Los polis son gente amable, pero el servicio es lento: tardan una eternidad en traerme vasos de plástico con agua del grifo. Agoto mis energías preguntándoles la hora a través del cristal. Al fin me responde una agente de uniforme: las siete de la mañana. Mi ansiedad aumenta hasta la exasperación, y tengo resaca. Imposible dormir con los gritos y llantos de los demás «despertados»: el retorno a la realidad brutaliza. El Sarij 8 es un campamento de barracas provisional construido con elementos prefabricados. Sin embargo, la dirección es de lo más elegante: rue du Faubourg Saint-Honoré, 210, a pocos minutos del palacio del Elíseo, que se encuentra calle abajo, en la acera opuesta. El Sarij parece un barrio de chabolas incrustado en el ayuntamiento del distrito VIII como un andamio de revoque. Ahí es donde me enterraron después de registrarme y fotografiarme en una caravana de contrachapado. El cráneo me estalla, tengo ganas de vomitar y sofocos tras el vaso Pyrex irrompible. El retrete es un agujero pestilente a la turca al final del pasillo iluminado con luces de neón. No tenemos derecho a cerrar la puerta. Sirven el desayuno: una galleta blanda y un brick de zumo de naranja caliente. Alergia al sonido metálico de las tres cerraduras cuando el funcionario de policía echa el cerrojo cada vez que alguien vuelve del servicio o después de que le hayan dado el vaso de agua tibia que ha estado reclamando durante tres cuartos de hora. En esos momentos uno tiene que contenerse para no deslizar un pie en la puerta, para no patalear, para no suplicar que lo suelten. ¿Cómo se las arregló Brummel en la prisión de Caen en 1835 para conservar la dignidad? Al cabo de un tiempo infinito, un policía de civil me anuncia que va a tomarme declaración en su despacho. Subimos a la tercera planta y nos metemos en una habitación con las paredes cubiertas de fotografías de desaparecidos. En los Estados Unidos las ponen en las botellas de leche, mucho más útil que colgarlas en un despacho en el que no ponen los pies más que juerguistas borrachos y delincuentes juveniles. Mientras se quita la cazadora de cuero raída, el policía me pregunta cómo se nos ha ocurrido, al Poeta y a mí, cometer un acto tan meridianamente ilegal en plena vía pública. Lleva un polo negro abrochado hasta el cuello; se nota que intenta parecerse a Yves Rénier en El comisario Moulin. Me ha reconocido y parece satisfecho de compartir una escena en un telefilme con otra estrella del audiovisual. Le explico que nuestro acto era un homenaje al capítulo de Lunar Park de Bret Easton Ellis en el que Jay McInerney esnifa cocaína sobre el capó de un Porsche en Manhattan (Jay asegura que Bret se lo inventó todo, pero yo no le creo). No conoce a ninguno de los dos escritores, así que le explico que son dos novelistas norteamericanos que tienen mucha influencia en mi obra. Invoco mi solidaridad con los fumadores de cigarrillos, obligados por la ley a satisfacer su vicio en plena calle. Declaro mi fascinación por la Prohibición de los años veinte en los Estados Unidos y por cómo inspiró el personaje del traficante Gatsby al alcohólico Fitzgerald. Para mi asombro, el poli me cita a Jean Giono:
—¿Sabía usted que la idea para El húsar en el tejado le vino durante la Liberación, mientras estaba encarcelado?
Alucino. Le cito la única frase de Giono que recuerdo: «Mi libro está terminado, sólo me queda escribirlo.» Resume perfectamente mi situación actual. El policía ensalza la influencia de la privación de libertad sobre la escritura de novelas. Yo le agradezco la estrechez de las condiciones de mi detención, que efectivamente contribuye a estimular mi imaginación.
—Gracias, señor agente, por hacerme entrar en el Círculo de los Poetas Detenidos: François Villon, Clément Marot, Miguel de Cervantes, Casanova en los Piombi, Voltaire y Sade en la Bastilla, Paul Verlaine en Mons, Oscar Wilde en Reading, Dostoievski en el presidio de Omsk… —Habría podido añadir a Jean Genet en Fresnes, a Céline en Dinamarca, a Albertine Sarrazin, a Alphonse Boudard, a Édouard Limonov, a Nan Aurousseau…—. ¡Gracias, señor inspector, no me queda sino escribir mis Recuerdos de la casa de los vividores, mi Balada de la cárcel de los Campos Elíseos!
El policía teclea todas mis declaraciones en un viejo ordenador. Constato que está tecnológicamente mucho peor equipado que Jack Bauer.
—¿Por qué se droga? —me pregunta.
—Menuda palabrota.
—¿Por qué consume esa sustancia tóxica?
—Búsqueda del placer fugaz.
Sabed que, en algún lugar de los archivos de la policía nacional, existe una declaración en la que un tal Frédéric Beigbeder afirmó que el consumo de estupefacientes era una «búsqueda del placer fugaz». Vuestros impuestos sirven para algo. Cuando Jean-Claude Lamy hizo aquella misma pregunta a Françoise Sagan unos años antes, ella respondió: «Nos drogamos porque la vida es fastidiosa, la gente insufrible, porque ya no hay grandes ideas que defender, porque nos falta entusiasmo.»
—¿Quiere morir?
—Oiga, comisario, mi salud no le atañe mientras no atente contra la suya.
—¿Se autodestruye usted?
—No, me aburro. ¡Y eso no debería ser asunto suyo!
Me pide que me explique mejor, y yo le expongo mi desacuerdo con una sociedad que pretende proteger a las personas de sí mismas, impedirles que se maltraten, como si el ser humano pudiera vivir de otro modo que coleccionando vicios agradables y adicciones tóxicas. Me responde que él no es responsable de las leyes, que lo único que hace es aplicarlas… La canción de siempre. Me reprimo de contarle cómo mi familia desobedeció las leyes antijudías durante la guerra. Me conformo con bajar la cabeza y suspirar. El sistema judicial francés tiene esto en común con la religión católica: alienta el mea culpa. Tengo la impresión de haber vuelto a mi más tierna infancia y haber sido llamado al despacho del padre superior de la escuela Bossuet por alguna idiotez. El inspector prosigue:
—Sólo se hace daño a sí mismo. Usted tiene una hija.
—Comportamiento neurótico. Me he dado cuenta de que me alejo de las personas a las que quiero. Si me presta un diván, le cuento por qué. ¿Dispone usted de tres años?
—No, pero sí de veinticuatro horas, o cuarenta y ocho, o quizá setenta y dos. Puedo prolongar la detención preventiva cuanto sea necesario. Usted es un tipo conocido y da mal ejemplo. Nos podemos permitir ser más severos con usted que con otro.
—Según Michel Foucault, esta idea de la «biopolítica» nace en el siglo XVII, cuando el Estado empieza a poner en cuarentena a los leprosos y los apestados. Sin embargo, Francia es el país de la libertad, lo que me autoriza a reivindicar el Derecho a Quemarme las Alas, el Derecho a Caer Bajo y el Derecho a Buscarme la Perdición. Son derechos humanos que deberían figurar en el preámbulo de la Constitución al mismo nivel que el Derecho a Engañar a la Mujer sin Salir Fotografiado en los Periódicos, el Derecho a Acostarse con una Prostituta, el Derecho a Fumar un Cigarrillo en el Avión o a Beber Whisky en un Plató de Televisión, el Derecho a Hacer el Amor sin Preservativo con Personas que Aceptan Correr el Riesgo, el Derecho a Morir con Dignidad cuando se Sufre una Enfermedad Dolorosamente Incurable, el Derecho a Picar entre Comidas, el Derecho a No Comer Cinco Frutas y Legumbres al Día, el Derecho a Acostarse con una Persona de Dieciséis Años que Consiente en Ello sin que Dicha Persona Presente una Denuncia por Corrupción de Menores al cabo de Cinco Años… ¿Continúo?
—Nos estamos desviando del tema. La droga es una plaga que da al traste con la vida de centenares de miles de jóvenes que no tienen la misma suerte que usted. Usted ha nacido en una buena familia, se ve que se gana bien la vida y tiene estudios superiores. Usted no puede quejarse.
—¡Ah, no! Usted también con eso…, ¡eso sí que no! ¿O sea que por el hecho de ser un burgués uno no tiene derecho a quejarse? ¡Mierda, he tenido que escuchar eso toda la vida!
—La mayoría de los delincuentes encerrados aquí son muy pobres; me cuesta menos entender por qué van por el mal camino…
—Si todos los ricos fueran felices, el capitalismo tendría razón y su trabajo sería mucho menos interesante.
—Usted no comprende los estragos que provoca esta mierda. Yo los veo cada día. La cocaína invade todas las provincias, todas las ciudades, todos los suburbios. ¡Hasta en los pueblos más pequeños los adolescentes trafican en el patio del recreo! ¿Qué dirá cuando su propia hija consuma droga en la escuela?
Aquí me pilló; su pregunta me dejó de piedra. Reflexioné bien antes de responder. Probablemente, era la primera y última vez que tendría una conversación filosófico-social con un poli que me hubiera detenido. Tenía que aprovecharlo.
—Si a los cuarenta y dos años desobedezco las leyes es porque no desobedecí lo bastante a mi madre cuando era joven. Tengo veinte años de desobediencia por recuperar. A mi hija le explico los peligros que la amenazan, pero nunca me enfado con un niño porque desobedezca, dado que así es como se afirma. Naturalmente, riño a mi hija cuando tiene una rabieta, pero me inquietaría mucho más si no tuviera nunca ninguna. Voy a escribir un libro sobre mis orígenes. Puesto que me trata usted como a un niño, intentaré serlo para explicar a mi hija que el placer es algo muy serio, necesario pero peligroso. ¿No comprende usted que este asunto nos sobrepasa a los dos? Lo que está en cuestión es nuestra forma de vivir. En lugar de castigar a las víctimas, pregúnteles por qué hay tantos jóvenes desesperados, por qué se mueren de aburrimiento, por qué buscan cualquier sensación extrema antes que el siniestro destino del consumidor frustrado, del individuo normalizado, del zombi formateado, del parado programado.
—Yo soy policía, usted escritor. Cada cual a lo suyo. Cuando un joven prende fuego a un coche, nosotros lo interrogamos y lo enviamos ante un juez. Usted intenta analizar las razones de su rebelión nihilista… Es muy libre de hacerlo.
—Lo que usted no quiere ver es que esta sustancia no es más que un pretexto para acercarse a los otros, un intermediario entre desconocidos, un rodeo para engañar a la soledad, un vínculo estúpido pero real entre almas perdidas… Si conoce usted otra cosa que permita fraternizar con otros extraviados, dígamelo.
—Está bien, de acuerdo… De todos modos, me pregunto cómo se las arreglará para escribir sobre sus orígenes.
—Ah… ¿y eso?
—Bueno, todo el mundo lo sabe…
—¿Todo el mundo sabe qué?
—Pues que la cocaína hace perder la memoria.
Era un hueso duro, ese policía. Yo estaba anonadado. El tipo acababa de hacerme comprender por qué me costaba tanto esfuerzo acordarme en mi celda de lo que había olvidado. El trabajo del policía, como el del novelista, consiste en relacionar cosas que aparentemente no tienen nada que ver. Él y yo teníamos eso en común: la convicción de que el azar no existe. Digerí aquella información antes de recobrarme:
—Tiene usted toda la razón, esta droga hace perder la memoria, vivir intensamente el presente y encontrarse mal al día siguiente. Es la droga de las personas que no quieren ni recordar ni esperar. La coca prende fuego a la herencia; si escribo sobre ella es porque simboliza nuestro tiempo. La cocaína no sale en mis libros para hacerme el moderno o escribir trash (de ser así, escogería una sustancia menos pasada de moda: ketamina, MDMA, GHB, 2CB, DMT, PCP, BZP…), sino porque condensa nuestra época: es la metáfora de un presente perpetuo, sin pasado ni futuro. Créame, una sustancia así estaba destinada a dominar el mundo actual; estamos sólo al principio de la intoxicación planetaria.
—Espero que se equivoque…
—Yo también.
Tengo la impresión de sonar a falso. Ni yo mismo me creo ya esa patraña, me siento ridículo defendiendo aún a este personaje de rebelde drogado a las ocho de la mañana en un despacho que huele a café frío y a sobacos tibios. ¿Acaso me creo Octave? El policía me tendió un ejemplar de mi declaración, recién salida de la impresora.
—Léala y firme al pie. Hemos terminado, le acompañaré a la celda y enviaré mi informe por fax al fiscal.
—¿Cuándo saldré?
—Cuanto más deprisa envíe el fax, más deprisa decidirá el magistrado si se le pone en libertad y cuándo. Pero no cuente con que sea antes de las once, no llega nunca a su despacho antes de esa hora… Y como usted es «famoso», insiste en ocuparse de su caso personalmente.
—¿Y usted no puede hacer nada? Tengo claustrofobia, me estoy volviendo loco ahí dentro, es horrible…
—Ya lo sé: está hecho adrede. Las celdas de detención preventiva están especialmente concebidas para desestabilizarle y ponerle en situación de contárnoslo todo. Pero no se preocupe, su caso es banal, probablemente saldrá a mediodía.
No era cierto, pero él no lo sabía. El inspector me llevó de nuevo a la celda con una sonrisa. Al menos habría podido tener la honestidad de ser antipático, ya que lo que me infligía era desagradable, pero la policía francesa siempre ha tenido una manera muy humana de ser inhumana. Continuamos charlando en la escalera como quien no quiere la cosa, como si él no estuviera a punto de encerrarme en una ratonera sin dejarme lavarme ni llamar por teléfono para avisar a mis allegados, sin darme algo para leer, sin nada, como a un perro, como un montón de ropa sucia; en lugar de eso, el tipo volvió a cerrar muy educadamente con tres vueltas la puerta de mi vertedero adornado con pintadas de «Puta policía» y «Muerte a los maderos».
Me encontré de nuevo solo con un tipo que acababa de ser detenido por exhibicionismo y robo en una tienda. No me atreví a preguntarle si había robado unas manzanas antes de mostrarle el sexo a una clienta, si había empezado por sacársela ante la cajera antes de sustraer una lata de cassoulet, o si los dos actos habían sido simultáneos: hay que tener mucha habilidad para bajarse los pantalones delante de una ama de casa de menos de cincuenta años mientras se le birla el monedero… Sea como sea, el hombre estaba borracho y agresivo, no paraba de insultar a la gendarmería, y desde el momento en que me reconoció adoptó un tono amenazador, me pidió diez mil euros y se puso a gritar mi nombre para que los otros prisioneros supieran quién estaba ahí, y ellos se pusieron a repetir el nombre de la cadena de televisión para la que trabajaba y a amenazarme con secuestrarme o contar cosas a la prensa. La palabra «maricón» salía a menudo de sus bocas, como una obsesión, una preocupación, acaso un deseo no confesado.
—Tengo un colega que curra en Correos que va a encontrar tu dirección en internet en un plis. Ya te vendremos a visitar…
No rechisté, no abrí la boca. Me eché en posición fetal sobre un colchón de espuma asqueroso tirado en el suelo para hacer un simulacro de siesta en medio de las bolas de polvo y los escarabajos muertos, pero no conseguí dormirme. Lamenté no haber memorizado los mantras del hatha yoga de Sri Krishnamacharya, que permite una ascesis que absorbe todas las fuerzas del cuerpo y de la mente.