6

Nedra fue a casa de Marina Troy cuando volvió por fin. Incluso se quedó con ellos una temporada. El genio del teatro en aquella época era Philip Kasine. Sus obras no se anunciaban, las noticias al respecto corrían de boca en boca, había que buscar para encontrarlas como para una ceremonia vudú o una pelea de gallos. El propio dramaturgo era inaccesible. Tenía una nariz delgada, huesuda como un dedo, acento de ciudad, emanaciones de mito. No contestaba al teléfono. Tenía un ego tan grande que lo tomaban por desinterés, los dos se habían fundido. Era una fuente de energía más que un individuo. Obedecía las leyes de Newton, del mayor de los soles.

La noche que fueron a su teatro estaba en un viejo salón de baile. El público tuvo que hacer cola de una hora en la escalera. Kasine no apareció, aunque alguien dijo después que era el hombre que barría el escenario mientras los espectadores ocupaban sus asientos. Por fin anunciaron el título de la función de aquella noche. Silencio. Salió un actor. Tenía cara de alguien poco fiable, de hombre que lo ha intentado todo y está tan hambriento que podría matar. Sus movimientos poseían la intensidad de los de un lunático, pero a Nedra le impresionaron sobre todo sus ojos. Captó su poder, su desdén; pertenecían a alguien fraternal, al ego que Nedra envidiaba pero que nunca había logrado crear.

—¿Quién es? —susurró.

—Richard Brom.

—Es extraordinario.

—¿Quieres conocerle?

No entendió la obra, pero eso no la decepcionó. Significara lo que significase —era todo repetición, cólera, gritos—, la cautivó y quería volver a verla. Cuando se encendieron las luces y el público aplaudió, ella se levantó casi sin darse cuenta y aplaudió con las manos en alto. En su desvergüenza, en su fervor, se veía claramente a una conversa.

Los bastidores eran como una tienda de comestibles que permanece abierta toda la noche. Las luces eran antiguas y fluorescentes; deambulaban de un lado para otro una serie de personas mal vestidas que no parecían tener relación alguna con la compañía de teatro. Brom no estaba allí.

—Ven a la fiesta —dijo alguien.

Fueron en taxi. Las calles oscuras desfilaban velozmente.

—¿Te ha gustado? —preguntó Marina.

—Es tan apabullante. No la obra, sino la función. Parece que no actúan… por lo menos, no es esa la palabra.

—Sí, es una especie de locura a cámara lenta.

—Hay una fuerza fantástica simplemente en el modo en que parece que se sacan el alma de dentro. Me ha maravillado. ¿Hay un hombre que enseña eso?

—Le cedieron un local en Vermont —dijo Marina—. Todo el mundo va allí, trabajan, charlan. Todo lo hacen juntos.

—¿Pero él es el maestro?

—Oh, sí. Él es todo.

Subieron en un ascensor chirriante. Había ya otras personas. Entre ellas estaba Brom. Vestía ropa ordinaria.

—Su actuación —dijo Nedra— es la mejor que he visto en mi vida.

Él la miró fijamente con sus ojos oscuros. Se limitó a asentir, todavía inánime, todavía consumido. Ella no supo qué pensaba él, qué sentía. Como todos los grandes actores, sufría una especie de extenuación visible, como un pájaro que ha volado una gran distancia. No había nada que contestar.

Ofrecieron una bebida a Nedra. Todo el mundo era cordial. Se reían, hablaban en voz baja, era la gente más congruente que había conocido, la aceptaban. Escuchó comentarios sobre Kasine. Sus dotes eran prodigiosas. Era un maestro excepcional; sabía instintivamente dónde estaba la dificultad, como un curandero.

—Fui a verle todos los días a la misma hora, durante un mes. Hablamos, nada más. Lo aprendí todo.

—¿De qué hablabais? —preguntó Nedra.

—Bueno, no es tan sencillo…

—Claro que no. Pero, por ejemplo…

—Siempre me preguntaba lo mismo: ¿qué has hecho hoy?

Estaban satisfechos de una manera que ella envidiaba pero no lograba sondear. Era como conocer a los miembros de una familia ortodoxa, todos ellos distintos pero firmemente unidos.

—Me gustaría estudiar con él —dijo. No se disculpó, no puso condiciones.

En una ocasión él había enseñado a una actriz a hablar en sólo cuatro horas.

—¿A hablar?

—A utilizar la voz. A hacer que la gente escuche.

Ella quería conocerle. Miraba alrededor como san Juan; se preguntaba si él estaría escondido entre ellos.

—Tienes que venir a Vermont —le dijeron.

Las horas pasaron sin que se percatara. Más tarde, cerca de la ventana, cayó en la cuenta de que había amanecido. El fragmento de ciudad, abajo, era silencioso y gris. Alzó los ojos. El techo del cielo era azul, un azul que descendía a la tierra mientras ella lo observaba. Los árboles de la calle desplegaban sus hojas. Como por obra de simpatía, las luces de la habitación se apagaron. Ahora, sin duda, era el alba. Fuera había algunos pájaros, los únicos sonidos de la naturaleza; más allá, quietud. No estaba cansada. Le habría gustado quedarse. Tenía las manos frías y entumecidas mientras estrechaba las manos de las personas a su lado que se iban. Durmió; nunca había dormido tan bien.

Diez o doce alumnos al año, era todo lo que admitía. Vivían juntos, trabajaban juntos. Ella quería ser una de ellos, renunciar a toda diversión, estudiar una cosa y nada más que una cosa.

—¿Crees que importa que no sea actriz?

—Lo eres —le dijo Marina.

—Tienen tanta fuerza, todos ellos. Tanta naturalidad. Es como si estuvieras viendo la vida por primera vez. Ven conmigo —la apremió Nedra.

—Me gustaría. No puedo.

—Gerald te dejaría.

—No, no me dejará.

Consultó con Eve. Estaban almorzando en un reservado, con largos menús en las manos.

—¿Tú crees que es un disparate?

—Todo el mundo que conozco quiere estudiar con él.

—¿De verdad?

—¿Te lo presentó Marina?

—Bueno, no le conozco —dijo Nedra.

Eve parecía marchita, resignada. Arnaud se había ido. De todas formas, no había vuelto a ser el mismo. Nadie sabía si era algo físico o no. Eve estaba pensando en volverse a casar con su exmarido.

—¿Lo dices en serio? —preguntó Nedra.

—Hemos hablado mucho al respecto. Quizá deberíamos intentarlo. Tenemos muchas cosas en común.

Nedra no contestó.

—Ha empezado una dieta —dijo Eve—. Tiene muy buen aspecto.

—No era su peso lo que causaba problemas.

—Sólo trata de demostrar que quiere cambiar. ¿No te parece una buena idea?

—No lo sé. Sólo que parece…

—¿Qué?

—Que has pasado por muchos apuros.

—¿Para volver a empezar, te refieres?

—Es como rendirse.

—¿Qué puede hacer una?

—Tomaremos vino —dijo Nedra.

Fue en automóvil a Vermont para una entrevista. Estaba nerviosa. Había otras quince o veinte personas. Aguardaban en bancos cerca del granero. Kasine recibía a los candidatos en la cocina. A veces la puerta tardaba media hora en abrirse, a veces más.

Esperó toda la tarde, hasta la noche. Nadie les llevó comida ni nada de beber. Permanecían sentados en silencio. Oscureció. Era abril; refrescaba. Por fin le llegó el turno. Estaba cansada. Tenía las piernas rígidas. Entró en la casa por una puerta con malla de mosquitero.

Kasine estaba sentado ante una mesa desnuda, con gafas ahumadas. Llevaba un traje negro, manchado de tiza. Al día siguiente ella lo vio en el pueblo con el mismo traje y un maletín en la mano, como un contable o un conferenciante. Al extremo de la mesa, impasible, se sentaba Richard Brom. No dijo nada durante toda la entrevista.

Ella les dijo que no tenía experiencia. Dijo la verdad; que de algún modo, sin saberlo, se había estado preparando. Físicamente era flexible, fuerte. No tenía responsabilidades ni necesidades, estaba libre para entregarse por entero. Había estado leyendo a san Agustín…

—¿Quién?

Las confesiones —dijo ella.

—Sí, siga.

Había un pasaje sobre que tenemos la espalda vuelta hacia la luz y que nuestros ojos ven las cosas iluminadas por ella, pero no la luz misma. Eso era lo que la abrumaba: las cosas iluminadas por la luz. Se giró para mirar a Brom, que seguía inmóvil, como si no escuchara, como perdido en sueños.

—¿Qué edad tiene? —preguntó Kasine. Se miraba las manos enlazadas sobre la mesa.

—Cuarenta y tres —dijo ella.

Hubo un silencio, como después de una pregunta definitiva, la que perdura. Ella sucumbió a un instante de desamparo, de rabia.

—Pero eso no significa nada —les aseguró.

—Somos una compañía de teatro —dijo Kasine, simplemente. Si aceptaban a una actriz joven, explicó, envejecería, naturalmente…

Sí, sí, quiso interrumpirle ella. Sabía lo que seguiría.

—Creo que por ahora —dijo él—, debería estudiar en algún otro sitio para ver lo que pasa. Quizá entonces sea más fácil saber si hay o no una oportunidad para usted aquí.

Aquel era el hombre que había escrito que, así como los más grandes santos habían sido antes los más grandes pecadores, así también sus actores procedían del material más inservible, más profanado y menos plausible que había encontrado. Pero daba lo mismo: una mujer que pidiese un pasaporte, un permiso de trabajo, lo que fuera; por mucho que ella dijera, ya no era joven.

—La edad no es una medida fiel —dijo—. Sin duda alguna no hay nada más arbitrario aquí. Tengo más cosas que aprender, sí, pero a la vez sé más cosas.

—Es una lástima —dijo Kasine.

Eran inmunes a ella. No veía los ojos del hombre con quien estaba hablando, y apenas osaba echar una ojeada al otro. Les había mostrado todo, su franqueza, su fervor, pero no bastaba.

—Gracias por haber venido —dijo él.

Había cuatro o cinco personas esperando todavía. Procuró no delatar nada cuando pasó por delante de ellas. Era como una mujer que sale de una catedral y baja las escaleras, inasequible, con expresión grave.

A medianoche llamaron a su puerta. Había allí un hombre que sostenía algo en la mano. Era Brom.

—¿Le apetecería un vaso de vino? —preguntó.

—Sí —dijo ella—. Entre.

Hacía frío en la habitación. Era un cuarto de novicia, con el suelo desnudo, una lamparilla. Él no sonrió, pero tampoco se mostró distante. La gama de posibilidades, las de su boca sólo, parecía infinita, pero descartada.

—¿Ha terminado? —preguntó ella.

—No del todo.

Ella se había lavado la cara. La tenía desnuda, y las arrugas en torno a la boca y los ojos eran tenues, pero eternas. Era una mujer que había leído, cenado en restaurantes, una mujer a quien no había que explicarle nada.

Él era un hombre de un único talento, no poseía intereses menores, ninguna deficiencia. Era como un analfabeto, un mártir; no había posibilidades para él a la derecha ni a la izquierda. La severidad de su vida, su parquedad, cabía en una sola línea en un epitafio.

Luz de luna alumbraba el campo más allá de la ventana, los árboles, las colinas oscuras. La luna era demasiado grande, demasiado blanca. Brom tenía un pecho de corredor, plano como una tabla. Sus arterias eran gruesas, como las de un caballo que ha galopado. Más adelante ella habría de examinarlas en busca de cicatrices. Tenía dedos fuertes.

Era como si estuviesen a bordo de un barco: un viejo barco de vapor isleño, limpio e incómodo, con las puertas de los camarotes delgadas. Eran los únicos pasajeros.

—Creo que está desalentada —dijo él—. No lo esté. Encontrará el camino. Encontrará una nueva vida.

—Creo que estoy aprendiendo a nadar —dijo ella.

—Creo que nada muy bien.

—Sólo estoy buscando el río.

—Sí —dijo él—. Se trata únicamente de tener agua.

Esto fue el primer paso. Poco después ella añadió:

—Sólo que ahora quiero volar.

Por la mañana él le dio un pequeño objeto de plata que se quitó del cuello. Era un pez primitivo, liso como una moneda de diez centavos. No le atribuyó ninguna historia. Era una especie de salvoconducto que la conduciría a puerto.

Vivía en un estudio que era de Marina. Se hallaba entre camiones y calles cochambrosas. En el piso de arriba vivía una pareja con un niño, y les oía reñir.

Compró una colcha de color tabaco y rosa, incienso, flores secas. Había libros junto a la cama, una colección de lupas, un reloj. Sus hijas la llamaban todos los días. No se quejaba de nada. Estaba llena de energía.

Lucía el pez reluciente y nada más debajo del vestido cuando Brom iba a verla. A veces cenaban tarde, cuando él había terminado la función. Comía solamente carne magra y ensalada, bebía vino, y después un poco de fruta. Sonaba la música de Scriabin, Purcell. Cuando dormía con ella, guardaba silencio, inmóvil. No le abandonaba su poder, se quedaba ovillado. No era un hombre musculoso, pero era fuerte como una soga. Hacían el amor despacio. Él no se movía, tan sólo era una flexión invisible, débil como las branquias de un pez. Ella comenzaba a agitar las rodillas. De sus labios brotaban gemidos. Al cabo de quince, veinte minutos, ella se bamboleaba, gritaba, y él sujetaba firmemente los brazos contra los flancos, y comenzaba a ondularse un poco hacia un lado y un poco hacia el otro, en una anunciación lenta y sin sentido. Ella se debatía como un animal sacrificado, los grandes hachazos, contundentes, habían empezado, largos, inacabables, como la tala de un árbol. Él le tapaba la boca con la mano cuando ella quería chillar, se revolvía y caía como un disparo a un palmo de distancia, abrupto, inexplicable.

Ella dormía un sueño exhausto del que no podía despertar, un sueño de borracho. El aire de la noche les envolvía. De la avenida llegaba el rumor de camiones.

Desayunaban chocolate y naranjas. Leían, volvían a quedarse dormidos. Estaban profundamente saciados; era una plenitud más allá de las palabras. Era como un día de lluvia.

A veces ella iba a verle actuar. Sentada entre el público, escondida en la sala, se recreaba viéndole, se nutría de todo lo que existía entre ambos y que nadie sabía. Iba para poder verle sin fin, acapararle, robarle la cara, la boca, sus muslos potentes. Por fin satisfecha, iba a tomar una copa con Eve o un postre y un café a casa de los Troy; no le preguntaban dónde había estado, la presentaban, la acogían mejor que a sus invitados, era asombrosa, estaba ebria de vida, llevaba la provocación escrita en todo el cuerpo. Era una mujer a la que tanto el marido como la esposa deseaban ver, les excitaba, podían hablar en su presencia, cosas que no habrían sido mencionadas se volvían fáciles, y al mismo tiempo el empuje de su vida les certificaba de alguna manera los méritos de la suya conyugal. Vivía con más cosas de las que había tenido, era algo evidente en su rostro y en todos sus gestos; lo gastaría todo. Le profesaban la misma devoción que se profesa a la idea de la vida bebida a tragos. La caída de Nedra confirmaría su sensatez, su sentido común de pareja.

—Tu vida —decía Marina—, es la única auténtica que conozco.

Nedra no dijo nada.

—Ahora me arrepiento de no haber ido contigo.

—Pues no me aceptaron.

—Ya sé, pero eres del grupo.

El teatro era nómada. Una semana actuaba en una sala de ensayos y la siguiente en un salón de baile de algún hotel en declive. Las actuaciones de Brom no eran siempre iguales, ya fuesen bajo los focos o durante días tranquilos. Se veían en cafés. Ella se ponía gafas ovales, con montura de acero.

—¿Para qué son? —preguntó él.

—Para la letra muy pequeña.

—No, tienes la vista perfecta. Lo veo por el color, la claridad.

—Eso no quiere decir nada.

—Pues claro que sí —dijo él—. Todo se expresa a través del cuerpo. El modo de moverse, el modo en que te miran. Se pueden ver mil detalles si sabes dónde mirar. Todo es visible.

—Nada lo es.

Sus piernas se tocaban por debajo de la mesa.

—Sobre todo eso —añadió él.

—Estas son las horas auténticas —dijo ella.

La tarde declina. Ella le enseña fotos de su familia, de Franca, de días olvidados.

—¿Es tu hija?

—Increíblemente.

Más tarde, sin decir una palabra, él saca una foto suya. Es un recorte de un cuadro de Van Dongen de la amante de Picasso, la célebre Fernande. Está desnuda, expuesta como un tapiz. El parecido con Nedra es pasmoso.

—¿De dónde la has sacado?

—Hace mucho que la tengo —dijo él—. Aunque no te cases, tienes que tener una idea de una esposa. Por eso la llevo. Me resulta muy práctica.

Nedra experimentó una punzada de celos.

—No creo en el matrimonio, no tengo tiempo para eso —dijo él—. Es un concepto de otra época, otra forma de vivir. Si haces lo que tienes que hacer, obtendrás lo que quieres.

—Eso es cierto.

—El Bhagavad-Gita —dijo él.

Al anochecer, a la hora en que, a través de pequeños jardines, se ve a la gente congregada en cuartos iluminados, ella está tendida con las piernas apuntando a una esquina de la cama y los brazos abiertos de par en par. De la calle llega el débil sonido de bocinas. Tiene los ojos cerrados: está apresada, como una fiera magnífica. Sus gemidos, sus gritos, excitan lo indecible a Brom. Dura largo tiempo. Después ella yace desnuda, sin moverse. Ella le besa los dedos. Les baña el silencio, en el largo, flotante sueño ulterior. Ella sabe muy bien —está absolutamente convencida— de que estos son sus últimos días. No volverá a recobrarlos.