Franca cambió a los dieciséis años. Empezó a cumplirse la promesa de su cuerpo. Como en cuestión de un día, del mismo modo que las hojas brotan, adquirió de golpe la facultad de ser dueña de sí misma. Despertó con ese don una mañana, le había sido concedido. Sus pechos eran nuevos, sus pies un poco más grandes. Su cara era serena e insondable.
Madre e hija estaban próximas. Nedra la trataba como a una mujer. Hablaban mucho.
El mundo estaba cambiando, le dijo Nedra.
—No me refiero a cambios de moda —dijo—. Esos no son verdaderos cambios. Me refiero a cambios en la manera de vivir.
—Por ejemplo.
—Creo que no lo sé. Tú lo notarás. Entenderás mucho más que yo. La verdad es que soy bastante ignorante, pero puedo percibir lo que hay en el aire.
Hay calor en las familias, pero el compañerismo no es frecuente. Nedra adoraba hablar con y de Franca. Sentía que era la mujer en la que ella misma se había convertido, en el sentido en que el presente representa al pasado. Quería descubrir la vida a través de su hija, saborearla por segunda vez.
Hubo una fiesta en casa de Dana una noche, durante las vacaciones. Dana, cuya cara poseía ya una curiosa expresión muerta, casi de rencor, pero al fin y al cabo, como decía Nedra, qué puedes esperar, con un padre borracho y una madre estúpida. Esa noche estaba leyendo un libro sobre Kandinsky, grueso, hermoso, de papel satinado. Había visto su exposición en el Guggenheim y en ese momento estaba deslumbrada por él. En el silencio del anochecer, en esa hora en que todo estaba hecho, lo abrió por fin. Kandinsky había empezado a pintar tarde, tenía treinta y dos años entonces.
Telefoneó a Eve.
—Adoro este libro —dijo.
—Me pareció que tenía buen aspecto.
—Acabo de empezarlo —dijo Nedra—. A principios de la primera guerra vivía en Múnich, y volvió a Rusia. Abandonó a la mujer, que también era pintora, con la que estuvo viviendo diez años. La volvió a ver una sola vez, ¿te imaginas?, en una exposición, en 1927.
Tenía el libro en el regazo, no había leído más. El poder de cambiar la propia vida se desprende de un párrafo, de una observación señera. Las líneas que nos penetran son delgadas, como los trematodos que viven en agua de río y entran en el cuerpo de los nadadores. Estaba excitada, llena de fuerza. Las frases pulidas habían llegado, al parecer, como tantas otras cosas, justo en el momento exacto. ¿Cómo podemos imaginar cómo debiera ser nuestra vida sin la iluminación que nos procura la vida de otros?
Dejó el libro abierto al lado de otros pocos. Quería pensar, dejar que el libro la esperase. Volvería a cogerlo, a leer, lo seguiría leyendo, bañándose en la riqueza de sus láminas.
Franca llegó a casa a las once. Desde el instante en que se cerró la puerta, Nedra presintió que algo andaba mal.
—¿Qué es? —le preguntó.
—¿Qué es qué?
—¿Qué ha ocurrido?
—Nada. Ha sido terrible.
—¿Cómo?
Su hija, de repente, estaba llorando.
—Franca, ¿qué te pasa?
—Mírame —lloró ella. Llevaba un traje con una cenefa de piel en el cuello y dobladillo en la falda—. Parezco una de esas muñecas que se compran en tiendas de souvenirs.
—No, no es cierto.
—Me he marchado la primera —dijo ella, desesperada—. Todo el mundo me ha dicho: «¿Dónde vas?».
—No tenías que volver tan temprano.
—Sí tenía.
Nedra estaba aterrada.
—¿Qué ha pasado, no ha estado bien la fiesta?
—La fiesta ha estado muy bien. Yo era la que estaba mal.
—¿Qué llevaban las demás?
—Tú siempre insistes en que yo sea diferente —explotó Franca—. Siempre llevo ropa distinta. No puedo ir aquí, no puedo ir allá. No quiero saber nada más de eso. ¡Quiero ser como todo el mundo! —Las lágrimas le rodaban por la cara—. No quiero ser como tú.
De una pincelada había establecido su mundo propio.
Nedra no dijo nada. Estaba atónita. Era el comienzo, supo de pronto, de algo que había pensado que nunca ocurriría. Se fue a la cama trastornada, desgarrada por el impulso de ir a la habitación de su hija y por el miedo, al mismo tiempo, de lo que hablarían.
Al día siguiente todo estaba olvidado. Franca trabajaba en el invernadero. Pintaba. Había música en su habitación. Hadji estaba tumbado en su cama, ella era visiblemente feliz. Ya había pasado.
Llegó una carta de Robert Chaptelle, cuya vida se precipitaba cuesta abajo. Era difícil recordarle, su nerviosismo, sus gustos caros y sus impulsos tan parecidos a los de ella. No decía nada del teatro; hablaba sólo de un hombre que podía salvar Europa.
… mide alrededor de 1,75. Tiene el atractivo de Kennedy. Su voz te hace temblar. Es una voz inolvidable. He tenido el privilegio de conocerle, las horas en su compañía son minutos. ¡Sus ojos! Por fin comprendo la naturaleza de la política. Cela tient du prodige[3].
Leyó la carta aprisa. Robert decía en su última carta que volvería a escribir pronto. Viajaba por motivos de salud, se escondía en las remotas ciudades de Francia de la compañía de seguros donde había intentado trabajar por una temporada. Se había esfumado, sumido en el silencio.
Nedra pensó más de una vez en la mujer que Kandinsky había abandonado. Hay relatos que ganan por su brevedad. Había escrito el nombre en su calendario, encima del punto en que se vuelven las páginas: Gabriele Munter.