14

Por la mañana, con la primera luz, un ventarrón, un viento que daba portazos y rompía cristales, devoró el silencio en ráfagas súbitas y avasalladoras. Hadji estaba acurrucado en las mantas. El conejo, con las orejas replegadas hacia atrás, estaba ovillado junto a su jaula. Había lapsos de calma agorera y, después, el atroz rugido del viento, que a veces duraba hasta medio minuto. Las paredes parecían crujir.

Aunque el cielo era claro, incluso cálido, el viento sopló todo el día, embistiendo los postigos, violando a los árboles. Las vides se irguieron frenéticamente, aullaron, fueron arrastradas. En el invernadero hubo un estrépito musical de cristales. Era un viento sin filo, un viento inmenso y de fauces abiertas que no amainaba.

Hacia el final de la tarde llamaron por teléfono. Era desde otra ciudad, se oyó una voz extraña y mecánica.

—¿La señora Berland? —preguntó una voz de hombre.

—Sí.

—Soy el doctor Burnett. —Llamaba desde Altoona—. Creí que sería mejor avisarle —dijo—. Su padre está en el hospital. Está bastante enfermo.

—¿Qué tiene?

—¿No está al corriente de su estado?

—No, ¿qué tiene?

—Bueno, ha preguntado por usted y creo que estaría bien que usted viniese.

—¿Cuánto tiempo lleva ingresado?

—Unos cinco días —dijo el médico.

Emprendió el viaje esa misma noche. Partió una hora antes de que oscureciera. Sibelius tronaba en la radio y el viento azotaba el coche. Rebasó astilleros, refinerías, vecindarios palpitantes y feos a los que ni siquiera dedicó una ojeada, la industria que sustentaba su vida. Circulaban coches en ambas direcciones, con faros cada vez más brillantes. Anocheció.

No hizo ninguna parada. Se perdía la voz de las emisoras de radio; contaminadas por interferencias, empezaron a devorarse unas a otras. Sonaban ráfagas de música, voces fantasmales; era como un palio vasto y decrépito, como techos que gotean en una ciudad mísera, inundada de anuncios baratos, sentimiento y sonidos necios. El caos le invadía los oídos, los faros de frente le herían los ojos. El cielo reflejaba el resplandor de ciudades más allá de los árboles negros.

Penetró en la oscuridad, la oscuridad de una tierra vieja, fatigada, encogida, vendida y revendida, y pasó a la zona de noche profunda. Las carreteras se vaciaron. Estaba cruzando el Susquehanna, inmóvil como un estanque, cuando le asaltaron las primeras oleadas de sueño. Conducir se transformó en un sueño. Pensó en su padre, en el pasado al que ella estaba retornando. Conocía la desesperación y la impotencia de comenzar de nuevo un viaje interminable, un viaje que ya había sido emprendido, de una vez por todas. El largo túnel blanco de Blue Mountain desfiló como un pasillo de hospital. Luego Tuscarora. Los nombres no habían cambiado. La estaban esperando, convencidos de que regresaría.

Finalmente durmió unas cuantas horas en el coche solitario, en una zona de servicio iluminada de azul. Al despertar, el cielo era tenue hacia el este. Estaba en un paisaje vagamente conocido: la ladera de las colinas, los árboles oscuros. La carretera era ya discernible, lisa y pálida, y los bosques, hasta donde alcanzaba la vista, no contenían una sola casa ni una luz. Estaba exultante: ojalá fuera siempre así, pensó. La madrugada, como el amanecer en el mar, la aturdió y le insufló nueva vida.

Pronto vio las primeras granjas, graneros hermosos en el silencio, la radio emitía precios, el número de ovejas y corderos sacrificados en el matadero. Viejas casas de ladrillo descolorido que encogían el corazón, porches con columnas blancas, sus habitantes todavía dormidos. El cielo se tornó cada vez más tenue, como si lo hubiesen fregado. De repente todo cobró colorido, los campos se volvieron verdes. Inerme, reconoció sus orígenes, aunque a años de distancia, la región vacía e ignorante, las largas cuestas que costaba escalar, las ciudades vulgares. Adelantó a un solo vehículo, justo cuando las vacas se acercaban, un Chevrolet solitario, silencioso como un pájaro en vuelo. En él viajaban un chico y una chica sentados muy juntos. No parecieron verla. Los dejó detrás en la luz desbordante.

Pequeños jardines, iglesias, letreros pintados a mano. No sintió el calor del reconocimiento; para ella era desolación, ruina. Qué fracaso el retorno improvisado; lo borraría todo en un solo día.

Mañana en la región central. Trabajadores conduciendo temprano. Cerca de una granja, dos patos anadeaban atolondrados por la calzada donde, en medio de plumas blancas, otro pato yacía ensangrentado, atropellado por un coche.

Invernaderos, antiguas escuelas, fábricas con las ventanas rotas. Altoona. Recorría calles que recordaba de la adolescencia.

El hospital acababa de despertar. Los periódicos del día anterior estaban todavía en las máquinas expendedoras, los horarios de quirófano aún no habían sido mecanografiados.

La pararon en seguida.

—Lo siento, no puede entrar —le dijo la recepcionista—. Los horarios de visita empiezan a las once.

—He conducido toda la noche.

—No se puede visitar ahora.

Regresó a las once. Encontró a su padre cerca de la ventana, en una habitación con dos camas. Estaba dormido. Sus brazos, fuera de las mantas, parecían muy frágiles.

Le tocó.

—Hola, papá.

Él abrió los ojos. Lentamente, giró la cabeza.

—¿Cómo estás? —preguntó ella.

—Muy bien, supongo.

Ella lo vio claramente. La cara del padre parecía más menuda, la nariz más grande, los ojos consumidos.

—Llevo una semana aquí —dijo.

Nada lo indicaba. En la mesa había un vaso de agua y una bandeja. No había libros ni cartas, ni siquiera un reloj. En la cama contigua había un anciano que se recuperaba de alguna intervención quirúrgica.

—Habla todo el tiempo —dijo el padre.

El anciano les oía. Sonrió, como complacido.

—No se calla nunca —dijo el padre—. ¿Dónde paras?

—En casa.

La mañana, fuera, era clara y soleada. La habitación parecía oscura.

—¿Quieres un periódico? —preguntó.

—No.

—Te lo leo yo, si quieres.

Él no contestó.

Ella se quedó hasta las dos. Hablaron muy poco. Ella leía, sentada. Él parecía en duermevela. Las enfermeras se negaron a comentar su estado; tenía un corazón fuerte, dijeron.

El médico habló con ella, por fin, en el vestíbulo.

—Está muy débil —dijo—. Ha sido una larga lucha.

—Le duele muchísimo la espalda.

—Sí, bueno, se ha extendido.

—¿Por todas partes?

—Hasta el hueso.

Le explicó la pérdida de peso y de fuerza, la inanición que seguía su curso.

En la casa se preparó un té y descansó. Era la casa en que la habían criado: habitaciones empapeladas, las cortinas grises. Cerca de la puerta trasera la tierra se había apelmazado, la hierba ya no crecía. Telefoneó a Viri.

—¿Cómo está?

—Muy mal.

—¿Se recuperará?

—No creo —dijo ella.

—Nedra, lo siento muchísimo.

—Bueno, ¿qué podemos hacer? —preguntó ella—. Estoy en casa.

—¿Estás cómoda ahí?

—No se está tan mal.

—¿Cuánto tiempo crees…? ¿Qué piensan ellos?

—Parece tan débil, tan consumido. Esta mañana me ha impresionado lo avanzada que está la enfermedad.

—¿Quieres que vaya?

—Oh, no, realmente no serviría de nada. Es muy amable por tu parte, pero creo que no.

—Bueno, si me necesitas…

—Viri, estos hospitales son espantosos. Deberías proyectar uno con luz de sol y árboles. Los moribundos deberían dirigir una última mirada al mundo… por lo menos ver el cielo.

—Es por eficiencia.

—Maldita eficiencia.

Cuando volvió al hospital su padre estaba otra vez dormido. Despertó en cuanto ella se le acercó; de repente abrió de par en par los ojos, lúcido. Ella pasó toda la tarde sentada junto a la cama. El padre cenó sólo unos sorbos de leche.

—Papá, tienes que comer.

—No puedo.

Las enfermeras entraban de tanto en tanto.

—¿Cómo se encuentra, señor Carnes?

—No me queda mucho —murmuró él.

—¿Se encuentra mejor? —le preguntaban.

Él parecía no oírles. Le estaban envolviendo en una mortaja invisible. Tenía la boca seca. Cuando hablaba era apenas un farfullar hondo, casi ininteligible. Preguntó varias veces qué día era.

Esa noche, exhausta, se dio un baño y se acostó. Se despertó una vez durante la noche. El cielo y la calle, fuera, estaban absolutamente silenciosos. Se sentía descansada, tranquila, sola. El gato había entrado en el cuarto, se sentó en el alféizar y miró al exterior.

A la mañana siguiente su padre había entrado en coma. Inerte en el lecho, su respiración era más regular y lenta, y tenía velos de gasa húmeda en los ojos. Ella le llamó: no hubo respuesta. Había dicho sus últimas palabras.

De repente la asfixió la tristeza. Oh, que tengas paz, papá, pensó. Permaneció horas sentada junto a la cama.

Él era terco. Era fuerte. No oía a su hija ya, nada podía despertarle. Tenía los brazos cruzados débilmente sobre el pecho, como alas sin plumas. Ella le limpió la cara, le aderezó la almohada.

Viri telefoneó esa noche.

—¿Hay algún cambio?

—Voy a salir a cenar —le dijo ella. Habló con las niñas. Cómo está el abuelo, le preguntaron—. Muy enfermo —les dijo.

Ellas eran educadas. No supieron qué contestar.

Llevó largo tiempo, llevó una eternidad; días y noches, el olor del antiséptico, las silenciosas ruedas de goma. Esta maquinaria frágil, pensamos, pero cuánto cuesta apagarla. El corazón está a oscuras, sin saber, como esos animales que viven en minas y nunca han visto la luz del día. No tiene lealtades ni esperanzas; cumple su cometido.

La enfermera de noche le auscultó. Había empezado.

Nedra se le acercó.

—Papá —dijo—, ¿me oyes? ¿Papá?

Su respiración se aceleró, como si él huyese. Eran las seis de la tarde. Estuvo toda la noche sentada mientras él jadeaba, el cuerpo le funcionaba por la costumbre de toda una vida. Ella rezaba por él, rezaba contra él y entretanto pensaba: «Tú eres la siguiente, es sólo cuestión de tiempo, unos pocos años rápidos».

A las tres de la mañana sólo estaba encendida la luz en la mesa de la enfermera, y no había médicos. El pasillo estaba vacío.

Abajo estaba la ciudad oscura, empobrecida, con sus aceras desmoronadas, sus casas tan juntas que no había espacio para caminar entre ellas. Las antiguas escuelas estaban en silencio, el teatro, con sus ventanas cerradas por chapas de metal, las salas de veteranos. Por el centro no discurría un río, sino un lecho ancho y callado de raíles. Las vías estaban herrumbrosas, los grandes talleres de reparación cerrados. Ella conocía aquella ciudad escarpada, allí no tenía amigos, le había vuelto la espalda para siempre. Allí, durmiendo, tenía primos lejanos a los que jamás recurriría.

Escuchó el terrible combate que se estaba librando en la estrecha cama. Le cogió la mano. Estaba fría; no había en ella reacción, sentido del tacto. Observó a su padre. Estaba luchando más allá de ella; luchaban sus pulmones, las cámaras de su corazón. Y su mente, pensó ella, ¿qué estaría pensando, encerrada en sí misma, condenada? ¿Estaría su ser en armonía o en caos, como los habitantes de una ciudad que se derrumba?

La garganta empezó a hincharse. Llamó a la enfermera.

—Venga ahora mismo —dijo.

Su respiración era alarmante, su pulso débil. La enfermera le palpó la muñeca, luego el codo.

No se murió. Siguió respirando de aquel modo espantoso. Los esfuerzos del padre debilitaban a Nedra. Todo estaría bien si él pudiera, al menos, gozar de una tregua. Transcurrió una hora. Él no sabía que se estaba extenuando. Era una especie de insania, seguía corriendo, se había caído y levantado cien veces. Nadie podía resistir semejante castigo.

Y un poco después de las cinco, bruscamente, exhaló su último suspiro. Entró la enfermera. Todo había acabado.

Nedra no lloró. Sintió, al contrario, que había acompañado a su padre a casa. Súbitamente comprendió el significado de las palabras «en paz, en descanso». La cara del muerto estaba serena. Ostentaba una barba cenicienta. Le besó la mejilla, la mano azulada. Aún estaba caliente. La enfermera le estaba insertando la dentadura.

Fuera, las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. Caminaba aturdida. Hizo un solo voto: no olvidarle, recordarle siempre, todo el tiempo que viviera.

El entierro fue sencillo. Ella no había pedido oficios religiosos. Cerca de tumbas que rezaban simplemente Padre, y cruces de piedra tallada para que pareciesen leños, entre obeliscos ladeados y rotuladores de niños —Faye Milnor, agos. 1930 - nov. 1931, una piedra pequeña, un año duro—, fue enterrado en lo alto de la cuesta, en una sección tranquila del fondo, donde reinaba un ligero desorden entre las sepulturas. La ciudad, densa de árboles, parecía dormida en la tarde, lejana como un cuadro pintado por un primitivo. Miraba los nombres según caminaba. Había palomas en el sendero. Banderas de miniatura ondeaban trazando breves vuelos.

El sepulturero era un hombre joven, desnudo hasta la cintura, con el pelo largo recogido hacia atrás y atado.

Asintió con deferencia y empezó a trabajar. Su perro estaba tendido en la hierba, debajo de un árbol.

—Adelante —dijo ella.

La tapa del féretro estaba ya colocada.

—Este sitio es muy bueno —le dijo él. Tenía una cara angosta, y rota una paleta dental—. La próxima vez que venga, la hierba habrá crecido.

—¿Tan pronto?

—Bueno, tiene que dejarle un par de semanas.

—Sí —dijo ella—. ¿Cómo se llama usted?

—David.

Era mexicano, advirtió ella.

—David…

—Sí, señora.

Él prosiguió su trabajo. Sus brazos eran flacos, pero daba paletadas constantes. A lo lejos se divisaba la cúpula de la catedral, gris en el cielo. Esperó hasta que la tumba estuvo medio cubierta.

—¿Ese perro es suyo? —dijo ella.

Era un perro parecido a un collie, con un hocico largo y estrecho.

—Sí, es mía.

—¿Cómo se llama? —preguntó Nedra.

—Anita.

Ella miró una vez más a la ciudad.

—¿La cuidarán?

—Oh, sí, señora —dijo él—. Pierda cuidado.

Ella le dio diez dólares cuando se marchaba.

—No —dijo él—. No hace falta.

—Tómelos —dijo ella, y se alejó. El sendero parecía más empinado. La alta verja de hierro que circundaba el cementerio se había derrumbado en algunos lugares. Arriba, muy abruptamente, el cielo se había oscurecido.

Los trajes de su padre estaban puestos encima de la cama para que se los llevase el Ejército de Salvación, sus camisas, sus zapatos vacíos. La tierra había caído sordamente sobre la cripta en la que yacía. Todos los adornos, sombreros, cinturones, anillos… qué feos y baratos parecían sin él. Eran como accesorios teatrales: vistos a la luz del día resultaban ordinarios, incluso decepcionantes.

Guardó unas cuantas fotos; la casa y el mobiliario los puso en venta. Estaba eliminando todas las huellas, retornando a una vida desconectada con aquella, una vida más brillante, más libre. Antaño había esperado allí diecisiete años desesperados, mientras estremecían el aire vibraciones del mundo más allá; ¿alguna vez formaría parte de él, alguna vez se iría?

Adiós Altoona, tejados, iglesias, árboles. La cuenca donde iban tantas tardes de verano, el terreno fresco y cubierto de helechos, los hornos abandonados y repletos de mariposas y hojas. Broad Avenue con sus casas, los vecindarios de gentes desconocidas. En cada sala oscura, al parecer, había una mujer con las piernas hinchadas, o un anciano consumido, vacío, sucio. Una ciudad de apariencia casi europea, escarpada y espaciosa, reluciente a la luz del final de la tarde. Como todas las encrucijadas semejantes, era una colonia penitenciaria, asentada en la provincia por los ferrocarriles.

Atravesó en coche las calles por última vez. Altoona azulaba en la mañana. Una ciudad de árboles. Los cafés baratos estaban llenos, el tráfico circulaba. Comida pobre, gente vulgar. Todas aquellas vidas modestas eran como mantillo; habían engendrado los árboles urbanos, las piedras angulares de la ciudad, su infinita soledad y calma. Pensó en la nieve cayendo en aquellas mismas calles, en largos inviernos, en obras de teatro de gira años atrás, en ciertas familias ricas cuyas casas eran como de otro país, en sus hijas, sus tiendas. Pensó en su padre, en los hombres con los que un tiempo él había jugado a las cartas, en sus amigos, las mujeres de ellos.

Todo había terminado. De repente sintió que todo aquello era como un mal presagio. Estaba desprotegida. El camino hacia su propio fin quedaba despejado.