y sois simples horteras! Amigos míos, todo recién casado debe ser el príncipe Aldobrandini. Aprovechad este minuto de la vida para volar al empíreo con los cisnes y las águilas, aunque hayáis de volver a caer al día siguiente en la burguesía de las ranas. No economicéis en el himeneo, ni le escatiméis esplendores; no escatiméis nada el día en que estáis radiantes. La boda no es el manejo de la casa. ¡Oh! Si yo obrase a mi fantasía, ésta sería magnífica. Se oirían violines por entre los árboles. Éste es mi programa: azul cielo y plata. Traería a la fiesta a las divinidades agrestes, convocaría a las dríadas y a las nereidas. Las bodas de Anfitrite, una nube rosada, ninfas muy adornadas y desnudas, un carro arrastrado por monstruos marinos. «Tritón trotaba delante, y sacaba de su caracola sonidos tan hermosos que a todos enamoraba». Si esto no es un programa de fiesta, confieso que no lo entiendo.
Mientras el abuelo, en plena efusión lírica, se escuchaba a sí mismo, Cosette y Marius se embriagaban contemplándose con entera libertad.
La tía Gillenormand consideraba toda aquella escena con su placidez imperturbable. No había cesado, desde hacía cinco o seis meses, de recibir emociones; Marius de vuelta, Marius cubierto de sangre, Marius traído de una barricada, Marius muerto, y luego vivo, Marius reconciliado, Marius casándose con una mujer pobre, Marius casándose con una millonaria. Aquellos seiscientos mil francos habían sido su última sorpresa. Luego había recobrado su indiferencia de primera comulgante. Iba regularmente a los oficios, desgranaba su rosario, leía su eucologio, murmuraba en un rincón de la casa Ave Marías, mientras que en otro rincón murmurábanse I love you, y vagamente veía a Marius y Cosette como dos sombras. La sombra era ella.
Existe un cierto grado de ascetismo inerte en que el alma, neutralizada por el entorpecimiento, extraña a lo que podría llamarse la tarea de vivir, no percibe, a excepción de los temblores de tierra y las catástrofes, ninguna de las impresiones humanas, ni las impresiones agradables ni las impresiones penosas. «Esta devoción —decía el abuelo Gillenormand a su hija— corresponde al resfriado del cerebro. No se siente nada de la vida. Ni mal olor ni bueno».
Por lo demás, los seiscientos mil francos habían fijado las indecisiones de la solterona. Su padre había tomado la costumbre de tenerla tan poco en cuenta que no la había consultado sobre el consentimiento para la boda de Marius. Había obrado impetuosamente, como hacía siempre, no teniendo, convertido de déspota en esclavo, más que un solo pensamiento: satisfacer a Marius. En cuanto a la tía, de su existencia y su opinión no se había acordado para nada; y esto no dejó de lastimarla. Un poco ofendida en su fuero interno, pero exteriormente impasible, se había dicho: «Mi padre resuelve la cuestión del casamiento sin mí; yo resolveré la cuestión de la herencia sin él». Ella era rica, efectivamente, y el padre no lo era. Se reservó, pues, para sí su decisión. Es probable que si el casamiento hubiera sido pobre, pobre lo habría dejado. «¡Tanto peor para mi señor sobrino! Se casa con una pordiosera; pues que sea pordiosero». Pero el medio millón de Cosette complació a la tía, y cambió su situación interna respecto a aquel par de enamorados. Se debe consideración a seiscientos mil francos, y era evidente que ella no podía hacer otra cosa que dejar su fortuna a aquellos jóvenes, puesto que ellos ya no la necesitaban.
Se dispuso que los esposos vivirían en casa del abuelo. El señor Gillenormand se empeñó en cederles su habitación, la más hermosa de la casa. «Esto me rejuvenecerá —declaraba—. Es un viejo proyecto. Yo siempre había tenido la idea de convertir mi habitación en cámara nupcial». Amuebló la habitación con un montón de viejas chucherías galantes. La hizo techar y alfombrar con una tela de extraordinario mérito, que conservaba en pieza y que creía de Utrecht, con fondo satinado y flores de terciopelo. «De esta tela —decía— era el cobertor de la duquesa de Anville en Roche-Guyon». Puso sobre la chimenea una figurilla de Sajonia, que tenía un manguito sobre el vientre desnudo.
La biblioteca del señor Gillenormand se convirtió en el gabinete de abogado que necesitaba Marius; tal como el lector recordará, el Consejo de la Orden exigía un gabinete.