V
El horizonte que se descubre desde lo alto de la barricada

La situación de todos en aquella hora fatal, y en aquel lugar inexorable, tenía como resultante y como vértice la melancolía suprema de Enjolras.

Enjolras llevaba en sí la plenitud de la revolución; estaba no obstante incompleto, tanto como puede serlo el absoluto; tenía demasiado de Saint-Just y no lo suficiente de Anacharsis Clootz. Sin embargo, su espíritu, en la sociedad de los Amigos del A B C, había acabado por experimentar la influencia de las ideas de Combeferre; desde hacía algún tiempo, salía poco a poco de la forma estrecha del dogma, y se dejaba llevar por el empuje del progreso; había acabado por aceptar, como evolución definitiva y magnífica, la transformación de la gran república francesa en inmensa república humana. En cuanto a los medios inmediatos, dada una situación violenta, los quería violentos; en esto no variaba; y permanecía fiel a la escuela épica y formidable que se resume en estas palabras: Noventa y tres.

Enjolras estaba de pie en la escalera de adoquines, con un codo apoyado sobre el cañón de su carabina. Meditaba, y de vez en cuando se estremecía, como si sintiese pasar un hálito misterioso. De sus pupilas, que reflejaban la mirada interior, salía una especie de fuego comprimido. De repente alzó la cabeza, sus cabellos rubios cayeron hacia atrás, como los del ángel sobre el carro sombrío hecho de estrellas, y semejantes a la melena de un león, erizada en forma de aureola resplandeciente. Enjolras habló así:

—Ciudadanos, ¿os representáis el porvenir? Las calles de las ciudades inundadas de luz, ramas verdes en los umbrales, las naciones hermanas, los hombres justos, los ancianos bendiciendo a los niños, lo pasado amando a lo presente, los pensamientos en plena libertad, los creyentes en plena igualdad, por religión el cielo, Dios, sacerdote directo, la conciencia humana convertida en altar, extinguido el odio, la fraternidad del taller y de la escuela, por penalidad y por recompensa, la notoriedad, para todos trabajo, para todos derecho, y sobre todos la paz; no más sangre vertida, no más guerras, ¡las madres dichosas! Sojuzgar a la materia es el primer paso; realizar el ideal es el segundo. Reflexionad en lo que ha hecho ya el progreso. En otro tiempo las primeras razas humanas veían con terror pasar ante sus ojos la hidra que soplaba sobre las aguas, el dragón que vomitaba fuego, el grifo, monstruo del aire, que volaba con las alas de un águila y las garras de un tigre; espantosas fieras, colocadas por encima del hombre. Sin embargo, el hombre ha tendido sus redes, las redes sagradas de la inteligencia, y ha terminado por coger en ellas a los monstruos.

»Hemos domado a la hidra, y le hemos dado el nombre de vapor; hemos domado al dragón, y le hemos dado el nombre de locomotora; estamos a punto de domar al grifo, pues ya ha caído en nuestras manos, y hemos cambiado su nombre por el de globo. El día en que esta obra de Prometeo concluya, unciendo al hombre definitivamente al carro de la triple Quimera antigua, la hidra, el dragón y el grifo, ese día será dueño del agua, del fuego y del aire, y vendrá a ser para el resto de la creación animada lo que los antiguos dioses eran en otro tiempo para él. Valor y adelante, ciudadanos. ¿Adónde vamos? A la ciencia convertida en Gobierno; a la fuerza de las cosas erigida en única fuerza pública; a la ley natural con su sanción y su penalidad en sí misma, promulgada por la evidencia, a una alborada de versos que corresponda al nacer del día. Vamos a la unión de los pueblos; vamos a la unidad del hombre. Basta de ficciones; basta de parásitos. Lo real gobernado por lo cierto, tal es el fin. La civilización celebrará sus audiencias en medio de Europa, y más tarde en el centro de los continentes, en un gran parlamento de inteligencia. Se ha visto ya algo semejante. Los anfictiones tenían dos juntas al año, una en Delfos, lugar de los dioses, la otra en las Termópilas, lugar de los héroes. Europa tendrá sus anfictiones; el globo tendrá sus anfictiones. Francia lleva este porvenir sublime dentro de sí. Es la gestación del siglo diecinueve. Lo que había esbozado Grecia es digno de ser acabado por Francia. Escúchame, Feuilly, valiente obrero hombre del pueblo, hombres de los pueblos. Te venero. Sí, tú ves con claridad los tiempos futuros, si, tú tienes razón. No tenías ni padre ni madre, Feuilly; has adoptado por madre la humanidad, y por padre el derecho. Vas a morir aquí, es decir, vas a triunfar. Ciudadanos, suceda hoy lo que sea, venzamos o seamos vencidos, vamos a hacer una revolución. Así como los incendios iluminan toda la ciudad, las revoluciones iluminan todo el género humano. ¿Y qué revolución vamos a hacer? Acabo de decirlo, la revolución de la Verdad. Bajo el punto de vista político, no hay más que un solo principio: la soberanía del hombre sobre sí mismo. Esta soberanía del yo sobre el yo se llama Libertad. Allí donde dos o varias de estas soberanías se asocian empieza el Estado. Pero en esta asociación no hay ninguna abdicación. Cada soberanía concede una cierta cantidad de sí misma para formar el derecho común. Esta cantidad es la misma para todos. Esta identidad de concesión que cada uno hace a todos se llama Igualdad. El derecho común no es otra cosa que la protección de todos del derecho de cada uno. Esta protección se llama Fraternidad. El punto de intersección de todas estas soberanías que se agregan se llama Sociedad. Siendo esta intersección una unión, este punto es un nudo. De ahí que se llame vínculo social. Algunos dicen contrato social; lo que es lo mismo, por cuanto la palabra contrato se forma etimológicamente con la idea del vínculo. Entendámonos acerca de la igualdad; pues al paso que la libertad es la cima, la igualdad es la base. La igualdad, ciudadanos, no significa toda la civilización a nivel; una sociedad de matas grandes y de encinas pequeñas; un conjunto de envidiosos hostilizándose; es, civilmente, el camino abierto por igual a todas las aptitudes; políticamente, el mismo peso para todos los votos; religiosamente, el mismo derecho para todas las conciencias. La igualdad tiene un órgano, y este órgano es la instrucción gratuita y obligatoria. El derecho al alfabeto; por ahí se debe empezar. La escuela primaria impuesta a todos; la escuela secundaria ofrecida a todos; tal es la ley. De la escuela idéntica, sale la sociedad igual. ¡Sí! ¡Enseñanza! ¡Luz! ¡Luz! De la luz emana todo, y todo vuelve a ella. Ciudadanos, el siglo diecinueve es grande, pero el siglo veinte será feliz. Entonces no habrá nada que se parezca a la antigua historia; no habrá que temer, como hoy, una conquista, una invasión, una usurpación, una rivalidad de naciones a mano armada, una interrupción de civilización por un casamiento de reyes, un nacimiento en las tiranías hereditarias, un reparto de pueblos acordado en congresos, una desmembración por hundimiento de dinastía, un combate de dos religiones encontrándose frente a frente, como dos sombras sobre el puente del infinito; no habrá que temer al hambre, la explotación, la prostitución por miseria, la miseria por falta de trabajo, el cadalso, la cuchilla, las batallas, y todos esos latrocinios del azar en la selva de los acontecimientos. Casi pudiera decirse que no habrá ya acontecimientos. Reinará la dicha. El género humano cumplirá su ley, como el alma y el astro. El alma gravitará alrededor de la verdad, como el astro alrededor de la luz. Amigos, la hora en que nos encontramos, y en que os hablo, es una hora sombría; pero tales son las terribles condiciones para la compra del porvenir. Una revolución es un peaje. ¡Oh!, el género humano será libertado, sacado de su postración y consolado. Nosotros lo afirmamos desde esta barricada. ¿De dónde saldrá el grito de amor sino de lo alto del sacrificio? Oh, hermanos míos, éste es el lugar de unión de los que piensan y de los que sufren; esta barricada no está hecha ni de adoquines ni de vigas ni de hierro viejo; está hecha de dos montones, uno de ideas y otro de dolores. La miseria encuentra en ella al ideal. El día se abraza con la noche y le dice: “Voy a morir contigo, y tú vas a renacer conmigo”. Del estrecho abrazo de todas las aflicciones brota la fe. Los sufrimientos traen aquí su agonía, y las ideas su inmortalidad. Esta agonía y esta inmortalidad van a mezclarse y a componer nuestra muerte. Hermanos, el que muere aquí, muere en la irradiación del porvenir, y nosotros entramos en una tumba penetrada de aurora.

Enjolras se interrumpió más que se calló; sus labios se movían silenciosamente como si continuara hablando consigo mismo, lo que hizo que sus compañeros, atentos, y como para tratar aún de oír, le miraran. No hubo aplausos; pero se habló en voz baja mucho tiempo.

La palabra es soplo, y el estremecimiento de las inteligencias se parece al estremecimiento de las hojas.