20. MADAME RATEL PINTA

Una de las principales pruebas del delito de mi infancia es, evidentemente, mi retrato a los nueve años pintado por madame Ratel. En 1974, mi padre le encargó una acuarela de cada uno de sus dos hijos. Dado que nos veía menos a menudo, era el modo que había encontrado para continuar teniéndonos un poco frente a los ojos. Así pues, durante varios jueves por la tarde, mi madre nos acompañó en coche a casa de Nicole Ratel, en la rue Jean-Mermoz, para posar ante su caballete y sus pinceles, sentados en sendos taburetes en un piso grande y sombrío decorado con telarañas. Madame Ratel nos servía galletas blandas en una caja cuadrada de hojalata y Coca-Cola sin burbujas. Las sesiones de posado eran largas y penosas. Empezó esbozando los retratos a lápiz, luego les añadió los colores poco a poco, y su vaso de agua se volvió paulatinamente marrón como un café frío. Teníamos que mantenernos derechos y no podíamos jugar ni salir de la habitación. Debíamos dejarnos inmortalizar por la artista, y tengo que confesar que, no siendo tan narcisista como lo soy hoy, pocas veces me he aburrido tanto como sentado en aquel taburete. No me acuerdo con precisión del rostro de madame Ratel, pero guardo de ella un recuerdo arrugado, triste, con un moño cano como el de la madre de Norman Bates en Psicosis. Mi memoria la ha convertido en un cruce de espectro y bruja. En la cubierta de este libro se reproduce la acuarela con mi retrato a los nueve años. Sí, también he sido este inocente angelito. La nariz y la barbilla todavía no me habían deformado el rostro, aún no tenía las ojeras que en este momento me excavan los ojos, ni la barba para esconderme el bocio de pelícano. Lo único que no ha cambiado son mis ojos, y aun así mi mirada es ahora menos franca que en aquel cuadro que preside actualmente la escalera de mi pequeña casa parisina. A veces, cuando vuelvo tarde, me mira y parece juzgarme. El chiquillo angelical contempla su propia decadencia con turbación. En ocasiones en que voy realmente borracho, me da por insultar a ese muchacho modélico que saca pecho en mi pared, orgulloso de su edad y lleno de desprecio por lo que he hecho con su porvenir:

—¡Eh, tú, cretino de los Pirineos! ¡Deja de mirarme así! No tienes ni diez años, vives en un pisito con tu madre divorciada, estás en octavo, con los curas, duermes en la misma habitación que tu hermano, coleccionas los cachivaches de Pif…, ¡deberías estar orgulloso del hombre en el que te has convertido! He hecho realidad todos tus sueños: eres escritor, pequeño mocoso, ¡me podrías admirar, en lugar de adoptar ese aire de reproche!

No hay respuesta: las acuarelas practican un mutismo arrogante.

—¡Coño!, pero ¿quién te has creído que eres?

—Tú.

—¿Y tanto te decepciono?

—Digamos que me fastidia saber que dentro de treinta años desprenderé aliento de vagabundo y hablaré con un cuadro.

—¡Deja de juzgarme! Joder, ¿qué más quieres? ¿Qué te falta? ¡SOY TÚ EN MÁS VIEJO, eso es todo! ¡Somos el mismo hombre, coño!

—Querrás decir el mismo niño, ¿no?

El muchacho, imperturbable, no mueve ni una ceja: debo de haber oído mi propia voz, debo de haber hecho yo las preguntas y las respuestas. En el estado en que me encuentro, todo se confunde. Mi pasado me mira de frente con consternación. Me siento en los peldaños de la escalera. El retrato de madame Ratel mantiene su silencio afligido, su frescor ávido de absoluto; es el antirretrato de Dorian Gray, siempre impecable, inmaculado, eterno testigo de mi decrepitud, y ante él tropiezo, soy yo quien envejece, quien hace muecas, quien da miedo, y me precipito a la cocina para servirme un vaso, y alzo el puño hacia el niño demasiado bonito que fui, y del que no me acuerdo, y que no cambiará jamás.

Unas semanas después de haber pintado el cuadro, madame Ratel anunció a su marido que amaba a otro hombre y le pidió el divorcio. Su esposo era menos «relajado» que mi padre: el antiguo oficial, que era director de personal de Péchiney en Lacq, bajó a París en su coche, cogió su escopeta de caza y disparó a su mujer en la cabeza a quemarropa antes de introducirse el cañón en la boca. Fue el hijo quien descubrió la masacre al volver a casa. Pienso en este hombre que hoy debe de tener más o menos mi misma edad. Cuando siento tentaciones de quejarme de mi infancia, me basta con compararla con la suya para sentirme ridículo.

Quizá es por eso por lo que no me atrevo a describir mi infancia: la última persona que pintó mi retrato murió asesinada.