7

La boda de Danny se celebró en casa de un amigo. Fue en el campo, cerca de Ossining, una boda algo anticuada a pesar de la juventud e informalidad de los novios. Hacía calor. Era como un domingo en un pueblecito. Asistieron, por supuesto, su madre y su padre, su hermana y su amante, Juan. Danny se casaba con el hermano de Juan.

Theo Prisant era más alto que Juan, más joven, aunque no tan bien formado. Todavía era estudiante, cursaba su último año de derecho. Antes de conocer a Danny había oído hablar a su hermano… la hija de un arquitecto, diecinueve años, fantástica en la cama. Prendió una esquirla incandescente en alguna clase de oscuridad. Ansia y envidia le corrieron por las venas.

—¿Cómo que fantástica? ¿Qué tiene de fantástica?

—Es increíble.

Ansiaba conocerla, lo temía a medias. Cuando la vio por primera vez, era como si la ropa se desprendiera de ella delante de sus ojos. Se sintió mareado. Apenas se atrevió a denotar interés; le avergonzaba saber lo que sabía. Era un conocimiento que le condenaba, le cantaba en los oídos desde el primer instante, le cuchicheaba en la sangre.

La primera vez que salieron juntos fueron al Metropolitan y subieron la escalera por la que su padre antiguamente había corrido. Era hacia el final de una tarde serena. En el interior de los grandes muros protegidos, casi no se atrevía a mirarla, aunque ella estaba a su lado. Se moría de ganas de hablar, de hablarle como si no hubiese nada en juego. Era consciente tan sólo de los miembros, el cabello de Danny, las cosas que sabía que ella había hecho. Danny parecía hermosa y sosegada. Todas las cosas la reflejaban, todo sugería amor: los torsos, los limpios miembros de mármol, el pliegue de músculo que circundaba las caderas de un joven griego. Él estaba un poco detrás de ella. Vio la mirada de ella recorrer los hombros, el estómago, y detenerse en los genitales y el vello ensortijado, esculpido. Fue como si le estuviera menospreciando a él. Siguieron caminando; él tenía la boca seca, no acertaba siquiera a hacer una broma. Notaba que a ella él le era indiferente.

Y ahora, con un traje y un sombrero de paja como el que usan los campesinos, con un diente de león en el ojal, Theo se erguía, poseedor por fin de la mujer que había encontrado su hermano, que este le había preparado, le había ofrecido sin saberlo. Theo tenía la cara juvenil y las manos morenas de sol. Había visto a Viri varias veces pero, apenas le conocía, y a Nedra una sola vez. Estaba esperando a que llegasen.

Se retrasaron. Aparcaron donde la carretera se interrumpía, rota —había ya ocho o diez coches— y subieron juntos por el pequeño sendero de piedra hasta la casa. Árboles enormes la sombreaban. Había vasos brillantes en una mesa de bufé dentro, frutas, flores, pastel. La luz del sol entraba por amplios ventanales. Varios gatos desfilaron por delante de sus pies.

—Me alegro de verles —les dijo Theo.

—Y nosotros también —dijo Nedra.

—Vengan a conocer a nuestro anfitrión.

Nedra encontró a sus hijas arriba. Lloraban juntas, lloraban y sonreían. Limpiaron las lágrimas de la cara de Danny que bajaban en líneas rectas hasta la boca. Cuando Viri apareció en la puerta, titubeante, ella rompió a llorar de nuevo.

—¿Por qué lloras? —preguntó él.

—Por nada.

—Yo también.

Un día vasto y refulgente, los árboles suspiraban, hacía un poco de calor en los cuartos. La ceremonia fue breve, un gato se restregaba contra la pierna de Viri. Tocaron la marcha nupcial cuando la pareja de recién casados entró en la sala de la recepción. En el momento en que vio a su hija, blanca de sol, cerca de otro hombre, partiendo, ya partida, Viri sintió una punzada súbita de amargura y de pérdida, como si de algún modo fuera un fracasado, como si una palabra bastase para repudiar su vida entera.

Bebieron vino tinto y abrieron los regalos. Se giraron hacia Viri para que propusiera un brindis.

—Theo y Danny —empezó. Levantó la copa y la miró—. Pase lo que pase, estáis entrando en la felicidad verdadera, la mayor que uno llega a conocer.

Todos bebieron. Llegó un telegrama de Chicago, que VUESTRA VIDA ESTÉ SEMBRADA DE FLORES AHORA Y PARA SIEMPRE, MANDAD FOTOS, ARNAUD. Hablaron de él; quizá él supiese que lo harían. Contaron historias adorables. Tales historias se habían convertido en la auténtica existencia de Arnaud, era como un personaje en una obra que uno imita y admira. No podía fracasar ni desaparecer. Era como un huésped maravilloso que se marcha pronto y cuyo recuerdo perdura, fortalecido por haberse cortado en el instante preciso.

El automóvil de los casados partió —pareció que bruscamente—, y de repente hubo manos que saludaban, gritos de despedida, y enfilaba ya la carretera, perseguido por un perro labrador.

—Bueno, ya se han ido —dijo alguien.

—Sí —asintió Viri.

El perro negro, a lo lejos, corría tras el polvo del coche, corría y se rezagaba. Por último abandonó la persecución y se quedó solo en la carretera, a la orilla de unos árboles.

Eso fue en primavera. Franca pasó aquel verano con su madre, en el mar. Tenían una casita descolorida por la intemperie en el lindero de un campo de patatas. El automóvil estaba estacionado delante, un Morris inglés que le habían comprado al mecánico, con la pintura reducida a tiza bajo el sol.

Había un jardín, un cuarto de baño en donde el agua salía a trompicones de los grifos, y una vista de las dunas difusas.

Hacían largos almuerzos. Conducían hasta el mar. Leían a Proust. Andaban por la casa descalzas y con las piernas desnudas, el cuerpo bronceado, los ojos del mismo tono gris, los labios lisos y pálidos. Días de calma, de compañerismo, el sol les filtraba toda preocupación, las dejaba satisfechas. Uno las veía por la mañana. Estaban en el jardín, una mujer hermosa regando las flores y su hija cerca de ella, extendiendo el antebrazo y acariciando lentamente a un larguirucho gato blanco. O veía la casa cuando ellas no estaban: las ventanas silenciosas, los breves bañadores tendidos sobre la caja de madera, los petirrojos con su cabeza oscura y su cuerpo curtido que corrían por el césped.

Se sentaban al sol ante una mesa de madera que había fuera. Pequeñas abejas amarillas comían las peladuras del queso. Nedra descansaba las palmas sobre los tablones calientes y lisos. Era a principios de agosto. El mar cantaba. Sobre él se había alzado esa mañana una niebla de plata en la que unos niños gritaban y jugaban, en las horas vacuas después del almuerzo.

Visitaron a Peter y Catherine. Cenaron debajo de los grandes árboles. Después se sentaron a hablar de Viri. Nedra había desabrochado parte de su vestido y se frotaba el estómago. Ayudaba a la digestión, dijo. Arriba, en la oscuridad, cruzaban aviones con un sonido persistente y débil, y sus luces avanzaban entre las estrellas.

—Comí con él el mes pasado —dijo ella—. Está un poco cansado de… ya sabéis, la vida. No ha sido fácil para él, no sé por qué exactamente.

—Oh, creo que el motivo es muy simple —dijo Peter.

—Una se equivoca tantas veces…

—Sí, pero tú y Viri… dos personas que se separan es como un leño que se parte. Las mitades nunca son iguales. Una de ellas contiene el núcleo.

—Viri tiene su trabajo.

—Pero eras tú la que desempeñaba la parte sagrada. Tú puedes vivir y ser feliz; él no.

—En realidad, ahora está mejor —dijo Franca.

—No le hemos visto hace mucho.

—Está mucho mejor —les aseguró ella.

—¿Sigue viviendo en la casa? —preguntó Catherine.

—Oh, sí.

Habían hablado de comida y de viejos amigos, de Europa, de tiendas de la ciudad, del mar. Como un hombre de negocios que deja para el final los asuntos importantes, Peter preguntó:

—¿Y tú, Nedra?

—¿Yo?

—Sí.

—Bueno, he cenado tan bien y tengo una cama tan cómoda…

—Sí.

—Estoy pensando. Supongo que no estoy acostumbrada a responder a una pregunta así, sobre todo a una persona que me entiende. —Hizo una pausa—. ¿Qué impresión doy?

—Peter —explicó Catherine—. Nedra no quiere hablar de eso.

—No quiero decepcionarte —dijo Peter—, pero lo cierto es que tienes un aspecto estupendo, pareces la misma de siempre.

—La misma de siempre… No. Ninguno de nosotros es el mismo. Estamos avanzando. La historia continúa, pero ya no somos los protagonistas. Y luego… Hace unos días tuve una visión extraña. El final no es como esos grabados de un esqueleto con una capa negra. El final es un judío gordo en un Cadillac, uno de esos hombres fumándose un puro que vemos todos los días. El coche es nuevo, tiene las ventanillas cerradas. El hombre no tiene nada que decir, está demasiado ocupado. Te vas con él. Simplemente. A la oscuridad. ¿Por qué estoy tan habladora? —preguntó—. Es el brandy. Tenemos que irnos.

A lo largo de los días, sin embargo, estaba totalmente en paz. Su vida era como una hora única y bien aprovechada. Su secreto consistía en no tener remordimientos, en no compadecerse de sí misma. Se sentía purificada. Extraía sus días de una cantera que nunca se agotaba. Los días le deparaban libros, recados, la orilla del mar, correo ocasional. Leía las cartas despacio y con atención, sentada al sol, como si fueran periódicos del extranjero.

—Me da mucha pena —dijo Catherine.

—¿Pena? ¿Por qué pena?

—Es una mujer infeliz.

—Es más feliz que nunca, Catherine.

—¿Tú crees?

—Sí, porque no depende de un hombre, no depende de nadie.

—No sé lo que entiendes por depender. Siempre ha tenido alguno.

—Pero eso no es depender, ¿no?

—Es una mujer condenada a ser infeliz.

—¿No es curioso? —dijo Peter—. Yo pienso exactamente lo contrario.

—Tú no sabes gran cosa de mujeres.

—El otro día la vi arreglando flores.

—¿Arreglando flores?

—Sí.

—¿Qué quiere decir eso?

—Nada, salvo que no creo que sea infeliz.

—Peter, no sé nada de lo que has podido ver, pero una mujer que abandona su hogar tiene que ser infeliz, ¿no crees?

—Bueno, Nora Helmer abandonó el hogar.

—Estoy hablando de la vida real.

—Yo también.

—Lo que estás diciendo no tiene ningún sentido.

—Catherine, tú sabes perfectamente que en las grandes obras de arte hay una verdad que trasciende los simples hechos.

—Si estás hablando de Nora… ¿te refieres a la Nora de Ibsen?

—Sí.

—No sabemos qué fue de ella. Cada cual puede sacar sus propias conclusiones. ¿No es así?

—Me gusta lo que Nedra representa —dijo él.

—Claro que te gusta.

—No me refiero a eso. Sabes exactamente lo que quiero decir.

—Sí, creo que lo sé.

—¡Maldita sea! —gritó él.

—¿Qué?

—Estoy hablando de otra cosa, ¿no lo entiendes? De un cierto valor, un estilo de vida.

—Creo que es algo que tú te imaginas.

—Un reino de mujer.

—¿Por qué ese interés repentino por las mujeres?

—No es repentino.

—Lo parece.

—La vida de los hombres me aburre —dijo él.