9. UNA NOVELA FRANCESA

Mis cuatro abuelos murieron antes de que me interesara detenidamente por su existencia. Los niños toman su propia eternidad como algo general, pero los padres de sus padres desaparecen sin darles tiempo a plantear todas las preguntas. Cuando al fin, convertidos a su vez en padres, los niños quieren saber de dónde vienen, las tumbas ya no responden.

Entre las dos guerras mundiales, el amor reconquistó sus derechos; se formaron parejas, y yo soy un resultado lejano de ello.

Hacia 1929, el hijo de un médico de Pau que había amputado muchas piernas en Verdún asistió a un recital en el Conservatorio Norteamericano de Fontainebleau, donde cumplía su servicio militar. Una cantante viuda (nacida en Dalton, Georgia) llamada Nellie Harben Knight interpretaba lieder de Schubert, arias de Las bodas de Fígaro y la célebre melodía de Puccini, «O mio babbino caro», enfundada en una larga túnica blanca de encaje, o eso espero. He encontrado una fotografía suya vestida así en el New York Times del 23 de octubre de 1898, que precisa: «Her voice is a clear, sympathetic soprano of extended range and agreeable quality.» Mi bisabuela, con su «voz clara, soprano de amplia tesitura y agradable tonalidad», viajaba acompañada por su hija Grace, que hacía honor a su nombre de pila: era una mujer alta y rubia, con los ojos azules inclinados hacia las teclas del piano, como una heroína de novela de Henry James. Era la hija de un coronel del ejército británico de las Indias que había sucumbido en 1921 a la gripe española: Morden Carthew-Yorstoun se había casado con Nellie en Bombay tras haber servido en la Guerra de los Zulúes en Sudáfrica, luego junto a Lord Kitchener en el Sudán, y haber comandado un regimiento neozelandés, el Poona Horse, en la Guerra de los Bóers, con Winston Churchill bajo su mando. El soldado raso de Pau consiguió captar la mirada de aquella huérfana de ascendencia tan divertida, y aun sostenerle luego la mano durante algunos valses, foxtrots y charlestones endiablados. Descubrieron que tenían el mismo sentido del humor y la misma pasión por el Arte: la madre del joven bearnés, Jeanne Devaux, era pintora (llegó incluso a pintar el retrato de Marie Toulet, la esposa del poeta, en Guéthary), una profesión casi tan exótica como la de cantante. El muchacho del suroeste se convirtió de pronto en un melómano asiduo de las veladas musicales del Conservatorio Norteamericano. De este modo, Charles Beigbeder y Grace Carthew-Yorstoun se vieron en cada uno de los permisos del joven soldado, que mintió a su pretendida sobre su edad: nacido en 1902, a sus veintiséis años ya cumplidos hacía tiempo que debía haberse casado, pero le gustaban la poesía, la música y el champán. El prestigio y el uniforme (a fin de cuentas, Grace era hija de militar) hicieron el resto. La joven Grace no regresó a Nueva York: se casaron en el ayuntamiento del distrito XVI el 28 de abril de 1931. Tuvieron dos hijos y dos hijas; el segundo hijo es mi padre, nacido en 1938. A la muerte del suyo, el joven Charles heredó un centro de reposo en Pau, el Sanatorio de los Pirineos. Se trataba de una vasta propiedad de ochenta hectáreas (bosque, árboles resinosos, prados, jardines) en el punto más elevado de los cerros de Jurançon, a 335 metros de altitud. Como en La montaña mágica, una adinerada clientela contemplaba en esmoquin los magníficos crepúsculos sobre los Pirineos Centrales y, al norte, una amplia panorámica de la ciudad de Pau y el valle del Gave. Resultaba difícil resistirse a la atracción de los bosques de pinos y robles altos donde los niños podían brincar a sus anchas antes de ser desterrados al internado (en esa época, los padres no criaban personalmente a sus hijos, cosa que, en cierto modo, como veremos más adelante, sigue siendo así). Charles Beigbeder abandonó sin pesar su puesto de procurador en un despacho de pasantes y llevó a mi abuela a respirar el reconstituyente aire del Bearne, donde podría reprender a la servidumbre hasta la saciedad y entablar amistad con la comunidad británica local. Mi abuelo hizo florecer la empresa paterna con el dinero de su mujer y de su madre. Muy pronto nuestra familia poseyó una decena de sanatorios en la región, rebautizados Établissements de Cure du Béarn, y mis abuelos adquirieron una espléndida casa de estilo cottage inglés en Pau, Villa Navarre, donde se alojaron Paul-Jean Toulet, Francis Jammes y Paul Valéry (la leyenda familiar asegura que el autor de Monsieur Teste redactaba el correo muy temprano; el mayordomo, de nombre Octave, refunfuñaba porque se tenía que levantar a las cuatro de la mañana para llevarle su jarrita de café). Católico y monárquico militante, Charles Beigbeder se parecía físicamente a Paul Morand y leía asiduamente L’Action Française, lo que no fue óbice para que resultara elegido presidente del Círculo Inglés (exclusivamente masculino, en aquel entonces era el club más elegante de Pau, y él organizó sus tertulias literarias). En los años cincuenta, el matrimonio heredó una mansión en la costa vasca, Cenitz Aldea («Por el camino de Cénitz» en euskera), en un pueblo de moda desde la Belle Époque: Guéthary. La tuberculosis reportó mucho a mi familia; no puedo negar que el descubrimiento de la estreptomicina por parte de Selman Waksman hacia 1946 fue una auténtica catástrofe para mi patrimonio.

Durante el mismo período, el de entreguerras (como si aquellos jóvenes hubieran podido predecir que su posguerra era también una preguerra), la vida era más rigurosa en los castillos del Périgord Verde. Una condesa que había perdido el marido durante la segunda batalla de Champaña se encontró de pronto sola en Quinsac, en el castillo de Vaugoubert, con dos hijas y dos hijos. En aquella época, las viudas de guerra católicas permanecían sexualmente fieles a su difunto marido. Evidentemente, sus hijos también tenían que sacrificarse. Las dos hijas se ocuparon de cuidar bien a la madre: ésta las animó a continuar, cosa que hicieron durante toda su vida. En cuanto a los hijos, los enrolaron inmediatamente en la escuela militar de Saint-Cyr, donde el «de» del apellido estaba bien visto. El hermano mayor aceptó contraer matrimonio con una aristócrata a la que a decir verdad no había escogido. Desgraciadamente, la mujer lo engañó muy pronto con un profesor de natación y a él se le rompió el corazón por ver su docilidad tan mal recompensada. Pidió el divorcio y, en represalia, su madre lo desheredó. Al hermano menor también le llegó la desgracia: enviado en guarnición a Limoges, se enamoró de una plebeya encantadora, una morena de ojos azules que bailaba subida a los pianos (primer problema), y la dejó embarazada antes de casarse con ella (segundo inconveniente). Así pues, hubo que oficializar rápidamente el enlace: las nupcias del conde Pierre de Chasteigner de la Rocheposay con la encantadora Nicole Marcland, Nicky para los amigos, se celebraron el 31 de agosto de 1939 en Limoges. Resultó ser una fecha muy mal escogida: al día siguiente, Alemania invadía Polonia. El abuelito apenas tuvo tiempo de hacer lo propio con la abuelita. Lo esperaba la drôle de guerre, la «guerra de mentira», en la que la línea Maginot se reveló tan poco fiable como el método Ogino. Pierre cayó prisionero. Cuando se escapó con la ropa de civil y los papeles falsos que le facilitó una monja, volvió a Francia para concebir a mi madre. Supo entonces que también él sería desheredado, puesto que la condesa madre experimentaba ciertas dificultades para asumir el mal casamiento de su hijo durante la misa dominical, celebrada, sin embargo, por el cura local en la capilla de su propio castillo. Curiosas son las costumbres de los aristócratas cristianos, que consisten en privar de herencia a una progenie ya de por sí huérfana. El linaje de los Chasteigner de la Rocheposay se remonta a las cruzadas (soy descendiente de Hugo Capeto, aunque supongo que somos muchos en este mismo caso), incluyendo un obispo de Poitiers, embajador de Enrique II en Roma. Ronsard dedicó una oda a uno de mis antepasados, Anthoine, abad de Nanteuil. Aunque fueron compuestos en 1550, sus versos conservan toda su actualidad en esta noche funesta de enero de 2008:

Como el tiempo, las cosas mundanas

Van siguiendo su movimiento

Que es repentino, y las estaciones repentinas

Siguen su curso brevemente. (…)

Como una primavera los niños crecen

Y vienen en verano

Se los lleva el invierno y ya jamás parecen

Lo que han sido.

A pesar de la advertencia lanzada por el «príncipe de los poetas» a mi tatarabuelo, mi abuelo acabó sacrificado en el altar del amor-pasión. Tomó la opción romántica que había seguido el duque de Windsor tres años antes, y que imitaría la señora Cécilia Ciganer-Albeniz sesenta y ocho años después: renunciar al castillo antes que a la felicidad. Al finalizar la guerra, Pierre de Chasteigner vivió en Alemania con toda su familia durante unos años, en el Palatinado, hasta que renunció al ejército en 1949 para evitar ser enviado a Indochina. Entonces se vio obligado a experimentar algo que nadie de su estirpe había intentado desde hacía aproximadamente un milenio: trabajar. Obedeciendo las órdenes de su cuñado, director de un laboratorio farmacéutico, se instaló en un piso de París con las estanterías repletas de ejemplares del Bottin Mondain y de obras eróticas de Pierre Louÿs, en la rue de Sfax. No fueron sus años más felices. Cuando ya no se tienen los medios para derrochar en París, hay que llevarse a la esposa a la costa para que juegue partidas de bridge y produzca más hijos. El padre de Nicky poseía una casa en Guéthary, y ella guardaba buenos recuerdos del lugar. El conde y la condesa decidieron, pues, adquirir una humilde casita en régimen de renta vitalicia a madame Damour, que tuvo la cortesía de fallecer en un plazo razonablemente breve. Y así fue como el noble militar y sus seis hijos se instalaron en Patrakenea, justo enfrente de Cenitz Aldea, la casa de veraneo de los burgueses-bohemios americanobearneses, los Beigbeder. Con lo que el lector empieza a comprender la importancia estratégica del lugar: en Guéthary, mis dos familias trabarían amistad y mi padre pronto conocería a mi madre.