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Franca trabajaba en una editorial, era un trabajo de verano. Contestaba al teléfono y decía: «Oficina de la señorita Habeeb».

Mecanografiaba y recibía mensajes. Iba a verla gente, es decir, empleados, chicos de la sala de correo, editores jóvenes que pasaban por allí. Era la muchacha por quien, de repente, toda la empresa existía. Tenía veinte años. Tenía el cabello largo y moreno peinado con raya en medio y, como a veces ocurre con mujeres bellísimas, poseía ciertos rasgos levemente viriles. Cuántas veces nos deja pasmados una chica que corre velozmente, una espalda esbelta como la de un joven campesino, o un brazo de chico. En su caso eran las cejas rectas y oscuras y las manos como las de su madre: largas, diestras, pálidas. Su rostro era claro, casi podía decirse que radiante. No era como las demás. Sonreía, hacía amistades, al atardecer desaparecía. Lo sagrado es siempre remoto.

Fuera las calles ardían, el aire era pesado como planchas de hierro. Una ciudad sin un solo árbol, sin una fuente verde, hasta los ríos eran invisibles desde allí dentro, incluso el cielo. A ella le resultaba emocionante esto, las multitudes, sus voces, las cabezas que se volvían cuando ella pasaba. Hablaba con los escritores que iban a la editorial y les ofrecía té. Nile era uno de ellos.

Vestía como un hombre recién excarcelado; como dos hombres, de hecho, puesto que nada encajaba. La camisa era de una tienda de excedentes, llevaba la corbata floja. Tenía la confianza, los labios agrietados de quien ha determinado vivir sin dinero. Era un hombre que fracasaba en cualquier entrevista.

—¿Cómo conseguiste este trabajo? —preguntó él. Había cogido un libro y estaba pasando las páginas.

—¿Cómo? Pues presenté una solicitud.

—Una solicitud —dijo él—. Curioso, cuando te presentas… —La voz se le apagaba—. Suelen hacerte un montón de preguntas. ¿Tuviste que pasar por eso?

—No.

—Por supuesto que no.

—Estoy segura de que tú puedes responder a todas.

—No es tan fácil —dijo él—. O sea, nunca sabes adónde quieren ir a parar. Te preguntan: ¿Le gusta la música? ¿Qué clase de música? Bueno, me gusta Beethoven, Mozart. Beethoven, uy, uy. Mozart. ¿Y leer, le gusta leer? ¿Qué libros lee? Shakespeare. Ah, te dice él, Shakespeare. Y apunta algo que no puedes ver, porque la tapa de la carpeta está levantada: «Habla sólo de muertos». —Pasaba las páginas como si buscara—. ¿Te sabes el del caníbal?

—No.

—Le dice a su madre: «No me gustan los misioneros». Ella dice: «Pues entonces, cariño, come sólo verduras». —Pasó más páginas—. ¿Este es uno de tus libros? ¿Lo has publicado tú?

Ella lo miró para comprobarlo.

—No tiene ni pies ni cabeza —continuó él—. Mira, esto es una conversación que tuve con un amigo, no es una broma. Hablábamos de una pareja que había tenido un hijo. Él dijo: «¿Cómo van a llamarle?». Yo dije: «Carson». «Carson —dijo él—, ¿el bebé es chico o chica?». «Chico —dije yo—. Ah, es interesante —dijo él—, así que le han puesto Carson…». Bueno, ya te he dicho que no era una broma. Es sólo un… ¿Tú qué crees que está ocurriendo? —Se interrumpió—. Me invade este gran impulso de hablar contigo.

Era inteligente y desamparado. En aquel momento estaban publicando sus relatos en Trasatlantic Review. Era hijo de una mujer que trabajaba de sicóloga y que estaba divorciada desde que él tenía tres años. No se hacía ilusiones con su hijo: lo que más le asustaba a Neil era triunfar, pero había que conocerle muy bien para percatarse de ello. La impresión que daba era de debilidad, una debilidad voluntaria como ciertas enfermedades imprecisas. Pero al cabo de un tiempo esas dolencias pedían a gritos que las legitimasen, insistían en que las trataran como un estado natural, se fundían con quien las portaba.

Sabía de todo: tenía vastos conocimientos. Era como un estudiante irreverente que aprueba todos los exámenes. Tenía ojos oscuros, del castaño barroso de los negros. Llevaba los puños sucios. Muchas de sus frases comenzaban por un nombre propio.

Godel estaba en Princeton —dijo—. Un día recorría el pasillo, enfrascado en sus pensamientos, cuando pasó un estudiante y dijo: «Buenos días, doctor Godel». Godel levantó la vista de pronto y dijo: «¡Godel! ¡Eso es!».

La primera vez que comieron juntos, mientras la interrogaba pausadamente, supo que ella tenía una casa en el campo.

—Ah —dijo—. Lo sabía. Sabía que tenías una casa así.

—¿Por qué lo dices?

—Me lo imaginaba. Es una casa grande, ¿verdad? ¿Dónde está? ¿Cerca del río?

—Sí.

—Muy cerca —conjeturó.

—Bastante.

—Tan cerca, de hecho, como cabe esperar que esté una casa así.

—Sí —dijo ella—. Tan cerca.

Él estaba eufórico.

—Hay árboles.

—Repletos de pájaros —dijo ella.

—Eso no tiene sentido —exclamó él.

—¿Por qué?

—Tu vida —dijo él—. Porque no hay dolor en ella. A fin de cuentas, ¿qué es la vida sin un poco de tristeza ocasional? ¿Me la enseñarás? —preguntó—. ¿Me llevarás a verla?

Ella pensó en la casa. De improviso, aunque se había criado en ella y la conocía en cada estación, anheló volver a verla, al igual que se ansía tener en las manos un libro concreto del que, sin embargo, se conoce cada frase, al igual que se anhela una música o amigos. De golpe aquella casa bienamada, a través de las palabras de un extraño, volvía a ocupar su pensamiento y a entrar en su vida, que se había vuelto más fortuita, rozada por otras como kelp en el océano, en la ciudad que era la gran e inexplicable estrella hacia la cual siempre había mirado su casa en las afueras, con sus techos y sus días apacibles. Era repentinamente inextirpable, como los antiguos cementerios en el corazón del comercio.

Había habido muchos cambios. Su madre se había ido. La casa proseguía su existencia sin ella de igual manera que existen las ropas, las fotos, las sortijas en dedos que no las merecen. La vivienda formaba parte de aquellos recuerdos, los albergaba, les infundía aliento.

—Sí, te llevaré —dijo ella.

Condujo Nile. El sol le blanqueaba la cara. Ella podía examinar su perfil mientras él miraba hacia delante.

—¿Estamos en la buena carretera? —preguntó.

—Sí.

Tenía la piel pálida. Se le abrían las puntas de su pelo despeinado. Raleaba también, cosa que a ella, por alguna razón, la complacía, como si hubiese estado enfermo y le viera recobrar las fuerzas.

A ochocientos metros de la casa, súbitamente, la perturbó ver la tierra excavada. Estaban construyendo apartamentos, se perfilaba claramente la forma de cimientos enormes, las excavadoras amarillas estaban abandonadas al final de la tarde.

—Oh, Dios mío —dijo ella.

—¿Qué?

—Mira lo que están haciendo.

Los árboles, las pocas casas antiguas habían sido derribados, y sólo quedaba tierra desnuda y derruida. Estuvo a punto de llorar. De algún modo aquello no podría haber sucedido si Nedra hubiese estado presente, no porque lo hubiera evitado, sino porque su partida, en un sentido, fue el toque de difuntos. Los sucesos requieren una invitación, las disoluciones necesitan un comienzo.

La sombra del cambio lo envolvía todo. La primera visión de la casa, desde un recodo de la carretera que ella conocía bien —las chimeneas por encima de los árboles, la línea de los tejados— le infundió un sentimiento de tristeza, como si aquello estuviera condenado. Parecía vacío, parecía inmóvil. Se habían esfumado los conejos que huían perseguidos por Hadji: ¿de veras habían huido, si viraban tan rápido, brincaban, se perdían de vista?

Aparcaron en el camino de entrada. Eran más de las cinco. No había nadie. Nile miraba la casa, los árboles, los bancales de césped.

—¿Aquí te criaste?

—Sí.

—No me extraña —dijo él.

Caminaron hasta el establo de la poni; perduraban allí briznas de paja esparcidas. Se sentaron en el invernadero, con su suelo de gravilla. El sol incendiaba el ventanal. Ella fue a buscar vino.

—¿Cómo conseguiste sobreponerte a todo esto? —preguntó él.

—No lo sé.

—Es un misterio. Qué vida has tenido. Tan superior. Podría mencionar una docena de cosas, pero es algo patente. —Hablaba sinceramente. Le olía un poco el aliento.

—Laurence vivió aquí —dijo ella.

—Laurence…

—Un conejo.

La luz del sol caía como címbalos sobre las planicies de hierba. En el aire inmóvil, un tenue aroma de vino. El recuerdo lejano del conejo —su negrura, sus largos dientes de roedor— parecía inundarla como un arrebol.

—¿Has conocido alguna vez conejos? —preguntó.

—Por épocas —dijo él—. No parece que exista una pauta. Una vez trabajé en un laboratorio. Allí había una liebre grande, belga, que se llamaba Judy. ¡Y cómo mordía!

—Sí, muerden.

—Tenía que ponerme el abrigo.

—Laurence también mordía.

—Todos los conejos —dijo él—. ¿Qué fue de Laurence?

—Murió. Era invierno. Fue muy triste. Ya sabes cómo uno quiere ayudar a los animales cuando están enfermos. Lo metimos en una cama de paja y lo tapamos, pero a la mañana siguiente ya no estaba.

—¿Se escapó?

—Estaba en un rincón, como si se hubiese caído. Tenía los ojos abiertos, pero estaba ya tieso, como si fuese de alambre. Le enterramos en el jardín. Era más grande de lo que pensábamos y tuvimos que agrandar cada vez más el agujero. Tenía todavía la piel caliente. Le eché la tierra encima con las manos. Lloraba, todos estábamos llorando, y yo dije: «Oh, Dios, acepta a Tu conejo…».

Había llorado en el jardín, en el frío. Habían empezado a esculpir una piedra gris y lisa que habían encontrado, pero nunca la acabaron; seguía allí, escondida entre la maleza. LAU…

—Tu hermana… ¿cómo has dicho que se llama?

—Se ha cambiado de nombre.

—¿Cómo dices?

—Pues que se llama Danny, pero se lo ha cambiado por Karen.

—¿Karen?

—Es una larga historia. Vive con alguien que piensa que debería llamarse Karen.

—Ya.

—Bueno… —Franca se encogió de hombros—. Eso no es todo. Es menor de edad. Se ha perforado las orejas por él.

—Ya.

—Cualquier cosa que él diga…

Nile asintió como si comprendiera. Le deslumbraba aquella imagen de inmolación, los actos de aquella hermana le maravillaban. No lograba imaginárselos, estaba desconcertado, como por la luz. Cuanto más intensamente necesitas saber, más difícil es preguntar. Quería decir algo. La adolescencia de aquellas chicas había transcurrido en aquellos cuartos que ahora veía encima de su cabeza, en aquellos pasillos, ventanas con cortinas. Le atormentaban preguntas a ese respecto; todo lo que él conocía no valía nada comparado con aquello.

—Ya —murmuró.