6. GUÉTHARY, 1972

De toda mi infancia no conservo más que una imagen: la playa de Cénitz, en Guéthary. En el horizonte se adivina España, que se dibuja como un espejismo azul rodeado de una aureola de luz. Debe de ser allá por 1972, antes de la construcción de la pestilente planta de depuración, antes de que el restaurante y el aparcamiento obstruyan el descenso hacia el mar. Visualizo a un chiquillo flacucho y a un hombre viejo y esbelto, uno junto al otro sobre la arena de la playa. El abuelo se ve mucho más saludable, bronceado y vigoroso que su nieto, de aspecto endeble y paliducho. El hombre de cabello cano lanza guijarros que rebotan sobre la superficie del mar. El pequeño lleva puesto un traje de baño naranja con un tritón cosido sobre la felpa; le sangra la nariz, y del orificio derecho le sobresale una bolita de algodón. El conde Pierre de Chasteigner de la Rocheposay se parece físicamente al actor Jean-Pierre Aumont. Exclama:

—Frédéric, ¿sabías que desde aquí he visto pasar ballenas, delfines azules y hasta una orca?

—¿Qué es una orca?

—Una especie de ballena negra y carnívora con unos dientes que cortan como cuchillas de afeitar.

—Pero…

—No te preocupes, el monstruo no se puede acercar a la orilla, es demasiado grande. Aquí, en las rocas, estás a salvo.

Por si las moscas, decidí no volver a poner un pie dentro del agua ese día. Mi abuelo me enseñaba a pescar camarones con un salabre, y sé por qué mi hermano mayor no estaba con nosotros: no hacía mucho, un afamado doctor le había dicho a mi madre que posiblemente yo padecía una leucemia. A mis siete años, me encontraba en cura de reposo, en «rehabilitación». Se suponía que tenía que recuperarme cerca del mar, respirando el aire yodado a través de mis coágulos de sangre. En Patrakenea, en euskera la «casa de Patrick» de mi abuelo, en mi cuarto húmedo, me habían puesto una bolsa de agua caliente de caucho verde a los pies de la cama, que chapoteaba cada vez que me revolvía y hacía notar constantemente su presencia abrasándome los pies.

El cerebro deforma la infancia, la embellece o la denigra para volverla más interesante de lo que realmente fue. Guéthary 1972 es como un rastro de ADN encontrado de improviso: igual que la experta de la policía científica del distrito VIII de París, con su bata blanca de laboratorio, que me acaba de rascar el interior de las mejillas con una espátula de madera de balsa para extraerme la mucosa bucal, también yo debería ser capaz de reconstruirlo todo con un cabello encontrado en aquella playa. Desgraciadamente, no soy lo suficientemente experto: bajo mis ojos cerrados, en mi celda mugrienta, soy incapaz de recapitular nada más que las rocas que arañan la planta de los pies, el rumor del Atlántico que ruge a lo lejos para advertirnos de que remonta la marea, la arena pegadiza que se me adhiere entre los dedos y el orgullo que me produce que mi abuelo me encargue la tarea de sostener el cubo con los camarones coleando en el agua de mar. En la playa, algunas señoras mayores se ponen sus gorros de baño floreados. Con la marea baja, las rocas forman pequeñas piscinas en las que los crustáceos quedan prisioneros.

—¿Lo ves, Frédéric?, hay que rascar en las anfractuosidades. Vamos, prueba tú.

Mientras me alcanzaba el salabre, con su cabello cano y sus alpargatas rosas de casa García, mi abuelo me enseñó la palabra «anfractuosidad»: palpando los bordes cortantes de la roca por debajo del agua, iba capturando a los pobres animalitos que, reculando, se precipitaban hacia la red. Yo también probé suerte, pero no capturé más que unos pocos ermitaños rezagados. Daba igual: estaba solo con el abuelito, y me sentía tan heroico como él. Mientras subíamos de Cénitz, él iba cogiendo moras al borde del camino. Para el pequeño urbanita cogido de la mano de su abuelo, resultaba milagroso descubrir que la naturaleza era una especie de autoservicio gigantesco: el océano y los árboles rebosaban de regalos, no había más que inclinarse para recogerlos. Hasta entonces, sólo había visto salir comida de una nevera o del carrito de la compra. Tenía la sensación de estar en el jardín del Edén, con sus veredas repletas de frutos.

—Un día iremos a los bosques de Vaugoubert a coger setas bajo las hojas muertas.

No lo hicimos nunca.

El cielo resplandecía con un azul inusual: por una vez, hacía buen tiempo en Guéthary y las casas parecían emblanquecer ante nuestros ojos, como en los anuncios del tornado blanco de Ajax Amoníaco. Aunque quizá el cielo estuviera encapotado, quizá intento retocar los detalles, quizá simplemente tenga ganas de que el sol brille en mi único recuerdo de infancia.