XVII
Mortuus pater filium moriturum expectat[13]

Marius se había lanzado fuera de la barricada. Combeferre le había seguido. Pero era demasiado tarde. Gavroche había muerto. Combeferre se encargó del cesto con los cartuchos; Marius cogió al niño.

¡Ay!, pensaba, lo que el padre había hecho por su padre, él se lo devolvía al hijo; sólo que Thénardier había llevado el cuerpo de su padre vivo, y él llevaba al niño muerto.

Cuando Marius entró en el reducto, con Gavroche en sus brazos, tenía, como el niño, el rostro lleno de sangre.

En el instante en que se había inclinado para recoger el cuerpo de Gavroche, una bala le había rozado el cráneo; no se había dado cuenta de ello.

Courfeyrac deshizo su corbata y vendó la frente de Marius.

Pusieron a Gavroche en la misma mesa que Mabeuf, y extendieron sobre los dos cuerpos el chal negro. Hubo suficiente para el anciano y el niño.

Combeferre distribuyó los cartuchos del cesto que había traído.

Esto suministraba a cada hombre quince tiros más.

Jean Valjean seguía en el mismo lugar, inmóvil sobre el guardacantón. Cuando Combeferre le ofreció sus quince cartuchos, sacudió la cabeza.

—¡Vaya un raro excéntrico! —dijo Combeferre por lo bajo a Enjolras—. No quiere combatir en esta barricada.

—Lo que no le impide defenderla —respondió Enjolras.

—El heroísmo tiene sus originalidades —dijo Combeferre.

Y Courfeyrac, que había oído, añadió:

—Es un género distinto del tío Mabeuf.

Es preciso notar que el fuego que batía la barricada apenas turbaba los ánimos en el interior. Los que nunca han atravesado el torbellino de esta clase de guerras no pueden hacerse ninguna idea de los singulares momentos de tranquilidad mezclados con estas convulsiones. Se va, se viene, se charla, se bromea, se pasa el tiempo. Una persona a quien conocemos oyó decir a un combatiente en medio de la metralla: «Estamos aquí, como en una comida de amigos». El reducto de la calle Chanvrerie, lo repetimos, parecía por dentro muy tranquilo. Todas las peripecias se aproximaban a la conclusión. La posición, de crítica, había pasado a amenazadora, y pronto probablemente sería desesperada. A medida que la situación se oscurecía, el resplandor heroico alumbraba más la barricada. Enjolras, grave, la dominaba, en la actitud de un joven espartano, consagrando su espada desnuda al sombrío genio Epidotas.

Combeferre, con el mandil atado a la cintura, curaba a los heridos. Bossuet y Feuilly hacían cartuchos con la pólvora del frasco que Gavroche había encontrado sobre el cabo muerto, y Bossuet decía a Feuilly:

—Pronto vamos a tomar la diligencia para otro planeta.

Courfeyrac, sobre los pocos adoquines que se había reservado al lado de Enjolras, disponía y arreglaba todo su arsenal, su bastón de estoque, su fusil, dos pistolas de arzón y sus puños, con el cuidado de una joven que pone orden en sus objetos de tocador.

Jean Valjean, mudo, contemplaba la pared que tenía enfrente. Un obrero se ajustaba sobre la cabeza, con un cordel, un ancho sombrero de paja de la señora Hucheloup, por miedo a la insolación. Los jóvenes de la Cougourde d’Aix departían alegremente unos con otros, como si tuvieran necesidad de hablar patois por última vez. Joly, que había descolgado el espejo de la viuda Hucheloup, se examinaba la lengua. Algunos combatientes que habían descubierto cortezas de pan, más o menos enmohecidas, se las comían ávidamente. Marius estaba inquieto pensando en lo que su padre le iba a decir.