Cuando Viri regresó era primavera. Salió de Nueva York en coche un día caluroso. Había vuelto solo. Había quietud y silencio en el aire, lleno de una especie de temor, el miedo a ver de nuevo cosas demasiado intensas para él. Se detuvo en un paraje sobre los acantilados encima del río y se asomó a verlo. La altura le dio un extraño vértigo. Abajo, a centenares de metros, había escombros glaciales al pie de las paredes verticales. El río amplio y sucio brillaba bajo el sol. En la ribera de enfrente, las casas interminables; casi alcanzaba a oler sus habitaciones silenciosas, la cálida comida en el interior, los manteles, las alfombras. Sonaban bajo las radios, los perros estaban tumbados en cuadrados de sol. Se había desgajado de todo aquello, lo miraba con cierta indiferencia, incluso con odio. ¿Por qué le hería tanto lo que había rechazado? ¿Por qué le dedicaba siquiera desdén?
Miró abajo una vez más, en una secuencia de pensamientos lentos. La idea de una caída le pareció horrible, pero en aquel instante tuvo la sensación de que todo lo que había sucedido antes, su vida entera, no era en cierto modo más amplia que el tiempo que tardaría en caer por los aires.
Había sólo otros dos coches aparcados, los dos vacíos cuando se marchó. No vio adónde habían ido sus ocupantes. Tenía miedo de encontrarse con alguien, incluso de que le sonriera un desconocido. Los cubos de basura estaban vacíos, el puesto de refrescos estaba cerrado.
Le pareció terrible que nada hubiese cambiado, una gasolinera con sus edificios de madera, los propios terrenos. Se le embotó la mente. Procuró no pensar en nada, no ver las cosas. Todo era una confirmación de que los días habían continuado su curso, de vida recobrada. La suya se componía de desesperación, vagabundeo.
Entró en los bosques verdeantes más allá de su casa. La vio brevemente a través de los árboles, silenciosa y extraña. Las hojas de alrededor, pálidas, estaban bañadas de sol. Hojas de vid caídas se le enredaron en los pies.
Vestía un traje gris comprado en Roma. Caminaba despacio. La humedad le oscureció las suelas de los zapatos. Los árboles, enormes, carecían de ramas inferiores. Se habían muerto y caído mientras las copas buscaban la luz. Húmedas, sepultadas, se quebraban bajo sus pies. Vio el banderín descolorido en el poste de un agrimensor; más allá, olvidado, un fuerte infantil. Cerca había un martillo oxidado, con el mango comido por gusanos. A cada paso que daba crujían las ramitas y las ramas, desechos de años. Probó el martillo y se partió el mango. Rompían el silencio gorjeos de pájaros. En el aire había moscas diminutas. Arriba, en lo alto del cielo, el estruendo de aviones con destino a Europa.
El fuerte se había derrumbado, los niños se habían ido. Se habían escondido en aquellos bosques, tumbados entre las pequeñas flores silvestres. Hadji había rodado en la nieve, se había bañado en ella, restregado el lomo y después hizo una pausa, un animal fragante, de ojos oscuros como el café, de hocico risueño. Aquellas tardes que nunca se esfumarían: todas perecidas. Él, trasplantado. Sus hijas, lejos.
Anciano en los bosques, sus pensamientos se adelantaban tan aprisa como se habían remontado al ayer. Caminaba con pasos lentos y cautelosos, mirando al suelo. Entonces vio algo, abombado y portentoso. Se detuvo, incrédulo. No entendía cómo había eludido los coches, los ojos agudos de los niños, de los perros, pero lo había hecho. Era la tortuga. Ella no le había visto a él, que la observó avanzar y el crujido de hojas que producían sus patas. Se agachó y la recogió. La cara del reptil, impasible, juiciosa, no reconoció nada; los ojos pálidos, claros como abalorios, parecían ansiosos de mirar a otro lado. Las patas potentes curvaban en vano sus zarpas sobre los dedos humanos. Finalmente se refugió en su concha, que portaba, tenue como algo escrito en una tabla, el garabato de las iniciales. Apenas logró descifrarlas. Se humedeció un dedo y frotó; misteriosamente se volvieron nítidas. Depositó a la tortuga en el suelo, a desgana. La observó un rato. Ella no se movía.
Parecía que los bosques estaban respirando, que le habían reconocido, convertido en algo propio. Intuyó el cambio. Se conmovió, como con una gratitud profunda. La sangre le fluía a borbotones, directamente desde la cabeza.
Se encamina hacia el río, cuidando de dónde pisa. El traje prieto le da mucho calor. Llega a la orilla del agua. El embarcadero, actualmente en desuso, tiene la pintura descascarillada y los tablones podridos, y sus postes empapados de verde. Aquí, en el gran río oscuro, aquí en la ribera.
Sucede en un instante. Todo es un largo día, una tarde interminable, los amigos se marchan, nos quedamos en la orilla.
Sí, pensó, estoy listo, siempre he estado preparado, por fin estoy dispuesto.