Mi infancia está por reinventar: la infancia es una novela.
Dado que Francia es una nación amnésica, mi ausencia de memoria es la prueba irrefutable de mi nacionalidad.
La amnesia es una mentira por omisión. El tiempo es una cámara, el tiempo hace desfilar fotografías. El único modo de saber lo que pasó en mi vida entre el 21 de septiembre de 1965 y el 21 de septiembre de 1980 es inventarlo. Es posible que me haya creído amnésico cuando simplemente era un perezoso sin imaginación. Nabokov y Borges vienen a decir más o menos lo mismo: la imaginación es una forma de la memoria.
Cuando salga de aquí, hojearé los álbumes de fotos de mi madre, como Annie Ernaux en Los años. Esas imágenes amarillecidas son una prueba de que, a pesar de todo, mi vida empezó en alguna parte. En una fotografía tomada en el jardín de Villa Patrakenea, en Guéthary, mi hermano y yo vamos vestidos idénticos: jerséis a rayas azules y blancas de cuello alto con botones, bermudas grises y zapatos Kickers comprados en Western House, en la rue des Canettes. Cuando uno pasa toda su infancia vistiendo la misma ropa que su hermano, luego se pasa toda la edad adulta intentando diferenciarse de él. Llevé raya al lado como los jóvenes guitarristas de los grupos franceses actuales de rock. Mis mechas rubias iban treinta años adelantadas. Compré Malabars amarillos a diez céntimos la unidad en el quiosco de la playa grande, y me lamí el brazo para tatuarme sus calcomanías en la muñeca. Fui ese niño perfumado con colonia Bien-Être, que vestía calzones bávaros, despeinado en el jardín de Villa Navarre o del castillo de Vaugoubert, en Quinsac. Con pantalones New Man de pana color rojo vivo trepé entre las hayas en pendiente de la Selva de Irati, vagué por suaves valles agradables a mis ojos y vomité los macarrones de Chez Adam y el chocolate caliente de Chez Dodin en el Aston Martin que nos llevaba. Todavía no existían los 4 × 4 y en cada curva los niños se balanceaban en el asiento de atrás del nuevo coche paterno. Me bañé en el agua fría de un río, bajo los pinos gigantes, en un aire saturado de resina. Posé junto a mi hermano delante de un rebaño de ovejas que desprendía el olor de su queso venidero. Una cortina de lluvia barnizaba los pastos, el cielo nuboso era un edredón somnífero, el tiempo era largo (los niños detestan los paseos), creo que estábamos de un humor sombrío como nuestras botas de caucho enfangadas, y los pottokas pacían sobre las laderas herbosas de los caseríos de Zugarramurdi. En la iglesia de Guéthary, todos los domingos de verano, ebrio de incienso, entonaba cánticos en vasco: «Jainkoaren bildotcha zukenzen duzu mundunko bekatua emaguzu bakea» («Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros»). Pido disculpas a mis amigos vascos si la ortografía es aproximativa… Encerrado en mi celda, no lo pude verificar en ningún misal y, por una vez que me acuerdo de algo, cito de memoria. Resbalé sobre el trampolín de la piscina del Hôtel du Palais de Biarritz; mi madre afirma que, cuando hubo que coser la herida abierta sin anestesia, permanecí estoico. Estoy orgulloso de mi coraje infantil, del que da testimonio una cicatriz bajo mi mentón. Poseí un comediscos de plástico naranja en el que introducía sencillos del grupo Il était une fois (de Joe Dassin), de Nino Ferrer o de Mike Brant. La cantante de Il était une fois murió de sobredosis, igual que Joe Dassin, y Mike Brant y Nino Ferrer se suicidaron. Se puede decir, pues, que desde muy temprano tuve gustos culturales borderline. Llevé un aparato dental rosa baboso con gomas fijadas a los caninos, luego unos anillos metálicos unidos por alambres que me cercenaban las encías. Respiré el mismo olor a cera en las viejas escaleras de Pau y de Guéthary, aunque ese mismo olor me transporta también a Sara, donde mi abuelo había comprado otra casa: vigilaba las vacas que dormían en los prados nebulosos de la montaña española y me subía al cremallera de Larrun. A día de hoy, ésos son los más bellos paisajes que haya conocido nunca, a pesar de que he viajado mucho desde entonces. Las vacas eran beige o negras, y todos los matices del verde se desplegaban bajo el azul del cielo; las manchas blancas eran rebaños de ovejas; aun buscando, el ojo no encontraba nada feo, aquellas colinas exhalaban felicidad por los cuatro puntos cardinales. Viajé con mi padre y mi hermano por América y Asia, a las Antillas, a Indonesia, a Isla Mauricio y a las Seychelles. Fue durante aquellos viajes exóticos cuando me ocurrió algo crucial: a pesar de que apenas leía, empecé a escribir. Existen unos cuadernos en los que comencé a anotar todas nuestras actividades. Desafortunadamente, he perdido estas importantes pruebas del delito. ¿Adónde debe de haber ido a parar el cuaderno Clairefontaine, en el que escribí por primera vez?… Fue en Bali, en 1974, donde comenzó mi carrera de autobiógrafo. Nuestro padre nos había llevado a pasar un mes a Indonesia, un viaje largo y bonito del que no me acordaría si no lo hubiera registrado todo escrupulosamente en una libreta. Es ahí donde adquirí esta ridícula costumbre: cada día contaba lo que había hecho durante la jornada, lo que comíamos, las playas, los espectáculos de danza folklórica con ropas tradicionales (dedos retorcidos, cabezas inclinadas, uñas largas, pies arqueados, cofias doradas y puntiagudas como los templos), los combates con mi hermano en la piscina, las amigas sucesivas de mi padre, Charles que no conseguía salir del agua con los esquís náuticos, y también el temblor de tierra que nos despertó una noche en el hotel Tandjung Sari, y la serpiente que Charles vio bajo el mar en Kuta Beach y que no era en realidad más que la sombra de su tubo de buceo. Mi padre decía que el mar estaba infestado de «serpientes minuto», llamadas así porque todo aquel que las pisaba moría al cabo de un minuto. ¡Y le sorprendía que nos negáramos a bañarnos en otro lugar que no fuera la piscina! Si nunca antes había sentido aquella necesidad, ¿cómo es que de pronto me pareció indispensable consignar mi vida en cuadernos con doble interlineado? Sin duda había comprendido que escribir permite recordar. Minuciosamente, me convertí en el escribano del campamento, el alquimista capaz de transmutar un mes de vacaciones en eternidad. Escribía para fijar los momentos efímeros. Por eso sólo escribía durante las vacaciones con mi padre. Al año siguiente, experimenté el mismo impulso durante nuestro viaje por América. Si lo he olvidado todo, acaso sea porque toda mi memoria residía en aquellas libretas infantiles extraviadas.
Y entonces llegó mi primer momento de gloria: salí en la televisión, en el programa de los hermanos Bogdanoff. En 1979, era un niño rubito con voz de chica que afirmaba en «Temps X», en directo en la primera cadena francesa, que «la ciencia ficción es la búsqueda prospectiva de lo posible». Los gemelos rusos ataviados con trajes espaciales frecuentaban los cócteles de mi padre, y me habían visto siempre absorbido por novelas de ópera espacial o devorando la revista mensual de cómic ciberpunk Métal Hurlant, así que me habían propuesto participar en su programa para hablar de mi cultura de freak postatómico. El estudio de TF1, en la rue Cognacq-Jay, tenía forma de platillo volante de amianto. El lunes siguiente, en la escuela Bossuet, degusté los celos de mis compañeros de clase, así como el respeto del padre Di Falco, el director de la escuela. Con una sola aparición en la tele me había convertido en el preferido del dire, quien me regaló un sencillo cuya letra había compuesto él mismo: «Dime, Papá Noel, ¿de verdad existes?»
Había entrado en la ciencia ficción gracias a Gallimard, que había lanzado una colección de libros para niños titulada «1.000 soles» en la que se reeditó a Ray Bradbury: Crónicas marcianas y Fahrenheit 451, así como El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Robert Louis Stevenson. ¡Aquello me cambió las «señales de pista»! También había los clásicos de H. G. Wells: La guerra de los mundos, El hombre invisible y La máquina del tiempo… Me subo a bordo con sólo pensarlo. Las cubiertas estaban diseñadas por Enki Bilal. A continuación, mi padre me aconsejó leer La noche de los tiempos de Barjavel, que me produjo un gran choque erótico. Elea, la rubia congelada descubierta en los hielos del Polo Sur, fue durante mucho tiempo mi ideal femenino; nada me excita más que intentar calentar a una rubia frígida. Devoré todo Barjavel: Día de fuego, El viajero imprudente (otra gran novela sobre el viaje en el tiempo, que ya era mi obsesión)… No leía más que ciencia ficción: acumulaba los títulos de la colección Présence du Futur, devoraba la saga de los robots de Asimov en J’ai lu, y sobre todo la de los «No-A» de A. E. Van Vogt (en la misma editorial), que mi hermano había explorado antes que yo. A Charles también le gustaba la ciencia ficción; coleccionaba cómics futuristas porque le fascinaban la astronomía, las galaxias y los planetas lejanos: Valérian, Yoko Tsuno, Blake y Mortimer… ¿A lo mejor también él quería escapar? Yo me identificaba mucho con los «No-A», los «no-aristotélicos», una novela de 1948 traducida por Boris Vian. El principio es simple: el protagonista, Gilbert Gosseyn, descubre que no vive en su pueblo, que no está casado con su mujer, que su memoria es artificial, que no es quien creía ser. Es una idea que se ha plagiado mucho desde entonces (recientemente en Matrix, Harry Potter y Las crónicas de Narnia). Se trata de una potente ilusión para un niño: creer que su vida no es la verdadera, que sus padres no son sus padres, que su hermano mayor es en realidad un extraterrestre, que sus profesores de verdad están en otra parte, que las apariencias engañan, que los sentidos no prueban nada. Ahora me doy cuenta de hasta qué punto aquellas lecturas me servían de refugio. Soñé durante toda mi infancia que no era sino un holograma como los que había visto en Disneylandia, en la Casa Encantada, durante el viaje a California con mi padre en 1975. Mis historietas preferidas eran las de Filemón, de Fred. Tenía todos los volúmenes, y me los sabía de memoria. Contaban la historia de un niño que vivía sobre la «A» del Océano Atlántico. Las letras que se leen en los atlas geográficos existían en otra dimensión, eran islas en forma de letras. Su padre, incrédulo, no creía nunca a Filemón cuando éste le contaba sus viajes por las letras de O.C.É.A.N.O. A.T.L.Á.N.T.I.C.O. Me parece que muchos hijos de padres divorciados desarrollan esta afición por la fantasía cercana a la esquizofrenia. Sueñan en un universo paralelo más acogedor que el de aquí. O bien sospechan, inconscientemente, que no les han dicho toda la verdad. Si he perdido la memoria en mi edad adulta, a lo mejor es porque ya de muy joven perdí la confianza en la realidad. Es culpa de los «No-A» de Van Vogt y de la «A» de Fred. Coincidí con Fred el año pasado, en el entierro de Gérard Lauzier en Saint-Germain-de-Prés. Me siento feliz de haber podido decirle en persona que para mí era el equivalente francés de Lewis Carroll.
La ciencia ficción me arrastró hacia la novela policíaca, en la que a menudo las tramas son las mismas: investigaciones, persecuciones, búsquedas de identidad, redenciones… Basta con reemplazar los trajes espaciales por gabardinas grises y el soma de Huxley por el Jack Daniels, y la ciencia ficción queda convertida en novela negra. Tenía debilidad por James Hadley Chase, aunque las cubiertas de SAS me interesaban por otros motivos… El autor más divertido era Carter Brown: escritura sencilla, diálogos ágiles, descripciones precisas y palabras groseras. Un día en que me pilló leyendo a este escritor, mi tío Denis Manuel, con un vaso de escocés en la mano, me dio el consejo que revolucionaría mi vida:
—Lee San-Antonio. Yo no leo otra cosa, todo lo demás me parece una mierda. Deja de leer traducciones y lee a un tío que habla tu lengua: el argumento da igual, lo importante es el autor.
Yo tenía un gran respeto por Denis, a quien consideraba el hombre más «elegante» de la familia, con su ironía de semblante serio, sus puros y su espalda encorvada a lo JFK. Charles Beigbeder sénior creía en la literatura, pero no había vivido lo suficiente para transmitirme su pasión. En cuanto a mi padre, se negaba a leer novelas contemporáneas: para él, la literatura se detenía en Dickens y Roger Martin du Gard. Colocaba el listón demasiado alto, y así se vetaba el acceso o la afición a todo lo nuevo. El recorte lo accionó el primer marido de mi tía y madrina, Nathalie de Chasteigner. Me precipité al quiosco de Guéthary y, en un expositor giratorio, encontré Baise-ball à La Baule. ¡Qué fuegos de artificio! Las digresiones libres, los juegos de palabras compulsivos, los incisos sobre Jean d’Ormesson, Robert Hossein o François Mitterrand, el delirio verbal de Bérurier, los personajes desopilantes, obscenos, iconoclastas, todo era rocambolesco pero sonaba auténtico, justo, humano. Denis tenía razón: en una novela, el argumento es un pretexto, un esquema; lo importante es el hombre que se adivina detrás, la persona que nos habla. Hasta hoy, todavía no he encontrado una mejor definición de qué aporta la literatura: el escuchar una voz humana. Contar una aventura no es el objetivo; los personajes ayudan a escuchar a otro, que quizá sea mi hermano, mi prójimo, mi amigo, mi ancestro, mi doble. En 1979, San-Antonio me llevó a Blondin, luego Blondin me condujo a Céline, y Céline a Rabelais, es decir a todo el universo. Se me abría un mundo, una galaxia paralela accesible desde mi cuarto. ¿Os dais cuenta de a través de qué azaroso rodeo me convertí en lector de la derecha literaria, como mi abuelo, sin haber hablado nunca de ello con él? Simplemente, porque los libros de estos autores eran más divertidos que los de Sartre y Camus (lo que, dicho sea de paso, es falso: véanse Las palabras y La caída). Es una pena que Denis Manuel muriera a los cuarenta y cinco años de un cáncer de pulmón; no tuve tiempo de darle las gracias por haberme cambiado la vida. Todas mis angustias son también culpa suya, pues me inoculó un virus para el que no hay cura: el gozo de alejarme del mundo, he aquí mi primera adicción. Parar de leer novelas exige mucha fuerza. Hay que tener ganas de vivir, de correr, de crecer. Estaba drogado incluso antes de tener derecho a salir por la noche. Me interesé antes por los libros que por la vida.
Desde entonces, no he cesado de utilizar la lectura como un medio para hacer desaparecer el tiempo, y la escritura como un medio para retenerlo.