Tuvo un sobresalto cuando Viri vendió la casa. Era algo que ella suponía que nunca ocurriría y para lo que no estaba preparada. La venta la trastornó. Denotaba que Viri estaba enfermo o que poseía una gran fortaleza; ella no sabía cuál de las hipótesis le daba más miedo. Había en la casa muchas cosas que le pertenecían, nunca se había molestado en retirarlas, era libre de hacerlo en todo momento. Pero cuando de pronto vio que estaba a punto de perderlas, no le importó. Dijo a sus hijas que cogieran lo que quisieran; del resto se ocuparía ella.
Viri se iba de viaje, le dijeron.
—¿Dónde?
—Tiene el escritorio lleno de folletos. Algunos los ha marcado.
Ella le llamó.
—Me ha entristecido mucho lo de la casa.
—Se estaba cayendo a pedazos —dijo él—. No, no es verdad, pero no podía cuidarla. Es toda una vida, ¿sabes?
—Lo sé.
—Me han pagado ciento diez mil dólares.
—¿Tanto?
—La mitad es tuya. Descontada la hipoteca y gastos.
—Creo que has conseguido un buen precio. No vale eso. Estoy segura de que no miraron el sótano.
—No es el sótano, sino el tejado.
—Sí, el tejado. Pero, en otro sentido, vale mucho más que ciento diez mil.
—No, la verdad.
—Viri, estoy muy contenta con el precio. Sólo que… bueno, ya no podemos volver a venderla, ¿no?
Zarpó en el France en la tarde ruidosa y triste. Nedra fue a despedirle, como una hermana, como una vieja amiga. Había un gran gentío, una multitud que al final seguiría al barco hasta la punta del muelle, apiñada, agitando las manos, una muchedumbre de los años veinte, revoluciones en México, amenazas de guerra.
Tomaron una botella de champán sentados en el camarote.
—¿Quieres ver el cuarto de baño? —dijo él—. Es muy bonito.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera, Viri? —preguntó ella, mientras examinaban los artilugios, los detalles concebidos para el mar encrespado.
—No lo sé seguro.
—¿Un año?
—Oh, sí. Por lo menos un año.
Franca llegó por fin.
—¡Qué tráfico! —dijo.
—¿Quieres un poco de champán?
—Sí, por favor. He tenido que apearme del taxi a tres manzanas de aquí.
Viri las llevó de inspección. Copas en mano, les mostró los salones, el comedor, el teatro vacío. Las escaleras estaban atestadas, los pasillos olían a humo de Gauloise.
—¿No se va toda esta gente? —preguntó Franca.
—O se van ellos o alguien que conocen.
—Es increíble.
—No sobra ni una plaza —dijo él.
Había sonado el aviso de que desembarcaran los visitantes. Caminaron hacia la pasarela. Viri besó a su hija y la abrazó, al igual que a Nedra.
—Adiós, Viri —dijo esta.
Se quedaron en el muelle. Le vieron en la barandilla de cubierta donde se habían despedido, veían su cara muy blanca y pequeña. Él agitó la mano; ellas le respondieron. El buque era enorme, había pasajeros en todos los pisos, las dimensiones de su casco negro y manchado las apabullaron. Era como decir adiós a una biblioteca, a un hotel. Por fin el barco empezó a moverse. «Adiós», gritaron ellas. «Adiós». Los grandes gemidos de la sirena inundaron el aire.
Esa noche, durante la cena, Nedra estuvo pensando en cosas que habían desaparecido junto con la casa; o, más bien, a su pesar, que se le restituían como pecios de un naufragio en alta mar. Muchas cosas, no obstante, perduraban. Ella y su hija estaban ahora sentadas en una casa —no eran más que unas cuantas habitaciones— que procedía de la que habían vendido. Bebieron vino, se contaron historias. Lo único que faltaba era un fuego de chimenea.
Viri cenó en el segundo turno. Tomó una copa en el bar, donde la gente entraba saludando a gritos al camarero. En el pasillo había mujeres de cincuenta años, vestidas para la cena, con colorete en las mejillas. Dos de ellas se sentaron cerca de él. Mientras una hablaba, la otra comía largos pedazos triangulares de pan con mantequilla, dos bocados de cada. Leyó el menú y un poema de Verlaine escrito en el reverso. Llegó el consomé. Eran las nueve y media. Navegaba hacia Europa. Debajo de él, mientras levantaba la cuchara, peces negros como hielo se deslizaban en un mar de medianoche. La quilla les pasaba por encima como un peine rugiente.
Franca era ahora editora. Tenía manuscritos en que pensar, propiciar que existieran. Trabajaba en un cubículo donde había una pila de libros nuevos, fotos, recortes, toda clase de distracciones. Iba a reuniones, almuerzos. En primavera iría a Grecia. Estaba serena, tenía una sonrisa encantadora, no conocía el camino a la felicidad pero sabía que llegaría a ella.
—¿Sigues viendo a Nile? —le preguntó Nedra.
—Pobre Nile —dijo Franca.
Nedra estaba fumando un puro, le confería una pizca de autoridad, de fuerza. Puso música, como haría un hombre para una mujer, y se recogió los pies por debajo del cuerpo en el sofá.
—Esta tarde, en el barco, estaba pensando en que todo está al revés. Deberíamos haberte despedido a ti —dijo.
—Yo voy en avión.
—Tienes que llegar más lejos que yo —dijo Nedra—. Tú lo sabes.
—¿Más lejos?
—Con tu vida. Tienes que ser libre.
Ella no lo explicó; no podía. No se trataba de vivir sola, aunque en su caso había sido necesario. La libertad de que hablaba era la conquista de una misma. No era un estado natural. Estada destinado solamente a quienes lo arriesgaran todo por conseguirla, a quienes eran conscientes de que sin ella la vida consistía únicamente en apetitos hasta que te quedabas sin dientes.