Durante los fines de semana en casa de mi padre, empecé a grabar casetes. Hacía compilaciones de mis canciones preferidas para que él las escuchara en el coche, de camino al aeropuerto. Se había convertido en mi principal ocupación: poner un disco sobre el plato, ajustar los niveles de grabación para que los diodos no subieran demasiado a la zona roja o la aguja del indicador de volumen no se escorara demasiado a la derecha en el amplificador de su cadena de alta fidelidad. Grababa todas las canciones en casetes BASF o Maxwell Chrome. Aún hoy le programo las listas de reproducción en el iPod. ¡Cuánto tiempo pasé contemplando cómo las luces del ecualizador se encendían y apagaban rítmicamente, cómo se deslizaba la cinta magnética dentro de la platina, cómo se hinchaban los bailes hasta despertar a los vecinos!… Era tan bello como 2001: Una odisea del espacio. Encadenaba las piezas creando progresiones en el ritmo, variando las emociones, alternando los estilos, intentando sorprenderlo con Don’t sleep in the subway de Petula Clark en mitad de dos lentas (Could it be magic de Barry Manilow y Oh Lori de los Alessi Brothers). Me abastecía de sencillos en Raoul Vidal, en la place Saint-Germain-des-Prés. El preadolescente se crea una nueva familia con los cantantes que idolatra, una tribu selecta que lo acoge: los fans de Tommy (de los Who) de mi instituto o los groupies de Bob Marley me parecían más cercanos a mí que mi propio hermano. Entre 1975 y 1980, tuve mi período reggae, luego punk, luego ska, luego cold wave. La música sigue siendo mi máquina del tiempo predilecta, el medio más rápido de pensar en el pasado. Estoy convencido de que mi colección de sencillos chisporroteantes contiene la historia de la que mi cerebro me ha desposeído. Hoy en día, cuando vuelvo a escuchar Don’t sleep in the subway, cuando llega el espléndido estribillo, tan bello y sorprendente como el de God only knows de los Beach Boys (en la que sin duda se inspira), me transporto en el tiempo como lo describe Proust: «¿Nada más que un momento del pasado? Acaso mucho más; algo que, común a la vez al pasado y al presente, es mucho más esencial que los dos.» Ese algo es el chiquillo que miraba cómo daban vueltas los logos de los sencillos de cuatro canciones sobre los que a veces su madre había tachado su firma: «Christine Beigbeder» se había convertido en «Christine de Chasteigner». El plato me atontaba: discos AZ, Flèche, Parlophone, Odeon, Stax, Atlantic, CBS, RCA, Arista, Reprise, Columbia, Vogue, A&M Records… La música se había convertido en el único nexo entre mis padres; aquellos casetes que yo grababa continuaban uniéndolos. Pasaba horas hipnotizado, tardes enteras inmóvil y solo delante de un círculo de vinilo que daba vueltas, como los ravers de los años noventa que se quedaban clavados delante de vídeos fractales hasta el amanecer, en un aparcamiento o un hangar. Todavía hoy, cuando pincho discos de vinilo en una discoteca, me fascina la sensualidad de ese movimiento perpetuo que desplaza la punta de la aguja hacia el centro del aparato. Los surcos concéntricos avanzan hacia el interior del disco como pequeñas olas de una marea negra sobre una orilla de plástico. Los círculos que se enrollan alrededor de la etiqueta central recuerdan los que provoca una piedra lanzada en el agua (a condición de pasar la imagen en modo reverse: en lugar de alejarse, se acercan al agujero).
Cambiaba de parecer, hacía borradores de casetes, sustituyendo Don’t sleep in the subway por Dream a little, dream of me de The Mamas and the Papas. Ahora me doy cuenta, mientras lo escribo, de que la elección de este grupo no era inocente. Regrababa varias veces sobre la misma banda magnética y corregía la carátula con celo y Tipp-Ex, con lo que la caja se llenaba enseguida de una costra yesosa y tachones. La punta de mi Bic se hundía en la pintura blanca como las manos de los actores en el cemento de Hollywood Boulevard, delante del Grauman’s Chinese Theatre. De este modo esculpía mis primeros manuscritos sonoros. Cada canción borraba las grabadas anteriormente en la misma cinta, igual como, en nuestra memoria, cada recuerdo aplasta el recuerdo precedente.