Évelyne y Marie-Sol Beigbeder, las dos hermanas mayores de mi padre, me contaron un episodio ocurrido en Villa Navarre durante la última guerra. Esta anécdota no sólo me permite ensalzar los méritos de mis abuelos paternos, sino que pone de manifiesto que a veces es necesario desobedecer las leyes. La ley no siempre tiene razón, especialmente en Francia. Por ejemplo, en 1940 la Ley Francesa del gobierno de Pierre Laval establecía que Pau era zona libre, mientras que en París llevar la estrella amarilla era obligatorio para una determinada categoría de la población. Ya hemos visto que Pierre de Chasteigner lamentaba no haber entrado antes en la Resistencia, aunque finalmente se había unido a ella. Por su lado, la ciudad de Pau había quintuplicado su volumen debido a que el éxodo había arrastrado a una población muy numerosa de judíos perseguidos en su propio país por la policía francesa. En esa situación, a partir de junio de 1940, una red de amigos cristianos había propuesto secretamente a Charles y Grace Beigbeder que escondieran a una rica familia hebrea que había tenido que huir de París dejando atrás todos sus bienes. La discusión alrededor de la gran mesa del comedor fue compleja, me habría gustado estar presente para escucharla…
Charles: Como antiguos seguidores de Action Française, ¿no deberíamos negarnos a acoger a estos hebreos bajo nuestro tejado? He hablado con Maurras en Saint-Rémy de Provence. Estaba tan sordo que he tenido que gritarle en la oreja delante de todo el mundo que somos antialemanes. Me ha respondido: «¡Bueno, su mujer es inglesa, seremos indulgentes con ustedes!»
Grace: Ante todo somos católicos, y el arzobispo de Toulouse ha dicho bien claro que «los judíos son hombres, los judíos son mujeres (…), pertenecen al género humano, son nuestros hermanos». Ningún cristiano debería pasarlo por alto.
Charles: Darling, sabes perfectamente que estas personas llamarán la atención de la policía y de los alemanes. ¿Tengo que recordarte que tu país natal no está precisamente en el mismo bando que los boches? Si descubren que hemos escondido a judíos, nos arriesgamos a que nos deporten. ¿Estás segura de querer poner en peligro a nuestros propios hijos para salvar a los «Lambert» (qué nombre más estúpido han escogido, se ve a la legua que es falso), una gente que ni siquiera conocemos?
Grace: Octave, que les preparen las habitaciones del segundo piso, es lo suficientemente grande para meter a cuatro o cinco personas sin que nadie se entere. Mira, son amigos de amigos, no tenemos elección.
Charles: De acuerdo. Pero hay que establecer unas normas: comerán arriba, con un avituallamiento al día, nada de salidas, fuera de algún que otro paseo en el corral, y ningún contacto con los niños; oficialmente, son inquilinos que viven encima de nosotros, y no hay más que hablar.
Grace: God save the King and the British Navy!
Eran cuatro: la abuela, el padre joyero, un niño llamado Michel y una criada. La cohabitación se desarrolló en los mejores términos posibles, es decir, en medio de una gran prudencia recíproca. Los niños Beigbeder no tenían permiso para subir al segundo piso, y sus padres no les contaron nunca nada de aquellos discretos inquilinos. Los Lambert llevaban una vida secreta, recluida, un encarcelamiento voluntario y angustioso. Tres vacas de la granja, situada al fondo del jardín, proporcionaban diez litros de leche al día. Una jornada célebre en la historia familiar fue la de la visita del oficial alemán a Villa Navarre. Según mis tías, debió de ser en septiembre de 1943. El Obersturmführer apreciaba la vista de los Pirineos, el bello jardín a la francesa y la opulencia de la casa. Llamó a la puerta principal y Grace, mi abuela norteamericana, tuvo la presencia de ánimo de llamar a todos sus hijos (Gérald y Marie-Sol, Évelyne y mi padre) y pedirles que corrieran por toda la casa armando escándalo, que subieran y bajaran las escaleras, que jugaran al gato y el ratón en el salón y en la biblioteca, como si fueran diablillos maleducados.
El olor de aquel recibidor es el olor de la infancia de mi padre: una mezcla de cera de parqué, linóleo de los ascensores, flores secas y olor a cerrado… Un aroma que sigue flotando aún hoy en la entrada de la Villa, convertida en hotel de lujo. A pesar de la reforma que convirtió nuestra sala de juegos subterránea en una piscina interior, el olor del pasado no se va; siempre tengo ganas de que alguien abra las ventanas para sentir el aroma de los Pirineos. El oficial subía la escalinata en 1943 aspirando el mismo olor que respiraréis vosotros si reserváis habitación para esta noche. Catherine, el ama de llaves, y su marido Léon subieron a toda prisa al segundo piso para prevenir a los «Lambert». El ritmo cardíaco de la familia enclaustrada debió de acelerarse mucho contemplando desde los tragaluces los vehículos de la Reichswehr aparcados en la espaciosa entrada del jardín. El alemán se mostró muy correcto: nada de saludo nazi, sólo un besamanos a madame Beigbeder y un choque de talones.
—¡Tiene usted una casa encantadora, madame! ¿Sería posible visitarla, bitte schön? Buscamos una residencia donde instalar nuestro cuartel.
Granny se aclaró la garganta:
—Es que… desgraciadamente, como pueden ver, somos muchos y tenemos todas las habitaciones ocupadas. —Nuevo ataque de tos—. La casa está llena con todos los niños, los criados, el chófer, las doncellas, la cocinera… Además, no querríamos ponerlos en peligro. Tratamos a enfermos contagiosos.
—Madame, ya debe de saber que podría hacer requisar la casa por necesidad de guerra.
—¡Naturalmente!, si insiste usted… Unos insignificantes bacilos no van a impresionar a la Wehrmacht, ¿no es cierto?
En éstas, la madre de mi abuelo empezó a bajar las escaleras preguntando:
—¿Pero qué ocurre, Grace? ¿Quién es este señor?
—No se preocupe, madame, este amable oficial y yo estamos charlando.
—¿Quién es la vieja señora? —preguntó el oficial alemán en francés.
—Oh, permítame que le presente a mi suegra, la célebre pintora Jeanne Devaux, que vive con nosotros. Y disculpe, mi teniente, pero en francés no se dice «la vieja señora», se dice «la anciana dama».
En ese momento, las vacas atravesaron el patio. El oficial se sorprendió:
—¿Qué significa esto?
—Hay una granja aquí al lado…
—¿Ni siquiera tiene sitio para nosotros en el segundo piso?
Silencio angustioso. De pronto, Jeanne hizo gala de una gran agilidad mental:
—¡Ni hablar! —exclamó—. En el segundo piso guardamos el heno para las vacas.
—Ach so! Gracias por su amable recibimiento, consideraremos su invitación y quizá volvamos. Auf Wiedersehen!
El oficial no volvió jamás.
Los Lambert abandonaron Villa Navarre tras la marcha del ejército alemán, en agosto de 1944. Al subir al coche, la abuela, Simone, exclamó:
—¡Cuatro años a la mierda! ¡Al fin París!
Parece ser que aquellas ingratas palabras sorprendieron a mis abuelos. Nunca hablaron de aquel episodio, y no mantuvieron ningún contacto con aquella familia de diamantistas. ¿Puede uno salvar judíos y mantenerse fiel a su catolicismo monárquico, tradicionalista y vagamente antisemita? A menudo se acusa a los esnobs de superficialidad, pero no olvidemos que se pueden ver empujados a ser heroicos en toda su frivolidad, por ejemplo salvando a toda una familia por el hecho de que pertenece a su misma clase, la alta burguesía. Cosa que no impide guardar cierta distancia, un poco como diciendo: «¡Que os hayamos salvado la vida no significa que seamos uña y carne!»
Sea como sea, la ocurrencia de mi abuela («no se dice la vieja señora, se dice la anciana dama») recorrió todo Pau, como muchas otras contestaciones de granny, que descendía del dramaturgo George Bernard Shaw y de la cual decía su propio padre, el coronel del ejército de las Indias: «He conseguido domesticar a los indios, pero jamás he podido dominar a mi hija.»
Mi preferida de entre las salidas de granny la conozco por François Bayrou; cuando éste, durante un cóctel ofrecido en Villa Navarre para celebrar la apertura de la temporada de caza del zorro, le preguntó educadamente cómo se encontraba, ella replicó:
—¡Es horrible! Cuanto más vieja me hago, más inteligente me vuelvo.
Mi tía Évelyne también me contó que Charles y Grace Beigbeder emplearon durante toda la guerra a médicos judíos (alemanes, húngaros, polacos) en el sanatorio del Pic du Midi inscribiéndolos como «internos», y que también escondieron a numerosos niños judíos haciéndolos pasar por tuberculosos. Los alemanes tenían pavor a los microbios y no se acercaban jamás a los sanatorios. La princesa de Faucigny-Lucinge, Ephrussi de soltera, que había desembarcado en Pau con sus veinte criadas desde la avenue Foch de París, prefería dormir todas las noches en Villa Navarre por miedo a ser importunada durante el sueño por alguna visita inopinada. Mi prima Anne Lafontan estima en unos quinientos el número de judíos que pasaron por los centros de reposo de la familia en su huida hacia España. Desgraciadamente, no existe ninguna prueba de estos actos de valentía que harían de mis abuelos paternos héroes anónimos con un coraje inaudito. Sé que Grace fumaba los cigarrillos ingleses que le proporcionaba su amigo el padre Carré —que alojaba en su casa a pilotos británicos, todos aristócratas—, y que su deporte favorito consistía en escupir el humo a la nariz de los soldados alemanes que paseaban por el boulevard des Pyrénées. Charles fue arrestado en dos ocasiones durante sus viajes en tren a París. Consiguió volver a casa gracias a sus buenos contactos, pero… ¿qué contactos? Mi tío afirma que él también salvó a colaboracionistas durante la Depuración haciéndolos pasar hacia España por el mismo camino que había permitido salvar a tantos judíos. No es gran cosa, pero es todo lo que sé: jugaron a un doble juego insólito (en Villa Navarre eran recibidos petainistas y gaullistas por igual, pero no entraban por la misma puerta para evitar que se cruzaran). Hoy, con la casa transformada en un Relais et Château, todavía se puede dormir en la habitación de granny, que mi abuelo conservó intacta e impecable hasta mucho tiempo después de su muerte. La recuerdo como un santuario sagrado en el que me estaba prohibido poner los pies. He vuelto después de que la mansión se transformara en hotel. Dicen que no hay que volver a los lugares de la infancia, pues de pronto nos parecen minúsculos. No es el caso de Villa Navarre: es la única casa que no encoge con el paso del tiempo. Ahora, cualquier escritor en ciernes puede dormir en el cuarto de esa muerta si lo desea. Pero la habitación sigue poseída por granny, y su ocupante certifica haber escuchado algunas noches su voz murmurando con acento de Nueva York: «No se dice “el cuarto de esa muerta”, my dear Frédéric, se dice “los aposentos de mi añorada abuela”.»
Mi país era nazi cuando mis padres eran niños. Asqueados de Francia, se marcharon a estudiar a los Estados Unidos, el país que había liberado el suyo. Nuestros abuelos humillados salvaron la cara gracias a un general exiliado en Londres. Hasta mayo de 1968, cuando la hipocresía saltó por los aires y, con ella, el matrimonio de mis padres. Hasta mayo de 1981, con la elección de un colaboracionista de Vichy y a la vez miembro de la Resistencia, no fue aceptable para nuestros abuelos reconocer que eran unos supervivientes: del lado materno, un militar herido, prisionero y padre de familia, resistente tardío pero combatiente real; del lado paterno, un monárquico impregnado de las ideas antijudías de Charles Maurras, próspero durante la ocupación, pero a la vez «Justo entre las Naciones», no reconocido por Israel puesto que nunca lo ha solicitado nadie. Es muy probable que a Charles Beigbeder padre le importara un comino tener un árbol a su nombre en el monumento de Yad Vashem; sin embargo, esta historia completamente ignorada por mi padre, que yo no habría conocido si no hubiera tirado de las lenguas (bearnesas) de mis tíos y tías, me llenó de orgullo, a mí, el estúpido nieto encerrado en detención preventiva. Como reza el Talmud: «Quien salva una vida, salva al universo entero.» Tras la Primera Guerra Mundial, los franceses, exhaustos, comprendieron que más valía ser espabilado y estar vivo que ser heroico y estar muerto. Y quien era un héroe, lo era a destiempo, sin vanagloriarse, quizá incluso sin proponérselo. Se podía ser heroico e hipócrita, heroico y mundano, heroico a pesar de rico, heroico sin morir en el intento. Todo el mundo se consideraba ya suficientemente afortunado con estar vivo en un país que acababa de entregar el alma.