Fueron al Argentario en abril. Las carreteras estaban desiertas. Rodaron durante horas y con el calor del sol a través del parabrisas y el suave balanceo del coche, Viri se sentía en paz. El campo que atravesaban no era el paisaje que él había esperado; era costa industrial, pelada. No había ciudades tranquilas ni granjas.
Conducía Lia. Mientras la miraba, hablaba y observaba sus manos pequeñas, comprendió que en cierto modo, a pesar de todo, estaba postergando algo: era la opinión que tenía de ella. Se preguntaba vagamente qué pensaría Nedra; estaba casi nervioso, se lo imaginaba todo, hasta un rechazo cortante, se disponía a discutir con ella: eran siempre exasperantes aquellas discusiones que él nunca ganaba.
—¿En qué estás pensando, amore?
—¿En qué estoy pensando? Nunca soy capaz de responder a esa pregunta.
—¿Son pensamientos secretos?
—No, no exactamente.
—Dime.
—Nada es secreto. Es sólo que ciertas cosas no se pueden expresar muy bien.
—Me excitas la curiosidad.
—Te lo diré esta noche, en la cena —dijo él.
Ella sonrió.
—¿No me crees?
—No quiero husmear.
El hotel que ella había escogido estaba en la ladera de una colina. Era un hotel aislado y caro. Firmaron con sus nombres en una recepción pequeña, en presencia de un joven que vestía pantalones de rayas y chaqué. Transportaron su equipaje a uno de los pabellones de abajo, y la puerta de su habitación estaba abierta. Al igual que un preso al que sacan de un despacho administrativo y, tras recorrer pasillos, oye finalmente los cerrojos de acero que cierran su celda, Viri, en el momento en que estuvieron solos, se sintió inmensamente deprimido. El suelo que pisaba era de azulejos. La habitación era fría y oscura, y la ventana se hallaba ensombrecida por otros muros. La cama era amplia, armada de una forma práctica: dos camas más pequeñas juntas. La cama privaba de mucho espacio adicional.
—Lo siento —le dijo él a ella—. ¿Te gusta la habitación?
Ella miró alrededor y se encogió de hombros.
Viri subió los escalones hasta la oficina, donde, tras mucho consultar el libro de reservas, pese a que el hotel estaba casi vacío, y tras varias conversaciones entre alguien invisible en un trastero y el recepcionista, accedieron a darles otra habitación: una suite, de hecho.
Viri no conseguía hablar en italiano.
—¿Es el mismo precio?
—Sí, señor, el mismo —dijo el recepcionista, sin molestarse en levantar la vista.
—Gracias.
—No hay de qué, señor.
Bajaron a la cala después de comer. El sol calentaba. Al bajar atravesaron un chalé tras otro, todos ellos nuevos, todos con el césped recién regado. Lia hablaba de dónde se podía vivir en Roma, en qué clase de apartamento. Viri divagaba. Los tejados de los chalés, los senderos de entrada eran todos idénticos. De vez en cuando asentía con un ruido. Procuraba parecer contento.
Se tumbaron en la playa de guijarros. El bar de bambú y palmas estaba cerrado, porque todavía no era temporada.
—Háblame —dijo ella—. Me hablas tan poco de ti. Me fascina tu nombre. ¿Cómo puedes llamarte Vladimir?
—Es un nombre ruso. Mi familia procedía de Rusia.
—¿De qué parte?
—No lo sé. Del sur.
Se callaron. Un empleado solitario estaba rastrillando algas. El agua estaba demasiado fría para bañarse. Al mirar abajo, él vio de pronto las piernas flacas y blancas de su padre. Se envolvió en la toalla. El viento ponía una ligera carne de gallina en la piel de Lia, siempre de un tenue color moreno, exótico, extraño.
—¿Quieres una toalla?
—Prefiero el sol —dijo ella.
—¿Cómo es Sicilia?
—Nunca he estado.
Subieron despacio el camino de vuelta. Era muy largo, al bajar él había procurado no pensar en el regreso. Ella se paró dos veces a descansar y él la esperaba de pie, una de las veces encima de un montón de basura.
—La tiran por todas partes —dijo ella—. Hay una huelga, amore, ¿sabes? No la recogen.
Él comenzó a fijarse en las bolsas de plástico verde metidas entre la maleza, a lo largo de la carretera.
—Deberíamos haber bajado en coche —dijo él.
—Sí.
Al atardecer, el cuarto olía a humedad. Viri vio a un mosquito que planeaba por la pared superior. Se tendió en un sofá cerca de las puertas de la terraza, y Lia se tumbó a su lado. Tenía la bata abierta —él se la había desatado— y los ojos ocultos en la sombra. La marca negra de su ombligo, el aún más negro vello púbico, relucían ante él como piedras oscuras en el fondo de un estanque. Lia era delgada y tenía la piel blanda, fácilmente magullable. Él de pronto estuvo entre sus piernas y ella estaba destapada y tendida encima de la bata. El mosquito se había perdido de vista, desvanecido. Estaban fundidos en los brazos del otro, absortos, desnudos, manchando la colcha arrugada que cubría el colchón.
El acto era un tanto vergonzoso, un acto de aburrimiento y desesperación, acometido porque todo lo demás había fallado. Concluyó en seguida. Se acostó al lado de ella y le colocó el brazo debajo de su cabeza, tapándola al mismo tiempo con la bata como si ella fuese una tienda y él la estuviese cerrando para la noche: una tienda con la que había que hablar. Ella no dijo nada. Permaneció inmóvil en la oscuridad.
En Porto Santo Stefano encontraron un restaurante y se sentaron a cenar. Sólo había otra mesa ocupada.
—Supongo que es un poco pronto —comentó él.
—Sí.
Viri contaba con la comida para rellenar parte de la alegría que había huido de él, al igual que uno confía en medicinas o en distracciones. Leyó el menú y lo releyó como un hombre en busca de algo que inexplicablemente falta. Tenía al camarero plantado cerca del codo.
Lia confesó que no tenía hambre. El anuncio desalentó a Viri. Empezó a sugerir platos que quizá le apeteciesen.
—Bollito misto.
—No.
—Tienen pescado.
—Nada, amore.
El restaurante estaba vacío; hasta la calle, fuera, estaba silenciosa. Derramó sal del platillo de cristal hundiendo en él la punta del cuchillo y dando un golpecito. Trató de beber el vino. Había pedido demasiado.
Ella le observaba comer y habló poco. Era como una desconocida a la que hubiese encontrado en un viaje, y de improviso dudaba de si podía confiar en ella. Estaba seguro de que ella percibía su nerviosismo. El camarero estaba sentado cerca de la puerta de la cocina; el dueño parecía medio dormido.
—Es como si estuviéramos exiliados —dijo Viri—. Los tagliatelle están buenos. Prueba.
Ella aceptó. La mano de Viri le tendió el tenedor en la sala desierta, como un recinto en donde se hubiera cometido un asesinato.
—¿Quieres que volvamos a Roma? —preguntó ella.
Él se sintió culpable. Pensó que lo estaba estropeando todo.
—No lo sé. Lo decidimos mañana —dijo—. Estoy un poco nervioso. No sé por qué. Seguro que se me pasa. Y el hotel… Quizá sea el barómetro o algo. Dame un día o dos y estaré perfectamente.
Y más tarde, en la cama, él la vio aproximarse, levantar los brazos y quitarse el camisón. Incluso aquel acto le asustó. Lia se deslizó a su lado, desnuda, sin prisas.
—Amore —dijo—, pues claro que esperaré. Tú lo sabes. Soy tuya —dijo, con una voz sin esperanza—. Haz conmigo lo que quieras.