1. LAS ALAS CORTADAS

Me acababa de enterar de que a mi hermano lo nombraban caballero de la Legión de Honor cuando comenzó mi detención preventiva. Los policías no me pusieron las esposas inmediatamente, sino sólo durante mi traslado al hospital Hôtel-Dieu y, la segunda noche, al Dépôt, las dependencias de la isla de la Cité. El presidente de la República acababa de escribir una carta encantadora a mi hermano mayor felicitándole por su contribución al dinamismo de la economía francesa: «Es usted un ejemplo del capitalismo que queremos: un capitalismo de emprendedores, no de especuladores.» El 28 de enero de 2008, en la comisaría del distrito VIII de París, unos funcionarios con uniforme azul, revólver y porra a la cintura, me desnudaban por completo para registrarme, me confiscaban el teléfono, el reloj, la tarjeta de crédito, el dinero, las llaves, el pasaporte, el permiso de conducir, el cinturón y la bufanda, me tomaban muestras de saliva y las huellas digitales, me levantaban las pelotas para comprobar que no escondía nada en el agujero del culo, me fotografiaban de cara, de perfil, de tres cuartos, con una cartulina antropométrica en las manos, antes de encerrarme en una jaula de dos metros cuadrados con las paredes cubiertas de pintadas, sangre seca y mocos. En aquel momento ignoraba todavía que unos días más tarde asistiría a la ceremonia de entrega de la Legión de Honor a mi hermano en el palacio del Elíseo, en la sala de fiestas, algo menos estrecha, y que contemplaría a través de los ventanales cómo el viento agitaba las hojas de los robles del parque, como si me hicieran señales, como si me invitaran a salir al jardín presidencial. Aquella noche, tumbado sobre un banco de cemento a eso de las cuatro de la madrugada, la situación me parecía bien simple: Dios creía en mi hermano, y a mí me había abandonado. ¿Cómo dos seres tan unidos en la infancia habían podido conocer destinos tan dispares? A mí me acababan de interrogar por consumo de estupefacientes en la calle con un amigo. En la celda de al lado, un carterista golpeaba el cristal con el puño sin demasiada convicción, pero con la suficiente regularidad como para impedir el sueño de los demás detenidos. De todos modos, dormir era una quimera, ya que, aun cuando los encarcelados dejaban de berrear, los policías no paraban de dar voces en el pasillo, como si sus prisioneros estuvieran sordos. Flotaba en el aire un olor a sudor, a vómito y a estofado de ternera con zanahorias mal recalentado en el microondas. El tiempo pasa muy lentamente cuando uno no tiene su reloj y a nadie se le ocurre apagar la luz blanca de neón que parpadea en el techo. A mis pies, un esquizofrénico sumido en un coma etílico gemía, roncaba y se tiraba pedos echado en el mugriento suelo de hormigón. Hacía frío y sin embargo me ahogaba. Me esforzaba por no pensar en nada, pero es imposible: cuando se encierra a alguien en un agujero de dimensiones reducidas, no para de darle vueltas a la cabeza; intenta en vano ahuyentar el pánico; algunos suplican de rodillas que los dejen salir, o sufren crisis nerviosas, a veces incluso intentan poner fin a su vida o confiesan crímenes que no han cometido. Yo habría dado cualquier cosa por un libro o por un somnífero. Como no tenía ni lo uno ni lo otro, empecé a escribir todo esto en mi mente, sin bolígrafo, con los ojos cerrados. Espero que este libro os permita evadiros tanto como a mí esa noche.