Murió como su padre, de repente, en otoño de aquel año. Como si abandonase un concierto durante un fragmento que amaba, como si capitulase una hora antes de la luz. O eso pareció. Ella amaba el otoño, era una criatura de los días azules y diáfanos, en que el sol al mediodía calentaba tanto como el sol africano y el frío de las noches era inmenso y claro. Como sonriendo y actuando rápidamente, como si partiese hacia un país, una habitación, un atardecer más hermosos que los nuestros.
Murió como su padre. Cayó enferma. Dolores abdominales. Durante un tiempo no acertaron a diagnosticarle nada. Los rayos X no detectaron nada, tampoco los numerosos análisis de sangre. Las hojas de los árboles habían caído, como quien dice, en una sola noche. La prodigiosa arboleda del pueblo las soltó velozmente; cayeron como lluvia. Se extendían como regueros de agua a lo largo de la carretera melancólica. Con el cambio de estaciones aquellos grandes árboles reverdecerían. Sus ramas muertas serían podadas y sus miembros volverían a cubrirse en seguida. Además de su belleza, del techo que formaban bajo el cielo, de sus susurros, sus sonidos lentos e inarticulados, las riquezas que vertían, además de todo esto, servirían de balanza para todas las cosas, una balanza exacta, tranquilizadora, sabia. No vivimos tanto tiempo, no sabemos tanto.
Se habían desprendido de sus hojas como en duelo por Nedra, como si llorasen a una reina arbórea.
Entre quienes asistieron al entierro, Franca acudió sola. No estaba casada. Su cara y sus manos parecían desnudas, como depuradas. Era un ser sobrenatural, pálido, y su rostro era el vivo retrato de la difunta pero más hermoso, más de lo que su madre lo había sido nunca. El presente es poderoso. Los recuerdos se marchitan.
Danny llevó a sus hijas, dos niñas de dos y cuatro años que apenas habían conocido a su abuela. ¡Su abuela! Parecía increíble. Tenían facciones límpidas y un carácter sereno, aunque la mayor habló en voz alta durante la ceremonia como si no hubiese nadie más presente. Dos hermanas, una junto a la otra, que, aunque lo ignorasen, habrían de conocer otro siglo, el milenio. Tal vez leyesen en voz alta como Viri había hecho en aquellas largas veladas de invierno y aquellos veranos ociosos en que, en una casa a la orilla del mar, se diría que la familia que él había creado duraría para siempre. Sin duda serían apasionadas y altas y algún día harían para sus hijos —no hay garantía al respecto, nos lo imaginamos, no podemos hacer otra cosa— fiestas de cumpleaños espléndidas, con tartas de abundante azúcar, concursos, juegos de adivinanzas, no demasiados invitados, seis u ocho, en una habitación que lleva a un jardín, desde lejos se oyen las risas, las puertas se abren de repente y salen corriendo a la tarde larga y dulce.
Había tantas cosas que uno hubiera querido preguntarle a Nedra. Ya no había respuestas. Quisieron que reposara en el pequeño cementerio de la carretera cerca de la casa de los Daro. Puede que incluso ella hubiese hablado de eso alguna noche en que había bebido, pero no pudo ser. La misma Nedra podría haberlo arreglado, pero Franca lo intentó en vano. Le dijeron que había pocas parcelas, un consejo de administración decidía sobre aquellas cosas; ¿vivía la familia en la ciudad? Cuando más difícil era obtener un nicho, tanto más se convirtió en la única opción. Querían que yaciera aparte de los muertos ordinarios. No querían igualdad; Nedra jamás había creído en ella, ni por un momento.
Eve asistió a la ceremonia. Las muñecas que asomaban por debajo de las mangas de su chaqueta le daban un aspecto demacrado. Sus manos de dedos largos y delgados eran como las de una mujer en una granja cuya hipoteca se ha ejecutado. Su chaqueta era de paño, su sombrero, de paja oscura. Como siempre, había algo conmovedoramente vulgar en ella. Era la clase de mujer que podía decir con toda calma: «¿Qué sabes tú realmente de eso?», y por su cara uno veía que sí, que comparado con ella, uno no sabía nada. Estuvo impasible. Cuando bajaron el féretro, de pronto pareció que tosía, que agachaba la cabeza como si se ahogase. Tenía la cara mojada de lágrimas.
—Tus hijas son preciosas, Danny —dijo Eve cuando terminó el entierro. Se las presentaron. Ella se quitó una sortija del dedo y la pulsera de su muñeca y se las dio a las niñas—. Tomad. No os regalé nada cuando os bautizaron. Pero probablemente no os han bautizado, ¿verdad?
—No —respondió Danny.
—No importa. Había que regalaros algo. Es una sortija muy bonita —dijo a la niña mayor—. No la perderás, ¿verdad? Hubo un tiempo en que hubiera dado cualquier cosa por esta sortija.
Artis, que era la pequeña, había dejado caer la pulsera. Danny la recogió del suelo.
—Sujétala fuerte —le ordenó.
—Es de oro antiguo —dijo Eve.
Hubo una breve reunión en casa de Catherine Daro. Los familiares se despidieron de todos, recibieron los murmullos de pésame, se quedaron un rato y finalmente regresaron a la ciudad en un automóvil alquilado. Las niñas se habían dormido. El sol calentaba mucho. Al principio no hubo nada que decir. Atravesaron en silencio los campos desiertos, y el calor intempestivo y postrero del año las recorría desde el brazo hasta el regazo.
—Ahí está la tienda con forma de pato —dijo Franca—. ¿Te acuerdas?
La vieron delante, donde la carretera trazaba una curva, la forma redonda y un tanto primitiva, con una puerta en su seno. Una reliquia de amor infantil, cuántas veces habían pasado por allí al anochecer, cuando una luz iluminaba la puerta.
—Papá la detestaba —dijo Danny.
—¿Te acuerdas?
—Era porque a nosotras nos encantaba. Queríamos vivir en una casa que tuviese la forma de una gallina gigantesca. Yo tendría mi cuarto en el pico. De acuerdo, dijo él. Pero recubierta de plumas de verdad, insistimos nosotras. Y entonces nos echamos a llorar. Llorábamos a gritos y al oír los de la otra gritábamos más fuerte.
Franca asintió.
—¿Por qué no lo hacemos ahora? —murmuró.
—Porque ahora no es de mentira.
—No.
Eve callaba en su asiento, a solas consigo misma, y las lágrimas rodaban por sus mejillas lisas.
El coche, que tenía ventanillas ahumadas, recorría las carreteras, la tierra desnuda y sin cultivar a los dos lados, los puestos de fruta con sus letreros pintados a mano, las casas feas. Una hora después, entraban en el espesor de edificios, la tarde era todavía calurosa, y rodaban entre apartamentos, comercios, calzadas sembradas de basura, en el centro de la vida, en el hormigueo.