4

Moscas muertas en los alféizares de ventanas soleadas, hierbajos a lo largo del sendero, la cocina vacía. La casa estaba melancólica, engañosa; era como una catedral donde, en medio de la serenidad, hay algo falso, los santos están hechos con cera de florista, el órgano ha sido desventrado.

Viri no tenía ánimos para remediarlo. Vivía allí impotente, como habitamos nuestro cuerpo cuando somos más viejos. Alma seguía yendo tres veces por semana para limpiar y desempolvar. Le dejaba cuarenta dólares en un sobre todos los viernes, pero rara vez la veía. Era como si hubiese acontecido algo horrible: la ceguera o la pérdida de un miembro, algo irreparable. No había compasión que lo superase, distracción que lo mitigara.

Una noche, en el teatro, vio una reposición del Maestro contratista, de Ibsen. Las luces del techo se apagaron, el escenario diseminó su hechizo. Era como una acusación. De repente su vida de arquitecto, como en la obra de Ibsen, parecía quedar al descubierto. Le avergonzaba su pequeñez, su grisura, su resignación. La primera vez que, en escena, Solness hablaba con su amante y contable, la primera en que le cuchicheaba algo al oído, Viri notó que la sangre se le retiraba de la cara, sintió que la gente le miraba como si hubiera lanzado un grito involuntario.

Y cuando Solness, en aquella primera escena a solas por fin con ella, la llamaba ferozmente y ella respondía, asustada: «¿Sí?»; cuando él decía: «¡Ven aquí!», y ella iba; cuando él decía: «¡Más cerca!» y ella obedecía, preguntando: «¿Qué quiere de mí?», Viri se sintió devastado; su corazón hecho trizas sufrió un desmayo momentáneo.

Y cuando Solness decía —todo esto al principio, antes de que hubiese oportunidad de prepararse, no había manera de estar preparado—: «No puedo vivir sin ti, ¿comprendes? Tengo que tenerte cerca todos los días». Y, trémula, ella gemía: «¡Oh, Dios! ¡Dios!». Y se desplomaba murmurando lo bueno que él era con ella, lo increíblemente bueno. Él no podía creerlo —tenía el nombre de ella impreso en el regazo: Kaya.

Eso sólo fue el principio. Conforme transcurrían, conforme Viri presenciaba los sucesivos actos, perdía poco a poco la fuerza para resistir y la obra se convertía en la cosa más peligrosa que existe: un ejemplo inolvidable, inolvidable y falso. Apresado por su impacto, por sus frases que traspasaban como flechas, por una historia cuyo desenlace ya estaba escrito y cuyas líneas estaban memorizadas por el cerebro de los actores en el orden exacto en que debían pronunciarse —y sin embargo él nunca osaría tratar de imaginarlas—, era como un niño, un chico que entreoye detrás de una puerta una voz que no tenía intención de oír, una declaración que habría de aplastarle de por vida.

Miró otras caras, las que le ofrecían su perfil y miraban hacia arriba, iluminadas por la función de teatro. Estaba tan completamente desvalido, era tan incapaz de responder, de discutir, incluso de imaginar un mundo que no se movía, supeditado a la energía que veía ante él, que le pareció ser libre; escuchaba, observaba, no le costaba esfuerzo. Viajaba sin cesar, cien veces más lejos que la obra, vivía su propia vida hacia atrás y hacia delante, vivía las vidas de ellos, entraba en el terreno de la fantasía con mujeres sentadas tres filas más lejos.

Después, cuando el público salía, permaneció en la entrada, inteligente, circunspecto, mientras los espectadores se perdían velozmente en la noche. Daba la impresión de que la verdad desfilaba al mismo tiempo que todas aquellas personas dirigiéndose a un destino, aquellos hombres y mujeres casados entre sí, atados por el tedio y los afanes ordinarios. Él siempre había sido como ellos, aunque lo negase; ahora ya no lo era.

Recorrió calles semivacías, alumbradas por el neón de restaurantes chinos, las puertas de hoteles baratos. Pensaba en su esposa, en dónde estaría. Todavía no se había liberado de ella, de su aprobación, de sus caprichos. Súbitamente, veinte pasos por delante de él, vio a su propio padre. Por un momento no pudo creerlo. Caminaban en la misma dirección. Miró más atentamente: la forma de andar, la de la cabeza, sí, era inconfundible. La realidad se desmenuzaba en bloques, en grandes segmentos que se encaminaban hacia el centro. Un anciano que caminaba solo, con la boca un poco abierta y los ojos acuosos y lentos. Se acercaban a una esquina, Viri le veía claramente, el corazón se le aceleraba, no quería, le asustaba. Era como si la tapa de un féretro estuviese a punto de abrirse y un hombre más enfermo que nunca saliera de su interior, con arrugas negras en las comisuras de la boca y el aliento apestando a tabaco de puros. Precisaría medicamentos y cuidados. Va a pedirme dinero, pensó Viri, desesperado. El anciano tendría aquel tono grisáceo en las mejillas, esa tristeza de los viejos que no se han afeitado. Abrazos de quienes ya se han separado, la insufrible agonía repetida. Por el amor de Dios, papá, pensó. Tenía la mente viva pero impotente, ablandada por los gritos del corazón de Ibsen, como una ostra desgajada de su concha. Vete a casa, pensó, ¡ve a casa a morirte!

Miró al desconocido bajo la farola, un hombre con el rostro marcado por la ciudad, insalubre, negro de avaricia. Por un instante fueron como hombres en una estación de tren, solos en el andén. Se inspeccionaron fríamente y se distanciaron. Permaneció en la esquina mientras el viejo seguía su camino, y una vez se volvió a mirar atrás, receloso. No se parecía en nada a Isaac Berland. Se lo tragaron los escaparates vacíos, los autobuses estruendosos, la noche.

Era tarde cuando llegó a casa, Hadji ladraba en la cocina, era tan viejo que sonaba como un serrucho.

La casa había cambiado; tuvo esa súbita sensación en la puerta. Conocía aquella casa, era como si hubiese dentro alguien escondido, un intruso aplastado contra la pared; no, su imaginación estaba sobreexcitada. Mientras iba de una habitación a otra —el perro, entretanto, había perdido el interés y se había echado, y Viri estaba calmado, resignado, aceptando el peligro—, poco a poco se percató de que estaba vacía.

—¡Nedra! —comenzó a llamar—. ¡Nedra!

Corría mientras gritaba, frenéticamente, como si fuera una llamada telefónica urgente.

—¡Nedra!

Estaba temblando, deshecho. Encendía las luces según pasaba corriendo, y en el pasillo topó inesperadamente con su hija dormida, que musitó, confusa:

—¿Qué pasa, papá? ¿Qué ocurre?

—Oh, Dios —exclamó él.

Ella le preparó té en la cocina. Descalza y en bata, conservaba la cara estragada de sueño. Él reparó, al sentarse con gratitud a la mesa, en que aquella cara, un poco sandia, un poco avergonzada, no era tan hermosa como la de Franca. Era más humana, no tan misteriosa, podría haber pertenecido a una criada o a una joven enfermera. Y sin maquillaje parecía aún más veraz, más reveladora, como la palma de una mano. Se sentó en la cocina y su hija le preparó un té. Este acto sencillo, que era como el amor, en donde ninguna insinceridad podría esconderse nunca, le conmovió profundamente. Desconcertado, comprendió que aquello era como una pieza de mobiliario ajada en un refugio, que quizá no fuese nada para otras personas, pero que en aquellos tiempos tristes lo era todo para él, lo único que tenía.

Ella se sentó con él. Viri veía constantemente a Nedra en los gestos femeninos, los movimientos, las miradas claras y directas de Danny.

—¿Qué tal ha sido la obra? —preguntó ella.

—Al parecer bastante poderosa —dijo él—. Me ha convertido en una especie de maniático que corre por la casa y aúlla buscando a tu madre.

—Sí, ha sido extraño. Por un momento, al despertar, he pensado que ella estaba aquí.

Viri bebió el té. Oyó las viejas uñas de su perro raspando el suelo. Hadji estaba sentado a sus pies, mirando hacia arriba, hambriento como todos los viejos. Era su perro, el que había corrido por la nieve infatigable, con sus patas fuertes, jóvenes, y las orejas plegadas, sus miradas agudas, su olor puro. Su vida había transcurrido en un soplo.

Miró a su hija. Al igual que un jugador que ha perdido su apuesta puede imaginarse fácilmente de nuevo en posesión de su dinero, y piensa en lo falso, lo inmerecido que ha sido el proceso que se lo ha arrebatado, él a veces se sentía reacio a creer lo que había sucedido, o convencido de que de algún modo volvería a recuperar su matrimonio. Tantas cosas de él permanecían vivas.

—¿Cómo está la parienta? —preguntaba el capitán Bonner. Recogía chatarra por la carretera. La mitad de las veces no reconocía a Viri. ¿Era una pregunta malévola o solamente necia? Sucio, con un sobretodo pardo, un gorro con borla, una cara envejecida como la de Punch, una cara cetrina, desdentado hacía mucho tiempo, sonriente mientras piensa en algo, ¿en comida, mujeres? Acarreaba una puerta carretera abajo, se plantó de un brinco delante del coche cuando Viri avanzaba hacia él, e hizo gestos solicitando transporte.

—Voy a la ciudad —anunció. No acertaba a meter la puerta en el coche. Forcejeó—. La pondré en el techo —dijo—. La sujetaré con la mano.

La piel de sus manos era azul, fina como papel, y barba de días cubría sus mejillas resecas. Sus zapatos eran como zapatillas sucias, con los dedos curvados hacia arriba.

—Bonito tiempo —dijo. Olía a vino. Luego, tras una pausa, la pregunta sobre Nedra, como de pasada.

—Está bien —dijo Viri—, gracias.

—Creo que no la he visto por aquí.

—Está en Europa.

—Europa —dijo el anciano—. Ah. Montones de sitios bonitos allí.

Viri vigilaba la puerta, que asomaba por encima del parabrisas.

—¿Ha estado? —preguntó, distraídamente.

—No. No, yo no —dijo Bonner—. Ya he visto lo mío aquí. —Hubo una pausa—. Demasiado —añadió.

—¿Qué quiere decir con eso, demasiado?

El viejo asintió. Sonrió a nada concreto, a la luz blanca del sol frente a ellos.

—Es un sueño —dijo.

La casa olía aún al popurrí de Nedra, el jardín era pasto de la incuria. En una gaveta de un escritorio sobre la que caía el sol, había cuadernos escolares de años antes. Franca, con su letra tan obediente, tan pulcra, los había guardado todos.

El festín había terminado. Como en el cuento que les había leído tantas veces, de la pareja pobre a la que concedieron tres deseos y los malgastaron, él no había deseado suficiente. Lo veía claramente. Cuando todo quedó dicho, él había expresado un solo deseo, que era demasiado nimio: que ellas crecieran en el más feliz de los hogares.