Había en aquel mismo instante, en el jardín de Luxemburgo —pues la mirada del drama debe estar presente en todas partes—, dos niños cogidos de la mano. Uno podía tener siete años, el otro cinco. Mojados por la lluvia, habían elegido los paseos por donde daba el sol; el mayor llevaba al pequeño; iban vestidos con harapos, y estaban pálidos; parecían pajaritos salvajes. El más pequeño decía:
—Tengo hambre.
El mayor, ya un poco protector, llevaba a su hermano de la mano izquierda, y en la derecha tenía una varita.
Estaban solos en el jardín. Las verjas estaban cerradas por orden de la policía, a causa de la insurrección. Las tropas que habían pasado la noche allí habían salido hacia el combate.
¿Cómo estaban allí aquellos niños? Tal vez se habían evadido de algún cuerpo de guardia; tal vez en los alrededores de la barrera de Enfer, en la explanada del Observatoire o en la encrucijada vecina, dominada por el frontispicio en el que se lee: «Invenerunt parvulum pannis involutum»[10], había alguna barraca de saltimbanquis de la que habían escapado; tal vez la noche anterior habían burlado la vigilancia de los guardas del jardín a la hora del cierre, y habían pasado la noche en alguna de esas garitas donde se leen los periódicos. El hecho es que andaban errantes por allí, y parecían libres. Andar errante y parecer libre es estar perdido. Aquellos pequeñuelos lo estaban, en efecto.
Aquellos dos niños eran los mismos que habían inspirado lástima a Gavroche, y que el lector recordará. Hijos de Thénardier, viviendo en casa de la Magnon, atribuidos al señor Gillenormand y ahora hojas caídas de todas aquellas ramas sin raíces, y arrastradas en el suelo por el viento.
Sus vestidos, propios del tiempo de la Magnon, y que servían para presentarlos al señor Gillenormand, se habían convertido en harapos.
Aquellos seres pertenecían ya a las estadísticas de los «Niños abandonados», que la policía registra, recoge, extravía y vuelve a encontrar en las calles de París.
Era preciso aquel día de confusión para que aquellos pequeños miserables se encontrasen en el jardín. Si los vigilantes los hubieran visto, habrían arrojado de allí a semejantes harapientos. Los niños pobres no entran en los jardines públicos; no obstante, debería pensarse que como niños que son tienen derecho a las flores.
Éstos se encontraban allí de contrabando. Se habían deslizado en el jardín y se habían quedado dentro. Los guardas no dejan de vigilar, aunque se cierre la verja; se supone que continúan vigilando, pero la atención es menor, además, los guardas, conmovidos también por la ansiedad pública, poca atención prestaban ya al jardín.
La víspera había llovido, y un poco también por la mañana. Pero en junio, los chaparrones no calan. Apenas se advierte, una hora después de la tormenta, que tan hermoso y dorado día ha llorado. La tierra en verano se seca tan pronto como las mejillas de un niño.
En ese momento del solsticio, la luz del mediodía es, digámoslo así, punzante. Se apodera de todo. Se aplica y se superpone a la tierra con una especie de succión. Se diría que el sol tiene sed. Un chaparrón es un vaso de agua; la lluvia es absorbida inmediatamente. Por la mañana, todo son arroyos, por la tarde, polvo que se levanta.
Nada hay tan admirable como el verdor que la lluvia lava y el sol seca, es la frescura cálida. Los jardines y las praderas, con el agua en sus raíces y el sol en sus flores, se convierten en braserillos de incienso y exhalan a un tiempo todos sus perfumes. Todo ríe, canta y se ofrece. Se siente uno dulcemente embriagado. La primavera es un paraíso provisional; el sol ayuda al hombre a tener paciencia.
Hay seres que no piden más; seres vivientes que teniendo el azul del cielo dicen: «¡Ya es bastante!». Pensadores absorbidos por el prodigio, sacando de la idolatría de la naturaleza la indiferencia del bien y del mal, contempladores del cosmos que en medio de tanta magnificencia se olvidan de sus semejantes, y no comprenden que haya quienes fijen la atención en el hambre de unos, en la sed de otros, en la desnudez del pobre en invierno, en la curvatura linfática de una pequeña espina dorsal, en el jergón, en la buhardilla, en el calabozo, en los harapos de las jóvenes que tiritan de frío, cuando se puede meditar a la sombra de los árboles; espíritus apacibles y terribles, implacablemente satisfechos. ¡Cosa rara!, el infinito les basta. Esa gran necesidad del hombre, lo finito, que admite el enlace, es por ellos ignorada. No piensan en lo finito, que admite el sublime trabajo del progreso. Lo indefinido, que nace de la combinación humana y divina de lo finito y lo infinito, les escapa. Con tal de estar frente a frente con la inmensidad, sonríen. Para ellos no hay nunca alegría, y siempre éxtasis. Abismarse, tal es su vida. La historia de la humanidad para ellos no es más que un plan parcelario; el Todo no se halla en ella; el verdadero Todo permanece fuera; ¿para qué ocuparse de ese detalle, el hombre? El hombre sufre, es posible, pero ¡mirad cómo se alza Aldebarán![11] La madre ya no tiene leche, el recién nacido muere; no sé una palabra, pero considerad ese rosetón maravilloso de una rodaja de abeto examinada con el microscopio. ¡Comparad a esto el más rico encaje! Estos pensadores se olvidan de amar. El zodíaco influye en ellos hasta el punto de impedirles ver al niño que llora. Dios les eclipsa el alma. Es una familia de inteligencias a la vez pequeñas y grandes. Horacio, Goethe, y La Fontaine pertenecían a ellas, magníficos egoístas del infinito, espectadores tranquilos del dolor, que no ven a Nerón si hace buen tiempo, a quienes el sol oculta la hoguera, que mirarían guillotinar buscando un efecto de luz, que no oyen ni el grito ni el sollozo, ni el estertor, ni el toque de rebato, para los cuales todo está bien, puesto que existe el mes de mayo, y mientras haya nubes de púrpura y oro por encima de sus cabezas se declaran contentos, y que están determinados a ser felices hasta el agotamiento del brillo de los astros y del canto de los pájaros.
Son radiantes tenebrosos. No sospechan que son dignos de lástima. Ciertamente, lo son. El que no llora no ve. Es preciso admirarlos y compadecerlos, como se compadecería y se admiraría a un ser que fuera a la vez noche y día, que no tuviese ojos bajo las cejas, y que tuviese un astro en medio de la frente.
La indiferencia de estos pensadores es, según algunos, una filosofía superior. Sea; pero en esta superioridad hay imperfección. Se puede ser inmortal y cojo; ejemplo, Vulcano. Se puede ser más que hombre y menos que hombre. Lo incompleto inmenso está en la naturaleza. ¿Quién sabe si el sol no es un ciego?
Pero entonces, ¡qué!, ¿de quién fiarse? Solem quis dicere falsum audeat?[12] ¿Cómo han de engañarse ciertos genios, ciertos altísimos humanos, ciertos hombres-astros? ¿Cómo lo que está a tan gran altura, en la cima, en la cúspide, en el cenit, lo que envía a la Tierra tanta claridad, ha de ver poco, ha de ver mal, no ha de ver? ¿No es esto desesperante? No. ¿Qué hay pues por encima del sol? Dios.
El 6 de junio de 1832, hacia las once de la mañana, el Luxemburgo solitario, despoblado, estaba encantador. Los tresbolillos y los parterres se enviaban en medio de la luz perfumes y resplandores. Las ramas, locas a la claridad del mediodía, parecían querer abrazarse. Había en los sicomoros un batahola de currucas; los gorriones celebraban su triunfo, otros pajarillos trepaban por los castaños, picoteando en los agujeros de las cortezas. Los arriates aceptaban la realeza legítima de los lirios; el más augusto de los perfumes es el que brota de la blancura. Se respiraba el olor aromático de los claveles. Las viejas cornejas de María de Médicis sentían el amor en los grandes árboles. El sol doraba, teñía de púrpura y encendía los tulipanes, que no son otra cosa que todas las variedades de llama convertidas en flor. Alrededor de los bancos de tulipanes, remolineaban las abejas, chispas de aquellas flores-llamas. Todo era gracia y alegría, incluso la próxima lluvia; ésta, reincidente, y de la que debían aprovecharse los muguetes, y las madreselvas, no tenía nada de alarmante; las golondrinas ensayaban la encantadora amenaza de volar bajo. El que estaba allí respiraba felicidad; la vida olía bien; toda aquella naturaleza exhalaba candor, socorro, asistencia, paternidad, caricia, aurora. Los pensamientos que caían del cielo eran suaves, como una manecita de niño que se besa.
Las estatuas bajo los árboles, desnudas y blancas, tenían vestidos de sombra agujereados de luz; aquellas diosas llevaban harapos de sol; les colgaban rayos por todos los lados. Alrededor del gran estanque, la tierra estaba ya tan seca que casi se quemaba. Se movía bastante viento, para levantar aquí y allá pequeños remolinos de polvo. Algunas hojas amarillas, restos del último otoño, se perseguían alegremente, y parecían pilluelos en sus juegos.
La abundancia de la claridad tenía un no sé qué de tranquilizador. Vida, savia, calor, efluvios, se desbordaban; se sentía bajo la creación la enormidad del manantial; en todos aquellos soplos penetrados de amor, en ese vaivén de reverberaciones y de reflejos, en ese prodigioso dispendio de rayos, en el verter indefinido de oro fluido, se sentía la prodigalidad de lo inagotable; y detrás del esplendor, como detrás de una cortina de llamas, se entreveía a Dios, el millonario de estrellas.
Gracias a la arena, no había ni una mancha de barro; gracias a la lluvia, no había ni una mota de ceniza. Los ramilletes acababan de lavarse; todos los terciopelos, todo el raso, todos los barnices, todo el oro que sale de la tierra en forma de flores, estaba irreprochable. Esta magnificencia estaba limpia. El gran silencio de la naturaleza feliz llenaba el jardín. Silencio celeste, compatible con mil músicas, arrullos de los nidos, zumbidos de enjambres, palpitaciones del viento. Toda la armonía de la estación se cumplía en un gracioso conjunto; las entradas y las salidas de la primavera tenían lugar en el orden querido, concluían las lilas y empezaban los jazmines; algunas flores se habían retrasado, y algunos insectos se habían adelantado; la vanguardia de las mariposas rojas de junio fraternizaban con la retaguardia de las mariposas blancas de mayo. Los plátanos formaban piel nueva. La brisa ondulaba la enormidad magnífica de los castaños. Era espléndido. Un veterano del cuartel próximo, que miraba a través de la verja, decía:
—Ahí está la primavera con todas sus armas y con su uniforme de gala.
Toda la naturaleza se desayunaba; la creación estaba a la mesa; era la hora; el gran mantel azul estaba tendido en el cielo y el gran mantel verde en la tierra. Dios servía el banquete universal. Cada ser tenía su alimento o su pastel. La paloma zurita encontraba cañamones; el pinzón, mijo; el jilguero, murajes; el petirrojo, gusanos; la abeja, flores; la mosca, infusorios; la chotacabras, moscas. Comíanse también de vez en cuando los unos a los otros; tal es el misterio del mal mezclado con el bien; pero ni un solo animal tenía el estómago vacío.
Los dos niños abandonados habían llegado cerca del estanque grande, y, un poco turbados por toda aquella luz, trataban de esconderse, instinto del pobre y del débil ante la magnificencia, incluso impersonal, y lo hicieron detrás de la casucha de los cisnes.
A intervalos, cuando corría el viento, se oían confusamente gritos y ruidos como estertores tumultuosos, que eran las descargas de fusilería, y golpes sordos, que eran los disparos de cañón. Había humo por encima de los tejados, por el lado de los mercados. Una campana que parecía llamar sonaba a lo lejos.
Aquellos niños no parecían darse cuenta del ruido. El más pequeño repetía de vez en cuando a media voz: «Tengo hambre».
Casi a la par que los dos niños, otra pareja se acercaba al estanque grande. Era un hombre de cincuenta años que conducía de la mano a otro hombre de seis años. Sin duda el padre con su hijo. El hombre de seis años llevaba un enorme bollo.
En aquella época, ciertas casas ribereñas, en la calle Madame y en la Enfer, tenían una llave del Luxemburgo, del que disfrutaban los inquilinos cuando las verjas estaban cerradas, tolerancia que más tarde se suprimió. Ese padre y ese hijo venían sin duda de alguna de aquellas casas.
Los dos pobrecillos vieron venir a aquel «señor» y se escondieron aún más.
Era éste un burgués. Tal vez el mismo al que un día Marius, en su fiebre de amor, le había oído decir, cerca de este estanque, aconsejando a su hijo, «que evitara los excesos». Tenía el aire afable y altanero, y una boca que, no cerrándose jamás, sonreía siempre. Esta sonrisa mecánica, producida por demasiada mandíbula y poca piel, mostraba los dientes más bien que el alma. El niño, con su bollo mordido, que no seguía comiendo, parecía disgustado. Iba vestido de guardia nacional, por el motín, y el padre seguía vestido de burgués, por la prudencia.
El padre y el hijo se habían detenido cerca del estanque en el que se refocilaban los dos cisnes. Aquel burgués parecía sentir por los cisnes una admiración especial. Se parecía a ellos en su modo de andar.
En aquel momento, los cisnes nadaban, lo que constituye su gracia principal, y estaban soberbios.
Si los dos pobrecitos hubiesen escuchado y hubiesen estado en edad de comprender, habrían podido recoger las palabras de un hombre grave.
El padre decía al hijo:
—El sabio se contenta con poco. Toma ejemplo de mí, hijo mío. No me gusta el fasto. Jamás se me ve con vestidos recamados de oro y de piedras; dejo ese falso brillo a las almas mal organizadas.
En ese instante, los gritos que procedían del lado de los mercados crecieron, acompañados de ruidos y redobles de campanas.
—¿Qué es eso? —preguntó el niño.
El padre respondió:
—Son saturnales.
De repente descubrió a los dos pequeños harapientos, inmóviles detrás de la casita verde de los cisnes.
—Éste es el principio —dijo.
Y tras un silencio, añadió:
—La anarquía entra en el jardín.
Entretanto, el niño mordió el bollo, escupió el pedazo y, bruscamente, empezó a llorar.
—¿Por qué lloras? —le preguntó el padre.
—Ya no tengo hambre —dijo el niño.
La sonrisa del padre se acentuó.
—No es preciso tener hambre para comer un pastel.
—Mi bollo me repugna. Está duro.
—¿No lo quieres?
—No.
El padre le señaló los cisnes.
—Arrójalo a esos palmípedos.
El niño dudó. Aunque no se quiera un bollo, no es razón suficiente para darlo.
El padre prosiguió:
—Sé humano. Es preciso tener piedad de los animales.
Cogió el bollo de manos de su hijo y lo arrojó al estanque.
El pastel cayó cerca del borde.
Los cisnes estaban lejos, en el centro del estanque, y ocupados con alguna presa. No habían visto ni al burgués ni al bollo.
El burgués, creyendo que el pastel corría peligro de perderse, y pesaroso por aquel naufragio, se entregó a una agitación telegráfica que terminó por atraer la atención de los cisnes.
Divisaron algo que flotaba, viraron, como navíos que son, y se dirigieron hacia el bollo lentamente, con la majestad beata que conviene a animales blancos.
—Los cisnes comprenden los signos —dijo el ciudadano, muy satisfecho con esta muestra de ingenio.
En aquel momento, el tumulto lejano de la ciudad aumentó repentinamente. Esta vez fue siniestro. Hay soplos de viento que hablan con más claridad que otros. El que soplaba en aquel instante trajo claramente redobles de tambor, clamores, fuegos de pelotón y réplicas lúgubres de campanas y cañones. Aquello coincidió con una nube negra que ocultó bruscamente el sol.
Los cisnes no habían llegado aún hasta el bollo.
—Volvamos —dijo el padre—; atacan las Tullerías.
Tomó de nuevo la mano de su hijo. Después prosiguió:
—Desde las Tullerías hasta el Luxemburgo no hay más distancia que la que separa la dignidad de rey de la dignidad de par; no es grande. Las balas van a llover.
Contempló la nube.
—Tal vez llueva agua; el cielo se mezcla. Regresemos deprisa.
—Quisiera ver a los cisnes comiendo el bollo —dijo el niño.
El padre respondió:
—Sería una imprudencia.
Y llevose a su pequeño ciudadano.
El niño, sintiendo dejar los cisnes, volvió la cabeza hacia el estanque, hasta que un grupo de árboles se lo ocultó.
Sin embargo, al mismo tiempo que los cisnes, los dos pequeños errantes se habían acercado al bollo. Flotaba en el agua. El menor miraba el pastel y el mayor al burgués.
El padre y el hijo entraron en el laberinto de avenidas que lleva a la gran escalera de árboles del lado de la calle Madame.
En cuanto se perdieron de vista, el mayor se tendió vivamente boca abajo sobre el borde redondeado del estanque, y cogiéndose con la mano izquierda, se inclinó sobre el agua, casi expuesto a caerse, y extendió su brazo derecho con una varita hacia el bollo.
Los cisnes, al ver al enemigo, se apresuraron, y al apresurarse, produjeron un movimiento del agua, útil al pequeño pescador; el agua refluyó delante de los cisnes, y una de aquellas blandas ondulaciones concéntricas empujó suavemente el bollo hacia la varita del niño. Cuando llegaban los cisnes, la varita rozó el bollo. El niño dio un golpe vivo, acercó el bollo, asustó a los cisnes, cogió el bollo y se puso en pie. El bollo estaba mojado; pero tenían hambre y sed. El mayor hizo dos partes del bollo, una grande y una pequeña; quedose con la pequeña y le dio la grande a su hermanito, diciéndole:
—Échate esto al coleto.