En aquel momento, Cosette se despertaba.
Su habitación era estrecha, limpia, discreta, con una gran ventana orientada hacia levante, que daba al patio interior de la casa.
Cosette no sabía nada de lo que sucedía en París. No estaba allí la víspera, y ya se había retirado a su habitación cuando Toussaint dijo: «Parece que hay alboroto».
Cosette había dormido pocas horas, pero bien. Había tenido dulces sueños, a los que tal vez contribuyó la blancura de su cama. Alguien que era Marius se le había aparecido inundado de luz. Se despertó con el sol en los ojos, lo que le hizo pensar que seguía soñando.
Su primera sensación, cuando salió de aquel sueño, fue de alegría. Cosette se sintió tranquila. Experimentaba, como Jean Valjean algunas horas antes, esa reacción del alma que no quiere bajo concepto alguno la desgracia. Se puso a esperar con todas sus fuerzas, sin saber por qué. Luego le asaltó una angustia indecible. Hacía ya tres días que no veía a Marius. Pero se dijo que habría recibido ya su carta, que sabía dónde estaba ella, y que tenía tanto ingenio que encontraría el modo de llegar hasta ella. Y tal vez ese mismo día, esa misma mañana. Era ya día claro, pero como el rayo de luz era horizontal, pensó que era muy temprano; no obstante, era preciso levantarse para recibir a Marius.
Sentía que no podía vivir sin Marius, y que, por consiguiente, esto bastaba, y que Marius vendría. No había nada que objetar. Todo esto era cierto. Era ya bastante monstruoso haber sufrido durante tres días. ¡Tres días sin ver a Marius era horrible! Ahora esta cruel burla de lo alto era una prueba ya atravesada. Marius iba a llegar, y traería una buena noticia. Así es la juventud; se seca rápidamente las lágrimas; encuentra inútil el dolor, y no lo acepta. La juventud es la sonrisa del porvenir delante de un desconocido que es él mismo. Le resulta natural ser feliz. Parece que su respiración está hecha de esperanza.
Por lo demás, Cosette no podía recordar lo que Marius le había dicho a propósito de aquella ausencia, que sólo debía durar un día, ni cómo se la había explicado. Todos habrán advertido la habilidad de una moneda que cae al suelo para ocultarse y atormentar al que la busca. Hay pensamientos que se divierten de igual modo a nuestra costa, escondiéndose en una celdilla del cerebro. En vano corremos tras él; la memoria no consigue apoderarse del fugitivo.
Cosette no dejaba de sentir cierto despecho, al notar que el recuerdo le era rebelde. Se decía que era culpa de ella haber olvidado las palabras pronunciadas por Marius.
Salió del lecho, e hizo las dos abluciones del alma y del cuerpo, su oración y el tocador.
Se puede, en rigor, introducir al lector en una alcoba nupcial, pero no en una alcoba virginal. Apenas lo osaría el verso. La prosa no debe intentarlo siquiera.
Es el interior de una flor aún cerrada, es una blancura en la sombra, es la célula íntima de un lirio cerrado, que no debe mirar el hombre mientras no lo haya mirado el sol. La mujer, en capullo, es sagrada. Este lecho inocente que se descubre, la adorable semidesnudez que tiene miedo de sí misma, el blanco pie que se refugia en una chinela, la garganta que se vela delante de un espejo, como si ese espejo fuera una pupila, la camisa que se apresura a subir y ocultar los hombros al menor ruido de un mueble que cruje, o de un carruaje que pasa, las cintas atadas, los corchetes abrochados, los cordones atados, el estremecimiento del frío y del pudor, la especie de susto que denotan todos los movimientos, la inquietud casi alada donde nada hay que temer, las fases sucesivas del vestido tan bellas como las nubes de la aurora; todas estas cosas no conviene describirlas, y ya es demasiado indicarlas.
La mirada del hombre debe mostrarse aún más religiosa ante una joven que sale del lecho que ante una estrella que aparece en el horizonte. La posibilidad de alcanzar debe convertirse en aumento de respeto. La pelusa del melocotón, el polvillo de la ciruela, el cristal radiante de la nieve, el ala de la mariposa empolvada de plumas, son objetos groseros si se comparan con esta castidad que ni siquiera sabe que es casta. La joven no es más que un resplandor de sueño, y no es aún una estatua. Su alcoba está oculta en la parte sombría del ideal. El indiscreto tacto de la mirada materializa esta vaga penumbra. Contemplar, en este caso, es profanar.
No mostremos, pues, ninguno de estos suaves cuidados femeninos del despertar de Cosette.
Un cuento oriental dice que Dios había hecho la rosa blanca, pero que habiéndola mirado Adán en el momento de entreabrirse, sintió vergüenza, y se volvió rosa. Somos de los que se sienten sobrecogidos delante de las jóvenes y de las flores, por juzgarlas dignas de veneración.
Cosette se vistió rápidamente, se peinó, lo cual era muy sencillo en aquel tiempo, pues entonces las mujeres no se ahuecaban el pelo con almohadillas, ni se ponían crinolinas en sus cabellos. Después abrió la ventana y paseó los ojos a su alrededor, esperando descubrir algún trozo de calle, una esquina de casa o de empedrado, y divisar a Marius. Pero no se veía nada del exterior. El patio interior se hallaba rodeado de paredes bastante altas, y no tenía más salida que unos jardines. Cosette consideró que aquellos jardines eran horrorosos, por primera vez en su vida encontró flores feas. Le hubiera gustado mucho más ver el menor pedazo de arroyo. Tomó el partido de mirar al cielo, como si pensara que Marius podía venir también de allí.
Súbitamente, estalló en sollozos. No era efecto de la movilidad de su alma, sino consecuencia de las esperanzas agotadas, resultado de su situación. Sentía confusamente un no sé qué de horrible. Se dijo que no estaba segura de nada, que perderse de vista era perderse de cualquier modo; y la idea de que Marius podía venir hacia ella del cielo se le presentó, no ya con colores agradables, sino lúgubres.
Luego, tales son estas nubecillas pasajeras, recobró la calma y la esperanza, y apareció en su rostro una especie de sonrisa inconsciente, pero que confiaba en Dios.
Todos dormían aún en la casa. Reinaba un silencio de provincia. No se había abierto ningún postigo. La portería estaba cerrada. Toussaint no se había levantado, y Cosette pensó, naturalmente, que su padre dormía. Preciso era todo lo que había padecido, y lo que entonces padecía, para calificar en su interior a éste de malo, por haberla llevado allí; pero contaba con Marius, pues el eclipse de esa luz era imposible de todo punto. Percibía de vez en cuando, a cierta distancia, como sacudidas sordas, y se decía: «Es raro que abran y cierren las puertas tan temprano».
Eran los disparos del cañón contra la barricada.
Unos pocos pies más abajo de la ventana de Cosette, en la antigua cornisa negra de la pared, había un nido de golondrinas; este nido formaba un saliente en la cornisa, de modo que desde lo alto se podía ver el interior de aquel pequeño paraíso. La madre estaba allí, cubriendo con sus alas en forma de abanico a sus hijuelos; el padre revoloteaba, iba y venía, trayendo en el pico comida y besos. El naciente día doraba aquel dichoso nido; la gran ley «multiplicaos» se manifestaba allí sonriente y augusta, bañando la gloria de la mañana el dulce misterio. Cosette, con los cabellos al sol y el alma en las quimeras, iluminada interiormente por el amor y exteriormente por la aurora, se inclinó maquinalmente, y sin atreverse casi a confesar que pensaba al mismo tiempo en Marius, se puso a contemplar aquellos pájaros, aquella familia, el macho y la hembra, la madre y los pequeñuelos, con la profunda turbación que un nido causa en una virgen.