Aquel invierno Nedra estuvo en Davos, del que le habían dicho erróneamente que era un lugar interesante. Era opresivo incluso cuando estaba cubierto de nieve. El sol, sin embargo, deslumbraba. El aire, diáfano como agua de manantial, inundaba la habitación.
Un día, a la hora del almuerzo, le presentaron a un hombre llamado Harry Pall.
—¿Dónde vive, en París? —le preguntó él.
—No lo he decidido todavía.
—Parece de París —dijo él. Se sirvió vino generosamente y luego hizo un gesto con la botella hacia Nedra.
—Lo probaré encantada —dijo ella.
Harry tenía el pelo rizado y los ojos de un azul apagado. Tenía cincuenta años, un torso corpulento y un rostro que la edad deshacía como papel mojado. Dominaba la mesa con su vigor y su voz, y no obstante había algo en él que la conmovió al momento. Tenía un parecido con Arnaud. Era como el superviviente maltrecho de una misma familia, el hermano mayor que moría sin dolor, cordialmente, bromeando, y que dejaba cien dólares para la enfermera. Sus manos eran garras. Era el último de los osos, o eso parecía. Vino, historias, amigos; era un hombre acostado, totalmente vestido, en la corriente de los días.
—No quiero dejar nada —confesó. No a su exmujer, desde luego—. Ella lo tiene todo, salvo el número de teléfono de casa de mi abogado. —Con su hijo era distinto. Le dejaría algunas amantes—. Como hizo Dumas. —Se rio—. ¿Seguro que no es usted de París?
—¿Por qué de París?
—Es usted alta, como una modelo de Dior.
—No.
—Una exmodelo de Dior. —Hay un momento en la vida en que todo se vuelve ex: exatleta, expresidente, expatriado, rayos X. La comida se le escurría del tenedor. Comía con un ritmo estable—. ¿Dónde se hospeda?
Ella dijo el hotel.
—¿En Davos? —exclamó él—. Una ciudad horrible. Ya sabe que es donde transcurre La montaña mágica. ¿Dónde piensa cenar? Yo la llevaría al Chesa, es mi lugar favorito en Europa. ¿Conoce el Chesa? Vendré a buscarla a las siete.
Se levantó bruscamente y pagó la cuenta entre gritos de amigos a los que no hizo caso, saludó con la mano y se fue. Ella le vio ponerse los esquís, con la cara colorada por el esfuerzo. Tenía un rostro extraordinario en el que todo estaba escrito, arrugado y áspero como la corteza de un árbol. Estaba vacía la copa de la que había bebido, y su servilleta tirada en el suelo. Cuando ella volvió a mirar, él ya se había ido.
Volvió a su hotel al atardecer. No había cartas. Una estirpe de personas pusilánimes leía los periódicos de Zurich y del sur de Alemania. Pidió que le subieran un té a su habitación. Tomó un baño caliente. El frío del entorno, que formaba parte de la gloria del día, comenzaba a abandonarla en oleadas febriles, y lo reemplazó una sensación de bienestar, de placer corporal. Después, como después de todos los placeres intensos, se sintió un poco deshecha. Había anochecido. Partido la luz postrera y fría. La asaltó una desorientación imprecisa, un sentimiento de inexistencia. Golondrinas graznaban sobre los tejados manchados de Roma. El mar rompía en una playa gris como pizarra de Amagansett. Fuerzas terrestres la transportaban a lugares lejanos. No lograba remontarse al presente, a una hora tan vacía como la que precede a una tormenta.
La habitación tenía la desnudez de las mesas en restaurantes cerrados. Era una habitación de inválida, fría, con las alfombras raídas. Era un cuarto donde los objetos, aislados, comenzaban a irradiar absurdidad. Un libro, una cuchara, un cepillo de dientes, parecían tan extraños como un sofá en la nieve. Ella había vestido aquel espacio yermo con sus ropas, barras de labios, gafas de sol, cinturones, mapas de los remontes de esquí, pero nada había hecho mella en la frialdad. Sólo en la primera y clara luz de la mañana se sentía segura, o cuando había tormenta.
Se acicaló los ojos ante el espejo. Se examinó, girando lentamente la cabeza de un lado a otro. No quería envejecer. Estaba leyendo a Madame de Staël. La valentía de vivir cuando habían pasado los mejores tiempos. Sí, allí estaba, pero todavía no conseguía pensar en ella sin confusión. Las habitaciones de hotel en que uno está solo, en que el teléfono permanece en silencio y las voces de la calle son como ráfagas de música: eran esas las cosas que ya había decidido que no soportaría. Conservaba los dientes, conservaba los ojos. Bebe, son las últimas gotas, se dijo.
Retrocedió. ¿Cómo recrear a la joven alta cuya risa hacía que girase la cabeza de la gente, cuya sonrisa deslumbrante caía en las reuniones como dinero en mesas de restaurantes, nieve sobre casas de campo, la mañana en el mar? Cogió sus adminículos, su lápiz de ojos, la crema de pepino, la barra de labios del color de la cola de pescado… Finalmente se dio por satisfecha. Bajo determinada luz, con el trasfondo correcto, la ropa adecuada, un abrigo bonito… sí, y tenía su sonrisa, era lo único que le quedaba de los primeros días, era suya, la tendría siempre, al igual que recordamos siempre el modo de nadar.
Él llegó a la puerta inesperadamente con una botella de champán.
—La he tenido en hielo durante semanas —dijo—, a la espera de una ocasión…
El champán se vertió sobre su mano cuando abrió la botella y cayó al suelo, con un reguero largo y espumoso. Él no le prestó atención. Olió los vasos en el cuarto de baño: estaban limpios.
—Está casada —anunció.
—No.
—Ha estado casada. —Le tendió un vaso—. Lo veo. Las mujeres se secan si viven solas. No creo que haga falta explicarlo. Es demostrable. Aunque el matrimonio no sea bueno, las salva de deshidratarse. Son como las moscas de la fruta en el vino de Franklin. ¿Conoce esa historia? Increíble. Una de las historias más grandes de todos los tiempos… Es decir, aunque la conozcas te asombra lo mismo, nunca te decepciona, es como un truco. Y yo le creo a Franklin; fue nuestro último y honesto gran hombre. Bueno, quizá Walt Whitman. No, olvidemos a Whitman.
Dio un largo trago de champán.
—Es como la juventud —dijo—. No hay nada más dulce, aunque apenas la recuerdo. Bueno, recuerdo algunas cosas. Ciertas casas donde viví. Las clases de latín. Creo que ya no se estudia latín. Es como un traje que se ha planchado demasiado, del que no queda nada más que las manchas.
«Las moscas —escuche esto—, las moscas se habían ahogado dentro del vino, estaban en el fondo de la botella con un pequeño sedimento, la suciedad que te dice que las cosas son reales. Resumiendo, Franklin vio aquellas moscas ahogadas que eran moscas de la fruta, siempre revoloteando sobre melocotones y peras, y las puso a secar al sol encima de una bandeja. ¿Sabe lo que ocurrió?».
—No.
—Revivieron.
—¿Cómo es posible?
—Le he dicho que era increíble. El vino procedía directamente de Francia. Tenía por lo menos un año. Puede decir que es el poder del vino francés, pero la historia es verídica. Así que ese es mi plan. Si funciona con moscas, ¿por qué no con primates?
—Bueno…
—¿Bueno qué?
—Se ha intentado muchas veces —dijo ella.
Cenaron en una buena mesa, él se sentía claramente a sus anchas, había flores, las copas de vino eran grandes. El joven encargado, de cuello alto y pantalones de rayas, se acercó a hablarles.
—¿Cómo está usted, señor Pall? —dijo.
—Tráiganos una botella de Dôle —le dijo Pall.
Chisporroteo de fuego. Vino seco suizo. Desapareció rápidamente dentro de las copas.
—Entonces, ¿qué planes tiene? —preguntó él—. ¿No se queda en Davos? Debería venir aquí. Es muy confortable. Hablaré con el dueño; veré si puedo conseguirle una habitación.
—Me encanta el restaurante.
—Délo por hecho. Este es su lugar. ¿Le gusta el vino?
—Delicioso.
—No bebe usted mucho —dijo él—. Economiza mucho sus actos. Admiro eso. Hábleme de su vida.
—¿De cuál?
—Tiene muchas, ¿eh?
—Sólo dos —dijo ella.
—¿Va a pasar el invierno aquí?
—No lo sé. Depende.
—Naturalmente —dijo Pall. Bebió un poco de vino. Había encargado la cena sin mirar el menú—. Naturalmente. Bueno, tengo amigos aquí que debería conocer. Antes tenía muchos, pero con el divorcio se divide todo, y mi mujer se llevó la mitad al marcharse… algunos de los mejores, por desgracia. En realidad eran suyos, de todos modos. Siempre me gustaron sus amistades. Ese fue uno de los problemas. —Se rio—. Un par de ellas me gustaban un poco demasiado.
Pidió más vino.
—El mejor amigo que he tenido nunca… usted no ha oído hablar de él, era un escritor que se llama Gordon Eddy. ¿Le conoce?
—No.
—Eso pensaba. Un tipo fantástico.
Gotas de saliva le perlaban las comisuras de la boca. Había desenvoltura en sus movimientos, movía libremente las manos. Sólido, generoso, práctico, era todo casco; no tenía quilla. Su timón era pequeño, su brújula, errática.
—Fue el amigo de mi vida. Sólo se tiene un amigo así, no puede haber dos. No tenía dinero; hablo de un período determinado después de la guerra. Vivía con nosotros. Le daba algún dinero y lo perdía inmediatamente en el casino. Volvía con chicas que se quedaban un par de días. Naturalmente, a mi mujer él no le gustaba: lo de las chicas, y que dejara por ahí ceniza de cigarrillos y que bajara con la bragueta abierta. Dice que lo que mejor recuerda de Francia es la bragueta abierta de Gordon. Así que al final dijo que o se iba él o se marchaba ella. Yo debería haber dicho, muy bien, vete tú. Por entonces yo no sabía nada.
Servían la cena en grandes bandejas calientes: filete en rodajas y rosti, frambuesas con nata de postre. Él estaba vaciando la segunda botella de vino. Fuera hacía frío, las callejuelas estaban oscuras, la nieve crujía bajo los pies. Tenía los ojos vidriosos. Era como un boxeador sonado que espera en su rincón. Todavía era capaz de sonreír y hablar, su presión sobre la vida no había aflojado, pero estaba consumido. Cuando la gente se paraba a hablar con él, no se levantaba, no podía hacerlo, pero recordaba el nombre de Nedra.
—Vamos a tomar un brandy —dijo. Llamó a la camarera—. Rémy Martin. Zwei. Rémy Martin es bueno —aconsejó a Nedra—. Martell es bueno, pero conozco a Martell. Personalmente. Ya es suficientemente rico.
—Parece que conoce a mucha gente. ¿A qué se dedica?
—Soy rentista. Antes era banquero, pero me retiré. Ahora me divierto un poco. No tengo ninguna responsabilidad. Puedo hacerlo todo por teléfono. Me he librado de todos mis problemas.
—¿Como qué?
—Pues todos —dijo—. Estoy pensando en irme a la India.
—Me encantaría ir a la India. He estudiado con indios.
—Apuesto a que no sabe una palabra de eso.
—¿De la India?
—¿Ha estado alguna vez?
—No.
—Bueno, eso es lo malo —dijo él—. Usted estudia, pero la India es distinto.
—Probablemente hay más de una India.
—Más de una India… no, sólo hay una. Sólo hay un Chesa, una Nedra y un Harry Pall. Ojalá hubiese otro, con dos hígados.
—¿Ha estado en Túnez?
—Nunca tenga tratos con los árabes.
—¿Por qué?
—Usted créame. Créame —murmuró—. No debe preocuparse, no es usted tan joven, les tiene sin cuidado hasta si es joven o no. Son gente enferma.
—Terriblemente pobres.
—No son tan pobres. Yo sí que lo fui. Mire, haga lo que quiera, ellos siempre han sido así, no van a cambiar. Puedes darles escuelas, maestros, libros, ¿pero cómo evita que se coman las páginas?
Pidió que le llevaran la cuenta y firmó con un garabato ilegible.
—Cario —llamó.
—Sí, señor Pall.
—Cario. —Se puso en pie—, ¿podrá arreglar que lleven a la señora… Berland —recordó finalmente— a Davos? —Se volvió hacia ella—. Nos veremos mañana allí arriba para almorzar juntos —dijo—. Estoy demasiado borracho para atenderla ahora.
Su mirada reparó en la copa de brandy. Lo apuró como si fuese una medicina. Pareció revivirle, le infundió una súbita y falsa ráfaga de compostura.
—Buenas noches, Nedra —dijo, muy nítidamente, y salió de la sala con un paso firme y hondamente preocupado, como si lo ensayara. Se cayó en los escalones de la entrada.
—¿Llamo a un taxi? —le preguntó el camarero jefe.
—Dentro de unos minutos —dijo ella.
Se sentía segura, con una especie de dicha pagana. Era de nuevo una criatura elegante, sola, admirada. Tomó una copa en el bar con amigos de Harry. Habría de conocer a muchos otros. Era el comienzo del triunfo al que le daba derecho su habitación vacía en el Bellevue, del mismo modo que un aula da derecho a encuentros deslumbrantes, a noches de amor.