IV
La señorita Gillenormand acaba por no desaprobar que el señor Fauchelevent lleve un bulto bajo el brazo

Cosette y Marius volvieron a verse.

Renunciamos a describir la entrevista. Hay cosas que no hay que tratar de pintar; el sol es una de ellas.

Toda la familia, comprendidos Basque y Nicolette, estaba reunida en la habitación de Marius en el momento en que Cosette entró.

Apareció en el umbral; parecía hallarse rodeada de un nimbo.

Precisamente en aquel instante el abuelo iba a sonarse; se quedó cortado, cogida la nariz en el pañuelo y mirando a Cosette por encima.

—¡Adorable! —exclamó.

Luego se sonó ruidosamente.

Cosette estaba embriagada, medio asustada, en el cielo. Estaba tan azorada como puede estarse por causa de la felicidad. Balbuceaba ya pálida, ya encendida, queriendo arrojarse a los brazos de Marius, y sin atreverse a ello. Vergonzosa de amar delante de tanta gente. No hay piedad para los amantes felices; se está junto a ellos cuando más desearían estar solos. Ellos no tienen necesidad alguna de todas estas personas.

Junto con Cosette, y detrás de ella, había entrado un hombre de cabellos blancos, grave, y sin embargo sonriente, aunque su sonrisa tenía cierto tinte vago y doloroso. Era el «señor Fauchelevent», Jean Valjean.

Estaba muy bien vestido, como había dicho el portero, ropas negras y nuevas, y corbata blanca.

El portero estaba a mil leguas de reconocer en aquel ciudadano correcto, en aquel probable notario, al terrible individuo que había aparecido en su puerta, en la noche del 7 de junio, harapiento, lleno de fango, huraño, con una máscara de sangre y cieno, sosteniendo en sus brazos a Marius desvanecido; sin embargo, su olfato de portero estaba excitado. Cuando el señor Fauchelevent llegó con Cosette, el portero no pudo menos que decir por lo bajo a su mujer:

—No sé por qué, pero se me figura que he visto ya ese rostro.

El señor Fauchelevent, en la habitación de Marius, permanecía como aparte, y junto a la puerta. Bajo el brazo llevaba un paquete bastante parecido a un volumen in-octavo, envuelto en papel. El papel del envoltorio era verdoso, y parecía algo enmohecido.

—¿Llevará siempre este caballero libros bajo el brazo? —preguntó en voz baja la señorita Gillenormand a Nicolette, ella que era poco amiga de los libros.

—¡Y qué! —respondió en el mismo tono el señor Gillenormand que la había oído—; será algún sabio. ¿Qué tiene esto de raro? ¿Es culpa suya? El señor Boulard, a quien conocí, no salía nunca sin un libraco contra su corazón. —Y saludando, dijo en voz alta—: Señor Tranchelevent…

El señor Gillenormand no lo hizo adrede, pero la poca atención a los nombres propios era en él una manera aristocrática.

—Señor Tranchelevent, tengo el honor de pediros para mi nieto, el señor barón Marius Pontmercy, la mano de esta señorita.

El «señor Tranchelevent» se inclinó.

—Ya está dicho —dijo el abuelo. Y volviéndose hacia Marius y Cosette, con los brazos extendidos en actitud de bendecir, les dijo—: Tenéis permiso para adoraros.

No se lo hicieron decir dos veces. ¡Tanto peor!, enseguida empezó el susurro. Se hablaban en voz baja, Marius recostado en el diván y Cosette de pie a su lado.

—¡Oh, Dios mío! —murmuraba Cosette—, os vuelvo a ver, ¡eres tú!, ¡sois vos! ¡Ir a luchar de ese modo! ¿Pero por qué? Es horrible. Durante cuatro meses he estado muerta. ¡Oh, qué maldad haber tomado parte en esa batalla! ¿Qué os había hecho yo? Os perdono, pero no volváis a hacerlo. Ahora mismo, cuando se nos avisó que viniésemos, creí otra vez que iba a morir, pero era de alegría. ¡Estaba tan triste! No me he tomado tiempo para vestirme, y debo dar miedo. ¿Qué dirán vuestros parientes al reparar que traigo el cuello tan arrugado? ¡Hablad! Me dejáis hablar sola. Seguimos viviendo en la calle L’Homme-Armé. ¡Parece que la herida de vuestro hombro era horrible! Me han dicho que se podían poner los dedos dentro. Y luego, parece ser que cortaban la carne con tijeras. Es terrible. He llorado mucho, y ya no me quedan lágrimas. ¡No comprendo cómo es posible sufrir tanto! ¡Vuestro abuelo parece muy bueno! No os mováis, no os apoyéis sobre el codo, cuidado, vais a haceros daño. ¡Oh, qué feliz soy! ¡Se ha terminado ya la desgracia! Soy tonta. Quería deciros cosas, pero no sé. ¿Me amáis aún? Vivimos en la calle L’Homme-Armé. No hay jardín. He estado haciendo hilas durante todo el tiempo; ved, caballero, mirad, por culpa vuestra tengo una dureza en los dedos.

—¡Ángel! —exclamó Marius.

Ángel es la única palabra del idioma que no puede gastarse. Ninguna otra palabra resistiría al empleo incesante que hacen de ella los enamorados.

Después, como había gente delante, se interrumpieron y no volvieron a decir ni una sola palabra, limitándose a estrecharse suavemente la mano.

El señor Gillenormand se volvió hacia todos los que estaban en la habitación y exclamó:

—Vamos, hablad alto. Haced ruido. Vamos, un poco de ruido, ¡qué diablos!, para que los niños puedan charlar a gusto. —Y acercándose a Marius y Cosette, les dijo en voz baja—: Tuteaos. No os sintáis violentos.

La tía Gillenormand asistía con estupor a aquella irrupción de luz en su interior de solterona. Aquel estupor no tenía nada de agresivo; no era en absoluto la mirada escandalizada y envidiosa de una vieja lechuza ante dos palomas; era la mirada estúpida de una pobre inocente de cincuenta y siete años; era la vida fallida contemplando el triunfo del amor.

—Señorita Gillenormand —le decía su padre—, ya te había dicho que iba a sucederte esto. —Permaneció silencioso un instante y añadió—: Contempla la felicidad de los demás. —Luego, miró a Cosette—. ¡Es preciosa!, ¡es preciosa! Es un Greuze. ¡Y vas a tener este tesoro para ti solo, pilluelo! ¡Ah!, bribón. De buena te has librado. Si yo tuviera quince años menos, nos batiríamos a espada por ella. ¡Vaya! Estoy enamorado de vos, señorita. No tiene nada de extraño. Es vuestro derecho. ¡Ah, qué preciosa boda vamos a celebrar! Nuestra parroquia es Saint-Denis du Saint-Sacrement, pero conseguiré una dispensa para que podáis casaros en Saint-Paul. La iglesia es mejor. La construyeron los jesuitas. Es más coqueta. Está delante de la fuente del cardenal Birague. La obra maestra de la arquitectura jesuita está en Namur. Se llama Saint-Loup. Será preciso ir a verla cuando estéis casados. El viaje vale la pena. Señorita, estoy por entero con vos, quiero que las jóvenes se casen, que para eso están. Hay una cierta Santa Catalina que quisiera ver sin toca. Permanecer doncella es hermoso, pero es frío. La Biblia dice: Multiplicaos. Para salvar al pueblo se necesita a Juana de Arco; pero para hacer al pueblo se necesita a la tía Antonia. Así pues, casaos, hermosas. ¿De qué sirve realmente permanecer solteras? Sé muy bien que se tiene una capilla aparte en la iglesia, y que todos se inclinan ante la cofradía de la Virgen; pero, ¡caramba!, un buen marido, guapo muchacho, y al cabo de un año un rollizo chiquitín rubio, que mame gallardamente, que tenga buenos pliegues en los muslos y que juegue con sus piececitos rosados en el regazo, riendo como la aurora, esto vale más que llevar un cirio a la iglesia, y cantar Turris Eburnea[41].

El abuelo hizo una pirueta sobre sus talones de noventa años y continuó hablando, como movido por un resorte:

—«Así, limitando el curso de tus cavilaciones tantas, Alcipo, no cabe duda de que dentro de poco te casas»[42].

»¡A propósito! —añadió.

—¿Qué, padre mío?

—¿No tenías un amigo íntimo?

—Sí. Courfeyrac.

—¿Qué ha sido de él?

—Ha muerto.

—Más vale así.

Se sentó cerca de ellos, hizo sentar a Cosette y tomó sus cuatro manos en sus viejas manos arrugadas.

—Es exquisita esta picarona. Es una obra maestra esta Cosette. Muy niña, y muy señora. No será más que baronesa, y es lástima, porque ha nacido marquesa. ¡Qué pestañas! Hijos míos, convenceos de que es verdad lo que pasa a vuestro alrededor. Amaos hasta estupidizaros. El amor es la estupidez del hombre y el ingenio de Dios. ¡Adoraos! Pero —añadió poniéndose serio repentinamente—, ¡qué desgracia!, ahora caigo en ello. Más de la mitad de mis rentas son vitalicias; mientras yo viva, todo marchará bien, pero después de mi muerte, dentro de veinte años, ¡ah!, mis pobres niños, ¡no tendréis ni un sueldo! Vuestras hermosas manos blancas, señora baronesa, harán al diablo el honor de tirarle de la cola.

Entonces se oyó una voz grave y tranquila que decía:

—La señorita Euphrasie Fauchelevent tiene seiscientos mil francos.

Era la voz de Jean Valjean.

Hasta ese momento no había pronunciado palabra alguna, y nadie parecía darse cuenta de que estaba allí; seguía en pie e inmóvil, detrás de todos aquellos seres felices.

—¿Quién es la señorita Euphrasie? —preguntó el abuelo como asustado.

—Soy yo —dijo Cosette.

—¡Seiscientos mil francos! —exclamó el señor Gillenormand.

—Menos unos catorce o quince mil francos —dijo Jean Valjean.

Y puso sobre la mesa el paquete que la tía Gillenormand había tomado por un libro.

Jean Valjean abrió el paquete; era un fajo de billetes de banco. Los hojeó y los contó. Había quinientos billetes de mil francos y ciento sesenta y ocho de quinientos. En total, quinientos ochenta y cuatro mil francos.

—¡Buen libro! —dijo el señor Gillenormand.

—¡Quinientos ochenta y cuatro mil francos! —murmuró la tía.

—Esto allana muchas cosas, ¿no es cierto, señorita Gillenormand? —dijo el abuelo—. ¡Este diablo de Marius ha encontrado en el árbol de los sueños a una griseta millonaria! ¡Fiaos ahora de los amoríos de los jóvenes! Los estudiantes encuentran a las estudiantas de seiscientos mil francos. Querubín trabaja mejor que Rothschild.

—Quinientos ochenta y cuatro mil francos —repetía a media voz la señorita Gillenormand—. ¡Quinientos ochenta y cuatro mil, casi seiscientos mil francos!

En cuanto a Marius y Cosette, continuaban mirándose, y apenas prestaron atención a este detalle.