En el buzón había un sobre escrito con la letra clara que reconoció al instante. Lo abrió en el pasillo y empezó a leer, con el corazón acelerado. Queridísimo Viri… Qué instantáneamente ella le hablaba a través de la distancia, a través de todo. Sus ojos devoraron las líneas. Siempre esperaba que ella le dijera que se había equivocado, que había cambiado de opinión. No había un solo día, una sola hora en que su reacción inmediata e indefensa no hubiese sido la capitulación. Era como esos veteranos, jubilados hace mucho tiempo, a quienes un día les llaman a filas; nada puede retenerles, su corazón resucita, dejan sus herramientas, abandonan su casa y sus tierras y acuden a la llamada.
Ella le pedía prestados diez mil dólares; los necesitaba, dijo: Ya sabes cómo es la vida. Prometía devolvérselos.
Diez mil dólares. No se atrevió a decírselo a Lia; sabía lo que diría. La venalidad de la vida italiana, su rigidez, lo impregnaba todo. La mujer que limpiaba el apartamento ganaba veinte mil liras a la semana, menos incluso que el precio de un par de zapatos en la Via Veneto. ¿Cómo iba a decírselo? Roma era una ciudad meridional, una capital trazada sobre los ejes de hierro del dinero y la riqueza, los bancos eran como depósitos de cadáveres. Enseñaban los dientes ante el dinero, los italianos, los mostraban como perros.
Lia leyó la carta. Guardó silencio, fría.
—No —dijo—. No puedes. ¿Para qué necesita dinero?
—Nunca me ha pedido nada.
—Te ordeñará. Le importa un bledo el dinero, tú me lo dijiste, lo gasta a manos llenas. Si se lo das ahora, al cabo de seis meses te pedirá más.
—Ella no es así.
Sabía que no podía explicarlo, no a aquella mujer súbitamente suspicaz, alerta. Era menuda, era firme, conocía el lenguaje, la maquinaria de este mundo.
Esa noche, en la cena, Lia abordó de nuevo el asunto. Se cernía en el aire el sonido desolado de los tenedores.
—Amore, quiero pedirte algo.
Él sabía lo que ella iba a decir.
—Sí, claro, desde luego —accedió él.
Ella parecía abatida, dominada, como si aceptara la presencia de aquella otra mujer.
—No se lo mandes —suplicó.
—Lia, ¿por qué?
—No se lo mandes.
—De acuerdo —dijo él.
—Créeme, amore. Yo sé.
Era la guardiana de un conocimiento amargo.
—Pero la cosa es —dijo él, sin alterarse— que no sabes.
Hubo un silencio. Ella llevó los platos a la cocina. Volvió.
—¿Has oído hablar de Paul Malex? —preguntó.
—No.
—Paul Malex es un escritor, es la inteligencia de Europa. ¿Nunca has oído hablar de él?
—Creo que no.
—Entonces créeme, es un pozo de ciencia, de perspicacia; nadie le llega a la suela del zapato. Lee de corrido griego y árabe. Se mueve a sus anchas en los grupos más cultivados de Europa.
—¿Qué tiene eso que ver con…?
—Malex ha buceado por debajo del plancton. Ha llegado a un nivel profundo de la mente, como la profundidad del mar donde se alimentan las ballenas. Debajo de eso está la oscuridad, el frío, criaturas con dientes enormes que se devoran entre ellas, muerte. Él ha llegado hasta ahí. Lo hace a voluntad. Percibe estructuras en ese nivel, las estructuras básicas de la vida.
Él había perdido el hilo.
—¿De qué estás hablando? —preguntó.
—Estoy diciendo que en Europa sabemos ciertas cosas. Se han demostrado una y otra vez. Esta ciudad tiene casi tres mil años. Ya verás.
La carta descansaba en la superficie de cristal pardo de una cómoda del dormitorio, y sus palabras eran invisibles en la oscuridad. Habían sido escritas rápidamente, como escribía Nedra, con largas frases sin pausa, palabras que, como un insulto o un juicio certero, había que releer, uno no las recordaba exactamente, eran como su autora, instintivas, chispeantes, como un pez que uno vislumbra en el mar.
… sabes lo que detesto revolver en las cosas del pasado, pero ojalá hubiésemos comprado una casita cerca de Amagansett. O una casa o cinco hectáreas de terreno. Marina me dijo lo que pedían ahora por un terreno y me costó creerlo. Supongo que no lo hicimos por la misma razón de siempre: no teníamos dinero. Estoy haciendo ahora cosas interesantes, cosas que siempre he querido hacer. Trabajo a tiempo parcial para una florista, es un empleo ideal para mí, como ir a una casa a la que tengo un especial cariño. Poquísimas flores, en realidad. Sobre todo plantas. No suena muy grandioso ahora que lo escribo —una florista—, pero puede que lo deje y que haga otra cosa. Viri, hay un gran favor que podrías hacerme, y quiero pedírtelo sin un montón de explicaciones…
Aquellas palabras estuvieron plegadas toda la noche. Habían llegado a Roma como otros tantos llamamientos y ahora estaban esperando, se habían unido al mundo en que todo espera, intemporal, desesperado. Pero eran peligrosas. Yacían entre botellas de cristal, billetes de liras andrajosos, un peine, una pluma de oro. Seguían allí al alba.
Lia, desnuda, se arrodilló a la altura de la cintura de Viri. La luz matutina bañaba la habitación, él estaba aún medio dormido. Le estaba desabrochando los botones blancos y gastados del pijama, y sus dedos fríos no titubeaban, los movía con calma y aplomo, como la mujer árabe que había jurado ser. Él tenía la cabeza recostada hacia un lado y los ojos cerrados.
—Mírame —ordenó ella.
Era morena, como una chica de la calle, y la brillante luz de la mañana le iluminaba un costado.
—Mírame —dijo. Era la cuchilla de una luz angelical, tenía los brazos enjutos y los pechos como una muchacha de dieciséis años.
Vaciló. Sus movimientos eran lentos y ensoñados, se sostenía el cuerpo con las manos cerca de los muslos. La carta era su auditorio, actuaba para ella como si tuviera ojos, como si fuera un niño pobre y desvalido a quien ella demostraba su desvergüenza y su poder. Su voz, al encorvarse, era desigual.
—Sí —susurró—. Seré tu puta.
Él tenía la cabeza recostada, como cortada, entre las almohadas. Viri tenía el pensamiento revuelto.
—Todo —juró ella.
Después se bajó de la cama. Actuaba con premeditación, sin prisas, su número no había acabado todavía. Se cerró la puerta del cuarto de baño. Él permaneció acostado en la alcoba cada vez más silenciosa, cuyas paredes y techo se despintaban, igual que el agua de plata tras el salto de un pez grande. Era testigo de aquel escenario perdurable, de aquel mundo de recuerdos en oposición al de la carne, y sus pensamientos evocaban, irresistibles, todo lo que le habían rogado que olvidase: a Nedra, cuya vida proseguía a pesar de la carta, cuya vida aún dimanaba fuerza, y en pos de quien —incluso antes de que hubiesen sido marido y mujer, antes, durante y después— siempre había viajado. Y luego pensaba en su rival, que le inspiraba miedo. Era demasiado tímido, demasiado indulgente, jamás conquistaría a aquellas mujeres con sus necesidades y su seguridad en sí mismas, su egoísmo deslumbrante, sus sonrisas. Estaba inerme ante ellas; las sentía próximas, sí, enormemente próximas, hasta semejantes, pero al mismo tiempo totalmente distintas y solas, como un recluta cojo en los cuarteles.
Yacía solo en las sábanas de la cama todavía caliente. Se había subido las mantas hasta la cintura, notaba algo mojado, denso y frío debajo de una pierna; solo en aquella ciudad, solo en aquel mar. Los días se desperdigaban alrededor, estaba ebrio de días. No había logrado nada. Tenía su vida —no valía gran cosa—, que no era como una que, aunque consumada, hubiese sido realmente vital. Si hubiese tenido el valor, pensó, si hubiese tenido fe. Nos conservamos como si fuera importante, y siempre lo hacemos a expensas de otros. Nos acaparamos. Triunfamos si ellos fracasan, somos sabios si ellos son necios, y seguimos adelante, aferrados, hasta que no queda nadie, hasta que no nos queda más compañía que Dios. En Quien no creemos. De Quien sabemos que no existe.