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Ganaba dinero, sus clientes le apreciaban, dibujaba de maravilla. Ruskin dijo que un auténtico arquitecto tiene que ser antes escultor o pintor. Él casi lo era, y era tan distraído, estaba tan enfrascado en su trabajo, que en una ocasión había vertido alpiste, por error, en su taza de té. Era locuaz, ocurrente; su escritura parecía impresa.

Fueron a cenar con Michael Warner y su amigo. Nedra era su mujer predilecta, ambos la adoraban.

—Tu hija es una belleza.

—Me gusta —admitió Nedra—. Para mí es una buena amiga.

—Es tan inviolable. ¿Qué piensa hacer? —preguntó Michael.

—Quiero que viaje —dijo Nedra.

—¿Pero estudiará?

—Oh, sí. A veces, sin embargo, pienso que la única educación real viene de uno mismo. Es como nacer: lo recibes todo de una fuente perfecta.

—Bueno, tú eres esa fuente, ¿no? —dijo Michael.

—Nedra, esa es una idea muy peligrosa, en serio —protestó Viri.

—Una persona cuya vida es tan excepcional que nutre la vida de alrededor —prosiguió ella.

—Teóricamente sería posible —dijo Viri—, pero una relación única, que lo base todo en eso, podría resultar muy peligrosa. Quiero decir que es posible que tengas grabadas las ideas de una persona muy fuerte y, aunque esas ideas puedan ser interesantes, podrían resultar totalmente erróneas para alguien como Franca.

—Marina viajó tres años con Darin Henze cuando él hizo una gira por todo el mundo. Fue una experiencia fantástica.

—¿Darin Henze?

—El bailarín.

—¿Qué significa eso de que «viajó»?

—Era su amante, por supuesto. A ella le interesaba el trabajo de Darin. Pero en realidad no importa la profesión de él, lo mismo podría haber sido antropólogo. El conocimiento específico no es educación. Yo entiendo por educación —dijo Nedra— aprender a vivir, y en qué nivel. Y tienes que aprender que todo lo demás no sirve.

Noche en la ciudad. Estaban en el bar El Faro, apretujados entre gente que aguardaba una mesa. El ruido de un restaurante concurrido palpitaba en derredor. Al fondo arrastraban cajones de comida mientras los clientes envueltos en guirnaldas de humo pedían bebidas a gritos.

—Nunca se sabe lo que va a sucederle a la gente —estaba diciendo Michael—. Tengo una amiga —dijo— que es muy divertida, muy generosa. Podría haber sido actriz.

—Morgan —dijo Bill.

—Tienes que conocerla algún día.

Justo entonces les dieron una mesa. El camarero les llevó los menús.

—Tomamos paella, ¿no? —les preguntó Michael—. Sí. —Hizo el pedido—. Vive en la Quinta Avenida, enfrente del Metropolitan. Se quedó con el apartamento cuando se divorció. Es un apartamento fabuloso…

En el pequeño comedor, en la oscuridad a la que los ojos deben habituarse, en donde es posible no advertir, unas cuantas mesas más allá, una cara que buscas, Viri vio de improviso a alguien. El corazón le dio un vuelco. Era Kaya Doutreau.

—Una noche volvía a casa del ballet…

Estaba aterrorizado; tenía miedo de que ella le viera. Su mujer era apabullante, la compañía selecta, pero aun así se avergonzaba de su vida.

—… el Lago de los Cisnes. Decid lo que queráis, pero es mi favorita de toda la vida.

—Bellísima —dijo Bill.

—Cuando abrió la puerta del apartamento se encontró a su perro allí tumbado…

Viri no escuchaba, sólo era consciente del rumor de los cubiertos, de los sonidos subyacentes, como si escuchase el mecanismo que lo activaba todo. Resultaba terrible que le afectase tanto la presencia de Kaya, los rasgos sencillos de los que ella era completamente inconsciente: su desenvoltura, el modo de sentarse, el peso de sus pechos dentro de la blusa pálida y estriada.

—Bueno, no lo saben. Creen que alguien empujó veneno por debajo de la puerta. Fue algo espantoso. Ella no sabía qué pasaba. Salió con el perro en brazos a la calle y murió en el taxi.

—Viri, ¿te encuentras bien? —preguntó Nedra.

—Sí.

—¿Estás seguro?

—Totalmente. —Sonrió brevemente. Parecía que se hubiese olvidado del modo de comer, como si fuera una ceremonia que sólo había memorizado. Su atención se concentraba en el plato. Procuraba no ver más allá de la mesa.

—En suma, es la persona más interesante y cordial imaginable. Nunca ha hecho daño a nadie. Tiene la casa llena de libros. La gente está loca.

—Es una historia horrible —dijo Nedra.

—Espero que no te haya disgustado.

—Debe de ser la estación —dijo Bill—. Febrero es así. La única vez que he estado seriamente enfermo en mi vida era febrero. Estuve seis semanas en el hospital. Dos, en la lista de desahuciados. La paella está riquísima.

—¿Qué te pasó?

—Oh, fue una infección grave. Mi familia llegó a comprar un féretro. Ni siquiera era lo bastante grande. No querían gastarse dinero. Me iban a doblar las rodillas.

Se rio.

—Viri, ¿estás seguro de que estás bien?

—Oh, sí. Sí.

A lo largo de la cena la vislumbró a intervalos. No podía evitarlo. Kaya estaba viva; Kaya estaba bien. De golpe, ella se levantó. Él sucumbió a un instante de absoluto pánico, de temor físico. Era sólo que se iban. Cuando ella pasó, caminando entre las mesas, él se llevó la mano a la frente para taparse la cara.

Al volver en coche a casa, la noche era fría e inmensamente clara. Dos manzanas de apartamentos, grandes colmenas oscurecidas, flotaban sobre ellos. A lo lejos el puente era una hilera de luz.

Cruzado el río, la carretera estaba desierta. La luna la presidía, el cielo entero blanco. Llenaba el coche el tenue aroma de tabaco, de perfume, como el compartimento de un tren. Si uno observaba en la oscuridad, pasaban en un instante, precedidos por el fulgor de los faros, se les veía un segundo, un atisbo nada más. El sonido se desvanece en el frío, luego hasta se pierde el rojo lejano de las luces traseras. Arriba, tal vez el rumor débil, que roza las estrellas, de un aeroplano.

Aquella misma noche, Arnaud estaba cerca del Chelsea, en el estudio de un amigo. Se marchó después de medianoche. Caminó hacia el este. Habían charlado horas, era la clase de velada que más le gustaba, íntima, conversación enjundiosa que fluye sin fin y de la que uno jamás se cansa. Era un personaje de Dickens; comía, bebía, alzaba la punta del dedo meñique para mostrar el gran talento que tenía alguien, callejeaba por la ciudad hormigueante. Llevaba levantado el cuello del abrigo. Las aceras estaban vacías, las tiendas a oscuras detrás de sus persianas de acero.

El tráfico subía por la avenida en olas aisladas. Los faros de los automóviles subían y bajaban en un silencio agorero sobre el asfalto parcheado. Buscó un taxi, pero pasaban con el rótulo de FUERA DE SERVICIO a aquella hora. Las cuatro perspectivas de la esquina eran inhóspitas y frías. Recorrió la manzana. Una cafetería, el último ventanal iluminado, estaba cerrando. Pasó una oleada de coches, la mayoría desvencijados, conducidos por hombres solos, automóviles de la clase obrera, con todas las ventanillas cerradas.

Al doblar la esquina apareció una moto que circulaba despacio. El motorista vestía de negro, con la cara tapada por un plexiglás. Pasó un taxi, Arnaud le hizo seña, pero no se detuvo.

El motorista había estacionado en el bordillo, un poco más adelante, con el motor en marcha, e inspeccionaba las ruedas. No tenía rostro, tan sólo la superficie curva y reluciente. Arnaud avanzó unos pasos en la calle. Veía las luces, los grandes edificios del anillo de la ciudad en torno al centro. El motorista se había apeado y estaba tanteando las puertas de los locales, tirando de los picaportes. Conforme los recorría, miraba en el interior de los comercios vacíos, aplastando las palmas contra el cristal. Arnaud echó a andar.

En las calles Cuarenta del lado oeste había jóvenes afeminados en las esquinas, todavía esperando. Desplomados en portales, había hombres con las manos sucias y los rostros ebrios escaldados por el frío. Los taxis que circulaban por las grandes avenidas se caían a pedazos, con un traqueteo de parachoques, basura por el suelo.

Empezaba a agarrarse las orejas. No podía ir caminando desde allí; vivía en la calle Sesenta y ocho. Miró hacia el tráfico lejano, se aproximaban, al parecer, cada vez menos coches. Había cambiado el tono del entorno, como cuando uno escucha el silencio demasiado tiempo. Sus pensamientos, que hasta entonces le habían envuelto al igual que el abrigo, de pronto se ensancharon, abarcaban más: los inmuebles oscuros y mugrientos, los fríos letreros comerciales escritos por todas partes. Pensó en ir al Chelsea; sólo estaba a tres manzanas. Dos hombres habían doblado la esquina y se le acercaban lentamente, uno de ellos bailando un poco de un lado a otro, entrando a medias en los portales.

—Eh, ¿qué hora es? —preguntó uno de ellos. Eran negros.

—Las doce y media —dijo Arnaud.

—¿Dónde está tu reloj?

Arnaud no contestó. Ellos se habían parado, el ritmo de sus andares había cambiado, le interceptaban el paso.

—¿Cómo sabes la hora sin reloj? ¿Nos tienes aversión, hombre?

El corazón de Arnaud latió más aprisa.

—Ninguna aversión —dijo.

—¿Has estado con tu novia? ¿Qué te pasa, eres muy grandote para hablar? —Sus caras eran idénticas, brillaban—. Sí, es grandullón. Vas muy calentito, con ese gabán de ciento cincuenta dólares.

Arnaud sintió que se le escapaba la fuerza, la facultad de moverse, como si estuviese en un escenario sin idea alguna, sin ningún texto. Se aproximaba un grupo de coches, a cinco o seis manzanas de distancia. Empezó a hablar, como si fuera un confidente.

—Oye, no puedo quedarme, pero quiero decirte algo…

—No puede quedarse —le dijo el uno al otro.

—Aquel hombre sordo…

—¿Qué hombre sordo?

Los coches estaban más cerca.

—Se encontró con un amigo en la calle…

—A ver ese reloj. Ya hemos jugado bastante.

—Quiero hacerte una pregunta —dijo Arnaud rápidamente.

—Vamos.

—Una pregunta que sólo tú puedes contestar…

Súbitamente se giró hacia los coches que se acercaban y dio unas zancadas en dirección a ellos, llamando y agitando los brazos. Ninguno era un taxi. Eran bajeles oscuros y sellados que viraban para esquivarle. Le golpeó algo que escocía en el frío. Cayó sobre una rodilla, como si le hubieran empujado.

Trató de levantarse. Le golpeaba algo como un trapo mojado. Era el comienzo de alguna cosa y el final de otra. Se tambaleaba como un flagelante, perdido el porte fácil de la vida indemne. Se cubrió la cabeza con los brazos, gritando: «¡Por el amor de Dios!».

Trastabilló, intentando defenderse de aquella lluvia de golpes furibundos que le estaba mojando. Intentó huir corriendo. Estaba ciego, no veía, avanzaba a lo largo de la plancha legendaria, ridículo hasta el final, gritando, balbuceante en el aire glacial, flaqueantes las piernas.

De rodillas en la calle les entregó su dinero. Al huir, esparcieron el contenido de su cartera. No se molestaron en quitarle el reloj. Estaba roto. Indicaba, como los mandos de un avión caído, el momento exacto del desastre. Estuvo tendido durante más de una hora, y los coches le esquivaban, sin pisar el freno.

Eve llamó por la mañana.

—Oh, Dios —gimió.

—¿Qué ocurre?

—¿No te has enterado?

—¿Enterado de qué? —dijo Nedra. A la luz del sol, al otro lado de la ventana, el perro caminaba por el suelo congelado.

—Arnaud… —Rompió a llorar—. Le pegaron. Ha perdido un ojo.

—¿Le pegaron?

—Sí. En algún sitio del centro —lloró Eve.